Más que las fotografías en las que veo el paso del tiempo en mi rostro y en mi pelo, más que los cambios que son obvios en las calles, la gente que quiero, las ausencias: con mayor fuerza que en cualquier otro rasgo, encuentro en mi uña un memento mori. Habita en mí la decadencia.
Esto empezó hace más de una década y de una manera inocente, casi alegre. Fui invitada a una comida que se hizo en una de las vecindades que la ciudad, la ambición y la mala planeación han desaparecido. La comida era en el patio compartido: unas cuantas mesitas de metal, sillas y manteles de plástico, bajo un árbol y una bugambilia. Me aburría después de un rato y un par de cervezas. Al fondo de ese patio largo, unos niños jugaban futbol con contagioso entusiasmo. Junto a mí se hablaba de los problemas filosóficos aplicados a la política, de Wittgenstein y Arendt, de la ignorancia de nuestros políticos. El sol de la tarde le hacía trampa a la fronda del árbol y a la trepadora, pegándome en el pecho. Los niños, en el otro extremo, pateaban su pelota en la sombra y hasta ahí fui, con mis bailarinas de piel negra, a patear su balón. Metí gol con la punta de mi pie derecho, con su dedo gordo, con su uña, muy particularmente. No sólo agüé la cascarita y desairé a los comensales, sino que me infligí un dolor agudo que palpitaba.
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Llevo al cuello una cadena de la que cuelga una placa que dice “CONSTANCIA”. Uso, con frecuencia, una pulsera en la que sonríen de manera permanente dos calaveras de plata bruñida; se enfrentan al final de un semicírculo, sobre mi muñeca. Son dos formas de enfrentar el cotidiano y de recordarme a mí misma algo que, de cualquier manera, me recuerda la uña que comenzó a descomponerse antes que yo, adelantándose a su tiempo.
Porque en aquella ocasión, hace más de una década, la uña de mi dedo gordo del pie derecho dijo: hasta aquí llegué, no aguanto más. Tal vez porque ese día —después de patear el balón, meter un gol que nadie quería ni necesitaba, dejar a mis amistades con la boca abierta y la plática interrumpida— volví a mi lugar en la tertulia, como si nada. Cuando llegué a mi casa me dolía la pierna entera. Metí el pie en agua con hielos, pero no hizo efecto. Tomé un analgésico, luego me dediqué a sufrir la noche entera. La uña fue poniéndose oscura de a poco. Rojiza al principio, más tarde morada, luego completamente negra; junto con ella, el dedo. Me dediqué a cojear hasta que una mañana vi a la uña levantarse como una tapa —plip, plap, subió, bajó— y decidí ir al médico. En el consultorio me la retiraron con unas pinzas, me limpiaron bien, me regañaron. Regresé a mi vida pensando que no pasaba de ahí. La cobertura de mi dedo crecería, todo volvería a la normalidad.
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La historia de los pies con sus uñas es larga, compleja, apta para pocos. Es famoso el “loto dorado” que destruyó cada parte de los pies de millones de chinas. Se ataban con fuerza cotidiana los pies de las niñas pequeñas, de siete años, dejándolos inútiles para caminar y dolorosos para el resto de sus vidas. La noción popular es que esos piecitos deformes, de dedos encimados con sus uñas enterradas, servían como afrodisiaco. Aunque se pensó que quienes calzaban mínimos zapatos de seda eran prostitutas, hoy todo parece indicar que eran una suerte de esclavas, quietas por necesidad, que fueron obligadas hilanderas, tejedoras, zapateras.
También la realeza se las ha visto con los pies y sus uñas. Enrique VIII es uno de los ejemplos más notables, aunque para nada el único. A los 44 años, en 1536, tuvo un accidente en una de las justas que tanto disfrutaba. El día del juego trágico, el imponente rey de Inglaterra cargó hacia el frente, sosteniendo su roque con fuerza, para luego volar por los aires como una marioneta; según los recuentos, quedó entre las patas del caballo, que alcanzó a correr un poco más antes de detenerse, machacando a la real figura. Aunque no murió entonces, ese episodio transformó para siempre a Enrique, arruinándole una salud que parecía de hierro. Sus piernas fueron desde entonces pústulas vivas. Engordó, tal vez tuvo diabetes, vivió ulcerado, con movilidad restringida, el resto de sus días. Sus pies dejaron de servir: hinchados, se volvieron parte de un tormento. Sus uñas habrán sido terribles, grotescas. A partir del accidente, el poderoso rey cayó en un declive físico y mental que acabaría con la vida de varias personas, incluyendo la suya.
