En México, en el actual imaginario político una frase que llegó para quedarse es “la guerra de Calderón”. Es una frase poderosa que busca responsabilizar el actuar criminal del gobierno durante la administración del presidente Felipe Calderón por el saldo de destrucción de vidas humanas que ya conocemos.
La frase también expresa una postura clara y contundente: el rechazo a las medidas draconianas implementadas para el combate a la delincuencia organizada y el tráfico de drogas, particularmente el uso de las fuerzas armadas para labores de seguridad pública.
Durante los años de campaña del ahora expresidente Andrés Manuel López Obrador, junto a la constitución del actual partido gobernante, Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA), mantuvo como una de sus banderas el completo rechazo a la política de “guerra contra las drogas” y la militarización de la sociedad. Es posible encontrar mensajes del propio López Obrador donde rechazaba el uso de militares en labores de seguridad y aseguraba que, de ganar la presidencia, regresaría el Ejército a los cuarteles. En su conferencia matutina del 15 de enero, la presidenta Claudia Sheinbaum señaló que lo hecho por Calderón fue una medida irresponsable y se cuestionó: “¿quién declara la guerra en su propio país?”, reclamo que quienes estamos en contra de la política de “guerra contra las drogas” compartimos.
Pero este reclamo legítimo acompañado del rechazo de la guerra contra las drogas por parte de la sociedad se ha tornado en un velo de protección y evasión de responsabilidad para la administración actual y la anterior, donde cualquier deficiencia y error en las acciones en materia de seguridad son señaladas como resultado directo de la “guerra de Calderón”. Esta frase sirve también para desinformar sobre el proceso histórico complejo que implica “la guerra contra las drogas” y que no tiene su origen ni en el sexenio de Calderón ni en México.
Dice el académico español Carlos Resa Nestares que la llamada guerra contra las drogas de Calderón que “no se trata de una medida original, sino que profundiza un planteamiento preexistente” y no solo en la continuidad del “Operativo México Seguro” de Vicente Fox, sino que se remonta a casi un siglo atrás. El académico y analista Pérez Ricart señala que desde 1910 en el Washington Post se habla de una “guerra contra el opio diabólico” (war upon evil opium), lo cual deja ver que desde inicios del siglo XX ya existía en el imaginario estadounidense la idea de combatir la producción y consumo de enervantes.
La guerra contra las drogas es un fenómeno histórico cuyo antecedente inmediato se encuentra en el surgimiento del sistema internacional prohibicionista. Este sistema se refiere al conjunto de instrumentos jurídicos internacionales diseñados para restringir la producción de sustancias posteriormente clasificadas como drogas ilegales, el cual inicia con la Convención Internacional del Opio en 1912. En Estados Unidos, una figura clave en el desarrollo de las políticas prohibicionistas fue Harry J. Anslinger, primer “zar antidrogas” y director de la Agencia Federal de Narcóticos (precursora de la actual Administración para el Control de Drogas, DEA). Durante sus 30 años al frente de la agencia, Anslinger impulsó activamente la prohibición de la producción y el consumo de drogas, rechazando cualquier alternativa distinta al enfoque punitivo. Su cruzada tuvo un impacto notable en México, el cual ya era identificado como el principal país de origen de la mariguana que ingresaba a Estados Unidos.
Pérez Ricart cuenta que durante el mandato de Ávila Camacho se llegó al exceso al ampliarse la suspensión de garantías individuales de presuntos traficantes y consumidores de drogas, en uno de los episodios más vergonzosos de la guerra contra las drogas en nuestro país. El académico nos dice que las leyes mexicanas eran más represivas que sus equivalentes estadounidenses. Las élites conservadoras gobernantes mexicanas no solo cedieron totalmente a las presiones prohibicionistas estadounidenses, sino que incluso superaron a los Estados Unidos en su propia intención represiva de la sociedad, cosa que dio gusto a Anslinger.
