
“La niña a veces se cansa y se estresa. Y pues yo la entiendo, toda la selva del Darién la caminó completa de mi mano. Imagínate, todos los días caminando de 6 de la mañana a 6 de la tarde”.
—No mami, 6 de la noche —corrige con una sonrisa traviesa la niña de 6 años a su madre Guadalupe; una venezolana que migra con otro bebé de un año al que amamanta mientras habla, junto con su hermano, muy moreno alto y con el pelo a lo afro, y su cuñada, otra mujer de unos veintipocos que camina con muletas por las vías del tren conocido como La Bestia en Huehuetoca, Estado de México, luego de que semanas atrás se partiera una pierna cuando cargaba en brazos a su niña por la selva, en el famoso tapón del Darién entre Colombia y Panamá.
Ahora, Guadalupe, su hermano, su cuñada y las niñas, están sentados al amparo de una sombra, esperando a que termine de caer el abrasador sol de la tarde para seguir el sendero de las vías que los llevará hasta la zona del puente, en las afueras de Huehuetoca, donde un rumor que ha corrido como la pólvora asegura que ahí el tren bajará la velocidad y podrán abordarlo sin tanto riesgo.

Guadalupe, de 26 años, morena de ojos verdes y pelo ligeramente a lo afro, ríe tras la corrección de su hija, también morena, de ojos intensamente verdes y pelo castaño a lo afro, y comienza a explicar que en el trayecto, además de mamá, ha tenido que aprender a hacer de psicóloga para proteger a la niña que aún no entiende muy bien por qué tuvo que dejar su escuela, amigos y familia, ni tampoco por qué tienen que esconderse en montes y milpas, huir de unos señores a los que llaman “migra”, ni por qué su mamá se pone a cantarle la canción de ‘palomita blanca’ cada vez que olía feo en la selva.
—Es que en esa selva se ven… cosas putrefactas— dice bajando mucho la voz Guadalupe, que tapa los oídos de la niña para decir que varias veces se encontraron cadáveres de personas que no resistieron más el camino y murieron en El Darién, selva a la que los migrantes venezolanos llaman “el infierno” por la gran dificultad para atravesarla y por la mafias y delincuencia que impera en la zona.
—Sí mami, se ven cosas difíciles— dice muy propia la niña, sin borrar la sonrisa traviesa.
Guadalupe cuenta que un día ella, su niña y el bebé, se quedaron los últimos del grupo. Ella llevaba unos zapatos que resbalan mucho y por eso tenía que caminar despacio, “haciendo el caminar del pingüinito”, para no resbalar con alguna piedra porque en todo el trayecto había mucho barro.
“De repente sentí un olor muy feo, y conforme avanzábamos era más y más fuerte el olor a podrido, hasta que nos encontramos de frente con el cadáver de un hombre”.
Guadalupe toma aire ante el recuerdo. Los ojos verdes se le humedecen.
“Traté de no ponerme nerviosa para no asustar más a la niña, y se me ocurrió cantarle una canción de cuna para distraerla y que no mirara el cuerpo”
“Palomita blanca, copetico azul / llévame en tus alas a ver a Jesús”.
La niña canta abrazada del cuello de su madre, que hace un esfuerzo enorme por no romper a llorar.
“Antes de entrar en la selva —continúa hablando Guadalupe ya algo más recompuesta— yo le dije: ‘mami, vamos a una aventura’. Los niños tienen mucha imaginación, y yo quería que viera este camino como eso, como una aventura; que lo recuerde como un juego divertido. Solo le dije que la única condición era que nunca me soltara de la mano y que me siguiera siempre a donde fuera. Que no se separara de mí.
Ahora está a miles de kilómetros de esa selva, pero los peligros no han dejado de acecharla en México, donde dice que han sido objeto de múltiples asaltos —no cargamos ni un real—, comenta entre divertida y resignada su cuñada—, de extorsiones de las autoridades de migración, y también de los abusos de gente sin escrúpulos que por un trayecto de 15 kilómetros, les ha llegado a cobrar 300 pesos por cada integrante de la familia para dejarlos prácticamente en el mismo lugar donde estaban en la frontera sur, en Chiapas.
