
Una pipa de gas LP de la empresa Silza volcó sobre el Puente de la Concordia, lo que provocó una explosión que dejó –hasta el momento– diez personas muertas. La titular de la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México, Bertha Alcalde, informó que una de las líneas de investigación es el posible exceso de velocidad, aunque este tipo de transporte de carga tiene también otras medidas de seguridad con las que debe cumplir para circular en las carreteras y avenidas del país.
Además, la Agencia de Seguridad, Energía y Ambiente (ASEA) reveló que la empresa Silza no contaba con pólizas de seguro de responsabilidad civil ni por daño ambiental vigentes.
Las pipas que transportan gas LP que circulan en la Ciudad de México deben cumplir con lo que establece la Norma Oficial Mexicana NOM-007-SESH-2010, publicada en el Diario Oficial de la Federación (DOF).
Elías Hernández Jiménez, presidente del Colegio Nacional de Peritos en Seguridad Laboral y Protección Civil, explica a El Sabueso que todas las pipas de distribución de gas LP deben contar con una certificación vigente emitida por la Secretaría de Energía (Sener) y la ASEA, que son las instituciones que otorgan los permisos de tránsito y operación, con base en la normativa mexicana.
Sin embargo, para obtener los permisos las empresas de comercialización de gas deben presentar sus seguros vehiculares, así como cumplir con las diferentes pruebas técnicas que se solicitan.
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Como primera instancia, la norma oficial mexicana menciona que la superficie externa del recipiente debe estar exenta de abolladuras con profundidad igual o mayor a 6.35 milímetros, así como protuberancias en la sección cilíndrica o casquetes del recipiente.
Tampoco puede tener cavidades con una profundidad mayor a 40 % de la placa más delgada de las unidas por soldadura.
En el interior del cuerpo cilíndrico de la pipa debe haber rompeolas y deben estar debidamente sujetadas al recipiente, las cuales tienen el propósito de impedir el movimiento libre del fluido cuando el vehículo se encuentra en tránsito.
De acuerdo con la norma oficial mexicana, otro detalle con el que debe cumplir el cuerpo interior es que las tuberías y coples deben estar en perfecto estado y sin ningún tipo de daño.
“Una de las pruebas más importantes a las que se someten son las de hermeticidad, pues el recipiente que transporta el gas debe estar adecuado para soportar presiones y temperaturas específicas; y se hacen pruebas también sobre los materiales de construcción, que sean materiales resistentes y compatibles con el gas, que no vayan a generar fricción con la volatilidad que tiene el material”, puntualiza el especialista.
La norma oficial mexicana establece que las válvulas de relevo de presión, las de exceso de flujo y las de no retroceso del envase que contiene el gas LP de la pipa deben presentar una antigüedad menor de 11 años a partir de su fecha de fabricación y menor de 10 a partir de su instalación.
La totalidad de las válvulas no debe tener ningún tipo de fisura, ruptura, obstrucción o daño que comprometan su funcionalidad.
Hernández Jiménez afirma que las válvulas de la pipa se deben calibrar y darles mantenimiento de manera constante para evitar que presenten problemas en su funcionamiento.
Otro punto importante que menciona el especialista es que es imprescindible que el semirremolque cuente con un sistema de detección de fugas, para que cuando se suscite alguna sobrepresión o anormalidad se envíe al conductor una alerta.
Para poder operar, la norma exige que el semirremolque debe tener los datos de:
“Hay datos que no pueden faltar en el etiquetado y señalizado de la unidad, como datos de identificación, números de serie, capacidad, fecha de última inspección y número de certificación”, indica Jiménez Hernández.
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“Las pipas que transportan grandes cantidades de litros de gas LP solamente pueden viajar con el 80 % de su capacidad total, es decir, el recipiente en el que se transporta no puede ir lleno a su máximo alcance”.
Asimismo, el especialista en Protección Civil detalla que un factor importante en los percances que llegan a ocurrir con este tipo de vehículos incide en los operadores, por lo que considera que es fundamental la capacitación que se les da, pues el material que transportan es muy peligroso y cualquier error puede ser mortal.
