Cada política pública es la solución elegida por los gobiernos para atender un problema. Hacer una política pública significa escoger entre los problemas públicos que se quiere resolver, las poblaciones a las que se va a atender y los objetivos que se intentarán alcanzar. De manera inevitable, los gobiernos deben priorizar problemas, escoger una solución y preferir algunos objetivos sobre otros. Al hacerlo, dejan de lado opciones. Idealmente, la alternativa elegida es la más pertinente: atiende el problema más grave o urgente, se dirige a la población que realmente lo padece, y la solución sigue el curso de acción potencialmente más eficaz.
Diseñar un programa público no puede, por tanto, partir solo de una valoración sobre la solución propuesta: el que un programa funcione a partir de transferencias monetarias no lo hace mejor o peor que uno que entrega apoyos en especie; el que la transferencia sea condicionada tampoco es, por sí mismo, una virtud o un defecto.
No obstante, hasta ahora la discusión de la política social anunciada en la nueva administración ha girado en torno a las poblaciones prioritarias y los instrumentos (es decir, las soluciones previstas para atender ciertos problemas). Las transferencias monetarias son, notablemente, la solución preferida en la política social de la nueva administración. Como se puede ver en la siguiente gráfica, los programas de transferencias monetarias aumentaron considerablemente en número y monto en el presupuesto 2019.
Pero las transferencias monetarias no son un fin en sí mismo. Su pertinencia, en todo caso, depende de su capacidad para resolver el problema público para el cual fueron previstas. Por eso, las decisiones de política pública no pueden ser binarias (la decisión no es hacer la política o no hacerla), sino múltiples: suponen decidir entre varios objetivos —todos ellos deseables— y distintas posibles formas de alcanzarlos. Por ejemplo, para decidir abatir la deserción escolar, hay que preguntarse sobre sus múltiples causas y los distintas formas de atenderlas. Si se llega a encontrar que la mejor forma de atenderlas es dando becas, entonces seguiría una larga lista de preguntas, tanto de diseño (¿con qué propósito?, ¿qué tipo de becas?, ¿a quiénes?, ¿con condiciones o sin ellas?, ¿con qué periodicidad?, ¿de qué monto?) como de operación (¿cómo identificar a los destinatarios?, ¿cómo hacerles llegar los recursos?, ¿cómo verificar la entrega?, ¿cómo actualizar el padrón?, ¿cómo saber si se está logrando el propósito de la beca?). Cada una de esas decisiones determinará la efectividad de la política.
Todas estas decisiones requieren diagnósticos y evaluaciones que partan de información confiable y de calidad, y de una explicación clara de por qué se espera que la solución elegida (es decir, un programa en particular) sea la mejor para determinado problema público.
Y no se trata, en todos los casos, de partir de cero¹. Se ha generado ya conocimiento acerca de la efectividad de las transferencias monetarias para resolver ciertos problemas públicos. Hay, por ejemplo, evidencia abundante sobre los efectos positivos que Prospera tiene en la salud, educación, consumo, relaciones de género, nutrición o uso del tiempo de las familias beneficiarias (aquí puede verse una revisión de las evaluaciones, hecha por Susan Parker y Petra Todd en 2017). Hay también diversos estudios (por ejemplo sobre México y Brasil) que han analizado los efectos positivos de las pensiones no contributivas para adultos mayores en salud mental, salud en general, consumo en el hogar y niveles de pobreza. También hay estudios que muestran los efectos limitados de las becas en la reducción del abandono escolar en las preparatorias si no están acompañados de intervenciones complementarias (como tutorías o apoyo psicológico).
Sin embargo, hay soluciones sobre cuya eficacia no tenemos evidencia; en esos casos los programas no deberían avanzar a ciegas. Antes de implementar el programa Jóvenes Construyendo Futuro, por ejemplo, habría que preguntarse cómo afecta el carácter urbano o rural del entorno de los jóvenes y cómo las condiciones económicas de la zona determinan el costo de oportunidad de participar en el programa. Y, si el programa quiere efectivamente alcanzar a la población objetivo que se ha fijado, sería necesario reconocer las desigualdades de género, pues, como ha mostrado el CEEY, las mujeres en ese rango de edad, ya realizan un trabajo no remunerado de cuidados en el hogar.
Y una vez que éste y el resto de los programas hayan comenzado a implementarse, será necesario generar evidencia para determinar si la solución elegida está logrando su propósito. En efecto, habrá múltiples decisiones que tendrán que tomarse sobre la marcha: montos, tiempos, destinatarios, formas de entrega de apoyos, etc. Es muy probable que —como ocurre con cualquier política pública, en cualquier sector, en cualquier parte del mundo—, el diseño inicial de un programa deba ser modificado para responder a los primeros desafíos de operación, atender supuestos no cumplidos, corregir errores, prevenir desviaciones y para aprovechar las lecciones que solo el contacto con la realidad puede ofrecer. Habrá que explorar nuevas variantes de diseño y monitorear y evaluar constantemente.
Para poder hacerlo, será necesario contar con registros administrativos confiables sobre las personas destinatarias de los programas y sobre la operación de los programas. Será también indispensable contar con reglas de operación claras para que todos, operadores, beneficiarios y evaluadores, conozcan como debe funcionar la política. Y sería ideal realizar estudios piloto sobre los atributos de diseño de los programas, para poder ir afinando su diseño continuamente. Para ello hay que tener, desde el inicio, una estrategia de evaluación y monitoreo que permita valorar su diseño, su efectividad y su pertinencia. Dado que no podemos tener la certeza de los efectos de los programas, es necesario contar con información sobre su desempeño y con capacidad de aprender, corregir y mejorar.
El nuevo gobierno tiene un presupuesto limitado y solo seis años para resolver los problemas que ha decidido atender. La efectividad de su política social dependerá de un buen diseño de programas que, en su conjunto, atiendan causas específicas de los problemas públicos, así como de capacidad de los tomadores de decisiones de aprender de la evidencia, de conocer el desempeño de los programas para reforzarlos, modificarlos o eliminarlos.
México tiene una larga historia de iniciativas ambiciosas y de promesas incumplidas en política social. En esta nueva administración, los mayores montos presupuestarios están en los programas nuevos basados en transferencias monetarias. Para que dichos recursos efectivamente incidan en las causas de la pobreza y la desigualdad, el diseño de la nueva política social no puede ser improvisado y su implementación tendrá que ser monitoreada. Ojalá que el arranque de la nueva política esté a la altura de las expectativas.
¹Coneval se ha dado a la tarea de generar guías prácticas con “evidencia sobre lo que funciona y no funciona en política pública”.