En 1971, bajo el mandato del presidente Nixon, se inicia la política de “guerra contra las drogas”, la cual entre sus medidas incluyó una mayor presión diplomática sobre México para intensificar la criminalización de la venta y consumo de drogas, especialmente de la mariguana. Como parte de esta política antidrogas, el Congreso estadounidense crea el proceso de certificación, mediante el cual EUA reconoce a aquellos países aliados en la guerra contra las drogas y sus esfuerzos por frenar la producción y el tráfico, lo que fungió como un arma diplomática, presión que en México se materializa con la Operación Cóndor (1975-1978), primer ensayo en el continente americano de una estrategia antidrogas dirigida por militares.
Desde entonces, el despliegue de las fuerzas armadas en operativos de erradicación de plantíos de mariguana y amapola, junto con la persecución policial, ha constituido una política constante del Estado mexicano frente al fenómeno de las drogas. Esta estrategia nunca se ha planteado como una medida orientada a garantizar la seguridad de la población, sino como una herramienta al servicio de los intereses intervencionistas de Estados Unidos y un pretexto para ejercer control político y social sobre ciertos territorios del país. Estos elementos resultaron particularmente evidentes durante el gobierno de Felipe Calderón.
Finalmente, decir “la guerra de Calderón” es referirnos a un capítulo más parte de un continuum histórico de políticas de prohibición, criminalización y persecución de productores, traficantes y consumidores de drogas ilegalizadas, cuyo episodio más reciente se da con la profundización de la militarización en los gobiernos morenistas y con la declaratoria del ahora presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, de designar a los “cárteles mexicanos de las drogas” como organizaciones terroristas.
La ruta que Calderón y los gobiernos panistas tomaron es un claro fracaso, pero los gobiernos morenistas que le siguieron han insistido en la misma ruta.
Del mismo modo que las autoridades actuales pueden argumentar que la profundización de la inseguridad en México y las presiones ejercidas por el gobierno estadounidense limitan su margen de acción para explorar alternativas, este ha sido el mismo razonamiento esgrimido por administraciones anteriores. Al igual que durante el gobierno de Ávila Camacho y las élites conservadoras de su época, las autoridades actuales continúan aceptando las imposiciones de Estados Unidos, consolidando un sistema punitivo, fortaleciendo la intervención militar —ahora mediante la Guardia Nacional— y rechazando cualquier posibilidad de abrir un debate sobre la legalización de las drogas. En conclusión, lo que rechazan son las alternativas al modelo actual.
Porque, no hay que engañarnos, seguimos con la “guerra contra las drogas”: mientras el ejército tenga un papel fundamental, no se reformen las fiscalías, se fortalezcan medidas punitivas (como la prisión preventiva oficiosa) y no se legalicen las drogas, seguimos en la ruta de la guerra.
* Gerardo López García es licenciado en Ciencias Políticas y maestro en Estudios Políticos, ambos grados por la UNAM. Realizó el Diplomado en Defensa y Seguridad Nacionales en la UNAM y se especializa en análisis de seguridad pública, delincuencia organizada y control territorial. Ha sido funcionario público federal y local (INEGI, FGR Y SSC-CDMX).
1 Astorga, L. (2007). Seguridad, traficantes, militares. El poder y la sombra. México: Tusquets Editores.
BBC Mundo analiza, con la ayuda de expertos, los efectos del levantamiento de esta y otras sanciones a Cuba anunciado por la Casa Blanca.
En una inesperada decisión, el presidente estadounidense Joe Biden retiró a Cuba de la lista de EE.UU. de países patrocinadores del terrorismo.
La nación caribeña llevaba cuatro años en esa “lista negra” desde que el expresidente Donald Trump la incluyera en 2021 como una de las últimas medidas de su anterior mandato.
Cuba también formó parte de esta lista elaborada por el Departamento de Estado desde 1982 hasta 2015, cuando Obama la sacó como parte de su política de “deshielo” hacia el régimen entonces liderado por Raúl Castro y hoy a cargo del presidente Miguel Díaz-Canel.
La retirada de la lista de patrocinadores del terrorismo anunciada por la Casa Blanca podría durar poco, ya que Trump regresará a la presidencia el lunes 20 de enero.
Trump podría revertir la decisión de Biden de forma relativamente sencilla, sin necesidad de consultar con el Congreso.