De acuerdo con la norma oficial, los semirremolques –pipas– que no cumplan con los requisitos antes mencionados deberán ser retirados del servicio hasta que cumplan con cada uno de los lineamientos solicitados.
El Reglamento de Tránsito de la Ciudad de México establece en el artículo 27 normas que deben cumplir los vehículos de transporte de carga y sustancias tóxicas y peligrosas.
Uno de los puntos que se mencionan es que las unidades de transporte únicamente deben circular en las rutas y horarios que defina la Secretaría de Movilidad (Semovi).
“Los camiones unitarios menores a 3.8 toneladas y 7.5 metros de longitud podrán circular las 24 horas, con excepción de aquellas vialidades donde expresamente quede prohibido el paso de determinados vehículos con el señalamiento correspondiente tales como: Eje 1 Oriente Anillo de Circunvalación, San Pablo-José María Izazaga, Eje Central Lázaro Cárdenas, Avenida Hidalgo, Eje 1 Poniente Guerrero, así como Avenida Juárez”, señala la Semovi.
También se describe que los transportes mayores de 3.8 toneladas y hasta 20 toneladas con una longitud menor a 14 metros podrán circular y realizar maniobras de carga y descarga de las 20:00 a las 10:00 horas del día siguiente.
Para los vehículos mayores de 20 toneladas y 14 metros de longitud, su tránsito por el Centro Histórico está prohibido permanentemente, así como la carga y descarga de mercancía, y también circular por carriles centrales y segundos niveles de las vías de acceso controlado.
La transportadora Silza emitió un comunicado en el que asegura que sí cuenta con pólizas de seguros vigentes, en la que se incluye el seguro de responsabilidad civil y por daño ambiental.
En su comunicado detalla que sus aseguradoras se encuentran en el proceso de responder por los daños materiales, personales y sociales derivados del incidente en la Concordia.
La agencia de seguros HCid, especializada en asegurar vehículos de carga y de transporte de hidrocarburos y gas, comparte a El Sabueso que, en el caso de los semirremolques, se les solicita una responsabilidad civil muy alta, pues debido a los percances que llegan a ocurrir es necesario cubrir todos los daños que una unidad puede generar en cualquier tipo de incidente.
Explica que la responsabilidad civil es una póliza que protege al transportista o empresa de transporte de las indemnizaciones que cause a terceros durante sus operaciones.
“En el caso de la pipa que tuvo un percance en un puente de Iztapalapa, que provocó daños a terceros y de bienes materiales, lesiones y fallecimientos, de eso se encarga la responsabilidad civil, por eso tiene que ser muy sustancial y que pueda abarcar gran parte de los gastos”, menciona.
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La agencia afirma que las pólizas por responsabilidad civil y ambiental que otorgan las aseguradoras para este tipo de vehículos solamente llegan a ser de 20 millones de pesos o hasta menos, por lo que si con esa cantidad no se cubren los daños, la empresa o persona encargada deberá costear el resto.
Durante la mañanera del 11 de septiembre, la presidenta Claudia Sheinbaum informó que derivado de la explosión de la pipa de gas en Iztapalapa se fortalecerá el control para la seguridad del transporte de combustibles en el país.
Clara Brugada anunció que buscará regular el transporte de hidrocarburos y materiales peligrosos en la capital mexicana para evitar un percance similar.
Señaló que la regulación será diseñada por la Secretaría de Protección Civil, en conjunto con el gobierno federal y la ASEA sobre temas de horarios y materiales que se pueden transportar dentro de la Ciudad de México.

La vida de una colonia establecida por inmigrantes de Rusia en el litoral uruguayo cambió por completo cuando los militares la invadieron. Algunos se preguntan hasta hoy por qué.
A Víctor Macarov lo fueron a buscar a la salida de su instituto de enseñanza. Tenía 18 años.
A Miguel Schevzov, de la misma edad, se lo llevaron cuando estudiaba en casa de un amigo.
Vladimir Roslik Dubikin, también de 18, estaba en el cine y corrió igual suerte.
Una tras otra, una veintena de personas fueron detenidas entre abril y mayo de 1980 en San Javier, un pequeño pueblo de inmigrantes rusos en el oeste de Uruguay.
