
Si de personajes inmortales hablamos, tenemos que mencionar al Conde Drácula, pues ha sobrevivido al tiempo y se mantiene como uno de los más icónicos en la cultura popular.
Nació en 1897 con la novela Drácula, de Bram Stoker, y desde entonces definió al mundo del terror y al subgénero de los vampiros.
Se dice que algunos aspectos del personaje se inspiraron en Vlad el Empalador, quien fue príncipe de Valaquia en el siglo XV. Aunque otras personas ven similitudes con la historia de de la condesa Elizabeth Báthory. Lo que es un hecho es que ambas figuras compartían un macabro gusto por lo sanguinario.
Eso sí, Hollywood ha sabido explotar la historia de este caballero de mirada misteriosa que deambula por las noches con sed de sangre. En algunas versiones, representa miedos y angustias, pero en otras también se adueña de nuestros deseos.
Repasemos un poco la evolución de Drácula en el cine.
Ya sabemos que el Conde Orlok, de Nosferatu e interpretado por el gran Max Schreck, no es el conde de Transilvania, pero no podemos negar la enorme inspiración que tomó del personaje creado por Bram Stoker.
Tenemos que agradecerle al director expresionista alemán F.W Murnau por esta gran película que se lanzó en 1922. Con su gran uso de las sombras, Murnau pudo proyectar el misterio y el terror que esta figura comunica tan solo con su presencia.

Además, desde aquí se dejó muy en claro cómo Drácula en el cine podía reflejar los miedos reales de las audiencias, pues en esta película se hace muy presente el miedo “al otro” y el tema de la xenofobia.
De Nosferatu hay un remake de Werner Herzog realizado en 1979 y parece que ahí viene uno más de Robert Eggers (La Bruja, El Faro) con Bill Skarsgård como el Conde Orlok y co protagonizada por Nicholas Hoult y Lily-Rose Depp.
Aunque la historia de Drácula en el cine nació en otro continente, fue Hollywood quien lo convirtió en la reconocida figura que conocemos.
Esa visión de un aristócrata con un acento marcado, con pelo relamido y con una capa se la debemos a Universal cuando en 1931 lanzó Dracula, con Bela Lugosi como el protagonista y Tod Browning como director.
Como dato curioso: Universal hizo al mismo tiempo una versión para el público de habla hispana. Fue dirigida por George Melford y protagonizada por Carlos Villarías. Durante el día, en el set se filmaba la versión de Tod Browning y por las noches aparecía la producción de Melford.
No hay duda de que el Lugosi marcó al personaje para siempre, pues marcó la primera vez que escuchamos la voz del conde en el cine.
Además, su habilidad para infringir miedo solo con su profunda mirada y con sus hipnóticos movimientos de manos le dieron mucha más vida a este no muerto.

Desde entonces, vemos que las demás interpretaciones de Drácula en el cine mantienen algo de Bela Lugosi, ya sea el atuendo, los ademanes o hasta el acento marcado.
Después de lanzar esta película, Universal se animó a hacer otras enfocadas en criaturas clásicas como Frankenstein, la Momia, el Hombre Invisible, entre otros.
Además, lanzó unas secuelas como La Hija de Drácula (1936) y El Hijo de Drácula (1942).
Sin embargo, solo vimos en otra ocasión a Bela Lugosi como Drácula y algunas personas no quieren recordarla, pues fue en la comedia Abott y Costello contra los fantasmas.
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Con los años, Drácula y otros monstruos clásicos como Frankenstein y el Hombre Lobo tuvieron un enrome descanso. Pues parecía que el terror ahora se enfocaba en monstruos del espacio o criaturas creadas por accidentes atómicos.
Sin embargo, fue a finales de los 50 cuando tuvimos una nueva versión de Drácula en el cine mucho más violenta ¡y a color!
El estudio británico Hammer Films revivió a este personaje y eligió al director Terence Fisher y al actor Christopher Lee para encarnar al conde.
Aquí vemos a un conde más bestial, que ataca sin piedad a la menor provocación y que se deja llevar por sus instintos.
Además, esta interpretación le dio sus característicos enormes colmillos amenazantes y hasta unos ojos rojos y sanguinarios.

Esta interpretación fue tan exitosa que tuvo ocho secuelas, en las cuales Christopher Lee apareció como Drácula en seis.
Otro dato curioso es que Christopher Lee también fue el Conde Drácula en la película alemana Count Dracula (Nachts, wenn Dracula erwacht) de 1970.
En ella vemos al conde con todo y bigote y es la primera versión en la que Drácula aparece primero como un hombre viejo que va rejuveneciendo mientras bebe sangre fresca.