Pero lo importante, prefiere ver el vaso medio lleno Guadalupe, es que ya están en el centro de la República. El ansiado norte ya está algo más cerca, aunque aún faltan cientos de kilómetros para Ciudad Juárez, el lugar al que, como miles de venezolanos, buscan llegar para entregarse a las autoridades de Estados Unidos para solicitar asilo político.
—¿Pero… cómo piensan subir al tren con dos niñas y un bebé?— les pregunta algo alarmado el periodista.
Guadalupe se queda mirando unos segundos un crucifijo de plata que lleva enredado en su mano derecha. Ella, puntualiza, es cristiana y no cree en las imágenes religiosas. Pero ese crucifijo se lo regaló una señora en Chiapas para que lo vendiera y sacara por lo menos unos mil pesos con los que comprar comida para su hija y su sobrina. Sin embargo, el gesto de la señora le tocó tanto el corazón, dice, que decidió no venderlo y llevarlo consigo durante el trayecto.
“La verdad, aún no sé muy bien,—encoge los hombros— con mi hermano lo hemos platicado varias veces, que cómo lo vamos a hacer, porque además mi cuñada tiene la pierna fracturada —dice apuntando a las muletas que carga la mujer—. Muchas veces ella nos ha dicho: ‘déjenme aquí y llévense a mi hija’. Pero siempre decimos ‘no, hemos llegado hasta aquí todos juntos, y todos juntos vamos a estar. Nadie se queda atrás, ni nadie deja a nadie. Estamos juntos hasta el final’”.
Aún así, Guadalupe asegura que ha aprendido en este camino a no preocuparse demasiado sobre el futuro, aunque éste sea tan inmediato como que en un par de horas, a eso de las 6 de la tarde, esperan que La Bestia pase muy cerca de donde están.

“Una semana atrás estábamos afligidos porque decíamos que cómo íbamos a cruzar México, que es un país muy peligroso y tan grande como todos los países juntos que ya dejamos atrás. Y mírenos, aquí estamos”.
Aunque, acto seguido, la mujer admite que sí hay algo que le preocupa mucho más que el hecho de tener que correr detrás de un tren de mercancías cargada con un bebé, una niña, pesados garrafones de agua y mochilas.
“El tren en sí no me da tanto miedo, quizá porque no conozco mucho. Lo que me da miedo son los niños. Sé que no nos van a robar, porque ya no traemos nada que nos puedan robar —ríe irónica—. Pero mis hijos… ese es mi mayor miedo. Me da pánico que les quieran hacer algo, que me los quieran quitar. He visto en internet que eso pasa mucho en México”.
Por ejemplo, expone a continuación, un par de noches atrás estaban en la terminal de autobuses de Oaxaca, a unos cientos de kilómetros al sur, cuando se percataron de que un tipo “estaba todo el rato pendiente” de la hija de Guadalupe, “y luego persiguió a una muchacha que venía con nosotros hasta el baño”, por lo que tuvieron que resguardarse juntos hasta que el bus —del que luego los bajó Migración— salió a la mañana siguiente.
Ante el recuerdo, Guadalupe mira a su bebé, que sin dejar de mamar le devuelve una mirada fija y curiosa a su madre.
“Sé que habrá quien diga… ‘¡ay, qué mujer tan egoísta!’ —reflexiona la migrante sin dejar de mirar al niño—. ‘¡Cómo expone así a sus hijos!’ Y pues sí, puede que sea egoísta, pero yo no puedo irme y no estar sin ellos. Y tampoco puedo quedarme en mi país, porque allá usted ya no puede decir nada sin que lo metan preso o lo maten. ¿Entonces, qué hago?”, pregunta retórica.
“A toda esa gente —se responde con el ceño fruncido— lo que le digo es que es mi responsabilidad cuidarlos. Sé que la hemos pasado muy difícil, y que mi hija está viendo y pasando cosas que no debería, como dormir en la calle o en el monte. Pero hago todo lo que puedo para protegerla. Y, hasta ahora, Dios no nos ha desamparado y aquí estamos. Listos para subir a ese tren como sea”.
A eso de las 5 de la tarde, las vías en Huehuetoca se convierten en un hormiguero de migrantes. De los árboles, malezas y de los arbustos altos que crecen alrededor del sendero de hierro comienzan a salir personas por todas partes que estaban escondidas de migración, que a tan solo unos kilómetros, en la zona conocida como ‘el basurero’ donde está el hangar de Ferromex, tienen instalados varios retenes para impedir que nadie aborde el ferrocarril.