Los tomaron por sorpresa, mientras hacían las cosas más cotidianas.
Esteban Gilsov volvía de pescar. Jorge Gurin estaba en su casa con su esposa, Susana Zanoniani. Y Néstor Dubikin, de apenas 16 años, había ido en bicicleta hasta el río: ellos también fueron arrestados por la dictadura militar que había en Uruguay.
Los llevaron a un cuartel. Les pusieron capuchas. Los torturaron de forma salvaje. Y 11 de ellos fueron enviados a una cárcel por meses o años.
Ninguno sabía por qué los sometían a semejante martirio, una pesadilla que volvería cuatro años más tarde con más detenciones arbitrarias y un asesinato que marcó el fin del régimen militar.
Algunos se lo preguntan hasta hoy.
“No entiendo cuál es el motivo que llevó a esa gente a hacer todo eso, porque es una maldad”, dijo Dubikin, ahora con 62 años, como testigo de un juicio en desarrollo contra nueve acusados de cometer esos abusos. “Le destrozaron la vida a un montón de gente”.
El fiscal uruguayo para crímenes de lesa humanidad, Ricardo Perciballe, aseguró que el absurdo se debió a la ascendencia de esas personas.
“A ellos se los privó de la libertad sólo por su condición de rusos, pero no por su actividad política, no porque hayan cometido ningún delito”, dijo Perciballe al inicio del juicio el mes pasado.
El propósito, sostuvo, fue “montar una mentira”.
San Javier descansa sobre el río Uruguay, unos 360 kilómetros al noroeste de Montevideo. Desde sus costas se avistan unos islotes cercanos, ya del lado argentino de la frontera fluvial.
El pueblo tenía cerca de 1.700 habitantes, en su mayoría de ascendencia rusa, cuando los militares irrumpieron en 1980 y comenzaron a arrestar gente, incluidas algunas mujeres.
Casi todos los detenidos fueron trasladados unos 90 kilómetros al sur hasta el batallón de infantería Nº 9 del Ejército, en la ciudad de Fray Bentos, donde todo adquirió tintes kafkianos.
Pasaron largos plantones encapuchados. Los interrogaron con golpizas, choques eléctricos y ahogamientos simulados -siempre bajo supervisión de un médico militar, que indicaba si la tortura podía seguir.
Les preguntaban por una supuesta pertenencia al Partido Comunista de Uruguay, ilegalizado y reprimido por la dictadura que comenzó en 1973 y terminó en 1985, aunque ninguno de los detenidos tenía actividad política según la Fiscalía y sus testigos.
Los interrogadores buscaban establecer vínculos entre los presos y la Unión Soviética.
Ricardo Bozinsky, que a sus 19 años fue una de las víctimas, testificó que los militares les decían cosas como que “ustedes los rusos son culpables de lo que pasó en Vietnam”.
“No sé lo que querían. Yo no entendía nada”, dijo Bozinsky ante el juez del caso, Claudio De León.
Les preguntaban por supuestas prácticas de tiro, por explosivos y contrabandos de armas. Por presuntos aviones que aterrizaban en medio del campo y por hipotéticos contactos con submarinos soviéticos, pese a que el río Uruguay allí tiene pocos metros de profundidad.
La mezcla de torturas y sinsentidos hizo mella en los detenidos.
“Lo más débil no es el músculo sino el agotamiento cerebral. Después, uno pierde el control mental sobre el tiempo y el espacio. Es como un delirio. Y la mente ve lo que quiere ver: ve frutas, agua”, testificó Aníbal Lapunov sobre los abusos que sufrió con 22 años.
“Después le pegan unos picanazos”, agregó, “uno se despabila y empiezan: ‘Sí, porque vos sos agente de la KGB (la agencia soviética de inteligencia) y tenés un submarino y tripulás un Boeing’… Y uno queda mirando”.
Lapunov recordó que llegaron a amenazarlo con empotrar sus pies en una lata con hormigón y lanzarlo al Río de la Plata.
“Esos famosos chinos, no eran nada chinos, eran otros como yo”, dijo que le advirtieron en referencia a unos cadáveres que habían aparecido tiempo antes en las costas uruguayas y que los militares atribuían a navegantes asiáticos.