Aunque hubo otras versiones de Drácula en el cine en las siguientes décadas, no fue sino hasta 1992 cuando se lanzó una de las más memorables.
Se trata de la versión de Francis Ford Coppola y llevó por nombre Drácula, de Bram Stoker. Esta vez, el actor encargado de dar vida al conde fue Gary Oldman.
Además, tuvo un elenco que llama a cualquiera con la participación de Winona Ryder, Keanu Reeves y Anthony Hokpins.
Coppola tiró la casa por la ventana (con 40 millones de dólares de presupuesto) para hacer esta película que, a pesar de tener varios cambios, es una de las mejores adaptaciones de la novela de Bram Stoker.
La actuación de Gary Oldman como Drácula es de lo más memorable, pues combina elementos que nacieron con Bela Lugosi y Christopher Lee a la perfección.

Además, también explota el lado seductor del personaje que se comenzó a explorar con Frank Langella a finales de los 70.
El vestuario creado por la diseñadora Eiko Ishioka también fue algo que no habíamos visto en el Conde y que se amoldó a la perfección.
¡Y ojo! Con esta película también nacieron ciertos elementos que ya son típicos del personaje como los colmillos retractables.
Todo personaje clásico ha pasado por alguna actualización es su historia, personalidad o físico. Y tristemente, a Drácula le hicieron lo mismo con resultados que queremos olvidar.
Uno de esos ejemplos es Drácula 2000 en la que se establece el escenario de que el Conde (interpretado por Gerard Butler) resurge en la época moderna y no, ni si quiera en Transilvania, sino ¡en Nueva Orleans!
Esta versión busca vengarse de Van Helsing y por eso busca dañar a su descendiente, Mary. Pero lo peor de todo es que resulta que la identidad real de Drácula es el apóstol Judas Iscariote.
Lo segundo pero es que tuvo dos secuelas que salieron directo en DVD llamadas Ascension (2003) y Legacy (2005).
En 2014 se lanzó otra película que intentó darle una historia de origen a Drácula y resultó en algo catastrófico: Dracula Untold (Drácula: la historia jamás contada).
El protagónico lo realizó Luke Evans y prácticamente nos muestra la historia de Vlad Tepes (sí, Vlad el Empalador), príncipe de Valaquia y Transilvania.
Este hombre decide hacer un trato con un ser demoniaco que le “presta” sus grandes habilidades por tres días, pero si en ese tiempo prueba sangre humana, se transformará eternamente en este ente.
A pesar de que ya habíamos visto a Drácula en versión animada (con Micky Mouse, Scooby-Doo, Animaniacs o Los Simpsons) fue hasta 2012 donde lo vimos así en pantalla grande con una historia para toda la familia.
Hablamos de la versión que vemos en Hotel Transylvania, que fue tan exitosa que cuenta con cuatro películas.
En este caso, “Drac” es un preocpado padre de familia viudo que intenta velar por la seguridad de su hija Mavis, al mismo tiempo que dirige un hotel exclusivo para monstruos.
La verdad es que dentro de las versiones más modernas del personaje se agradeció tener esta versión cómica que hasta se burla de ciertos tropos clásicos del personaje como su acento, los ojos rojos, el uso de la capa, etc.
En la última década se realizaron más versiones de Drácula en el cine, pero ninguna logró el éxito de ejemplos antes mencionados.
Sin embargo, hubo una mini serie de tres episodios que por un momento nos dio esperanza sobre el personaje. Aunque se aleja de la obra creada por Bram Stoker, la esencia del horror que genera este personaje se mantiene.
Se trata de una producción de la BBC y que pudimos ver en Netflix. La historia sigue a Drácula (interpretado por Claes Bang) desde su origen hasta las batallas que tiene con la descendencia de Van Helsing.
Tras más de 125 años de existir, el personaje de Drácula en el cine finalmente recibió un giro moderno gracias a la comedia de terror Renfield (2023), protagonizada por Nicholas Hoult y Nicolas Cage como el Conde.
Y es que aquí vemos cómo Renfield (ayudante clásico del vampiro), después de años trabajando con Drácula, decide acudir a un grupo de apoyo para personas con relaciones tóxicas para librarse de su jefe narcisista y al fin tener la vida que siempre soñó.
Aunque sí tenemos sangre, peleas y un Drácula que impone, también se ponen sobre la mesa temas como encontrar tu propia voz y ser tu propio héroe.
A pesar de esta versión más actual, próximamente veremos otra película que readaptará la novela de Bram Stoker en pantalla grande.
