
En un perchero blanco colocado en lo alto de un rincón del taller de música de Juan Carlos Calzada, cuelgan cajas de madera de distintos tamaños. Algunas son de color arena, otras son morenas, pero entre todas destaca una con un diseño especial de cuadros y líneas anaranjadas y azules que revisten el cuerpo curvado. Esos trozos de madera están en proceso de convertirse en jaranas.
Estos instrumentos inacabados -a algunos aún les faltan las ocho cuerdas que producen las melodías- los está tallando Juan Carlos con sus propias manos en el taller que a lo largo de los años ha construido en la parte trasera de su casa, en la colonia Zona Escolar de la Gustavo A. Madero, en la Ciudad de México.

Juan Carlos es fundador y presidente de Jóvenes Orquestas, una organización que desde hace 13 años se dedica a desarrollar e impulsar las habilidades musicales de niños y adolescentes que viven en zonas marginadas de las alcaldías Gustavo A. Madero -donde el propio Calzada vive- y Tlalpan.
El maestro, un hombre de escaso cabello canoso, asegura que este proyecto no solo otorga oferta cultural en zonas olvidadas de la CDMX, también fomenta valores en niños y adolescentes para crear comunidad.
No es una presunción: en la década que lleva enseñando música en estas zonas, ha visto el impacto que la música tiene en la vida de sus estudiantes.
Hace 53 años, después de que Juan Carlos y sus vecinos se echaban una cascarita en las canchas de futbol terrosas de la colonia, aprovecharon para compartir versos y canciones y ponerles música con una guitarra y una jarana.
En ese momento, los entonces futbolistas adolescentes encontraron en la música un punto de encuentro, no solo entre ellos sino también como una forma de conectar con su tierra de origen, ya fuera Michoacán, Guerrero, Oaxaca o Veracruz.
Por ese entonces, personas del centro y sur de México llegaron a distintas zonas de la Gustavo A. Madero en busca de un lugar para vivir y trabajar. Lo que primero fueron asentamientos irregulares al norte de la CDMX, hoy son colonias como Zona Escolar y aledañas.
Juan Carlos Calzada y sus compañeros de juego comenzaron a reunirse para tocar sus instrumentos y aprender a su manera.

El talento de este grupo de jóvenes pronto ganó fama en la colonia y comenzaron a invitarles a eventos artísticos.
“Íbamos a otras colonias porque éramos chavos talentosos”, cuenta en entrevista con Animal Político y Animal MX. “Oír a un jovencito que tocaba magistral hacía que las personas preguntaran: «¿en qué escuela estudian?». Algunos decían: «no estudiamos, somos empíricos». Yo no decía eso, yo decía «el maestro nos enseña»”.
Calzada se refería a la influencia del folklorista Héctor Sánchez Campero, y de su abuelo Ranulfo Espinosa, quien fue director de orquestas en Oaxaca. Sin embargo, confiesa que en ese entonces también le daba un poco de pena decir que mucho de su aprendizaje era autodidacta.
Las constantes invitaciones le abrieron a los nuevos músicos las puertas de escuelas secundarias de su comunidad. Ahí encontraron un espacio para formar nuevos talentos.
“No había economía suficiente en nuestras casas y esto de hacer música y ser reconocido por nuestra familia, por nuestra comunidad y escuela hacía una fortaleza para esos muchachitos de 13 años que éramos”, dice el maestro de música. “Pensábamos: «soy pobre, quizá, pero soy mejor porque ya me puedo comunicar en charango», que es la música que empezamos a difundir”.
Calzada, al ver cómo en su juventud la música creó un ambiente de convivencia, decidió fundar en 2010 Jóvenes Orquestas.
De acuerdo con el último Censo de Población y Vivienda del Inegi, hasta el 2020 en la Gustavo A. Madero había 370 mil viviendas y con una población de un millón 173 mil 351 habitantes, es la segunda alcaldía más habitada de la CDMX, solo después de Iztapalapa.
