Anabel está desesperada. Son las once de la mañana del martes 31, a una semana exacta de que su hermano Pedro Espinosa desapareciera a bordo de una embarcación tras el paso del huracán Otis por Acapulco, y apenas acaban de conseguir que entre un grupo de marineros reúnan el dinero para cooperarse y comprar unos galones de diésel con los que poner en marcha el motorcito de dos tiempos que impulsa un viejo y magullado cayuco.
El tiempo, insiste marga, es fundamental en una desaparición. Y más en el corrosivo mar. Por lo que siente que cada hora es un suspiro menos de esperanza que tiene de encontrar a su hermano con vida, ni a las decenas de marineros que el día del huracán estaban anclados arriba de sus embarcaciones y el vendaval los zarandeó con más de 8 olas de altura hasta esparcirlos por el mar.
“Cuando vamos con la Marina nos dicen que ya están haciendo búsqueda”, dice la mujer de 29 años, morena, menuda y de ojos zarcos, que asegura que el día de la tragedia desaparecieron muchas más personas 58 que oficialmente reconoce hasta el momento el gobierno estatal de Guerrero.
“Pero lo que están haciendo es solo remolcar barcos y limpiando el área bonita”, expone sentada en la parte de proa de la lanchita. “Y lo que de verdad se necesita es que hagan la búsqueda a mar abierto, no solo aquí en la bahía. Porque a los que dejó el huracán por aquí, esos ya salieron vivos, o ya salieron sus cuerpos. Pero a muchos otros el huracán se los llevó al mar abierto y ahí nadie los está buscando”.
Anabel apoya los antebrazos en sus rodillas. La brisa del mar le agita el pelo y un reguero de escombros y restos de palmeras traídos desde tierra, y de manchas aceitosas de gasolina pasan junto a la embarcación que las corta con la proa. A lo lejos, una lancha rápida lleva a bordo a 5 integrantes de la Marina que van vestidos de negro, aunque no son buzos; una profesión muy demandada en estos días en Acapulco. De hecho, sobre el paseo marítimo hay varios letreros que piden apoyo a buzos profesionales para buscar a los marineros que continúan desaparecidos.
“Es muy frustrante y desesperante no encontrar apoyo”, retoma la plática la mujer observando de soslayo a los marinos. “Ayer les pedimos que nos ayudaran con un helicóptero para hacer una búsqueda aérea. Queremos que nos ayuden a buscar dónde se está concentrando toda la basura que escupió el huracán hacia mar adentro, porque ahí puede haber grandes piezas de barcos donde se pudieron haber refugiado los sobrevivientes de los ataques de los tiburones”.
Precisamente, Anabel asegura que en los primeros días posteriores al huracán tres marineros fueron rescatados con mordida de tiburón, aunque el rescate lo hicieron los propios marineros que se organizaron para buscar a sus compañeros.
“Las autoridades han sido nulas, la verdad”, sentencia con los ojos verdes entornados por la brisa. “Si no nos organizamos los familiares y los marineros, nadie hace nada. Ellos están muy saturados y además no tienen la necesidad, ni la desesperación por encontrar a su familiar desaparecido”.
En el Club de Yates de Acapulco la postal continúa siendo dantesca a una semana de Otis. Enormes yates están completamente destrozados, boca arriba, con enormes boquetes por los que entra el agua, y todos amontonados unos encima de otros: el huracán los sacó, literal, del agua y los estampó contra el muelle hasta arrumbarlos fuera del agua. Mientras que por toda la bahía se aprecian los cascarones de barcos hundidos y destrozados, con las proas asomando en mitad del mar.
Unos de esos barcos destrozados es el emblemático ‘Aca-Rey’, un yate turístico muy conocido que da ofrecía recorridos por toda la bahía de Acapulco, y en los que al caer la noche había shows a bordo con grupos musicales, comida y bebida. Habitualmente, estaba fondeado frente al zócalo del puerto. Hoy, como el mismo zócalo, está completamente destrozado y arrasado, y se desconoce aún, al menos de manera oficial, cuál fue la suerte de la tripulación que lo custodiaba el día del huracán.