Guadalupe y su familia también agarraron sus bolsas y comenzaron a caminar rápidamente para llegar a un punto cercano al ya famoso ‘puente’ donde se supone que el tren bajará la velocidad tras salir del hangar.
La cuñada de Guadalupe se queda rezagada. Va sudando a mares bajo el sol aún intenso de la tarde mientras hace un esfuerzo titánico por moverse entre las piedras angostas de las vías clavando las muletas en las que se apoya. Delante de ella, su hija de unos 4 años, camina ajena a todo jugando con su prima, la hija de Guadalupe, que camina con unas chancletas desgastadas que le quedan muy grandes y cargando una enorme botella de refresco.

Más adelante, junto a una oxidada alambrada de púas que impide, o debería impedir, el paso de animales y personas a las vías, otra niña que no debe pasar de los 7 años, muy delgada, alta, morena, y con el pelo hecho trenzas, juega a buscar caracoles entre las piedras de los durmientes de las vías. Cuando los encuentra, alza alegremente el brazo y se los lleva corriendo entre gritos a sus padres, que la felicitan, mientras su hermano, un niño de gesto duro, serio, que no rebasa los 10 años y que viste una cazadora negra y una gorra, la cuida siempre de reojo unos pasos más atrás.

Cerca del lugar donde hay un cruce de vías, varios grupos de migrantes se reúnen bajo la sombra de unos árboles para esperar la ansiada llegada del ferrocarril. Ahí, rodeada de niños y una caja con dos enormes sandías que alguien les donó, se encuentra Escarli, mamá venezolana de 7 hijos que migra junto a su madre.
—¿Cómo va a hacer para subir a todos los niños al tren?— se le pregunta.
Escarli sonríe y asiente como si llevara horas esperando esa pregunta.
“Pues nos volveremos hombre araña —se carcajea divertida la mujer de 26 años que gira la mirada hacia la de su madre—. Pero pues así le hicimos en la selva, en el Darién. Pasé con tooooodos los niños y mire, aquí estamos todos vivos gracias a Dios”.
A continuación, se pone algo más seria y explica que, a pesar de todos los esfuerzos por cuidarlos, sí percibe ya algunas secuelas psicológicas en sus hijos, especialmente en el mayor, un preadolescente de unos 13 años que cada vez que tienen que correr para el monte a esconderse de la migra dice que “le duele mucho el corazón”.
Ella, como Guadalupe, también ha tratado de proteger mentalmente a sus hijos haciéndoles creer que todo se trata de un “juego”, de “una competencia para ver quién resiste más” sin que la migra ni los policías los detengan en este camino de miles de kilómetros que debe llevarlos por selvas, ríos, carreteras y montes hasta Estados Unidos.
Ni Scarlet ni Guadalupe son las únicas que hacen algo parecido a lo que se veía en la película ‘La vida es bella’, en la que un padre judío convenció a su hijo que todo lo que veía en un campo de concentración nazi se trataba de un juego cuyo premio final era ganar un tanque de guerra.
Por ejemplo, un mes antes de esta crónica, Margarita, otra migrante venezolana de 28 años que viajaba con cuatro niñas, explicaba mientras esperaba en la calle a que abrieran las puertas del albergue de la alcaldía Cuauhtémoc, en la Ciudad de México, que mentalizó a sus hijas de que el paso por la selva era también un juego repleto de aventuras divertidas.
“A mis hijas les encantan los animales. Entonces, yo les dije que íbamos a pesar por una selva muy bonita, donde había ríos para bañarse, y muchos animalicos y pájaros. Y como ellas son muy inocentes todavía, pensaron todo el rato que era un juego. De hecho, mis niñas no sufrieron la selva. Mucho más sufrí yo como madre de ver por todos los peligros que estábamos pasando para llegar hasta aquí”.
Escarli, no obstante, asegura que no sufrieron tanto en la selva como en el paso por México.
“Ay Señor —suspira sentada sobre un montículo de tierra y con la espalda apoyada en el tronco de un árbol. Detrás de ella, un niño que viste una sudadera roja y está tirado en el suelo la escucha atentamente—. México ha sido lo más duro. Sobre todo, por la policía y migración, y también por los malandros. A mi mami le quisieron robar a uno de mis niños”.