Además, su designado secretario de Estado, Marco Rubio, aseguró este miércoles frente al Senado estadounidense no tener “duda alguna” de que el régimen de Díaz-Canel patrocina el terrorismo internacional.
Tras la salida de Cuba solo quedan tres países en la lista negra del Departamento de Estado: Corea del Norte, Irán y Siria.
Los países designados como patrocinadores del terrorismo enfrentan severas restricciones económicas, financieras y diplomáticas, como la prohibición de exportaciones de armas, la suspensión de ayuda económica, el bloqueo de créditos internacionales y limitaciones para acceder al sistema financiero global.
Por ejemplo, no pueden obtener préstamos del Fondo Monetario Internacional y otras instituciones globales.
Además, facilita demandas civiles en tribunales estadounidenses y afecta a su reputación internacional, complicando sus relaciones con otros países.
En el caso particular de la isla, estas sanciones ahondaban las que ya habían sido impuestas de manera más extensa por el embargo económico y comercial vigente desde la década de 1960.
“Desde entonces Cuba ya estaba sometida a duras restricciones incluidas en el embargo, así que la mayoría de las disposiciones que implicaba estar en la lista tampoco causaban mucho daño adicional”, le explica a BBC Mundo Robert L. Muse, abogado especializado en las sanciones de EE.UU. al país caribeño.
Pese a esto, Muse y otros expertos destacan al menos tres beneficios que le aporta a Cuba abandonar la lista de patrocinadores del terrorismo.
En primer lugar, podría favorecer a un sector clave en la economía cubana: el turismo.
Desde que en 2021 el Departamento de Estado incluyó a Cuba en su lista negra, toda persona que haya viajado a la isla está sometida a un escrutinio más severo para ingresar a Estados Unidos.
Por ejemplo, los ciudadanos de la UE y otros países como Chile, Corea del Sur o Japón que visitan un país incluido en la lista de patrocinadores del terrorismo pierden el privilegio de la exención de visado de turismo a EE.UU. bajo el programa ESTA.
Al eliminar a Cuba del listado, estas personas ya pueden viajar a la isla sin miedo a que en el futuro les exijan visado para ingresar a territorio estadounidense, lo que en teoría incentivará los viajes a la isla.
En todo caso, se desconoce cuál será el alcance real de la medida a la hora de reactivar el maltrecho sector turístico del país caribeño, que pasó de recibir 4,2 millones de visitantes en 2019 a menos de 2,4 millones en 2024, según estimaciones y a la espera de datos oficiales.
“Uno podría esperar que crezca la demanda de visitas de países de la Unión Europea, pero hay otros factores que influyen de forma negativa en el turismo, como la crisis económica, la escasez, los apagones y los problemas eléctricos”, indica a BBC Mundo el economista cubano Ricardo Torres, investigador de la American University en Washington DC.
Cuba vive una profunda crisis económica con escasez de alimentos, medicinas, combustible y casi todos los productos, así como frecuentes cortes eléctricos, lo que ha provocado en los últimos tres años un éxodo migratorio de sus habitantes, y también se considera un factor clave en el descenso del turismo.
En segundo lugar, la inclusión en la lista negra suponía para Cuba un obstáculo adicional a la hora de acceder a financiación exterior y participar en negocios internacionales.
“Como patrocinador estatal del terrorismo, los bancos e instituciones financieras rechazan las transacciones relacionadas con Cuba. Incluso si se les explica que son legales, se niegan a hacerlo. Es casi una reticencia supersticiosa a involucrarse en cualquier tipo de comercio con países que están en esa lista”, afirma el jurista Robert L. Muse.
Muse asegura que “es beneficioso salir de la lista porque tiene un efecto inhibidor en las instituciones financieras y los inversionistas”.
Pero, aunque Cuba se libra de un importante obstáculo, no implica que los bancos y organismos internacionales vayan a estar dispuestos a aportar financiación a un país técnicamente en bancarrota que en los últimos años ha incumplido la mayoría de los compromisos con sus acreedores, desde sus aliados China y Rusia hasta el Club de París.
Y si, pese a esto, hubiera entidades dispuestas a financiar a Cuba, podrían temer repercusiones si el país regresa más adelante a la lista de patrocinadores del terrorismo.