Mi humilde y plebeyo pie mostraba un tejido ungueal incipiente. Durante largo rato, apenas se insinuaba un día sí y otro también. Dejé de usar sandalias descubiertas, llevaba botas a toda hora sin importar la ocasión. Por fin, después de meses, una uña. Sí, pero torcida, manchada, con pinta de no ser una recién nacida. Se dañó la matriz con el golpe, me dijo un podólogo al que fui afligida. ¿Y ya?, pregunté. Tardará más tiempo en sanar y puede infectarse. Vislumbré en sus palabras una maldición. Supe entonces que casi el 60 % de la gente tiene o ha tenido infecciones en los pies, en sus uñas: hongos, virus, bacterias. También que las uñas del cuerpo son como un oráculo en el que puede leerse el pasado, el presente y el futuro de la salud de las personas. Ahí están deficiencias vitamínicas, enfermedades del hígado, un cáncer posible, abuso de sustancias, accidentes, falta de higiene, malas mañas.
Ya infectada cambié de consultorio: se requería otro método. Donde llegué me dijeron que todo se solucionaría con una terapia láser. Acepté, pagué. Una señorita mal encarada enganchó mi uña a un garfio blanco. Si duele mucho, presiona aquí, dijo extendiéndome un cable del que pendía un botón. Nada primero, luego la muerte chiquita. Presioné el botón con fuerza. Volvió la señorita con una peor cara. Es demasiado pronto, no te pudo doler. A mi sufrimiento se sumó la culpa. El episodio se repitió cuatro veces. Yo padecía como una mártir, ella se negaba a mis peticiones. Descubrí mi veta más masoquista, todo fuera por curarme.
Sólo que no me curó: me quemó. Así que fui a dar con mis pies a otra especialista.
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Dicen que la vida es la contingencia y en ese rubro soy una experta. En inglés le llaman “accident prone”: una historia de dislocaciones, desgarres, hematomas, raspaduras y cicatrices respalda, en mi caso, el dicho.
Por fin con sandalias de nuevo, me lancé a caminar por una calle empedrada y extranjera, un poco avergonzada de esa uña rara. Era un viaje de trabajo. La plática con mis colegas me tenía entretenida, no miré bien la banqueta. Encajé el pie en un filo de piedra, la uña se levantó como antes, plip-plap. Volví del viaje a un samsara para mi pie. Se sumó lo siguiente: jugué con el perrito de un amigo y su canino atravesó mi zapato; mi perra soltó un juguete inmenso donde de nuevo comenzaba el imparable proceso de regeneración a la que la vida nos somete; fui pisoteada, tropecé de nuevo, me pegué de nuevo.
Mientras mi uña se negaba a volver a un estado deseable, la vida seguía. Personas y mascotas amadas enfermaron y murieron. Alguien se mudó de casa, de país. Hubo divorcios, reencuentros, otras pérdidas varias. Cambiaron los gobiernos y los gobernantes. La Ciudad de México dejó su nombre y empezó una transformación desaforada: se fueron casas hermosas, árboles añejos, áreas naturales. En el mismo lapso, el planeta se calentó más de un grado centígrado, el mar subió de nivel, se extinguieron varias especies de animales, desde rinocerontes hasta caracoles. Cada episodio dejó su huella: el mundo es raro, nos encaminamos a la pérdida y poco hemos entendido. A la par, comenzaba a verse en mí la metamorfosis de la edad, reflejada en mi renuencia a lanzarme a la aventura física o patear balones.
Mis pies fueron en un tiempo el único rasgo de belleza de todo mi cuerpo. Un pintor los consignó en óleos y una fotógrafa ahora convertida en artista plástica los fotografió. Hoy son herramientas —útiles, cuidadas, muy protegidas. Mi uña mejora a su ritmo, ajena a la rotación del planeta. Ajena, pues, a todo lo que se acaba.
* Julieta García González (@julietaga) es subdirectora de @LiteraturaUNAM.
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Negar la ciudadanía por derecho de nacimiento requeriría el apoyo de 2/3 del Congreso y 3/4 de los estados de EE.UU.
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, dijo que planea poner fin a la “ciudadanía por derecho de nacimiento”, en referencia a la ciudadanía estadounidense que se concede automáticamente a cualquier persona nacida en el país.
Trump firmó el lunes una orden ejecutiva que aborda la definición de ciudadanía por derecho de nacimiento, aunque los detalles hasta ahora no están claros.
La ciudadanía por derecho de nacimiento se deriva de la 14ª enmienda de la Constitución estadounidense, que establece que “todas las personas nacidas” en EE.UU. “son ciudadanos de Estados Unidos”.
Aunque Trump prometió poner fin a esta práctica, tratar de hacerlo supondría enfrentarse a importantes obstáculos legales. La Unión Americana de Libertades Civiles y otros grupos demandaron inmediatamente al gobierno de Trump por la orden ejecutiva.