La madre, una señora tímida y menuda, cuenta que cuando iban caminando por la noche en busca de un refugio en un pueblo de Chiapas, les salieron unos tipos de un callejón y le sacaron una pistola que le pusieron en la cabeza. Finalmente, tras negociar para que no se llevaran al menor, les dieron todo el dinero que traían y salieron corriendo despavoridos del pueblo.
Y esa no fue la única situación con los menores.
“En el monte nos pasó otro show —interviene de nuevo Escarli—. Un hombre empezó a llamar a uno de los niños. Le enseñaba dinero y le decía ‘ven, ven, toma’. Menos mal que mi esposo se dio cuenta. Salimos corriendo todos los migrantes hacia el tipo, pero cuando llegamos ya no estaba.
Visiblemente exhausta, como el resto de venezolanos que la rodean —a veces, las entrevistas se vuelven espacios catárticos para los migrantes donde expresan sus frustraciones y temores—, Escarli lamenta con pesadumbre que el asedio de las autoridades mexicanas los arrincone a tener que estar escondidos en los montes y a tener que buscar la forma para trepar a siete niños a un ferrocarril de mercancías del que, a diferencia de los migrantes hondureños, que ya conocen bien a la Bestia, desconocen mucho de sus peligros.
Pero la pesadumbre se pasa rápido cuando, a lo lejos, se escucha el alarido del ferrocarril.
De inmediato, la marea de migrantes salen de los árboles y toman nerviosos posiciones junto a las vías, mientras los rumores vuelven a dispararse entre ellos: “no es este tren, este va para el sur”, dicen unos, “sí es, sí es, estén atentos”, gritan otros que ya van cargados con mochilas, garrafones, y hasta con grandes sartenes.
Tras varios minutos de tensión y de gritos, se escucha a varios padres vociferar a sus hijos que se tomen de las manos y formen una cadena, al tiempo que otros migrantes gritan que la gente vuelva a esconderse en los árboles para que el maquinista baje más la velocidad del convoy, la locomotora del ferrocarril se abre paso desatando una pesada vibración en el suelo arcilloso.
Pero la Bestia, que trae algunos migrantes aferrados a los hierros que probablemente la abordaron en otro punto, pasa por debajo del puente muy rápido.
Demasiado rápido.
Un hombre con su hija de unos 4 años a hombros que, completamente inocente, saluda con una mano alzada al aire al maquinista, saca un pie a la vía y grita que baje la velocidad, pero pronto tiene que ponerse a resguardo junto con el resto de venezolanos que, desilusionados y agotados, lamentan su suerte.
El tren, finalmente, pasa de largo. Se escucha el llanto al unísono de varios bebés, al tiempo que otros niños preguntan por qué no se detuvo y cuánto falta para que puedan reanudar el camino, ante los silencios hoscos de sus padres y madres que no saben qué responderles.
“No, pues no frenó”, dice con la voz aún agitada por la adrenalina otro venezolano, un adolescente de 14 años de bigote incipiente, y cuyo rostro tostado por el sol y exhausto denota una madurez a marchas forzadas.
“Pero mire varón, eso no nos desanima”, continúa diciendo mientras camina junto a Guadalupe y su niña, cargado con dos grandes bolsas rojas y una mochila en la espalda. Junto a ellos, un hombre de unos 60 años se mueve con dificultad por entre los durmientes de las vías con su pierna de titanio y unas muletas.

“Solo Dios sabe porqué hace las cosas. Pero estamos seguros que, muy pronto, él dispondrá que todos podamos subir a ese tren”, sigue caminando el adolescente, que dibuja una sonrisa en su rostro de niño mientras el sol inicia su descenso.

Cuenta la leyenda que el río Santiago se tragaba las canoas de cualquiera que intentara explorarlo. Ahora, una comunidad indígena está descubriendo especies sorprendentes en sus aguas.
Nos subimos a una canoa de madera que se mecía sobre las aguas turbias del río Santiago, listos para visitar uno de los ecosistemas menos conocidos de la región amazónica.
Hasta hace poco, los científicos desconocían incluso qué clase de peces habitan esta parte del río, porque nunca había sido estudiada.
Ahora, tras dos días de viaje en buses y camiones desde Quito, Ecuador, la fotógrafa Karen Toro y yo nos acercábamos a nuestro destino: Kaputna, una comunidad indígena que ha descubierto nuevas especies de peces.
