Los pujantes intentos por mostrar la verdad detrás de lo que consumimos ha ocasionado que diversos sectores demuestren interés por garantizar que en las cadenas de producción haya bienestar animal. Dicho interés se refleja en esfuerzos de instituciones educativas, organismos gubernamentales y organizaciones privadas por desarrollar prácticas más éticas en el manejo de animales, en producción alimentaria o de conocimiento.
Desde la bioética (rama que estudia cuestiones filosóficas, sociales y legales que surgen en las ciencias de la vida) podemos decir que vamos hacia una experimentación y alimentación libres de sufrimiento animal. Sin embargo, aún hay resistencia a cuestionar tradiciones y costumbres que dañan a los animales. Quisiera ilustrar este último punto con la tauromaquia o las peleas de animales. En nuestro país, el entretenimiento con animales —causándoles la muerte en muchos casos— se encuentra bajo una dicotomía discursiva: seguir con esas tradiciones o practicar el respeto hacia otras especies. Es un “estira y afloja” que lleva mucho tiempo.
Hace ya un año que en la Ciudad de México la Suprema Corte revocó una suspensión que impedía realizar corridas de toros. El domingo 28 de enero de 2024, en medio de protestas de activistas que pedían la cancelación definitiva del evento, la Plaza de Toros (oficialmente nombrada Plaza México) mostró una toma aérea de la arena con un arreglo de letras blancas que decía “Libertad”. Sería pertinente preguntarnos: ¿libertad para quién? ¿Para los espectadores o para el hiperestimulado toro, aturdido por los gritos de casi 50 mil Homo sapiens sapiens que abarrotaron aquella plaza?
Para Mary Midgley, filósofa inglesa y especialista en ética, el problema con ese manifiesto de libertad iniciaría desde que no nos percibimos horizontalizados con aquel toro atrincherado en el anfiteatro. En su libro Beast and Man, Midgley —refiriéndose a los seres humanos— abre con la premisa “No somos simplemente ‘como’ animales; somos animales”. Aunque para muchos esta sentencia biológica represente una afrenta, la frase ayuda a entender nuestro pensamiento moral y cómo lo configuramos. Sí, somos animales sociales encarnados e insertos en un mundo moralmente complejo, plagado de valores y afirmaciones conflictivas. Pero también compartimos un contexto social y ecológico con multitud de animales no humanos. Muchas veces perdemos esto de vista.
Para entender cómo nos relacionamos a nombre de nuestra especie con otras formas de vida podemos valernos de algunas alegorías como la de un bote salvavidas, donde —real o metafóricamente— se rescata al mayor número de víctimas. Si los animales (o nuestro concepto de ellos) fuesen la víctima potencial, ¿qué hacemos? ¿Los dejamos subir al bote? ¿Los condenamos al ahogamiento? En general —y para gran parte de la tradición filosófica occidental—, los humanos no expulsamos a los animales de nuestro bote salvavidas, pero sí los hemos marginado hasta el extremo inferior de ese espectro moral.
Hagamos un balance. Dichas posiciones, si bien no se encuentran al extremo del rechazo absoluto —al estilo de Descartes o Spinoza, quienes veían a los animales como funcionalmente equivalentes a máquinas y sin ninguna importancia moral especial—, descuidan la compasión y las relaciones que como humanos somos capaces de tener y que a menudo tenemos hacia los demás, incluidas otras especies. Todavía es prematuro hablar de una victoria en la dignificación para el resto de los animales.
En un contexto mexicano, cuando se habla de sanciones al maltrato animal, quizá la imagen evocada más comúnmente sea la de un perro abandonado o un caballo tirando de una calandria. Pocos pensarán en un toro en la plaza o en dos gallos enfrentándose mientras los rodea una multitud enardecida, muchas veces con infancias entre los espectadores. Tal diferencia en la percepción responde a creencias profundamente arraigadas, no sólo en nuestro país. Si hay un concepto clave para entenderlo es el especismo: la idea de que los humanos son superiores a otras especies y que al interior de esta jerarquía algunas merecen mayor consideración que otras.
Al hacer un repaso histórico veremos que el especismo no sólo ha servido para justificar tradiciones opresivas en distintos lugares del mundo, sino que, en un sentido más amplio, ha legitimado la destrucción del medio ambiente y la extinción de innumerables especies. Esta visión ha permitido que prácticas como la tauromaquia o las peleas de animales sean consideradas un patrimonio cultural antes que expresiones de una violencia exacerbada hacia lo no humano.
