En este artículo se relatan tres casos de funcionarios encargados de hacer cumplir la ley, contra los que se cometieron graves violaciones a derechos humanos en el marco de la estrategia de militarización y del conflicto armado desatado por el expresidente Felipe Calderón.
A manera de contexto vemos que, como consecuencia de esta guerra, las autoridades encargadas de desempeñar funciones de seguridad pública sufrieron un incremento en las agresiones en su contra. La Secretaría de Seguridad Pública reportó que, de diciembre de 2006 a junio de 2011, murieron 2,886 elementos de seguridad, de los tres niveles de gobierno, por ejecuciones, enfrentamientos y agresiones. Los elementos de seguridad con mayor número de fallecidos por enfrentamientos fueron las corporaciones de policías municipales con un total de 1,296.1
Basta con mirar las noticias para darse cuenta de que la situación en la que se encuentran los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley es de muy alto riesgo y el Estado mexicano ha fallado en protegerles, lo que prácticamente los ha condenado a morir o desaparecer en el campo de batalla de esta “guerra contra la delincuencia organizada”.
El caso Luis Ángel de 16 de noviembre de 2009
Luis Ángel León Rodríguez, miembro de la extinta Policía Federal (PF), ha estado desaparecido desde el 16 de noviembre de 2009. El 13 de noviembre de 2009, Luis Ángel León y seis de sus compañeros, policías federales, recibieron un oficio en donde se les indicaba que comenzarían a desempeñar funciones de seguridad pública en el municipio de Ciudad Hidalgo, Michoacán, sin que ello implicara de pertenecer a la PF.
La PF no les proporcionó viáticos, ni provisiones de seguridad para llegar a su destino, por lo que, los policías federales, por sus propios medios, consiguieron un vehículo y un chofer para que los trasladará a Ciudad Hidalgo, a efecto de no incumplir con la orden que les habían dado. El 16 de noviembre de 2009, Luis Ángel, los 6 policías federales y un civil emprendieron su camino a Michoacán. A las 15:00 horas del mismo día, fue la última vez que sus familiares tuvieron contacto con ellos.
El 21 de noviembre de 2009, Araceli Rodríguez Nava, defensora de derechos humanos y madre de Luis Ángel, se presentó en las instalaciones del Centro de Mando de la PF en Iztapalapa para preguntar por su hijo. Al llegar a las instalaciones, no fue recibida y fue retirada con violencia. Los familiares de los demás desaparecidos también acudieron a las instalaciones de la Policía Federal, en donde recibieron información falsa y engañosa que entorpeció y demoró las labores de búsqueda.
El mismo 21 de noviembre de 2009, algunos de los familiares de los policías desaparecidos se trasladaron a Ciudad Hidalgo y, en esta localidad, por sus propios medios, consiguieron información de que hasta ese día habían iniciado las labores de búsqueda de los policías federales y el civil; esto es, 6 días después de su desaparición. Posteriormente, a lo largo de los años 2009 y 2010, los familiares de los desaparecidos continuaron insistentemente con la exigencia de respuestas e iniciaron distintos procesos legales ante la inacción del Estado.
Desafortunadamente, este caso no es excepcional. Entre los años de 2009 y 2010 –años en los que el Gobierno federal se apoderó de las instituciones de seguridad locales– en Michoacán murieron 50 policías federales2 en el marco de supuestos enfrentamientos con grupos de la delincuencia organizada. Además, entre agosto de 2008 y agosto de 2012, por lo menos 18 policías federales desaparecieron en Michoacán. Hoy, se desconoce la suerte o paradero de todos ellos.
El caso Zacatecas de 8 de noviembre de 2021
El pasado 8 de noviembre de 2021, un grupo de hombres armados privó de la libertad al director de la policía municipal de Loreto, Zacatecas, y dos agentes más, quienes fueron extraídos por la fuerza de la comandancia, mientras que, al jefe policiaco, lo sacaron con violencia de su domicilio.
El 14 de noviembre de 2021, fueron encontrados los cadáveres de tres hombres, con signos de tortura, que vestían uniforme policial. Los cuerpos fueron dejados a un costado de la carretera federal entre los límites de Zacatecas y Aguascalientes, en el territorio del municipio de Asientos, limítrofe con el municipio de Loreto. Medios de comunicación reportaron que policías en los municipios de Apulco, Loreto, Monte Escobedo, Cuauhtémoc, Mazapil, Tepetongo, Villa García, Villa Hidalgo y Melchor Ocampo, todos del estado Zacatecas, dejaron sus cargos ante los episodios de muerte y amenazas.