Rodeada de una selva virgen donde los jaguares, pecaríes y pumas todavía reinan con tranquilidad, Kaputna es una localidad en la ribera del río Santiago con 145 habitantes que son miembros de los shuar, una de las 11 naciones indígenas que viven en la Amazonía ecuatoriana.
A pesar de que Ecuador es considerado un punto central para la biodiversidad de peces de agua dulce, un grupo de científicos advirtió en 2021 que la falta de información sobre sus especies era “pasmosa” y que se necesitaba de manera urgente realizar más investigaciones.
Un grupo de residentes de Kaputna ha ayudado a llenar ese vacío, al descubrir una gran cantidad de peces que viven escondidos en el río, camuflados por las sombras marrones y plateadas, con bocas especialmente adaptadas para alimentarse de las rocas bajo el agua.
Gracias a los esfuerzos de monitoreo llevados a cabo entre 2021 y 2022, que combinaron conocimiento científico y tradicional, la comunidad indígena logró identificar cerca de 144 especies de peces en el río Santiago.
Cinco de ellas ya habían sido identificadas en otros países, pero nunca en Ecuador. Una de las especies todavía está siendo estudiada y podría ser totalmente nueva, de acuerdo a los biólogos que participaron en la investigación.
Algunos pescadores de Kaputna, como Germán Narankas, fueron como coautores del artículo científico que fue publicado con los hallazgos.
“Su conocimiento del territorio es esencial para descubrir las nuevas especies”, le dice a la BBC Jonathan Valdiviezo, un biólogo que participó en el análisis de muestras.
Para Fernando Anaguano, el autor principal del estudio y biólogo de la Sociedad para la Conservación de la Vida Silvestre (WCS, por sus siglas en inglés) que acompañó a Kaputna durante todo el proceso, el estudio marca un cambio trascendental en la forma en que los científicos trabajan con y reconocen a los colaboradores locales.
“No es usual que el trabajo de la gente local sea reconocido en las publicaciones científicas”, anota.
Las leyendas locales dicen que, antes de que aparecieran los botes a motor, la gente que se embarcaba por la parte baja del río desaparecía.
Un hoyo se “tragaba” las canoas y quienes venían de fuera nunca lograban llegar a la comunidad. Esta es la razón por la que esta zona se llama Kaputna, que significa “área donde el río fluye rápidamente”, de acuerdo con quienes viven allí.
Para llegar, tuvimos que conducir durante 10 horas desde Quito hasta Tiwintza, una localidad amazónica en la frontera con Perú.
A la mañana siguiente, Germán Narankas, un pescador de Kaputna, nos esperaba en la terminal de buses con su red de pescador que llevaba en la espalda.
“Hoy el calor va a ser infernal. No ha llovido en tres días”, nos advirtió, mientras se arremangaba para evitar quemarse con el sol. A las 09:00, la temperatura ya era de 35°C (95°F).
Emprendimos en camión un trayecto de 40 minutos hasta el puerto de Peñas, en el río Santiago, donde nos esperaba amarrada la canoa de Narankas, moviéndose por la fuerte corriente del río.
Las canoas equipadas con motores a gasolina, conocidas como peque-peques, son el único medio de transporte para llegar a Kaputna.
Narankas conoce el río Santiago como la palma de su mano. Incluso antes de hacer parte del proyecto de monitoreo científico, estaba familiarizado con los distintos tipos de peces que habitan el río.
En 2021, cuando comenzó el proyecto, aprendió a identificar las diferencias entre las especies y comenzó a llamarlas por sus nombres científicos.
El hombre recuerda que en 2017 vio una señal. Para los shuar, el río es más que un cuerpo de agua o una vía de acceso. En sus riberas se acostumbra a realizar el ritual de la ayahuasca, en el que se consume la planta también conocida como yagé. Los shuar creen que las visiones que esta produce revelan el futuro y guían las acciones de quienes la toman.
“Tuve sueños de que iba a cambiar el sistema. En las visiones, había un hombre que viajaba a otros países, y era yo, viajando con este proyecto. No lo sabía entonces”, dice.
Cuatro años más tarde, en 2021, los investigadores de la oficina de la WCS en Ecuador le pidieron ser parte del estudio enfocado en el descubrimiento de la biodiversidad del río Santiago.