“La mejor indicación hubiera sido: ‘dejen los barcos y salgan a tierra’. Pero la autoridad no emitió comunicado alguno. Inclusive, los hoteles no dijeron tampoco nada, ni pusieron plafones a sus vidrios, y tampoco nadie avisó de que hiciéramos compras de emergencia, ni nada que indicara cuál era la gravedad de lo que nos venía encima. Aquí no hubo nada de eso, y la gente también se confió”, dice Anabel.
Ahora, a una semana de no encontrar a su hermano, que era el capitán del barco ‘Tiger’, la acapulqueña admite que las esperanzas de vida se agotan con cada hora. Por eso la impotencia, lamenta y lanza una mentada. Porque el tiempo pasa y nadie les da una respuesta, una ayuda, una vía por la que poder empezar a buscar sin dar palos de ciego en el inmenso mar.
“Deberían poner una nave que nos ayude; que haga sobrevuelos y nos indique el lugar exacto donde se concentra la basura y así podemos ir sin desperdiciar tiempo y la poca gasolina que hay”, hace hincapié la mujer, que resalta que estos días han podido salir al mar en un cayuco gracias a que otros pescadores de Puerto Vicente también se cooperaron y compraron entre todos 8 bidones de 60 litros de gasolina para que puedan salir a por los menos 50 kilómetros mar adentro.
“Sabemos que es muy difícil encontrarlos, pero la vida de los pescadores es más resistente. Se pueden resguardar y aguantar muchos días. Así que la esperanza es la última que se nos va ir a nosotros”, murmura la mujer, ante el avance lento del cayuco con el que ella y muchas otras mujeres hacen la búsqueda de sus marineros desaparecidos por Otis.
Óscar Torres, de 45 años, es un sobreviviente del huracán. Estaba a bordo de su embarcación ‘Tequila’ cuando le sorprendió el vendaval de aire, arena y agua. Como a muchos ese día, Otis le agarró por sorpresa.
“A las 6 de la tarde nos estaban diciendo que venía un huracán categoría 1. Entonces, lo que hacemos los marineros es irnos a resguardar a la base naval, porque allí es más calmado el oleaje. Pero en cuestión de horas, pasó de 1 a 4, y luego a 5. No imaginamos nunca la magnitud de lo que venía directo para nosotros”, cuenta el hombre desde el muelle que está cerca del zócalo acapulqueño.
Él es uno de los pescadores de una cooperativa que está colaborando con gasolina para que los familiares de los marinos desaparecidos puedan salir por la mañana a escudriñar la bahía.
“No hay apoyo de nadie”, insiste en el reclamo de los familiares. “Si aquí nos movemos es por el apoyo de la cooperativa y de la misma gente de Acapulco”.
A continuación, el hombre de rostro tostado y agrietado por los años y el desgaste del mar salado y el sol, mira a otra lancha de la marina que pasa cerca del muelle.
“Están más preocupados por sacar una remolcadora hundida, que ya es fierro viejo inservible”, lanza una risita irónica, ácida, y agita la cabeza en desaprobación.
“El tiempo que están empleando los buzos en buscar barcos hundidos deberían emplearlo para buscar a los marineros desaparecidos mar adentro”, agrega alzando el brazo en dirección al cascarón de un barco hundido.
“Hubo un capitán que tenía a su familia en el yate. Él pudo salir, pero ya no encuentra a su familia. Por qué entonces, en lugar de estar perdiendo el tiempo ahí -dice con la mirada todavía puesta en el cascarón del barco-, no invierten ese valioso tiempo en buscar a los desaparecidos. Es algo que no entendemos”, concluye.
El accidente de un avión en Bangladesh dejó 31 personas muertas y se considera el peor siniestro en décadas en el país. La profesora Mahreen Chowdhury falleció en un hospital tras salvar a 20 alumnos de una escuela que resultó dañada.
“Esos niños también son mis niños”, le dijo Mahreen Chowdhury a su marido mientras estaba agonizando en el hospital.
Unas horas antes, la maestra de escuela estaba a la entrada de la Milestone School and College de Dhaka, la capital de Bangladesh, preparándose para entregar a los alumnos de segundo a quinto grado a sus padres.
Pero lo que había sido un almuerzo de lunes sin trascendencia se convirtió en horror en una fracción de segundo.