Un par de adolescentes fueron conducidos por soldados armados a un campo cercano al pueblo, donde poco antes habían intentado avistar ovnis por simple hobby. Y, bajo amenazas de muerte, les preguntaban por armas escondidas.
“Es ridículo, es como la historia de los submarinos y del avión”, testificó Omar Karamán, que entonces tenía 17 años, sobre la idea de que hubiera una célula comunista armada en el pueblo. “Si no hubiese sido tan trágico, sería hasta chistoso”.
Los detenidos estaban incomunicados y sus familiares ignoraban qué les ocurría.
Lena Roslik aún evoca cómo olían las ropas de sus dos hermanos y su padre Miguel, presos en el cuartel, cuando las recibió a cambio prendas limpias que les llevaron.
“Tenían algunas manchas de sangre y un olor muy característico”, recordó como testigo del juicio. “No era olor a suciedad, era otro olor raro: yo le decía a mi madre que es el olor del miedo”.
Algunos fueron liberados luego de varios días.
Pero a 11 detenidos les hicieron firmar a fuerza de golpes y torturas una declaración que establecía que sí, que eran comunistas, que integraban un grupo armado.
La justicia militar los envió entonces al penal de Libertad, que pese a su nombre es una cárcel en el sur del país. Desconcertados, comunistas presos en su mismo piso les preguntaban quiénes eran, por qué ninguno encajaba en sus nociones sobre los miembros del partido.
Algunos pasarían un año y medio encerrados. Otros, cuatro años.
El 21 de junio de 1980, un comunicado oficial sobre ellos sostuvo que “una importante célula del aparato armado del proscripto Partido Comunista que estaba capacitando a sus elementos para la lucha armada fue desbaratada por las Fuerzas Conjuntas”.
Víctor Macarov, uno de los que estuvo preso hasta 1984, declaró en la causa que sólo se trataba de “jóvenes sin experiencia política, que eran los únicos que les podían haber firmado (…) que había un submarino, que aterrizaban Boeings en el Puerto Viejo entre las chircas”.
“A ver, si había un piloto que aterrizaba un Boeing en el Puerto Viejo tendría que estar enseñando a manejar aviones de combate”, ironizó. “Y si hay un submarino tendríamos que buscarlo, reflotarlo y cobrar una entrada para que la gente lo visite”.
Puerto Viejo es el punto del río Uruguay donde desembarcó en 1913 cerca de medio millar de inmigrantes rusos para fundar su colonia.
Su objetivo era crear el reino de Dios en la tierra, explica Virginia Martínez, profesora de Historia, en su libro “Los rusos de San Javier” .
Pertenecían a una secta denominada Nuevo Israel que escapaba de la persecución de la Rusia zarista y fueron atraídos por un Uruguay que recibía de brazos abiertos a inmigrantes de diversos lugares.
El líder de la comunidad era Vasili Lubkov, a la vez profeta y administrador general. Lo llamaban “Papá”.
En sus inicios, la colonia reunió a unas 150 familias de campesinos que tenían un sistema de propiedad colectiva de la tierra y sembaban trigo, maíz y lino. También produjeron el primer aceite de girasol uruguayo.
Con el tiempo, el liderazgo de “Papá” generó disidencias internas. Y la colonia de San Javier, con sus peculiares reglas y costumbres, motivó debates en la prensa y hasta en el Parlamento de un país que ya consagraba la laicidad.
Al final Lubkov fue privado de su poder de administrador y, junto a un grupo de familias, emprendió el viaje de vuelta a sus tierras de origen en 1926. Pero entonces Rusia ya había conformado la Unión Soviética, y el profeta fue enviado a un campo de concentración.
A San Javier llegaron nuevos inmigrantes rusos, ucranianos y de otras nacionalidades, muchos huyendo entonces de la Revolución rusa y el socialismo.
En el pueblo surgieron tensiones con los reclamos de tierras liderados por comunistas. En 1933 una persona murió y otras resultaron heridas cuando la policía reprimió una reunión sindical.