Se trata de Dracula – a Love Tale, dirigida por Luc Besson (El perfecto asesino, El quinto elemento) que ya empezó a rodar.
En la película veremos a Caleb Landry Jones (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, Dogman) como Drácula. También tendrá la actuación de Christoph Waltz, aparentemente como un sacerdote.
De acuerdo a Deadline, además de lo que vemos en la novela, la película explorará un poco más la relación entre el príncipe Vladimir y su esposa, cuya pérdida lo lleva a abandonar a Dios y convertirse en vampiro.
¿Cuál es tu adaptación favorita de Drácula en el cine?

Un encuentro en la selva desencadenó una carrera entre jardineros, nobles, inventores… y transformó los espacios en los que vivimos.
“El 1 de enero de 1837, mientras luchábamos contra las dificultades que las plantas del río Berbice presentaban a nuestro avance, vi en un pequeño arroyo una hoja gigantesca, cuyo borde se alzaba unos centímetros sobre el agua; y al acercarme más, me impresionó la aparición de una flor que, por su magnífica belleza, superaba todo lo que había visto hasta entonces“.
Así relató Sir Robert H. Schomburgk, explorador y botánico alemán al servicio del Imperio británico, en el Journal de la Real Sociedad Geográfica, su primer encuentro con la majestuosa planta acuática que pronto cautivaría a sus contemporáneos.
Schomburgk no fue el primero en maravillarse con semejante espectáculo.
Décadas antes, el naturalista checo-alemán Thaddäus Haenke ya había registrado sus hojas colosales cerca de la frontera entre Bolivia y Paraguay, y poco después el francés Alcide d’Orbigny también la describió durante sus viajes por Sudamérica.
Aun así, ni entonces ni ahora se atenúa el asombro que provoca contemplar por primera vez esta extraordinaria creación de la naturaleza.
Al Museo Nacional de Historia Natural de París llegaron hojas, flores y semillas, pero no les prestaron mucha atención.
En Reino Unido sucedió todo lo contrario.
El país estaba obsesionado por la botánica, con nuevas plantas llegando a diario, a medida que se exploraban nuevos territorios que se sumaban al que llegaría a ser el Imperio más grande del mundo.
La Guyana, en ese entonces llamada British Guiana, había sido cedida por los neerlandeses a los británicos dos décadas antes, pero hasta el viaje de Schomburgk aún era virtualmente desconocida para los europeos.
El hallazgo en ese lugar de tan formidable especimen coincidió con el ascenso al trono de la joven Victoria, así que no extraña que llevara su nombre: Victoria regia (más tarde Victoria amazonica).
Fue instantáneamente aclamada como una de las maravillas de la época victoriana y no sólo provocó una fascinación entre sus súbditos, sino también una feroz competencia entre los aristócratas por lograr que esa joya tropical floreciera lejos de su tierra natal.
Pero además, sus hojas inspiraron el diseño del Crystal Palace (el Palacio de Cristal) de Londres, un hito por su audacia y ligereza cuyo uso pionero de hierro y vidrio a gran escala así como su nueva concepción del espacio interior lo convirtió en piedra fundacional de la arquitectura moderna.
Hoy seguimos viviendo su legado.
Su influencia -tanto técnica como conceptual- perdura en la mayoría de los edificios contemporáneos que privilegian la ligereza, la transparencia, la funcionalidad y la industrialización de los materiales.
Cuando las semillas de Victoria regia llegaron a Inglaterra, el reto de cultivarlas absorbió a algunos de los personajes más eminentes y emprendedores de la época.
No era porque se esperara que la nueva planta fuera fuente de algún remedio desconocido para la medicina o de alguna gran riqueza hasta entonces inexplotada, subraya Tatiana Holway en su libro “La flor del Imperio”.
La razón era la pasión… por las flores.
Todas las flores, desde las más comunes hasta las más raras, enloquecían a la sociedad británica de esa era, al punto que, quienes se podían dar el lujo, no dudaban en pagar más del equivalente de US$10.000 por un nuevo especimen.
Agrégale, en el caso de ese nenúfar amazónico, otros ingredientes: la aventura de encontrarla, traerla a Inglaterra y el desafío de hacerla crecer, lo que implicaba ambición hortícola, visión científica y fascinación por lo exótico.
Encima, por mucho que lo intentaron, resultó dificilísimo cultivarlas.
Aunque en el famoso jardín botánico londinense Kew Gardens los especialistas lograron que las semillas germinaran, no pudieron mantener vivas a las plantas durante los inviernos.
Crucialmente, allí y en los otros jardines botánicos y colecciones privadas que recibieron algunas de las semillas que envió Schomburgk, los horticultores y botánicos fracasaron en su empeño por que la Victoria regia floreciera.
