
Cabría imaginar un mundo en el que jamás haya habido asesinatos: en un mundo así, ¿cómo serían los otros crímenes?
Elías Canetti
No es común que desde la filosofía o la biología se reflexione sobre la muerte. Desde la filosofía es más común encontrar reflexiones sobre la vida o el valor de la vida (desde luego que hay excepciones); desde la biología, por su propia definición semántica, es el estudio de la vida, no de la muerte. Pese a esas limitaciones, podemos encontrar autores que se arriesgan a reflexionar tanto desde la biología como desde la filosofía sobre las cuestiones de la muerte.
Nos horroriza pensar en la muerte, no sólo en la ajena, sino pensar en nuestra propia muerte, como si la naturaleza —escribía Jean B. Lamarck— nos hubiera dado una inclinación natural a sentir horror ante la aniquilación del ser. Nadie mejor que Lamarck tenía claro que para sobrevivir había necesidad de adaptarse; lo vivo era en el fondo una lucha constante por la supervivencia, una “interrupción momentánea de la materia en el curso ordinario de la naturaleza hacia la muerte y la destrucción”.
Estudiar la vida, lo vivo y sus fenómenos nos orilla en ocasiones a reflexionar también sobre la muerte cuando de manera casual o intencional se cruzan nuestros intereses. Hace unos meses, la coautora de este escrito comenzó a tomar clases de fotografía. En ese contexto, la inscripción en un taller de fotografía de nota roja (o fotografía policial) implicó no solamente el aprendizaje de técnicas visuales, sino la confrontación directa con la representación de la muerte en un país donde la aniquilación de los cuerpos se ha vuelto parte de lo cotidiano.
Tras varios meses de documentar muertes, accidentes, socavones e inundaciones, surgió la necesidad de una reflexión bioética en torno a la fotografía y la representación de la muerte. Como resultado de ese análisis también han surgido algunas preguntas relevantes para el análisis bioético y sus cruces con la biología. Entre esas preguntas se encuentran, por ejemplo: ¿por qué representar las muertes en un país donde la violencia estructural es un fenómeno cotidiano? ¿Qué relación tiene este ejercicio con la biología como ciencia que estudia la vida? ¿Cómo representar la muerte sin caer en el morbo? ¿Qué implica que, desde una formación biológica, uno se aventure a reflexionar sobre las fotografías de cuerpos sin vida?
En México la nota roja ha sido, históricamente, uno de los géneros más consumidos (las personas mayores recordarán los enormes tirajes de la revista ¡Alarma!) y, al mismo tiempo, el género más marginado del periodismo. A menudo se le acusa de morbo, sensacionalismo y de vulnerar la dignidad de las víctimas. Sin embargo, en un contexto de más de 115 mil personas desaparecidas y una cifra creciente de homicidios impunes, este género adquiere otra dimensión: la de archivo no oficial de la violencia. En muchos casos, la nota roja se convierte en el único registro disponible de crímenes ignorados por la prensa “seria y ética” y por las instituciones estatales.
Como señala Judith Butler, toda representación de la muerte es una operación política: no todas las vidas son lloradas, no todos los cuerpos son representables. La visibilidad pública del sufrimiento está mediada por marcos normativos que determinan qué muerte importa y cuál es ignorada y desechada. En este sentido, la nota roja, pese a sus contradicciones, es un espacio de resistencia simbólica ya que les da visibilidad a casi todas las muertes sin importar la circunstancia, el contexto social o el género.

Desde una perspectiva bioética clásica, mostrar cuerpos sin vida puede considerarse una violación al principio de respeto a la persona y su dignidad post mortem. Sin embargo, esta crítica se complica en contextos donde la violencia es sistemática y la impunidad generalizada. En el país, en promedio, cada hora desaparece una persona. En México miles de cuerpos permanecen sin identificar en morgues, fosas comunes o instalaciones forenses. A dónde van los desaparecidos (sitio de investigación periodística y análisis sobre las lógicas de la desaparición de personas en México) señala que hay más de 72 100 cuerpos sin identificar. Otros especialistas señalan que hay en el país una “crisis forense” de cuerpos no identificados: 48 % (34 699) llegaron a las morgues entre 2019 y 2023; 60 % de los desaparecidos que no están identificados en el país son cadáveres que ingresaron a los servicios médicos forenses entre 2006 y 2023, sin que el gobierno les haya restituido el nombre.
Ante este contexto, es urgente señalar que lo verdaderamente antiético puede ser la invisibilización más que la exposición, como señala el fotoperiodista Alfredo Domínguez, especialista en nota roja. Lo único con lo que cuentan los ciudadanos para saber dónde buscar a sus familiares o tener, al menos, una prueba de los crímenes, son las fotografías o las crónicas de la prensa. En muchos casos, la nota roja es el único medio que da constancia de asesinatos ignorados por las instituciones. Su estética fragmentaria y directa configura un archivo no oficial, una memoria popular que documenta cuerpos sin nombre, feminicidios, ejecuciones extrajudiciales y otros crímenes.
Alfredo Domínguez también destaca que reconocer el valor documental y político de la nota roja no implica justificar todas sus prácticas. Existen formas revictimizantes, estéticas de la crueldad y dinámicas de mercado que reproducen estigmas y banalizan el dolor. No toda nota roja es ética por defecto. Sin embargo, rechazar el género por completo es ceder al mandato de no mirar, de no nombrar a las víctimas, de dejar sin registro aquellas muertes que el Estado y los medios hegemónicos prefieren ignorar.
Judith Butler y Rita Segato coinciden en que la negación del duelo colectivo constituye una forma de violencia estructural. La imagen del cuerpo violentado, en este sentido, no debe ser entendida como un objeto de consumo visual, sino como una forma de denuncia y preservación de la memoria. En manos críticas, la fotografía deja de ser una herramienta meramente técnica para convertirse en una práctica biopolítica: una interrogación radical sobre los límites de lo humano, lo visible y lo representable.