Es evidente que la discusión en torno a las prácticas de entretenimiento con animales se encuentra atravesada por múltiples intereses. El pasado 15 de febrero, por ejemplo, se celebró una corrida de aniversario mientras el Congreso de la Ciudad de México sigue postergando la discusión sobre su prohibición. Ahora se plantea someter el tema a consulta con pueblos originarios, barrios y sectores que lucran con dichos espectáculos. Pero es importante recordar que los derechos no deberían depender de una votación, y que la Constitución federal ya prohíbe el maltrato animal.
En la ciudadanía, cuando se debate la abolición de espectáculos que infligen sufrimiento a otros animales, no es raro encontrar argumentos que apelen a la tradición como justificación. Algunos defensores sostienen que estas costumbres forman parte de su identidad cultural y que quienes no pertenecen a su demarcación geográfica no tienen derecho a opinar al respecto. Sin embargo, en un país tan variopinto como México, estos razonamientos resultan sesgados y engañosos. Tan sólo la tauromaquia tiene su origen en España, mientras que las peleas de perros y gallos se remontan al Imperio Romano y a China, respectivamente.
De acuerdo con un artículo de Carlos Arturo Giordano Sánchez Verín, doctor en historia, la ganadería, como la conocemos, llegó a México con la colonización. En la época prehispánica, la cría de animales se sostenía principalmente con el guajolote, el xoloitzcuintle, la grana cochinilla y especies apícolas. No figuraba el ganado menor ni mayor. Por lo tanto, prácticas como las corridas de toros, novilladas, becerradas, rejoneo y peleas de gallos no formaban parte de la cotidianidad de los pueblos originarios ni son tradiciones milenarias de estos.
Preservar la cultura no significa validar costumbres heredadas sin cuestionarlas. Incluso si nos encontráramos en los territorios donde estas prácticas surgieron, la filósofa Mary Midgley argumenta que las tradiciones opresivas pueden ser sometidas a un escrutinio moral y ético, hasta por personas externas a dichas culturas. 1
Los animales, al poseer estatus moral, no pueden ser dañados sin una razón justificable. Elaboremos esta parte. Atribuir estatus moral a una entidad equivale a afirmar que ésta tiene valor moral inherente, es decir, que merece consideración de manera independiente de cómo otros puedan pensar acerca de su valor. Si bien es posible hablar de grados de estatus moral, la sola posesión de tal estatus permite establecer un estándar mínimo de obligaciones en favor de quienes lo poseen: no hacerles daño de manera injustificada o tomar sus demandas en consideración desde un punto de vista moral y ético.
Los criterios para la atribución de estatus moral son diversos y se basan en la posesión de determinada propiedad (como la sintiencia o la racionalidad) o cierta combinación de otras. La sintiencia —grosso modo, la capacidad de sentir de un ser vivo— constituye la propiedad más aceptada como umbral mínimo para estatus moral, por cuanto permite demarcar aquellas entidades capaces de experimentar por sí mismas sus padecimientos y afectarse directamente por ellos. La evidencia científica es clara al respecto: muchos animales no humanos pueden sentir dolor y hasta experimentar emociones. Diversos estudios han demostrado que tanto los vertebrados como algunos invertebrados presentan respuestas complejas al dolor, que van más allá de un simple reflejo ante estímulos nocivos.
Mamíferos, peces y otras especies poseen nociceptores —receptores sensoriales que detectan estímulos dolorosos o potencialmente dañinos para el cuerpo— similares a los humanos. Además, experimentan cambios fisiológicos y conductuales en respuesta al dolor, como alteraciones en la actividad cerebral y conductas que pueden mitigarse con analgésicos. El sufrimiento animal, por tanto, no es una mera reacción mecánica, sino una experiencia real que debemos considerar.
Nuestra relación con otras especies está determinada por el estatus que les atribuimos. Si reconocemos a los animales como entidades con un valor intrínseco, debemos modificar la manera en que interactuamos con ellos, lo que implicaría cuestionar no sólo lo que comemos o vestimos, sino también aquello que nos entretiene. ¿Por qué encontramos diversión en el dolor y por qué habríamos de legar esa creencia a las generaciones venideras?
Las culturas evolucionan y, ciertamente, pueden hacerlo hacia prácticas libres de crueldad. La antigüedad o el arraigo de una costumbre no la convierte en moral o éticamente aceptable. Prácticas como la tauromaquia y las peleas de animales carecen de una justificación válida, especialmente cuando su propósito es meramente recreativo.