Pero San Javier nunca fue un bastión comunista ni de izquierda. Muchos allí simplemente desatendían la política o simpatizaban con el tradicional Partido Colorado, que gobernaba el país cuando llegaron los primeros colonos.
Poco pareció importarle eso al régimen militar que se instaló en Uruguay a partir de 1973 y que, al igual que otros gobiernos de facto durante esos años en Sudamérica, consideró al comunismo y a la izquierda en general como un enemigo a destruir en el marco de la Guerra Fría.
El mero hecho de que en San Javier hablaran ruso, hubiera bailes o comidas eslavas y algunos fueran a estudiar becados en Moscú “los transformó para la ideología profundamente anticomunista de la dictadura en sospechosos”, dijo Martínez en el juicio.
El mismo año en que dieron el golpe de Estado, los militares realizaron allanamientos y arrestos en San Javier. Volvieron en 1976 con más represión.
Pero nada se compara a lo que ocurriría después.
“¡Lo mataron! ¡Lo mataron! ¡Asesinos!”.
María Zavalkin repite en el juzgado de Fray Bentos los gritos que soltó cuando le entregaron el cuerpo sin vida de su esposo, el médico Vladimir Roslik Bichcov, el lunes 16 de abril de 1984.
Roslik murió a los 42 años. Su cadáver estaba dentro de un cajón sin tapa en una morgue de la misma ciudad, describe Zavalkin. Tenía la cabeza vendada, parte de la nariz negra y una camisa con sangre en el pecho.
Ella le gritaba entonces al médico Eduardo Saiz, jefe del servicio sanitario del batallón Nº 9 del Ejército, que huía del lugar.
Zavalkin conocía a Saiz desde 1980, cuando su marido fue preso y torturado en ese cuartel y ella intentaba llevarle medicamentos.
Roslik era uno de los 11 detenidos de San Javier enviados a la cárcel de Libertad. Pasó 18 meses allí por supuestos vínculos con el Partido Comunista, que Zavalkin descarta.
Cuando fue liberado y volvió a su casa en San Javier, le pidió por favor a su esposa que jamás le preguntara lo que había pasado.
“Nunca quiso hablar, pero cambió”, dice Zavalkin ante el juez. “Estuvo en el baño no sé cuánto rato, mirándose en el espejo”.
Nacido en San Javier de padres rusos, Roslik había estudiado Medicina en Moscú becado por la universidad Patrice Lumumba.
De vuelta en su pueblo natal en 1969, pasó a ser un médico solicitado por muchos vecinos que valoraban sus conocimientos, disponibilidad y manejo del idioma ruso.
Pero al salir de la cárcel las autoridades le prohibieron ejercer su profesión y, según Zavalkin, “eso fue lo que más sufrió”.
Ambos tuvieron un hijo, Valery, cuatro meses antes de que los militares volvieran por Roslik en la madrugada del domingo 15 de abril de 1984.
En la redada, una reedición súbita de lo vivido cuatro años antes, detuvieron a otros habitantes de San Javier para llevarlos al batallón de Fray Bentos e interrogados bajo tortura sobre presuntos vínculos con el comunismo y traslados de submarinos con armas por el río.
“¡Otra vez no!”, gritaba Roslik cuando los soldados irrumpieron en su casa, le colocaron esposas y capucha, y se lo llevaron en llantos, recuerda Zavalkin emocionada.
A las seis de la mañana del día siguiente, su padre le avisó que su marido había fallecido. Entonces ella asumió que lo habían matado.
La primera autopsia de Roslik, realizada por Saiz, apuntó sin embargo a signos compatibles con una muerte por paro cardiorrespiratorio, sin violencia.
Luego de enfrentar a Saiz a los gritos y de recibir un certificado de defunción con omisiones notorias, Zavalkin llamó a un médico conocido que le recomendó solicitar otra autopsia.
El nuevo examen fue autorizado en la ciudad de Paysandú con otros médicos militares y estableció como causa de la muerte “anemia aguda; síndrome asfictivo”.
El médico de confianza de Zavalkin participó de esa autopsia y registró varios signos de violencia en el cadáver.
