Decir que Donald Trump ha erosionado las garantías constitucionales e institucionales de Estados Unidos durante su mandato sería quedarse corto. Sus implacables y vertiginosos ataques contra las normas democráticas y el orden liberal internacional consolidado después de la Segunda Guerra Mundial han sido tan despiadados que han distorsionado nuestra percepción colectiva del tiempo: en medio de la confusión, a menudo no queda claro si su presidencia ha durado décadas, siglos o apenas poco más de cien días. Sus instintos en política exterior nos han hecho retroceder no solo décadas hacia la política de poder expansionista y el proteccionismo de principios del siglo XX, sino quizás siglos, canalizando incluso el ímpetu expansionista del Destino Manifiesto en su discurso de investidura.
Durante siglos, la libertad individual y la veneración por la Constitución —inscritas en el mito fundacional del país y entretejidas en su identidad nacional— han sido el faro retórico de la política estadounidense. Aunque los conservadores partidarios de un gobierno limitado suelen reclamar la “libertad” como su patrimonio exclusivo, tanto demócratas como republicanos han competido históricamente por definirla y apropiársela. Invocar la “libertad” ha sido, durante generaciones, un rito de paso obligatorio para todo aspirante presidencial, incluso cuando el término adoptaba formas contradictorias en el ámbito interno y en el internacional. Como ejemplos puntuales, la campaña de reelección de Joe Biden enarboló la libertad como estandarte, mencionándola seis veces en su video de lanzamiento; Ronald Reagan también la invocó numerosas veces en su discurso de investidura, al igual que Barack Obama.
En su reformulación de la presidencia estadounidense, Trump ha socavado los mitos fundacionales del país, popularizando una corriente política anti-institucional y proteccionista. Ha sido el único presidente de Estados Unidos en más de un siglo en rechazar los resultados de una elección presidencial y negarse a asistir a la investidura de su sucesor. De corte totalitario y anticonstitucional —una tendencia que quizá solo había alcanzado el escenario político dominante en tiempos recientes con Joseph McCarthy, en pleno apogeo de la Guerra Fría—, Trump ha redefinido lo que alguna vez fue un partido conservador apegado a la Constitución. Como uno de sus muchos hoteles fallidos, ha reconfigurado la imagen del país con su inconfundible sello, quizás para siempre.
Se habla tanto —en las mesas familiares, en los encabezados de prensa, en la calle— sobre el comportamiento errático de Trump y su presidencia como bola de demolición institucional, que ya se ha convertido en un lugar común. Y, sin embargo, todo esto ya estaba anticipado en sus promesas de campaña: declaró que los aranceles eran su palabra favorita y prometió usarlos profusamente; afirmó que indultaría a los insurgentes que asaltaron el Capitolio el 6 de enero del 2021, prometió represalias políticas contra sus enemigos; se comprometió a revertir los derechos de las comunidades transgénero y arremeter contra las iniciativas de diversidad y equidad. “Promesas hechas, promesas cumplidas”, dijo en su discurso de victoria presidencial, y ahora las está ejecutando bajo la bandera de la lucha contra la ideología “woke”, un término que, al igual que “neoliberalismo”, los críticos han tensado y estirado hasta vaciarlo de significado.
Las iniciativas de diversidad y equidad han funcionado como salvaguardias institucionales, al igual que los controles y contrapesos de un gobierno dividido, diseñadas para proteger a la sociedad de sus peores impulsos. Surgieron para evitar que repitiéramos otro milenio marcado por la continua vulneración de los derechos de los más desfavorecidos. Abogar por una mayor inclusión de las comunidades minoritarias y enfrentar el legado heredado de una política históricamente excluyente no es un juego de suma cero; estas incitativas pueden coexistir con una reflexión renovada sobre los roles sociales en transformación, como el lugar cambiante de los hombres, particularmente los hombres blancos, en la sociedad contemporánea, tal como explora académico Richard Reeves explora en su libro Of Boys and Men. Aunque la política identitaria puede carecer del amplio atractivo electoral de los temas económicos, señalados con frecuencia como un factor clave en la derrota electoral demócrata en 2024, sigue siendo un eje fundamental de distinción ideológica que no debe ser excluido de su plataforma política.
Y el argumento de la falsa equivalencia, que equipara los excesos de Trump con los de las administraciones presidenciales demócratas, suena tan vacío hoy como lo hacía durante la campaña presidencial. Las deportaciones sin proceso judicial, su ethos expansionista, que habla de anexionarse Groenlandia, incorporar a Canadá como un estado más, y recuperar el control del Canal de Panamá, su encendido de guerras comerciales con aliados y su desprecio por la alianza diplomática transatlántica no tienen equivalencia en la corriente principal del partido demócrata. Tampoco su desprecio por el Poder Judicial, su uso de la máquina política para ejercer castigos contra sus oponentes o sus exigencias de lealtad.
Trump, maestro del espectáculo y la mercadotecnia, ha estampado un sello tan profundo en la presidencia que ha reconfigurado el mapa ideológico del país —y lo ha hecho en poco más de cien días: cien días que han parecido una eternidad.
