En su primer mensaje como presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador hizo una promesa importante: “No se condenará a los que nacen pobres a morir pobres”. La política social del nuevo gobierno tendrá un papel central en volver realidad esa aspiración de movilidad social. Los programas previstos en el presupuesto de egresos de la federación 2019 —y los anuncios hechos en los eventos de lanzamiento en días pasados— muestran nuevas prioridades y enfoques. Varias secretarías estarán a cargo de programas que pretenden tener un alcance universal, que buscarán llegar a millones de adultos mayores, personas con discapacidad, jóvenes sin trabajo, pequeños comerciantes, estudiantes y campesinos, “de manera directa, sin intermediarios” –como insistentemente afirma el presidente.
Algunos de los programas anunciados consisten en la mera entrega de apoyos monetarios. En Chalco, Estado de México, se anunció una pensión de 2,550 pesos bimestrales para dos millones quinientos mil adultos mayores. En Tlapa, Guerrero, se presentó el programa de pensión para las personas con discapacidad que entregará la misma cantidad a un millón de personas. Otros programas, en cambio, usan la entrega de recursos como parte de una intervención más compleja: para apoyar la inserción laboral de millones de jóvenes en empresas como aprendices (Jóvenes Construyendo Futuro), para combatir la pobreza rural y la degradación ambiental mediante plantaciones agroforestales (Sembrando Vida), o para financiar los principales insumos en los pequeños negocios (Tandas para el Bienestar).
La expectativa de que los programas se operen “sin intermediarios” o, como dice la Secretaria de Bienestar, “desde el territorio, no desde el escritorio”, no los libra de la necesidad de contar con instrumentos de operación que aseguren su ejecución eficaz. Implementar la política social supondrá, por ejemplo, decidir cómo repartir un millón de créditos a la palabra a micronegocios en aquellas localidades en las que no hay instituciones bancarias, y quién será el encargado de ofrecer el acompañamiento necesario para que los créditos sirvan. Si se quiere llegar a un millón de niños, niñas, adolescentes y jóvenes con discapacidad en zonas indígenas y de alta marginación urbana, se requiere conocer quiénes son y dónde están. Para generar y mantener actualizado un padrón de dos millones y medio de adultos mayores se necesita personal en todo el territorio para realizar las altas y bajas. Se tendrá que decidir cómo atender a los jóvenes que no estudian ni trabajan en poblaciones sin empresas capaces o interesada en integrarlos como aprendices. Para que los apoyos a los campesinos que participen en “Sembrando Vida” logren su objetivo, será necesario monitorear su producción y acercarla a los mercados, incluso en aquellos territorios remotos.
En pocas palabras, implementar la nueva política social requiere mucho más que dinero y voluntad. Si, como se ha anunciado, no habrá discrecionalidad en la operación de los programas, será necesario que haya reglas claras que definan cómo operarán los programas. Es indispensable la definición detallada de los procesos para la implementación de cada programa, los criterios de selección de las personas destinatarias, los tiempos de ejecución y los mecanismos de supervisión, monitoreo y evaluación. El propósito de las reglas de operación no es solo la vigilancia y la transparencia, sino la ejecución adecuada de los programas.
Si se quiere escoger de manera imparcial a quienes serán atendidos por estos programas, se requieren sistemas de información sociodemográfica con información confiable, actualizable y conectada con los registros administrativos. El tan anunciado “Censo del Bienestar” no está concluido aún, no es posible valorar la calidad de la información recabada por los voluntarios, ni tiene previsto –hasta donde es posible saber dada la poca transparencia que le ha caracterizado– mecanismos de actualización. Muy pronto, las necesidades de información para operar los programas no podrán ser cubiertas por el Censo.
Finalmente, si se quieren reducir las duplicidades y empalmes indentificados en la política social de los tres ámbitos de gobierno será necesario precisar las responsabilidades (pues la Ley General de Desarrollo Social es una ley general que no distribuye competencias) y coordinar los programas sociales. Por ejemplo, si habrá un programa universal de pensión para adultos mayores, ¿qué sentido tiene mantener los programas de pensión que, en 2018, existían en 15 de las 32 entidades federativas (además de programas municipales similares)? Las nuevas Delegaciones de Programas para el Desarrollo, creadas en la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal, podrían servir –si se concentran en la operación de los programas y buscan articularse con los gobiernos locales– para facilitar la interacción, negociar y compartir información, pero no bastan para alcanzar una operación articulada con los estados y municipios ni para resolver la falta de claridad en las responsabilidades de los tres ámbitos de gobierno, pues los acuerdos informales entre funcionarios suelen tener una vigencia corta (tan corta como la permanencia de los funcionarios en un mismo puesto).
Ninguno de estos instrumentos puede dejarse para después. La operación correcta de cualquiera de los programas previstos y del conjunto de la política social requiere reglas claras para acotar la discrecionalidad, información para tomar decisiones, planeación para fijar objetivos, indicadores para observar avances y resultados, y coordinación para articular las intervenciones de los tres ámbitos de gobierno. Muchas iniciativas ambiciosas de gobiernos anteriores –la Estrategia de Microrregiones o la Cruzada Nacional contra el Hambre– han enfrentado muy pronto las consecuencias de no contar a tiempo con estos instrumentos.
El reto que se ha fijado el nuevo gobierno y la cantidad de recursos que está dirigiendo a los nuevos programas no le permite darse el lujo de tomar decisiones sin información confiable, de operar de manera desarticulada, de tener subejercicios por falta de capacidad operativa, ni de exponer sus programas prioritarios al potencial uso clientelar y al desvío.
Y, desde luego, la gran pregunta es si estos programas, incluso si son implementados adecuadamente, son la mejor forma de lograr el objetivo de no condenar “a los que nacen pobres a morir pobres”. La siguiente entrada tratará sobre este tema.