El caso Jalisco del 15 de noviembre de 2021
El 15 de noviembre de 2021, en Zapopan, Jalisco, después de un fuerte operativo de seguridad, dos miembros de la Secretaría de Marina fueron desaparecidos en el estacionamiento de un centro comercial. El mismo 15 de noviembre comenzaron las acciones de búsqueda por autoridades locales y federales.
En un primer momento, el 15 de noviembre, por la noche, autoridades del gobierno federal reportaron la última ubicación de los celulares de los desaparecidos. Al día siguiente, el 16 de noviembre de 2021, las autoridades locales y federales informaron sobre el inicio de carpetas de investigación por la desaparición de los marinos. El 17 de noviembre las autoridades informaron el hallazgo de una camioneta en la que supuestamente habrían sido privados de la libertad dos marinos desaparecidos. Los siguientes días, 18, 19 y 20 de noviembre continuaron operativos de búsqueda en distintos municipios del Estado de Jalisco. El 20 de noviembre de 2021, en Puerto Vallarta, Jalisco, policías municipales localizaron a los dos marinos. Los encontraron hincados, con el rostro tapado y con aros aprehensores en las manos.
En este caso es importante notar que, desde que se tuvo conocimiento de la desaparición de los marinos, existió una coordinación entre autoridades federales y locales para realizar labores de búsqueda de investigación, que culminaron en encontrarlos con vida.
Conclusión
A pesar de que el caso de Luis Ángel, el caso Zacatecas y el caso Jalisco tienen quince años de diferencia entre ellos, son un claro ejemplo del riesgo que viven los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley. Además, es importante notar que hay un claro contraste en estos tres casos en cuanto al tipo de respuesta que da el Estado cuando tiene la voluntad de buscar a una persona desaparecida y los resultados que puede obtener, incluso, en situaciones de extrema violencia.
Estos casos también reflejan que es perfectamente posible que el Estado abandone a los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley cuando estos son desaparecidos, además, dejan entrever que el Estado es responsable directo de la desaparición de sus funcionarios por la omisión en proporcionarles garantías de seguridad, o de iniciar las labores de búsqueda de manera inmediata y efectiva.
El pasado 16 de noviembre de 2021 se cumplieron doce años de la desaparición de Luis Ángel, seis policías federales y un civil. A lo largo de doce años, Araceli Rodríguez Nava y las familias de los demás policías han sostenido una férrea búsqueda por sus desaparecidos, enmarcada por distintos actos de violencia, hostigamiento y amenazas, sumado a la obstaculización permanente a la que se han enfrentado en los procesos legales que emprendieron para saber qué sucedió con los familiares que el Estado decidió abandonar a su suerte.
No puedo terminar la historia, no tiene final sin verdad. Hay muchos episodios donde las mentiras, inconsistencias, omisiones y dilaciones imperan, gordito mío. Es luchar con un monstruo de dos cabezas: la delincuencia autorizada y la delincuencia organizada. Así que hijo, no quiero abrumarte, tu historia es un libro que jamás cerrará: Araceli Rodríguez
* Miguel Ángel Alcaraz es Licenciado en Derecho por la Universidad de Guadalajara y abogado en el Área de Defensa Integral de la @CMDPDH.
1 Catalina Pérez Correa, “México 2006-2012: Una revisión de la violencia y el sistema de justicia penal” en Derecho en Acción. Blog de la División de Estudios Jurídicos del CIDE.
2 De acuerdo con información proporcionada por la Policía Federal, en respuesta a la solicitud de acceso a la información pública registrada bajo el folio 0413100023916.
La desnutrición aguda, que ha causado estragos en Afganistán durante décadas, ha alcanzado un nivel sin precedentes.
“Esto es como el fin del mundo para mí. Siento tanto dolor. ¿Te imaginas por lo que he pasado viendo a mis hijos morir?”, dice Amina.
Ha perdido seis hijos. Ninguno de ellos vivió más allá de los tres años y ahora otra está luchando por sobrevivir.
Bibi Hajira tiene siete meses pero es del tamaño de una recién nacida. Sufre de una severa desnutrición aguda, y ocupa la mitad de una cama en el pabellón del hospital regional en Jalalabad, en la provincia oriental de Nangarhar, Afganistán.
“Mis hijos están muriendo de pobreza. Todo lo que les puedo dar de comer es pan seco y agua que caliento poniéndola al sol”, cuenta Amina, casi gritando de angustia.