Sin embargo, también es una alcaldía que carece de accesos de vialidad y transporte para sus habitantes.
Según el Coneval, 30.1% de la población de la GAM se encuentra en situación de pobreza moderada y 3.69% vive en pobreza extrema. Las principales carencias sociales son acceso a los servicios de salud, seguridad social y acceso a la alimentación.
En este contexto, Juan Carlos Calzada resalta la labor de Jóvenes Orquestas, que se ha construido como un espacio para el desarrollo de habilidades artísticas para niños, niñas y adolescentes y cuyas clases y acompañamiento son gratuitos.
“La música, el arte, esta parte tan esencial espiritualmente funciona como un propulsor, un motor humano, para que tengamos esas comunidades más evolucionadas, mayormente entretejidas que podamos sentirnos seguros aun cuando estamos en situaciones de riesgo en estas colonias”, dice.
En sus 13 años de trabajo, la organización ha impartido clases a 300 niñas, niños y adolescentes de distintas colonias de la Gustavo A. Madero y también en nueve pueblos de Tlalpan.
Tenían el plan de expandirse hacia Iztapalapa, pero por falta de recursos se suspendió ese proyecto.
Actualmente tienen ocho estudiantes de las colonias Zona Escolar y Colonia del Bosque.
En la escuela de música que dirige Juan Carlos Calzada se escuchan las guitarras, las jaranas y hasta percusiones como el cajón peruano. Las manos que tocan los instrumentos son pequeñas de tamaño, pero de talento enorme. En esta escuela hay dos enseñanzas principales: expresión a través de la música y la danza y valores de convivencia comunitaria.
“Sin valores podemos tener todo en orden, pero al rato Peso Pluma y ese tipo de cantantes hacen que los jóvenes empiezan a faltarle el respeto a los demás, hacerse misóginos y a terminar con la imagen maravillosa de la mujer. Y eso no queremos”, dice y destaca que en el espacio de enseñanza también se transmite el valor del respeto a las personas.
En las clases, las y los estudiantes aprenden las escalas musicales y a leer partituras para los instrumentos de cuerdas: guitarra, jarana, violín y arpa. También hay clases de danza y canto.
Además del contexto socio económico en el que enseña, Calzada se enfrenta a retos particulares con sus estudiantes.
Por ejemplo, después de la pandemia y el confinamiento obligatorio, se percató que el desarrollo de las habilidades psicomotrices de sus estudiantes se vio afectado.
Además, dice, en el sistema educativo actual falta el adiestramiento en conocimientos de música, arte e historia.
En conjunto, estos dos retos han entorpecido el desarrollo de la coordinación psicomotriz de los pequeños, que en sus clases de música se ve reflejado en falta de fineza para tocar un instrumento y la falta de expresión corporal.
Por ello, con el tiempo ha ido modificando y mejorando su modelo educativo que, con sustentos pedagógicos y metodológicos, rechaza la competencia, y promueve el aprendizaje a través de la convivencia y el juego.
“(enseñamos) a través del movimiento corporal, nunca les decimos que les vamos a enseñar danza, sino que mueven los piecitos los niños y, luego ya bailan rítmicamente”, detalló.
Del otro lado del taller de música, Olimpia Juárez escucha con atención la entrevista de su esposo. Aunque ella no toca ningún instrumento es una parte activa y fundamental de Jóvenes Orquestas: lleva desde la contabilidad hasta la organización de las clases.
Olimpia, una mujer de abundante melena negra y blanca que le cae hasta la cintura, relata un pasaje reciente de la asociación: en 2017 habitantes de la colonia Del Bosque se organizaron para recuperar un terreno que servía como basurero en la calle Ciprés y lo transformaron.
Las mujeres, madres y abuelas, se involucraron activamente en la recuperación del espacio y comenzaron a llevar a sus hijas o nietos a aprender música regional.