Un caza de las Fuerzas Aéreas de Bangladesh se estrelló contra un edificio de dos plantas y estalló en llamas.
Chowdhury, al darse cuenta de que aún había alumnos en las aulas del edificio, volvió a entrar corriendo a los escombros llameantes.
El esposo de Chowdhury, Mansur Helal, recuerda lo que ella le dijo momentos antes de que la conectaran a un respirador artificial en la unidad de cuidados intensivos del Instituto Nacional de Quemados de Daca.
“Hice todo lo que pude para sacar a unas 20 o 25 personas, todo lo que pude. No sé qué pasó después”, dijo ella.
Chowdhury murió más tarde ese lunes: en el proceso de rescatar a los niños, había sufrido quemaduras en casi el 100% de su cuerpo.
Es una de las 31 víctimas mortales del accidente, de las cuales 25 son niños.
Las Fuerzas Armadas de Bangladesh declararon que el avión F7 había sufrido un fallo mecánico después de despegar poco después de las 13:00 hora local (07:00 GMT) del lunes para un ejercicio de entrenamiento y que el piloto, el teniente de vuelo Md. Taukir Islam, había intentado dirigirse a una zona menos concurrida.
Islam fue uno de los fallecidos.
El accidente es la catástrofe aérea más mortífera que haya visto el país en décadas.
Más de 160 personas resultaron heridas. Un médico de guardia del Uttara Adhunik Medical College Hospital declaró que la mayoría tenían entre 10 y 15 años y que muchos sufrían quemaduras por el combustible del avión.
Más de 50 personas, entre niños y adultos, fueron trasladadas al hospital con quemaduras, según un médico del Instituto Nacional de Quemados y Cirugía Plástica.
Helal explicó a BBC Bangladesh que llamó a su mujer tras conocer la noticia del accidente. Como ella no contestaba, le pidió a su hijo mayor que fuera a la escuela y averiguara qué había ocurrido.
Poco después, recibió una llamada de un conductor de ambulancia diciéndole que su mujer estaba siendo trasladada a la unidad de quemados del Hospital Médico Moderno de Uttara. Más tarde la llevarían a la UCI.
Helal declaró que Chowdhury le pidió disculpas desde la cama del hospital, poco antes antes de que le pusieran el respirador artificial. Al recordar sus últimos momentos juntos, rompió a llorar.
“Todavía estaba viva. Pronunció las palabras más enaltecidas con una gran fuerza mental. Porque estaba quemada casi al 100%, por dentro y por fuera”, dijo.
Chowdhury trabajó en Milestone School and College durante 17 años, primero como profesora y, luego, como coordinadora del departamento de Bangla para los grados de segundo a quinto.
Fue enterrada el martes en su distrito natal de Nilphamari, en el norte de Bangladesh, mientras las banderas ondeaban a media asta en todo el país en un día de luto por las víctimas.
Muhammad Yunus, líder del gobierno interino de Bangladesh, declaró que se formó un comité de investigación para estudiar el incidente.
El martes, cientos de estudiantes salieron a las calles de Daca para exigir un recuento exacto de las víctimas mortales y la dimisión del ministro de Educación. Muchos de ellos rompieron la puerta principal de la secretaría del gobierno federal, según imágenes de la televisión local.
La policía disparó gases lacrimógenos y utilizó granadas de ruido para dispersar a la multitud, dejando decenas de heridos, según testigos.
Los manifestantes pidieron que se diera el nombre de las víctimas del accidente, que se indemnizara a las familias de las víctimas, que se retiraran del servicio todos los aviones considerados como viejos y peligrosos, y que se modificaran los procedimientos de entrenamiento de la Fuerzas Aérea.
La catástrofe aérea de Bangladesh se produce pocas semanas después de que la India fuera testigo de la peor catástrofe aérea del mundo en una década.
El 12 de junio, un avión de pasajeros de Air India con destino al aeropuerto londinense de Gatwick se estrelló poco después de despegar en Ahmedabad (oeste de India), causando la muerte de 260 personas.
En el accidente murieron 242 personas a bordo del vuelo y otras 19 en tierra, y sólo hubo un superviviente del avión.
Este artículo fue escrito y editado por nuestros periodistas con la ayuda de una herramienta de inteligencia artificial para la traducción, como parte de un programa piloto.
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