Narankas y otros miembros de la comunidad recolectaron peces, les tomaron fotos y las subieron una aplicación llamada Ictio junto a otros datos importantes como la ubicación donde los habían capturado, el equipo de pesca que habían utilizado y las características de los animales.
“Había por lo menos tres de esos peces que nunca había visto en mi vida”, dice.
Durante el recorrido por el río, el sonido de los grillos ahogaba bajo el ruido del motor. A medida que nos interábamos en la selva, el agua se iba volviendo más cristalina.
“Hemos llegado al río Yaupi”, anunció Narankas. El Yaupi es uno de los afluentes del río Santiago, donde también se tomaron algunas muestras.
Este es el lugar de pesca favorito para los locales, porque las aguas son cristalinas y están libres de los residuos de la minería que han contaminado muchos otros ríos en la región del Amazonas.
En medio del follaje selvático, se divisan las banderas de Ecuador y Perú.
Narankas, su hermana Mireya y su hijo Josué se lanzaron al agua para pescar.
El pescador lanzó su red con todas sus fuerzas al río y luego la fue recogiendo lentamente para ver qué había logrado sacar: un pez al que él llama “carachama”, de unos 10 cm de largo.
Pertenece a la familia de los Loricariidae y esta especie en particular se llama Chaetostoma trimaculineum: un pez marrón, con algunas manchas oscuras y una boca redonda.
“Cerca de aquí encontramos una especie de pez que [los investigadores] dijeron que nunca había sido estudiado. Era muy parecido a esta carachama”, explicó Narankas.
El pez en cuestión era el Peckoltia relictum, una especie nueva en Ecuador. Mide aproximadamente 15 centímetros y usualmente se adhiere a las rocas.
Su boca es como una copa de succión y, en vez de escamas, tiene una especie de placas, una característica que distingue a las carachamas (Loricariidae).
Durante la investigación, Narankas y sus colaboradores también se llevaron algunos especímenes a una habitación en Kaputna, que funcionaba como un pequeño laboratorio donde medían y pesaban a los animales, les removían partes de sus tejidos con un bisturí y los preservaban en formaldehído.
“Fue muy emocionante aprender y recolectar información. Me siento un poco como una científica”, le cuenta a la BBC Liseth Chuim, una pescadora que hizo parte del monitoreo.
“Tomábamos un pedazo de su carne y le cocíamos un sello con su nombre y un número”, explica Johnson Kajekau, otro residente de Kaputna que apoyó al equipo de monitoreo.
Uno de los peces que más recuerdan los tres es una especie de bagre que medía más de un metro. También, uno que tenía la “panza amarilla” y otro de color plateado.
El biólogo de la WCS Fernando Anaguano y sus colegas se encargaron de recolectar las muestras y llevarlas a laboratorios en Quito.
Para los biólogos, la colaboración con los locales les permitió desbloquear un ecosistema que era un misterio para las personas de fuera de la comunidad.
“La cuenca del río Santiago es una de las menos exploradas. Hay muy pocos estudios que detallen la diversidad de peces que hay en ese lugar”, explica Anaguano, quien ha estado investigando peces de agua dulce por más de una década.
Lo atribuye a lo remoto de la región, las dificultades que había en el pasado para llegar hasta allí y también a que los peces de agua dulce con frecuencia han sido dejados de lado por los investigadores. Por lo general los investigadores se enfocan en grupos más “carismáticos” de animales, como los mamíferos o los pájaros y, cuando se estudian peces, por lo general se trata de especies marinas.
Sin embargo, señala Anaguano, los peces de agua dulce juegan un rol fundamental en los ecosistemas acuáticos y son fuente de alimento y recurso económico para las comunidades indígenas.
Hasta ahora, en investigaciones previas, se habían registrado cerca de 143 especies en un área extensa que incluye al río Santiago y sus afluentes por debajo de los 600 metros de altitud. Se le conoce como “zona ictiográfica de Morona Santiago” y tiene un área de 6.691 kilómetros cuadrados.
En comparación, el estudio con la comunidad Kaputna identificó un total de 144 especies en un área de apenas 21 kilómetros cuadrados dentro de esta zona. De esas especies, 77 no habían sido reportadas en las investigaciones anteriores del área de Morona Santiago.