“Una de las compañeras que se llama Blanca Sobrevilla Larios dijo: «Bueno, y ¿por qué no tomamos también la clase de jarana?», porque ella desde muy niña quería tocarla, pero en esa época una como mujer no podía tocar el instrumento, era dedicarnos a la casa”, narra Olimpia.

Fernando García, uno de los instructores de la organización civil, les ofreció clases de música a Blanca Sobrevilla y otras siete mujeres. La mayoría eran adultas mayores que se animaron a aprender algo nuevo.
“A nosotras se nos dificultaba un poquito más aprender porque no tenemos las mismas habilidades que los niños, que los jóvenes”, dice Olimpia que destaca que, como mujeres que se hacen cargo del hogar, todo el tiempo mantienen su mente ocupada con todo el trabajo que implica mantener su casa. “Pero decidimos que aquí en el grupo, nosotras como mujeres nos íbamos a olvidar por dos horas de los quehaceres domésticos”.
Las clases se suspendieron con la pandemia y el grupo se deshizo, pero “estamos nuevamente con la plática de que hay que retomarlas, en cuanto se desocupen”, dice Olimpia.
A sus 10 años, Aldo Santillán todavía no alcanza bien el cajón peruano, así que mejor se echa un brinco y monta como si fuera un caballito la caja de madera de 47 cm de alto para hacer música.
El pequeño vive justo a un lado del salón de clases en la colonia Zona Escolar. El día que hicimos la entrevista y presenciamos la clase de música era un lunes por la tarde, el instructor de Aldo primero le indicó que vocalizara y después lo puso a tocar la jarana.
Su sueño, dice el pequeño, es ser futbolista profesional y desde hace tres años toma clases de música. Un poquito como inició el propio maestro Calzada.
Hoy, a sus 10, junto a sus compañeros de clase ya ha dado conciertos en espacios públicos.

A lo largo de los 13 años de existencia de la organización, estudiantes de Jóvenes Orquestas han ofrecido conciertos en lugares como:
En la casa de dos plantas de Juan Carlos y Olimpia, Aldo y sus amigos de música han encontrado refugio en las melodías, en los instrumentos y el canto. Estas actividades les han alejado de los problemas de inseguridad de la colonia y les despierta la curiosidad por hacer otras cosas.
Y entre música, paredes coloridas y melodías de distintas regiones del país, el taller de música de Jóvenes Orquestas sigue su labor e invita a más niñas, niños y adolescentes a aprender.

BBC Mundo viajó a Guatemala para visitar la escuela que transforma el futuro de cientos de niñas de pueblos mayas en situación de pobreza con una educación de alto rendimiento, liderazgo y acompañamiento familiar.
Cincuenta niñas de pueblos mayas ingresan cada año a una escuela que cambia no solo su futuro, sino también el de sus familias y el de una de las comunidades más desfavorecidas de Guatemala.
Para conocer su historia. BBC Mundo viajó a Sololá, un departamento bañado por el lago Atitlán con vistas privilegiadas al imponente volcán San Pedro.
Pese al frecuente flujo de visitantes en uno de los principales enclaves turísticos del país, la pobreza predomina en la provincia, donde el 96% de la población pertenece a comunidades mayas y el 75% vive con menos de US$2 al día.
En una de las carreteras que suben hacia las montañas desde el municipio cabecera de Sololá llegamos al Colegio Impacto MAIA, un oasis educativo en este entorno rural marcado por la falta de desarrollo y oportunidades.
En sus instalaciones, que incluyen un edificio de tres plantas con aulas, comedor, biblioteca y espacios deportivos, más de 300 alumnas de 40 comunidades indígenas reciben una educación de alto rendimiento que combina el currículo oficial con programas de liderazgo, acompañamiento familiar y formación socioemocional.
Cada estudiante permanece siete años en MAIA con la meta de alcanzar al menos 15 años de escolaridad y acceder a la universidad o a un empleo formal.