La primera frase de la 14ª enmienda de la Constitución estadounidense establece el principio de “ciudadanía por derecho de nacimiento”:
“Todas las personas nacidas o naturalizadas en Estados Unidos, y sujetas a su jurisdicción, son ciudadanos de Estados Unidos y del estado en el que residen”.
Los partidarios de la línea dura en materia de inmigración argumentan que la política es un “gran imán para la inmigración ilegal” y que anima a las mujeres embarazadas indocumentadas a cruzar la frontera para dar a luz, un acto que se ha denominado peyorativamente “turismo de natalidad” o tener un “bebé ancla”.
La 14ª enmienda se adoptó en 1868, tras el final de la Guerra Civil. La 13ª enmienda había abolido la esclavitud en 1865, mientras que la 14ª resolvía la cuestión de la ciudadanía de los antiguos esclavos liberados nacidos en Estados Unidos.
Decisiones anteriores del Tribunal Supremo, como Dred Scott contra Sandford en 1857, habían establecido que los afroamericanos nunca podrían ser ciudadanos estadounidenses. La 14ª enmienda anuló esa decisión.
En 1898, el Tribunal Supremo de Estados Unidos afirmó que la ciudadanía por nacimiento se aplica a los hijos de inmigrantes en el caso Wong Kim Ark contra Estados Unidos.
Wong era un joven de 24 años, hijo de inmigrantes chinos, que nació en EE.UU., pero al que se le denegó la reentrada cuando regresó de una visita a China. Wong alegó con éxito que, al haber nacido en EE.UU., la condición de inmigrantes de sus padres no afectaba a la aplicación de la 14ª enmienda.
“El caso Wong Kim Ark contra Estados Unidos afirmaba que, independientemente de la raza o el estatus migratorio de los padres, todas las personas nacidas en Estados Unidos tenían todos los derechos que ofrecía la ciudadanía”, escribe Erika Lee, directora del Centro de Investigación de Historia de la Inmigración de la Universidad de Minnesota.
“El tribunal no ha vuelto a examinar esta cuestión desde entonces”.
La mayoría de los juristas coinciden en que el presidente Trump no puede poner fin a la ciudadanía por derecho de nacimiento con una orden ejecutiva.
“Está haciendo algo que va a molestar a mucha gente, pero en última instancia esto lo decidirán los tribunales”, señaló Saikrishna Prakash, experto constitucional y profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Virginia. “Esto no es algo que él pueda decidir por su cuenta”.
Prakash dijo que, aunque el presidente puede ordenar a los empleados de las agencias federales que interpreten la ciudadanía de forma más restrictiva -los agentes del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de EE.UU., por ejemplo-, eso daría lugar a impugnaciones legales por parte de cualquier persona a la que se denegara la ciudadanía.
Esto podría dar lugar a una larga batalla judicial que acabaría en el Tribunal Supremo de Estados Unidos.
Una enmienda constitucional podría suprimir la ciudadanía por derecho de nacimiento, pero para ello se necesitarían dos tercios de los votos de la Cámara de Representantes y del Senado y la aprobación de tres cuartas partes de los estados de EE.UU.
Según el Centro de Investigaciones Pew, en 2016 nacieron en EE.UU. unos 250.000 bebés de padres inmigrantes no autorizados, lo que supone un descenso del 36% respecto al máximo alcanzado en 2007. En 2022, el último año del que se dispone de datos, hubo 1,2 millones de ciudadanos estadounidenses nacidos de padres inmigrantes no autorizados, según Pew.
Pero como esos niños también tienen hijos, el efecto acumulativo de poner fin a la ciudadanía por derecho de nacimiento aumentaría el número de inmigrantes no autorizados en el país a 4,7 millones en 2050, según el Instituto de Política Migratoria.
En una entrevista con el programa “Meet the Press” de la NBC, Trump dijo que pensaba que los hijos de inmigrantes no autorizados debían ser deportados junto a sus padres, aunque hubieran nacido en EE.UU.
“No quiero estar rompiendo familias”, dijo Trump el pasado diciembre. “Así que la única manera de no romper la familia es mantenerlos juntos y tienes que enviarlos a todos de vuelta”.
Más de 30 países -entre ellos Canadá y México- practican el “Ius soli” automático o “derecho de suelo” sin restricciones.
Otros países, como Reino Unido y Australia, permiten una versión modificada en la que la nacionalidad se concede automáticamente si uno de los progenitores es ciudadano o residente permanente.
*Este artículo fue escrito y editado por nuestros periodistas con la ayuda de una herramienta de inteligencia artificial para la traducción, como parte de un programa piloto.
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