Un informe posterior de peritos forenses en base a ambas autopsias concluyó que Roslik tuvo “una muerte violenta multicausal”, con desgarro del hígado, varios traumatismos y obstrucción de la vía aérea con un material fluido similar al del estómago.
El régimen se negaba a admitir que Roslik había sido asesinado. En cambio, insistía en que integraba “una agrupación subversiva vinculada al clandestino Partido Comunista” que traficaba armas.
Pero los resultados de la segunda autopsia y del último informe forense fueron revelados por la prensa, y se supo que Roslik murió detenido bajo tortura.
Ese sería el último crimen de una dictadura que se desmoronaba poco a poco, como sus mentiras.
“Lo que pasó con el asesinato de Roslik”, dice la profesora Martínez en el juzgado, “es un gran quiebre en el país” y “en la conciencia de buena parte de la sociedad”.
Cómo surgió exactamente la idea de los militares uruguayos de invadir San Javier en 1980 y 1984 sigue siendo un misterio.
Daniel Rey Piuma, un desertor de la Armada hoy fallecido, sostuvo en un libro ya en democracia que el operativo de 1980 comenzó con una denuncia anónima enviada a una unidad naval distante, sobre la correspondencia de dos personas del pueblo.
En esos años la colonia recibía correo de la Unión Soviética, sobre todo porque muchos tenían familiares allí, explicaron testigos del juicio. Pero descartaron que se tratara de material político prohibido.
Sin embargo, tras aquella denuncia anónima los servicios de inteligencia del régimen infiltraron el pueblo. Enviaron agentes que se hacían pasar por turistas, cazadores o vendedores de autos, en busca de información sobre presuntas actividades subversivas.
“Hicieron una inteligencia sostenida y se dieron cuenta de que ahí no había tal célula armada”, indicó Martínez ante el juez.
Pero el Ejército invadió San Javier de todos modos. Y, además de detener a adultos y menores de edad, clausuró el Centro Cultural Máximo Gorki donde los locales practicaban idioma, danzas y música de Rusia.
Los soldados destrozaron murales que decoraban el escenario del club y se llevaron piezas de utilería como espadas, palos y una vieja estrella con la hoz y el martillo como pruebas de que había comunistas con armas, testificó José Erramuspe, que integraba la comisión del centro cultural.
Las autoridades informaron que en San Javier incautaron distintas armas largas y cortas. Pero la mayoría eran escopetas y revólveres de bajo calibre, material más típico de un pueblo rural que de un arsenal soviético.
El fiscal Perciballe sostuvo que servicios militares de inteligencia “montaron ficticiamente esta idea de que en San Javier había gente vinculada a la Unión Soviética y al Partido Comunista, que es absolutamente falsa”, para reforzar la posición del régimen antes de un plebiscito constitucional convocado en 1980 buscando seguir en el poder.
Sin embargo, en noviembre de ese año los uruguayos votaron contra la propuesta constitucional de las Fuerzas Armadas.
Y en 1984 los sectores más duros de la dictadura intentaron reflotar la noción de una amenaza comunista en San Javier para obstaculizar el retorno de la democracia al país, porque “querían mantener sus beneficios” y “la impunidad que tenían hasta ese momento”, indicó Perciballe.
Entre los nueve imputados en el juicio figuran oficiales que estaban a cargo del batallón de Fray Bentos durante las detenciones y torturas, como Óscar Mario Roca y Sergio Caubarrere, y otros acusados de conducir los apremios físicos, como Dardo Ivo Morales y Abel Pérez.
En el banquillo de acusados también está el exmédico militar Saiz.
El fiscal reclama condenas de entre 11 y 15 años y medio de prisión.
Los imputados se declaran inocentes y sus abogados niegan que haya pruebas para condenarlos.
“La Fiscalía ha construido un relato que, más allá de lo jurídico, es un relato político e histórico, pretendiendo juzgar una época y no las acciones concretas y personales de los acusados”, sostuvo una de las abogadas defensoras, Graciela Figueredo, al inicio del juicio oral.
Agregó que “los acusados cumplieron funciones militares formales en un contexto institucional determinado, sin haber ordenado, participado ni colaborado en actos ilícitos”.
Otro abogado defensor, Fernando Doti, sostuvo que en el batallón “se seguía una cadena de mando”.