* Jonathan Grabinsky (@Jgrabinsky) es especialista en temas de gobierno y profesor en el Tecnológico de Monterrey. Cuenta con una licenciatura y maestría en políticas públicas de la Universidad de Chicago.
Los diferentes cardenales que forman el cónclave deben crear alianzas y acuerdos a lo largo del proceso. En la reunión que comenzará este 7 de mayo, se prevé que surjan nueva posiciones, especialmente después de que se cuenten los resultados de cada ronda de votaciones.
La elección del sucesor del papa Francisco es una decisión política, así siga ritos religiosos y sea fruto de una elección en la que los votantes son un selecto grupo de eminentes sacerdotes que, según la doctrina de la Iglesia católica, actúan bajo inspiración divina.
Para que el nuevo pontífice sea anunciado, los diferentes grupos de cardenales que forman el llamado cónclave -cada uno con sus intereses particulares-, deben formar alianzas y acuerdos a lo largo del proceso.
Cuando los 135 cardenales con derecho a voto —tienen derecho a voto hasta los 80 años— estén encerrados en la Capilla Sixtina, comenzarán las sesiones de votación y se consolidarán algunas convergencias y muchos desacuerdos, iniciados en reuniones anteriores o en contactos informales de los últimos días, semanas e incluso meses.
En la reunión secreta que empezará el 7 de mayo, se formarán nuevas posiciones, especialmente después de que se cuenten los resultados de cada ronda de votaciones.
En el cónclave, el papa sólo es elegido cuando dos tercios de los electores se ponen de acuerdo sobre el mismo nombre y, hasta que esto ocurra, habrá momentos en los que el encuentro estará abierto a la reflexión y al debate entre los cardenales, llamados así en referencia a sus vestimentas rojas.
“Como el papa estaba muy enfermo y anciano, es normal que los participantes en el cónclave ya estuvieran hablando muy discretamente sobre posibles sucesores y realizando sondeos, obviamente orales”, dice el teólogo, filósofo y periodista Domingos Zamagna, profesor de la Universidad Pontificia de São Paulo (PUC-SP) y del Colegio São Bento, en una entrevista con BBC News Brasil.
“Pero aunque no suelen dejar que estos manejos del poder eclesiástico se hagan evidentes”, añade, algunos “proporcionan pequeñas pistas a sus amigos y colaboradores más cercanos”.
“Francisco quería que el futuro papa estuviera alineado con él. Y esto no es un deseo personal, sino el deseo de una tendencia”, declaró a BBC News el teólogo e historiador Gerson Leite de Moraes, profesor de la Universidad Presbiteriana Mackenzie.
“Preparó, en el ámbito político, los cambios en el colegio cardenalicio para que el viento del cambio continuara después de su muerte.”
Pero esta visión de la sucesión como un juego de facciones partidistas está lejos de ser unánime.
El sociólogo Francisco Borba Ribeiro Neto, director del periódico O São Paulo, de la Arquidiócesis de São Paulo, no está de acuerdo con la visión del cónclave como una disputa meramente política.
“Imaginar [el proceso] como una gran asamblea donde los diputados eligen a su presidente […] no es adecuado”, enfatizó a BBC News.
En su opinión, los cardenales buscan un consenso sobre la “propuesta eclesial” más urgente para el mundo actual. Y, al analizar el escenario, ve dos líneas: por un lado, “la gran demanda de los sectores conservadores”; por otro lado, “la necesidad de una Iglesia más acogedora, más capaz de amar a los excluidos, a los que más sufren, a los que se sienten agraviados y marginados”.
“No creo que podamos pensar en el proceso de sucesión del Papa como una cuestión de líneas o partidos, de estar afiliados o no, de estar juntos en la misma estrategia o no. No es así como van las cosas”, explica.
Considerando que, entre los 135 cardenales elegibles para votar, 108 fueron nombrados por el propio papa Francisco, es natural imaginar que el “partido de Francisco” será el más fuerte en el cónclave. ¿Pero puede realmente usarse esta figura?
No hay consenso entre los expertos y las figuras religiosas de la jerarquía católica, ya sea porque no todos los nominados por el pontífice fallecido el 21 de abril estaban alineados con él, o porque rechazan la idea de que la elección se base únicamente en criterios políticos y circunstanciales.
“Lo que no sabemos es si los cardenales serán fieles a su proyecto iniciado hace 12 años. Porque el mundo ha cambiado en estos 12 años. La iglesia ha avanzado, pero, por otro lado, los reaccionarios también se han puesto manos a la obra”, dice Moraes.
Y hay matices a tener en cuenta. Aunque surgen nombres muy alineados con él, como el italiano Matteo Maria Zuppi o incluso el filipino Luis Antonio Tagle, los expertos coinciden en que Francisco no dejó a un único sucesor natural: en los pasillos de la Santa Sede, Benedicto XVI (1927-2022), por ejemplo, fue visto durante mucho tiempo como el sucesor de Juan Pablo II (1920-2005), debido al protagonismo que adquirió durante el pontificado de este último.
“Francisco ha nombrado más cardenales [entre los electores actuales] que los papas anteriores. Esto influirá en la sucesión”, señala Zamagna.