Los resultados son contundentes: en las pruebas nacionales de matemáticas, las alumnas alcanzan un 86% frente al 13% del promedio nacional, y el 60% ya estudia en la universidad.
Todo ello en el país con los peores datos educativos de América Latina: Guatemala invierte US$841 por estudiante cada año, la cifra más baja entre 56 naciones analizadas por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID).
Solo un 35% de los jóvenes guatemaltecos finaliza secundaria y el ratio baja al 14,7% en el caso de las mujeres indígenas, de las que solo un 1,5% logra completar estudios universitarios.
Más de la mitad de niñas indígenas guatemaltecas son madres antes de los 20 años, según datos de Unicef, y en áreas rurales como Sololá es frecuente que se casen y queden embarazadas a los 15 o 16.
MAIA trata de brindar un espacio para cambiar estas estadísticas y que las jóvenes no dejen los estudios a edades tempranas.
Es el caso de Yazmín, de 14 años, que cursa segundo grado en MAIA, donde llegó procedente de la escuela pública de su comunidad en Sololá donde “lo que enseñaban no era mucho”, y además “había estudiantes preferidos, que eran varones”.
“Ya tienes 15, estás lista para casarte” es un consejo habitual que los adultos transmiten a las jóvenes en su comunidad, afirma Yazmín.
Cuando la joven ingresó en MAIA un curso atrás estaba muy rezagada, con bajos niveles en comprensión lectora y ciencias, pero asegura haber avanzado mucho desde entonces.
No es un caso aislado: según explican las educadoras del colegio, la mayoría de alumnas ingresa a los 11, 12 o 13 años con un nivel equivalente al de tercero o cuarto de primaria, pese a que ya deberían estar en secundaria.
Para cerrar esa brecha, MAIA aplica un programa intensivo de nivelación y acompañamiento que, en cuestión de meses, permite a las jóvenes recuperar el terreno perdido y adaptarse a un estándar académico más alto.
La escuela también aplica dinámicas grupales y juegos didácticos para potenciar las habilidades sociales de las alumnas.
“Antes era una chica muy apagada, sin relacionarme con los demás. Ahora soy muy sociable, tanto con mis compañeras como con los profesores”, nos explica Yazmín.
Esa misma tarde acudimos con ella a una actividad extraescolar un tanto peculiar: Ana Yaxón, mentora de MAIA, visita su domicilio para una sesión de acompañamiento.
Para llegar hasta donde vive la joven con sus padres y sus dos hermanos caminamos ladera arriba durante 10 minutos por estrechas e intrincadas veredas de tierra entre plantaciones de maíz.
En su casa nos reciben Carlos, ayudante de albañil, y María, ama de casa, a quienes acompañamos en la sesión con su hija Yazmín y la mentora, Ana.
En una mezcla de español con su idioma ancestral, el kaqchikel, los cuatro participan en un juego de mesa que representa la vida de una joven guatemalteca: la casilla de completar estudios de secundaria permite lanzar de nuevo el dado; la de quedarse embarazada a los 15 devuelve la ficha casi al inicio.
Al finalizar, reflexionan sobre el resultado y debaten las enseñanzas que les ha brindado el tablero.
Los padres de Yazmín se casaron jóvenes -“yo estaba por cumplir 16”, dice María; “yo tenía 18”, añade Carlos- pero, a diferencia de otros vecinos en la comunidad, ellos visualizan un destino diferente para su hija.
“Queremos que nuestra hija se gradúe y que sea una profesional, que ella construya su propio futuro, que cumpla lo que yo no cumplí. No le voy a decir ‘no te cases’, pero lo primero es el estudio”, nos comenta su madre.
La familia reconoce que la economía siempre ha sido un obstáculo a la hora de recibir educación, e incluso a veces les ha faltado comida o dinero para el autobús que cada mañana lleva a Yazmín a la escuela.