Eso añadió un nuevo ingrediente que alimentó la obsesión: la gloria que supondría ser el primero en despertar la floración.
Así se desató una feroz competencia entre los aristócratas más acaudalados, cada uno empeñado en verla abrir sus pétalos en sus dominios.
La carrera por conseguirlo se tornó en un espectáculo cuyo público era internacional, y su escenario, los invernaderos desplegados por toda Inglaterra.
El más grande de todos, de hecho el edificio acristalado más grande del mundo en esa época, se llamaba el Great Stove (literalmente ‘la gran estufa’), y estaba en los jardines de Chatsworth House, el hogar ancestral de la familia Cavendish, cuyos varones primogénitos heredan el título de duque de Devonshire.
William Cavendish, el duque de Devonshire, dedicaba su atención a las plantas exóticas de su invernadero, asistido por un joven jardinero que pronto se haría célebre: Joseph Paxton.
Paxton era el hijo de un agricultor, y había sido uno de los primeros jóvenes en pedir una plaza en los jardines de entrenamiento de la nueva Sociedad Hortícola.
Fue una idea tremendamente atinada, porque de ahí fluyó su futuro.
El duque lo había contratado cuando tenía 23 años, y le había concedido la libertad de entregarse a sus pasiones en todos los aspectos de la horticultura, incluida la nueva y muy exclusiva ciencia de la construcción de invernaderos.
Ambos rebosaban de entusiasmo y planes ambiciosos, y con el dinero del duque y la imaginación del jardinero, comenzaron a experimentar con el vidrio, creando espacios que recreaban lugares distantes y ampliando la ciencia de la horticultura de formas novedosas.
Fue para resolver el problema de acomodar la creciente colección de plantas exóticas del duque que Paxton diseñó y construyó el Great Stove, que se extendía casi 70 metros de un extremo a otro y se alzaba más de 20 metros.
El costo fue enorme, pero el resultado, mágico, como comprobó en una visita la reina Victoria.
Quedó encantada con un paseo en carruaje en su interior, iluminado por 5.000 velas, con aves tropicales volando entre la exótica vegetación, peces en los estanques, cristales de roca y escaleras en espiral para poder ver las cimas de los árboles.
Nunca se había hecho nada parecido.
Lo que ni la reina, ni ninguno de los otros visitantes veían era lo que generaba ese calorsito que sentían al entrar al lugar.
Era una hazaña silenciosa.
Con ocho calderas ocultas, se mantenía la temperatura para simular una zona templada en un extremo y una zona subtropical en el otro.
Había túneles para transportar el carbón que alimentaba las calderas sin que los encargados fueran vistos, y tenía ventiladores en los cimientos de mampostería y en el techo para hacer circular el aire.
Las chimeneas también estaban escondídas para que el humo y vapor salíera lejos, en lo alto de una colina.
Así que cuando empezaron los intentos de cultivar Victoria regia en Inglaterra, entre todos los invernaderos importantes del país, incluido el de Kew Gardens, el Great Stove no sólo era el más grande, sino también el más avanzado.
Eso, y la fórmula de éxito: Paxton estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para que floreciera, y Cavendish, dispuesto a pagar para que así fuera.
Pero el horticultor y el duque sólo recibieron semillas de esa planta amazónica por primera vez en 1849, más de una década después de que Schomburgk se topara con ella en Guyana y enviara un lote pequeño a Londres.
En sus años de experiencia, Paxton había comprendido que si quería hacer que una planta floreciera, tenía que entender de dónde venía.
Sabía que para la Victoria regia necesitaba crear un entorno donde el agua se mantuviera en movimiento, así que instaló unas pequeñas ruedas en el estanque en el que las iba a cultivar.
Para mantener la temperatura adecuada, colocó tuberías bajo la tierra en el fondo.
Y se aseguró de que el agua tuviera lo necesario para alimentar las plantas.
Pronto sus plántulas empezaron a crecer, con la rapidez impresionante que las caracteriza: en su habitat natural, sus hojas pueden alcanzar un diámetro de unos tres metros a una velocidad increíble, de hasta 2,5 centímetros por hora.
En los invernaderos no alcanzaban semejantes proporciones, pero aun así desplegaban expansiones sorprendentes en poco tiempo.
Cuando el verano terminó, y las noches se hicieron más largas, Paxton supuso que sus Victoria regia morirían, como había sucedido hasta entonces.
No obstante, canceló un viaje que tenía previsto y le pidió al duque que le permitiera quedarse con ellas.