“Cuba estaba en la lista, Obama la eliminó, después Trump la introdujo de nuevo y ahora Biden la quita; entonces, durante el periodo en el que no están las sanciones, puedes involucrarte en transacciones que, si luego se reintroducen las sanciones, pueden crearte problemas”, explica el economista Ricardo Torres.
En tercer y último lugar, ser considerado por Estados Unidos un patrocinador del terrorismo perjudica la percepción internacional sobre Cuba, cuyo gobierno ha priorizado históricamente proyectar una imagen favorable al exterior.
“Quizás lo más irritante para los cubanos es el oprobio moral asociado con ser designado como una nación terrorista. Implica ser un régimen fuera de la ley, y Cuba se siente ultrajada por esa caracterización”, afirma Robert L. Muse .
Salir del listado, agrega, “tiene para la isla un beneficio simbólico: es una acción que elimina ese estigma”.
La retirada de Cuba de la lista negra del Departamento de Estado de EE.UU. es parte de un acuerdo más amplio entre Washington y La Habana, coordinado con la mediación de la Iglesia católica y que incluye la liberación de presos políticos en la isla.
Además de la retirada de la isla de la lista de patrocinadores del terrorismo, según medios estadounidenses, Washington se comprometió en el acuerdo a revertir dos decisiones con importantes implicaciones económicas adoptadas durante el primer gobierno Trump.
En primer lugar, rescinde un memorando de 2017 que prohíbe las transacciones de personas bajo jurisdicción estadounidense con una lista de empresas y subentidades controladas por las fuerzas militares, de inteligencia o de seguridad cubanas, como la poderosa GAESA que controla varios negocios en la isla.
Esto podría facilitar la reanudación del envío de remesas de cubanos en Estados Unidos a sus familiares en la isla por la vía legal, es decir, a través de empresas controladas por las Fuerzas Armadas, que acaparan gran parte del poder económico del país.
En la práctica, sin embargo, los cubanos cuentan con otros modos más efectivos y baratos de enviar y recibir dinero, como transferencias electrónicas no afectadas por las sanciones o efectivo a través de “mulas” que viajan entre los dos países.
En segundo lugar, la Casa Blanca suspenderá el título 3 de la ley Helms-Burton, que permite a estadounidenses presentar demandas ante los tribunales por propiedades expropiadas por el gobierno cubano desde la Revolución de 1959.
Trump activó en 2019 este título de la ley, que permanecía suspendido desde su promulgación en 1966 para evitar conflictos diplomáticos con países aliados cuyas empresas operan en Cuba.
“A partir de hoy, no se pueden presentar demandas contra, por ejemplo, una compañía hotelera española que ocupe terrenos sobre los cuales alguien reclama derechos de propiedad bajo el lenguaje de la Ley Helms-Burton”, explica Muse.
Así, las demandas ya presentadas seguirán adelante pero no se pueden iniciar nuevas.
En todo caso, matiza el abogado, “la responsabilidad por el uso de propiedades confiscadas sigue existiendo y esto crea un desincentivo a largo plazo para invertir en Cuba, ya que siempre persiste la posibilidad de que las demandas se reactiven”.
Como compensación por el alivio de sanciones, Cuba se comprometió a liberar a un número “significativo” de disidentes, activistas defensores de los derechos humanos, periodistas y manifestantes encarcelados a raíz de las históricas protestas de julio de 2021, las mayores en las últimas seis décadas a las que siguió una dura ola represiva.
El régimen de Díaz-Canel, que según organizaciones mantiene encerrados a más de un millar de presos políticos, se comprometió este martes a liberar de forma gradual a 553 personas condenadas por diversos delitos -sin especificar más detalles- y el miércoles sacó de la prisión a los primeros 14.
Según Muse, la decisión de espaciar la liberación de los presos podría ser una herramienta de negociación ante el inminente regreso de Trump a la Casa Blanca.
“Si Cuba regresa a la lista de patrocinadores del terrorismo, ¿dejará de liberar a prisioneros y podría culparse a la administración Trump de que permanezcan en la cárcel? Eso está por ver”, plantea el jurista.
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