El árbol de la vida, ese modelo que nos ubica en un punto diminuto junto a los 2.16 millones de especies descritas —y muchas más por incluir—, nos recuerda que las diferencias entre especies, por profundas que sean, no son barreras absolutas. Son, de hecho, límites permeables que permiten la convivencia y la interacción entre distintas formas de vida.
A lo largo de la historia humana, todas las sociedades han compartido su mundo con los animales. Como señala Mary Midgley, uno de los dones más notables de nuestra especie es precisamente la capacidad de no ignorar a los demás. Podemos hacerlo mejor. Debemos hacerlo mejor.
* Mariana Mastache Maldonado es bióloga y periodista científica. Investiga sobre neurociencias, ambiente, biomedicina y epigenética. Es ganadora del Premio Nacional de Periodismo en Salud 2024 en su categoría universitaria y primer lugar en ensayo del XVIII concurso “Leamos la Ciencia para Todos” del Fondo de Cultura Económica. Entusiasta de las ciudades sostenibles, el arte y la literatura.
Las opiniones publicadas en este blog son responsabilidad exclusiva de sus autores. No expresan una opinión de consenso de los seminarios ni tampoco una posición institucional del PUB-UNAM. Todo comentario, réplica o crítica es bienvenido.
1 El aislacionismo moral es la visión de que nunca podemos entender ninguna cultura excepto la nuestra, por lo que no podemos hacer juicios morales sobre otras culturas. En su ensayo “Trying Out One’s New Sword”, Midgley ofrece varios argumentos diferentes contra el aislacionismo moral.
Una madre explica por qué ella -y el 77% de las mujeres del país africano- han utilizado estos peligrosos productos, incluso en bebés.
Una madre del norte de Nigeria está visiblemente alterada mientras abraza a su hijo de dos años, que tiene quemaduras y la piel descolorida en la cara y las piernas.
La mujer, de 32 años, utilizó productos para blanquear la piel de sus seis hijos, presionada por su familia, con unos resultados de los que ahora se arrepiente profundamente.
Fátima, cuyo nombre se ha cambiado para proteger la identidad de su familia, dice que una de sus hijas se cubre la cara siempre que sale a la calle para ocultar sus quemaduras.
Otra quedó con la piel más oscura que antes, con un círculo pálido alrededor de los ojos, mientras que una tercera tiene cicatrices blanquecinas en los labios y las rodillas.
Su hijo pequeño aún tiene heridas supurantes, pues su piel está tardando mucho en curarse.
“Mi hermana tuvo hijos de piel clara, pero los míos son más morenos. Me di cuenta de que mi madre favorecía a los hijos de mi hermana en detrimento de los míos por su tono de piel y eso hirió mucho mis sentimientos”, dice Fátima.
La mujer relata que utilizó cremas que compró en un supermercado local de Kano, una ciudad al norte del país y la segunda más poblada, sin prescripción médica.
Al principio pareció funcionar. La abuela se encariñó con los hijos de Fátima, que entonces tenían entre dos y 16 años.
Pero entonces aparecieron las quemaduras y las cicatrices.
El blanqueamiento o aclaramiento de la piel, también conocido como “decoloración” en Nigeria, se utiliza en distintas partes del mundo por razones cosméticas, aunque éstas suelen tener profundas raíces culturales.
En Nigeria, las mujeres utilizan productos para blanquear la piel más que en ningún otro país africano: el 77% los usa regularmente, según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS).
En Congo-Brazzaville la cifra es del 66%, en Senegal del 50% y en Ghana del 39%.
Las cremas pueden contener corticoesteroides o hidroquinona, que pueden ser perjudiciales si se usan en cantidades elevadas, y en muchos países sólo se pueden obtener con receta médica.
Otros ingredientes utilizados a veces son el mercurio, un metal venenoso, y el ácido kójico, un subproducto de la fabricación del sake, la bebida alcohólica japonesa.
La dermatitis, el acné y la decoloración de la piel son posibles consecuencias, pero también trastornos inflamatorios, intoxicación por mercurio y daños renales.
Según la OMS, la piel puede volverse más fina, por lo que las heridas tardan más en cicatrizar y es más probable que se infecten.
La situación es tan grave que la Agencia Nacional para la Administración y el Control de Alimentos y Medicamentos de Nigeria (Nafdac, por su siglas en inglés) declaró el estado de emergencia en 2023.