Por eso, con el asesoramiento de MAIA, instalaron pequeños hábitos financieros: “Tenemos alcancías en la casa para guardar cada quetzal que nos sobra, y mi mamá abrió una cuenta para un ahorro familiar”.
Yazmín tiene claros sus dos objetivos: a medio plazo quiere ganar una beca para estudiar en el extranjero -aún no ha decidido qué carrera- y, como meta final, anhela “construir una nueva casa para que estemos cómodos y bien protegidos”.
Le preguntamos si ve posible prosperar sin salir de Guatemala.
“Es casi imposible, porque aquí hay pocas oportunidades y mucha corrupción”, responde.
Guatemala padece elevados niveles de corrupción -ocupa el puesto 146 de 180 países en el ranking de Transparencia Internacional-, un problema que según expertos distorsiona no solo la economía del país, sino también sus perspectivas de desarrollo y justicia social.
MAIA nació en 2017 como el primer colegio en Centroamérica dedicado a ofrecer una educación de élite a jóvenes mujeres indígenas de áreas rurales deprimidas.
La organización, sin embargo, comenzó a gestarse mucho antes, tras la experiencia de un programa de microcréditos para mujeres.
“Las mujeres, cuando tenían acceso a microcrédito, invertían sus ganancias en la familia, en la educación de los niños, en la vivienda, en la salud… Y se preguntaron: ¿hasta dónde llegaría una mujer indígena con este talento si hubiera ido a la escuela? Entonces, nace MAIA”, resume Andrea Coché, su directora ejecutiva.
El Colegio Impacto MAIA abrió sus puertas en 2017 y este año superó las 400 alumnas procedentes de 40 comunidades indígenas.
Cada año ingresan unas 50 nuevas estudiantes, que permanecen siete años para alcanzar al menos 15 de escolarización.
El colegio selecciona cada año a niñas indígenas de entre 11 y 13 años que vivan cerca de Sololá, con buen rendimiento escolar, motivación personal y apoyo familiar.
Tras un proceso de casi un año que incluye solicitudes, evaluaciones académicas, entrevistas y estudios socioeconómicos, las admitidas reciben una beca completa y sus familias se comprometen a participar activamente en sesiones y asumir parte de los costos de transporte.
Sostener este modelo tiene un costo elevado: “en cada niña invertimos US$4.000 anuales. Incluye todo: el programa académico, el acompañamiento familiar, el programa de liderazgo, más la nutrición y la salud preventiva”, detalla Coché.
Esta cantidad, que contrasta con el dato ya mencionado de US$841 anuales que el Estado guatemalteco invierte por alumno, no incorpora fondos públicos.
“Vivimos de donaciones individuales y de grandes fundaciones cuando salen proyectos. Siempre estamos en búsqueda constante de recursos”, afirma la directora.
En su breve historia, MAIA ha ganado prestigio internacional: en 2023 fue incluido en el Top 10 de los mejores colegios del mundo (World’s Best School Prizes) y ha recibido otros reconocimientos, como el premio Zayed de Sostenibilidad de Emiratos Árabes.
Sus estudiantes han representado a Guatemala en foros internacionales, desde Japón hasta Nueva York, y el propio Ministerio de Educación ha comenzado a interesarse en replicar algunas de sus estrategias.
“De hecho, este año estamos en un programa donde compartimos con ellos las mejores prácticas que son viables en un sistema público”, añade Coché.
Unas 150 alumnas ya se han graduado del colegio, mientras el equipo de la organización -formado en su mayoría por mujeres de pueblos indígenas- ha crecido y se ha profesionalizado hasta contar con 15 mentoras y un cuerpo docente local que recibe más de 50 horas de capacitación profesional cada año.
“Empoderamos a mujeres jóvenes indígenas a través de la educación para transformar su historia, su comunidad y su país. De ahí nuestro lema: ‘Una mujer empoderada es un impacto infinito'”, sentencia la directora.