Lo que es más devastador es que su historia no es para nada la única, y que muchas más vidas podrían salvarse con un tratamiento oportuno.
Bibi Hajira es una de 3,2 millones de menores que sufren de desnutrición aguda, que está causando estragos en el país. Es una condición que ha asolado Afganistán durante décadas, instigada por 40 años de guerra, pobreza extrema y una multitud de factores en estos años que el Talibán tomó control.
Pero la situación ha llegado a un abismo sin precedentes.
Es difícil imaginar lo que 3,2 millones significan, así que las historias de apenas un pequeño cuarto de hospital pueden servir para entender este desastre en desarrollo.
Hay 18 menores en siete camas. No es un aumento temporal, es como es todos los días. No hay llantos ni balbuceos, el silencio enervante en el cuarto solo se rompe con el agudo pitido del monitor de pulso cardíaco.
La mayoría de los niños no están sedados ni tienen máscaras de oxígeno. Están despiertos pero demasiado débiles para moverse o emitir un sonido.
Sana, de tres años, que viste una túnica púrpura y se cubre la cara con su pequeñísimo brazo, comparte la cama con Bibi Hajira. Su madre murió dando a luz a su hermanita hace unos meses, así que su tía Laila cuida de ella. Laila me toca el brazo y levanta siete dedos; uno por cada hijo que ha perdido.
En la cama vecina está Ilham, de tres años, diminuto para su edad, con la piel descascarándose de sus brazos, piernas y cara. Hace tres años, su hermana murió a la edad de dos.
Es demasiado penoso el solo echarle una mirada a Asma, que tiene un año. Tiene unos hermosos ojos castaños y largas pestañas, pero están abiertos de par en par, casi sin parpadear, respirando con dificultad en una máscara de oxígeno que cubre casi toda su pequeña cara.
El doctor Sikandar Ghani, que la observa, sacude la cabeza. “No creo que vaya a sobrevivir”, vaticina. El cuerpito de Asma ha entrado en shock séptico.
A pesar de las circunstancias, hasta ese momento, había estoicismo en el cuarto; las enfermeras y las madres haciendo su trabajo, alimentando a los niños, consolándolos. Todo se detiene, una mirada descompuesta se fija en muchas caras.
Nasiba, la madre de Asma, está llorando. Levanta su velo y se agacha para besar a su hija.
“Siento como si la carne se me estuviera derritiendo. No puedo soportar verla sufrir así”, gime. Nasiba ya ha perdido tres hijos. “Mi esposo es un jornalero. Cuando le dan trabajo, comemos”.
El doctor Ghani nos cuenta que Asma podría sufrir un ataque cardíaco en cualquier momento. Salimos del cuarto. Menos de una hora más tarde, ha muerto.
700 niños han muerto en los últimos seis meses en este hospital, más de tres por día, nos informó el departamento de Salud Pública del Talibán en Nangarhar. Una cifra abrumadora, pero habría muchas más muertes si esta instalación no se mantuviera funcionando con el financiamiento del Banco Mundial y UNICEF.
Hasta agosto de 2021, los fondos internacionales que se entregaban directamente al gobierno anterior financiaban casi todo el cuidado de salud pública en Afganistán.
Cuando el Talibán retomó el control, el dinero dejó de entrar debido a las sanciones internacionales que les impusieron. Eso desató el colapso del sistema sanitario. Las agencias de socorro actuaron para proveer lo que se suponía que era una respuesta temporal de emergencia.
Siempre ha sido una solución insostenible y, ahora, en un mundo distraído por tantas otras cosas, los fondos para Afganistán se han encogido. De la misma manera, las políticas del gobierno del Talibán, específicamente sus restricciones contra las mujeres, significan que los donantes están renuentes de dar financiación.
“Heredamos un problema de pobreza y desnutrición, que se ha vuelto peor por los desastres naturales como las inundaciones y el cambio climático. La comunidad internacional debería incrementar la ayuda humanitaria, no deberían vincularla a los asuntos políticos e internos”, nos comentó Hamdullah Fitrat, el vocero encargado del gobierno talibán.
En los últimos tres años hemos ido a más de una decena de centros de salud en el país y hemos visto un rápido deterioro de la situación. Durante cada una de nuestras recientes visitas a hospitales, hemos visto niños muriendo.
Pero también hemos visto evidencia de que el tratamiento adecuado puede salvarlos. Bibi Hajira, que estaba en un estado frágil cuando llegó al hospital, se encuentra mucho mejor ahora y ha sido dada de alta, nos confirmó el doctor Ghani por teléfono.