Y a principios de noviembre, le escribió para contarle que había salido un botón, que se había abierto, y que luego un tinte rosado se había extendido desde el centro hasta los bordes del pétalo.
Paxton había ganado la competencia, y su premio era el prestigio.
Ufano, le escribió al director de Kew Gardens, Sir William Jackson Hooker.
“Estimado Sir William:
“La Victoria regia está ahora en plena floración en Chatsworth y continuará así, creo yo, durante una quincena o más, pues hay una sucesión constante de capullos asomando.
“Lo más probable es que sus plantas ya estén mostrando algo para este momento. Y si no, contemplar esta planta merece un viaje de mil millas.
“Tenemos hojas de casi cinco pies de diámetro (≈ 1,5 metros), y en este momento la planta tiene trece hojas”.
Con el tiempo se descubriría cuán extraordinarias eran estas flores que tanto esfuerzo había costado cultivar en Inglaterra y luego en Europa.
En 24 horas, cambian de género.
La primera vez que se abren, cuando se oculta el Sol, las flores son blancas, femeninas y receptivas al polen de otras plantas.
Atraen a una especie de escarabajos con un aroma dulce y envolvente, y lo animan a quedarse en su interior con un nectar delicioso y una temperatura más cálida que la ambiental, para que dejen el polen que traían.
Pero ser polinizada es solo la mitad de la batalla.
El nenúfar ahora debe asegurarse de que su propio polen sea transportado a otra flor.
Así que se cierran cuando sale el Sol, con los escarabajos adentro, y se transforman en flores masculinas, con polen.
Cuando las flores se abren la segunda noche, ya no son blancas sino rosadas, sin aroma ni calidez en su interior, todo para obligar a su inquilino nocturno a irse en busca de otra flor blanca a la cual polinizar.
Si bien las flores y otras características de la Victoria regia son fascinantes, fueron sus hojas, vastas y perfectamente estructuradas, las que llevaron a Paxton a intuir un principio capaz de transformar no solo los invernaderos, sino la arquitectura misma.
Deslumbrado por el entramado íntimo de aquellas hojas, no se conformó con admirarlas: las estudió con la precisión de un ingeniero.
Le maravillaba su extraordinaria capacidad de carga, sostenida por una red de venas acanaladas que formaban vigas y arcos naturales.
En 1849, tras lograr la primera floración en Chatsworth, colocó a su hija Annie, de 7 años, sobre una de las hojas gigantes para demostrar su solidez; la imagen apareció poco después en el Illustrated London News, una suerte de declaración pública de lo que aquella planta le había revelado y de lo que imaginaba construir.
“La naturaleza fue la ingeniera”, declararía en 1850 ante la Royal Society of Arts, mientras mostraba una hoja de Victoria regia como ejemplo de un principio estructural perfecto.
“La naturaleza ha dotado a la hoja de vigas y soportes longitudinales y transversales que yo, inspirándome en ella, he adoptado en este edificio”.
Se refería al Crystal Palace, una estructura que parecía desafiar las nociones mismas del espacio y la materia: vasta, transparente, casi ingrávida.
Paxton había pasado de ser un innovador en la jardinería al creador de un proyecto arquitectónico único.
Su sistema de crestas y surcos, inspirado directamente en la geometría de la hoja, era capaz de sostener grandes superficies de vidrio con una ligereza inaudita y a su vez resistente, formada por piezas estandarizadas de hierro y vidrio que podían fabricarse en serie y ensamblarse como un gigantesco mecanismo.
El resultado fue algo sin precedentes: un colosal universo acristalado, casi irreal.
Es difícil imaginar la sensación de asombro que debieron experimentar los visitantes de ese entonces al contemplar aquel prodigio de vidrio y hierro que alojaba la Gran Exposición de 1851.
Su transparencia desorientaba la mirada; apenas proyectaba sombra, y su vastedad parecía desafiar las nociones mismas de espacio y materia.
La prefabricación, el diseño modular, el uso de la luz como material arquitectónico, inauguró una nueva manera de concebir los edificios, y vivimos en su legado.
El Crystal Palace brotó de la Victoria regia, “tan naturalmente como los robles crecen de las bellotas”, escribió Charles Dickens, y las hojas que lo inspiraron han alimentado la imaginación de artistas y arquitectos durante más de un siglo y medio.
Los científicos continúan estudiándolas, desentrañando sus secretos en busca de nuevas lecciones de ingenio.
Ligeras pero extraordinariamente fuertes y eficientes en el uso de la luz, sus estructuras sugieren caminos para la ingeniería, las construcciones flotantes y las tecnologías energéticas.
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