“No se estaba en poder, dicho de otra manera, de cuestionar o detener las acciones ordenadas porque venían desde una jerarquía o una cadena de mando”, indicó.
El argumento de la “obediencia debida” ha sido esgrimido por exmilitares uruguayos en otros casos por violaciones de derechos humanos, aunque es considerado contrario al derecho internacional.
En el gobierno de facto en Uruguay hubo miles de prisioneros políticos y torturados. Según cifras oficiales, 197 personas desaparecieron (la gran mayoría aún sin ser encontradas) y 202 fueron asesinadas por responsabilidad del Estado entre 1968 y 1985.
Ya en su etapa final, el juicio sobre San Javier es una de las causas por crímenes de lesa humanidad durante el régimen militar que se abrieron en el país después que en 2011 se invalidara una ley que blindaba de persecución a los responsables de esos delitos, la cual había sido ratificada en dos votaciones populares.
El asesinato de Roslik quedó excluido de la causa debido a una sentencia previa que lo consideró cosa juzgada.
Pero Zavalkin siente que está más cerca de alcanzar la justicia que busca desde 1984.
“Recién ahora, menos mal que estoy lúcida todavía, es que se ha podido hacer todo esto”, dice a sus 72 años.
El infierno que vivió San Javier aún se evoca de distintas formas allí.
El camino principal que conduce al pueblo hoy se llama Vladimir Roslik.
Una fundación sin fines de lucro con el mismo nombre impulsada por la familia de Roslik ha abierto una policlínica, un hogar de ancianos y un centro de atención a la infancia en el pueblo.
En la comunidad se mantienen tradiciones rusas en comidas como el borsch o el vareniki, y el grupo local Kalinka de danza tradicional reunió recientemente a unas 200 personas en un espectáculo en el Centro Cultural Máximo Gorki, que reabrió en democracia.
Pero hoy es difícil escuchar la lengua que trajeron los inmigrantes. “Casi nadie entiende nada” de ruso, dice Norma Karamán, quien en el pasado enseñó ese idioma en el pueblo.
Durante el juicio, Zavalkin vinculó el cambio a los operativos militares de los años ’80. “La gente se asustó. Y lo del ruso se borró: nadie quería hablar ruso”, relató.
Otros testigos también hablaron de secuelas de miedo y desconfianza entre vecinos.
“Vivimos aterrorizados mucho tiempo”, dijo Ana Semikin, quien presenció la detención de su padre. “Sufrir todo eso de buenas a primeras fue muy difícil. No sólo para las familias; fue muy difícil para el pueblo. Convivir con la gente también, porque muchos creían lo que decía el diario, lo que pasaban por la televisión una y otra vez”.
Sergio Onetto, quien fue detenido durante días en 1980 cuando tenía 17 años, sostuvo que “tal vez la peor secuela fue la secuela social”.
“San Javier era un pueblo muy amiguero. Yo entraba y salía de un montón de casas sin golpear la puerta. Y un montón de personas me pidieron que no fuera más”, testificó.
Al año siguiente, Onetto se mudó a Montevideo, donde más tarde se recibiría de psiquiatra. Pero cuando volvía a San Javier de visita, recordó, veía cómo “se les trancó el proyecto de vida” a sus amigos jóvenes que pasaron más tiempo presos.
Uno de ellos es Vladimir Roslik Dubikin, sobrino homónimo del médico asesinado, en quien notó un “deterioro psíquico muy importante” tras salir del penal de Libertad. Hoy vive internado en una casa de salud.
“En mayor o menor medida, todos salimos con secuelas psicológicas”, testificó Macarov. “Las torturas hechas por un ser humano a otro ser humano no creo que se puedan olvidar”.
Susana Zanoniani, una exmaestra del pueblo que fue detenida y torturada en 1980 junto a jóvenes que fueron alumnos suyos, habló como testigo por videoconferencia a sus 80 años y reclamó justicia por las víctimas, “por el que está loco, por los que se mataron, por los que se murieron injustamente”.
“Nada hoy crea una novela de terror como la que hicieron los militares en San Javier”, reflexionó. “Porque fue una novela de terror”.
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