“Pero no veo al Papa planeando la sucesión de forma maquiavélica, como si se tratara de un tablero de ajedrez. Hizo lo que creyó necesario; nunca estuvo en su naturaleza querer incriminar a la gente, siempre pensando en el bien de la Iglesia y del pueblo”.
Lidice Meyer Pinto Ribeiro, profesora de la Universidad Lusófona, en Portugal, y autora del libro recientemente publicado “El cristianismo en femenino”, destacó que “Francisco esperaba que su sucesor mantuviera sus reformas y las llevara más lejos”.
Pero la iglesia actual no vive sólo del “partido de Francisco”. Señala que la antigua institución “se encuentra dividida en un grupo conservador opuesto” a las medidas implementadas en los últimos años.
El teólogo y escritor Frei Betto, fraile dominico, ve la situación con cautela y la califica de “impredecible”. Para él, “no todos los cardenales elegidos por Francisco son progresistas” y esto ocurriría también porque el papa no adoptó un criterio de selección “pensando en su sucesión”.
“El criterio fue dotar a las distintas regiones del planeta de obispos que llevaran la insignia de cardenalicio, un título meramente honorario”, le dijo a BBC News.
Betto dice que el papa argentino “también nombró cardenales conservadores”. Y lo habría hecho por la convicción de que era importante respetar “el consenso de los obispos locales”. “Nunca nombraría a un progresista en un país con un episcopado predominantemente conservador”, explica.
El sociólogo Ribeiro Neto señala también que el criterio de Francisco para elegir a los cardenales “no parece haber sido la línea pastoral, sino más bien la idea de descentralización en relación a una iglesia inicialmente italocéntrica, y después eurocéntrica”.
Cuando Francisco se convirtió en papa, había 28 cardenales italianos. Hoy quedan 17. “Fue el país que más representantes perdió”, señala.
“Él no nombró a todos los cardenales a su imagen y semejanza”, coincide Moraes. “Francisco respetaba el trabajo de otras tendencias”.
Betto pone como ejemplos de conservadores designados por Francisco los casos del italiano Marcello Semeraro, el chileno Fernando Natalio Chomali Garib y el peruano Carlos Castillo Mattasoglio.
La antropóloga Pinto Ribeiro también incluye en esta lista al congoleño Fridolin Ambongo Besungu. Entre los propuestos al cardenalato por Benedicto XVI hay también nombres fuertes de la oposición, como el estadounidense Raymond Leo Burke y el guineano Robert Sarah. El húngaro Péter Erdő es un raro superviviente de los nombrados por Juan Pablo II.
El ala conservadora del liderazgo de la iglesia puede ser pequeña en número, pero es bastante vocal. Entre los estadounidenses, el cardenal Burke, considerado uno de los mayores críticos del papa argentino, es visto como uno de los líderes de la oposición. “Todos sabemos que hubo y hay cardenales que desaprueban la renovación traída por Francisco”, afirma Zamagna.
Francisco lo sabía, por supuesto. Tanto es así que desalojó a Burke de su apartamento en el Vaticano y lo removió de algunas funciones administrativas que tenía en la Curia romana.
Ésta fue la principal táctica de Francisco para lograr gobernar en medio de la disidencia: colocar a amigos en puestos clave. Y mover hilos para que sus detractores tuvieran cada vez menos poder.
Aunque los nombres alineados con Francisco son mayoría, los analistas entienden que si en las primeras votaciones surge un adversario que termina concentrando los votos de todos aquellos que no están de acuerdo con el modelo de Francisco, ese candidato papal tiene posibilidades de ganar con un discurso de cambio, lo que en este caso supondría un retorno a las tradiciones.
Francisco se enfrentó a una oposición que hoy cuenta con el apoyo de la extrema derecha mundial. Sin duda, muchos católicos apoyan el regreso de una tendencia más conservadora.
Por lo tanto, este cónclave será muy interesante: determinará cómo se posicionará la Iglesia católica en los próximos años, afirma Moraes, profesor de la Universidad Presbiteriana Mackenzie.
“¿Podría formarse una coalición reaccionaria en torno a algún nombre de la oposición? Sí”, añade.
El propio papa Francisco dijo en su autobiografía “Esperanza”, recientemente publicada, que el proceso de escrutinio suele tener una primera ronda de “cortesía”. “Votas por un amigo, una persona respetada…”, dijo. En este sentido, es como un homenaje, una deferencia hacia alguien.
“Entonces comienza un mecanismo bien conocido y consolidado: cuando hay varios candidatos fuertes, los indecisos, como fue mi caso, dan su voto a quienes saben que no ganarán. Se trata esencialmente de votos de depósito, que esperan a que la situación se desarrolle y se desenvuelva con mayor claridad”, explicó, hablando de lo ocurrido tras bambalinas, relatando su experiencia en 2013.
El primer día del cónclave sólo se realiza una votación. A partir del segundo hay dos: uno por la mañana y otro por la tarde. A partir de estas, algunos nombres terminan volviéndose más fuertes que otros. Hasta que una inmensa mayoría deposita su confianza en una de las figuras religiosas y ésta termina siendo elegida.
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