A diferencia de Yazmín, que lleva menos de dos años en MAIA, Dulce es toda una veterana a punto de completar su sexto curso en la institución.
Conversamos con esta joven de 17 años, cuya elocuencia denota un alto nivel de preparación académica.
Explica con nostalgia que en unos meses se graduará y dejará atrás MAIA: “Ha sido más que un colegio. Es más como mi segunda casa. Por mí, me quedaría a vivir aquí”, afirma.
Siendo la hija mayor de tres hermanos, su infancia estuvo marcada por la ausencia de su padre -que se fue a Ciudad de Guatemala- y los precarios trabajos de su madre en casas ajenas.
“Fue un poco duro, porque mi mamá tenía que trabajar de casa en casa y a mí me tocaba también. Cuando ingresé a la escuela lo consideré mi salvación, porque no me gusta trabajar fuera”, recuerda.
A Dulce siempre le apasionó estudiar: en primaria fue abanderada, distinción otorgada a los mejores promedios académicos, y princesa maya, un reconocimiento escolar ligado a la representación cultural de su comunidad, además de figurar en el cuadro de honor de su escuela pública.
Sin embargo, sus recuerdos de aquella etapa están marcados por una enseñanza casi robótica: “Siempre era como un ‘copia y pega’, copia lo que tú tienes en el libro, te dictamos lo que tú tienes en el libro y pega, y frustraba un poco”.
La diferencia con lo que encontró al ingresar en MAIA fue abismal.
“Creo que se expandió mi cerebro. Mi forma de pensar se volvió mucho más crítica. Antes no era así; sinceramente, no me importaba mucho. Ahora pienso más, analizo mejor”, resume.
Para Sofía Cuc, educadora del área numérica del colegio, esa evolución responde a una metodología distinta.
“Aquí no decimos ‘Vamos a ver esto, háganlo’. Usamos la exploración, juegos, experimentos, problemas… Las jóvenes van descubriendo el nuevo conocimiento, van asentando todos los procesos y al final les confirmamos: ‘Sí, se hace de esta manera'”, nos explica.
El nivel académico con el que llegan muchas estudiantes es bajo: “muchas ingresan sin poder sumar, dividir o restar. Nosotros esperamos que lleguen a dominar trigonometría y combinatoria, y puedan aplicar todo ese aprendizaje en su vida cotidiana, en la toma de decisiones”, señala.
Dulce confirma que la exigencia en MAIA va más allá de repetir lo escrito en un libro: “Cuando me enfrento a un examen aquí es totalmente diferente que en mi escuela anterior. Es más de análisis. En matemáticas no es solo practicar, es pensar”, relata.
Experimentó el mismo contraste en la sexualidad, un gran tabú en Guatemala, donde predominan las doctrinas conservadoras de las iglesias evangélicas, implantadas con especial fuerza en las zonas rurales e indígenas con bajo nivel educativo y socioeconómico.
“En mi escuela de primaria sacaban de la clase a los niños para enseñar el aparato reproductor femenino y viceversa. Aquí nos enseñan todo sin tabús y nos dicen que vayamos a nuestras casas, a nuestras comunidades, y les mostremos que todos tenemos los mismos derechos”, indica.
Tras graduarse, su propósito es comenzar la carrera de contabilidad “para ser auditora y hacer todo justo y legal, ya que no me gusta la corrupción ni la idea de que el dinero puede comprar todo”, afirma.
Al igual que Yazmín, Dulce quiere expandir sus horizontes fuera de Guatemala.
“Escuché hace un año de la beca She Can (un programa para mujeres guatemaltecas que desean cursar estudios de licenciatura en una universidad de Estados Unidos) y me enamoré”, expresa.
“Dan una oportunidad a las mujeres indígenas como yo. Tengo un potencial y necesito expandirlo; no lo voy a dejar aquí”, concluye.
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