También es cada vez más frecuente que las mujeres blanqueen a sus hijos, como hizo Fátima.
“Mucha gente relaciona la piel clara con la belleza o la riqueza. Las mujeres tienden a proteger, como ellas lo llaman, a sus hijos de esa discriminación blanqueándolos desde el parto”, explica a la BBC Zainab Bashir Yau, propietaria de un spa dermatológico en la capital, Abuja.
La mujer calcula que el 80% de las mujeres que ha conocido han blanqueado a sus hijos, o piensan hacerlo.
Algunos fueron blanqueados cuando eran bebés, dice, así que simplemente continúan con la práctica.
Una de las formas más comunes de saber si alguien utiliza productos para blanquear la piel en Nigeria es por la oscuridad de sus nudillos. Otras partes de las manos o los pies se aclaran, pero los nudillos tienden a permanecer oscuros.
Sin embargo, los fumadores y los consumidores de drogas también presentan a veces manchas oscuras en las manos, debido al humo.
Por ello, a veces se asume erróneamente que los usuarios de productos para aclarar la piel pertenecen a este grupo.
Fátima dice que eso es lo que les ocurrió a sus hijas, de 16 y 14 años.
“Se enfrentan a la discriminación de la sociedad: todos les señalan con el dedo y les llaman drogadictos. Esto les ha afectado mucho”, afirma.
Ambas han perdido a posibles novios porque los hombres no quieren que se les relacione con mujeres de las que se pueda pensar que consumen drogas.
Visité un mercado popular en Kano, donde personas que se autodenominan “mixólogos” crean desde cero cremas para blanquear la piel.
El mercado tiene toda una hilera de tiendas donde se venden miles de estas cremas.
Algunas variedades premezcladas están exhibidas en las estanterías, pero los clientes también pueden seleccionar los ingredientes crudos y pedir que les preparen una crema delante de ellos.
Me di cuenta de que muchas cremas blanqueadoras tenían etiquetas que decían que eran para bebés, pese a que contenían sustancias reguladas.
Otros vendedores admitieron utilizar ingredientes como ácido kójico, hidroquinona y un potente antioxidante, el glutatión, que pueden causar erupciones y otros efectos secundarios.
También fui testigo de cómo chicas adolescentes compraban cremas blanqueadoras para ellas y a granel para poder vendérselas a sus compañeras.
Una mujer, que tenía las manos descoloridas, insistió en que un vendedor añadiera un agente aclarante a una crema que se estaba mezclando para sus hijos, a pesar de que se trataba de una sustancia regulada para adultos e ilegal para su uso en niños.
“Aunque tengo las manos descoloridas, estoy aquí para comprar cremas a mis hijos para que tengan la piel clara. Creo que mis manos están así sólo porque utilicé el producto equivocado. A mis hijos no les pasará nada”, afirma.
Un vendedor dijo que la mayoría de sus clientes compraban productos para que sus bebés “resplandecieran” o tuvieran un aspecto “radiante y brillante”.
La mayoría parecía desconocer las dosis aprobadas.
Un vendedor dijo que utilizaba “mucho kójico” -muy por encima del límite prescrito- para aquellos que querían una piel clara y una cantidad menor si deseaban un cambio más sutil.
La dosis aprobada de ácido kójico en cremas en Nigeria es del 1%, según Nafdac.
Incluso vi a vendedores poniendo inyecciones a mujeres.
El doctor Leonard Omokpariola, director de Nafdac, afirma que se está intentando educar a la población sobre los riesgos de estos productos.
También afirma que se están haciendo redadas en los mercados y que se está intentando confiscar los ingredientes aclarantes de la piel en las fronteras cuando intentan ser introducidos en el país.
Pero afirma que a veces resultaba difícil para los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley identificar estas sustancias.
“Algunos se transportan en contenedores sin etiquetar, por lo que si no se llevan a los laboratorios para su evaluación, no se puede saber qué contienen”, explica.
Fátima dice que sus acciones la perseguirán para siempre, especialmente si las cicatrices de sus hijos no desaparecen.
“Cuando le confié a mi madre lo que había hecho, debido a su comportamiento, y cuando se enteró de los peligros de la crema y del estigma al que se enfrentan sus nietos, se entristeció de que tuvieran que pasar por eso y se disculpó”, afirma.
Fátima está decidida a ayudar a otros padres a no cometer el mismo error.
“Aunque lo he dejado… los efectos secundarios siguen aquí, ruego a otros padres que usen mi situación como ejemplo”, zanja.
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