La diversidad hallada en el estudio representa el 17% de todas las especies de peces de agua dulce en Ecuador (836) y el 20% de las registradas en la Amazonía ecuatoriana (725). Esto es un porcentaje muy significativo, considerando que el área de estudio donde estas especies fueron halladas es muy pequeña, según destaca Anaguano.
De hecho, la diversidad piscícola en la región amazónica es enorme.
Sus cuencas, localizadas en Ecuador, Perú, Colombia, Bolivia, Brasil, Venezuela, Guyana y Surinam, tienen la mayor variedad de peces de agua dulce del mundo. Se han registrado hasta ahora 2.500 especies y se estima que hay miles más por descubrir.
Esos ríos también son el hogar de la migración más larga en el planeta: la del bagre dorado, que viaja por cerca de 11.000 kilómetros entre las estribaciones de los Andes hasta los estuarios del Amazonas, en el océano Atlántico.
Sin embargo, los peces de agua dulce como los de la Amazonía están gravemente amenazados. Según el informe del Índice Planeta Vivo (IPV) sobre peces migratorios de agua dulce, sus poblaciones han disminuido un 81% en los últimos 50 años. Y solo en Latinoamérica, incluso más: un 91%.
Anaguano explica que, más allá de la contribución de los peces para mantener el equilibrio de la vida en el planeta, estos animales forman parte de la cultura y la cosmovisión de los pueblos indígenas.
La seguridad alimentaria es otro problema. “Los peces son fuente de proteína de las comunidades locales”.
Por eso, a través de este tipo de investigación que incluye la perspectiva de los pescadores, buscamos no solo conservar los peces sino también garantizar la sostenibilidad de la pesca a largo plazo”, añade Jonathan Valdiviezo, biólogo del Instituto Nacional de Biodiversidad (Inabio), donde se procesaron y almacenaron las muestras del estudio.
Para Valdiviezo, que tiene más de 17 años de experiencia trabajando con peces, uno de los puntos cruciales del proceso fue la capacitación que recibieron los pescadores de Kaputna para etiquetar correctamente las muestras.
“Eso nos ayudó a evitar problemas al registrar la especie y confusiones”, afirma.
Aun así, el descubrimiento estuvo lleno de giros y sorpresas. Durante el análisis de tejidos, que incluyó análisis de ADN, los investigadores descubrieron que uno de los peces que creían que era nuevo para la ciencia ya había sido descrito en 2011.
“Cuando nos dimos cuenta de que esta especie era muy rara, extrajimos ADN de un pequeño fragmento de músculo”, explica Valdiviezo. Luego, compararon los resultados con el tejido de otras especies relacionadas registradas en su base de datos.
“Es similar al proceso que se utiliza para determinar la paternidad”, explica el biólogo. Ante la duda, enviaron una muestra a Canadá, donde confirmaron que se trataba de un ejemplar de Peckoltia relictum, un pez ya conocido.
Sin embargo, se trataba de una especie nueva para Ecuador, al igual que otras cuatro descubiertas como parte de esta investigación.
Ambos investigadores creen que aún queda una gran cantidad de especies por descubrir en las turbias aguas del Santiago. Por ahora, dice Valdiviezo, siguen analizando uno de los bagres encontrados, ya que creen que se trata de una especie nueva para la ciencia.
Su principal característica es que tiene rayas negras por todo el cuerpo. Anaguano comenta que esperan publicar un segundo artículo, coescrito por los pescadores de Kaputna, este año.
Sentadas en Kaputna al atardecer, bajo un cielo estrellado, le preguntamos a Narankas qué significaba para él ver su nombre en el artículo publicado. Se le llenan los ojos de lágrimas.
“Me siento orgulloso”, explicó sonriendo.
Pero el impacto ha sido aún más profundo. Después de esta experiencia, en agosto de 2025, el joven de 34 años regresó a la escuela secundaria. En un año y medio espera graduarse y luego estudiar biología para seguir desvelando los secretos del río Santiago, cuya historia de descubrimientos científicos apenas comienza.
Haz clic aquí para leer más historias de BBC News Mundo.
Suscríbete aquí a nuestro nuevo newsletter para recibir cada viernes una selección de nuestro mejor contenido de la semana.
Y recuerda que puedes recibir notificaciones en nuestra app. Descarga la última versión y actívalas.