“Si tuviéramos más medicamentos, instalaciones y personal, podríamos salvar a más niños. Nuestro personal está fuertemente comprometido. Trabajamos incansablemente y estamos listos a dar más”, aseguró.
“Yo también tengo hijos. Cuando un niño muere, también sufrimos. Entiendo lo que debe estar pasando en los corazones de los padres”.
La desnutrición no es la única causa del auge en la mortalidad. Otras enfermedades prevenibles y curables también están matando a los niños.
En la unidad de cuidados intensivos, al lado del pabellón de desnutrición, Umrah, de seis meses, está luchando contra una pulmonía severa. Llora intensamente a medida que una enfermera le inyecta un suero intravenoso en el cuerpo. Nasreen, la madre de Umrah, está sentada a su lado, con lágrimas rodándole por la cara.
“Cómo quisiera morir en lugar de ella. Tengo tanto miedo”, dice. Dos días después de que visitamos el hospital, Umrah murió.
Estas son las historias de aquellos que pudieron llegar a un hospital. Innumerables otros no pueden. Sólo uno de cada cinco niños que requieren tratamiento hospitalario pueden recibirlo en el hospital de Jalalabad.
La presión sobre el centro es tan intensa que casi inmediatamente después de que Asma muriera, una pequeñita bebé de tres meses, Aaliya, fue trasladada a la mitad de la cama que Asma había dejado vacía.
Nadie en el cuarto tuvo tiempo de procesar lo que había pasado. Había otra menor seriamente enferma que había que tratar.
El hospital de Jalalabad sirve a la población de cinco provincias, que el gobierno del Talibán estima en unos cinco millones de personas. Y ahora la presión ha aumentado. La mayoría de los más de 700.000 refugiados afganos que fueron forzosamente deportados por Pakistán desde finales del año pasado permanecen en Nangarhar.
En las comunidades que rodean el hospital, encontramos evidencia de otra estadística alarmante divulgada esta año por la ONU: que 45% de los niños menores de 5 años en Afganistán tienen retraso en el crecimiento; son más pequeños de lo que deberían ser.
Mohammed, el hijo de Robina de 2 años, no puede pararse solo todavía y mide mucho menos de los que le corresponde.
“El doctor me dice que si recibe tratamiento durante los próximos tres a seis meses, estará bien. Pero ni siquiera podemos comprar comida. ¿Cómo vamos a pagar el tratamiento?”, se pregunta Robina.
Ella y su familia tuvieron que irse de Pakistán el años pasado y ahora viven en un asentamiento seco y polvoriento en el área de Sheikh Misri, a poca distancia en auto de Jalalabad por enlodados caminos.
“Temo que se vuelva discapacitado y nunca sea capaz de caminar”, indica Robina.
“En Pakistán, también tuvimos una vida difícil. Pero había trabajo. Aquí mi esposo, un jornalero, escasamente consigue empleo. Lo hubiéramos podido llevar a tratamiento si todavía siguiéramos en Pakistán”.
UNICEF afirma que el retraso en el crecimiento puede causar severos daños físicos y cognitivos irreversibles, cuyos efectos pueden durar toda la vida y hasta afectar la siguiente generación.
“Afganistán ya está enfrentando problemas económicos. Si amplias secciones de nuestra futura generación está física o mentalmente discapacitada, ¿cómo podrá ayudarles nuestra sociedad?, cuestiona el doctor Ghani.
Mohammad puede ser salvado de sufrir daños permanentes si recibe tratamiento antes de que sea demasiado tarde.
Pero los programas comunitarios de nutrición administrados por las agencias de socorro en Afganistán han sufrido los recortes más dramáticos, muchos de ellos han recibido apenas una cuarta parte de la asistencia necesaria.
En cada calle de Sheikh Misri nos encontramos con familias con niños desnutridos o con retraso de crecimiento.
Sardar Gul tiene dos hijos desnutridos: Umar de 3 años y Mujib de 8 meses, un niño pequeños con ojos brillantes que carga en su regazo.
“Hace un mes, el peso de Mujib se redujo a menos de tres kilos. Una vez que pudimos registrarlo con una agencia de socorro, empezamos a recibir paquetes de comida. Eso verdaderamente lo ha ayudado”, afirma Sardar Gul.
Mujib ahora pesa seis kilos, todavía un par de kilos por debajo del peso normal, pero significativamente mejor.
Es evidencia que la intervención oportuna puede salvar a los niños de la muerte y la discapacidad.
*Con información adicional de Imogen Anderson y Sanjay Ganguly
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