Desde este marco, explorar y reflexionar sobre las fotografías biológicas con escenas de nota roja no es una contradicción ni un desvío disciplinario, sino una consecuencia de la formación en una disciplina que estudia la vida. En biología, estudiar la vida implica estudiar también la muerte: trabajamos con cadáveres de animales y restos de plantas porque sabemos que es precisamente la posibilidad de morir lo que define a un ser vivo. Fotografiar la muerte humana, entonces, no es ajeno al impulso científico, pero sí lo es al prejuicio social que condena el registro de ciertos cuerpos y no de otros.
Lo que se ha transformado no es la presencia de la muerte en nuestra cotidianidad, porque siempre ha estado ahí, sino la manera en que se produce, se documenta y se ignora. Lo que se condena no es la violencia, sino su visibilidad. La falta de interés social por estudiar las causas estructurales de los asesinatos, accidentes y desapariciones -es decir, confrontar las formas en que ciertos cuerpos son convertidos en desechables- es parte de la normalización de una necropolítica: el ejercicio de un poder que gestiona quién puede vivir y quién debe morir, y que lo hace siempre desde una jerarquía de cuerpos, territorios y memorias.
Es necesario construir una nota roja crítica y responsable, capaz de representar sin explotar, de visibilizar sin deshumanizar. Una narrativa que no se limite al hecho violento, sino que lo sitúe en su contexto social, económico y político. Una que comprenda, como plantea Segato, que el duelo también puede ser un acto político de memoria y justicia.

En un país donde el horror se ha normalizado, la nota roja puede ofrecer un acto de resistencia. Representar la muerte no es necesariamente una falta ética; puede ser una forma de duelo público, una manera de documentar lo que las autoridades no registran y de preservar la memoria de quienes fueron arrancados de la vida y del lenguaje.
* María de Jesús Vergara Alba estudió biología en la Facultad de Ciencias (FC) de la UNAM; es militante de Ciencia para el Pueblo, Capítulo México y agricultora urbana. Participa en el Seminario Raíces evolutivas de la moralidad del Programa Universitario de Bioética (PUB). Ricardo Noguera Solano es profesor de tiempo completo de la Facultad de Ciencias de la UNAM; coordina el Seminario Raíces evolutivas de la moralidad del PUB y es secretario Técnico del Seminario Universitario de Evolución de la UNAM.
Las opiniones publicadas en este blog son responsabilidad exclusiva de sus autores. No expresan una opinión de consenso de los seminarios ni tampoco una posición institucional del PUB-UNAM. Todo comentario, réplica o crítica es bienvenido.

Los astrónomos han detectado señales de que nacen cada vez menos estrellas. Podría ser parte de un declive gradual del Universo y de todo lo que contiene. Pero ¿por qué? ¿Y cuánto deberíamos preocuparnos?
En las últimas dos décadas los astrónomos han ido notando pistas de que el cosmos tal vez ha pasado su mejor momento.
Una de esas señales es que menos estrellas han ido naciendo.
Ahora, eso no significa que el universo se está quedando sin estrellas. Hay estimaciones de que hay por lo menos un septimillón de ellas -eso es un número seguido de 24 ceros.
Pero los astrónomos creen que la producción de nuevas estrellas se está reduciendo.
El consenso científico actual es que el universo tiene una edad de 13.800 millones de años.
Las primeras estrellas se formaron poco después de que el Big Bang apareciera.
De hecho, el año anterior, el telescopio espacial James Webb halló un trío de estrellas en nuestra galaxia, la Vía Láctea, que se cree tienen una edad cercana a los 13.000 millones de años.
Las estrellas son esencialmente bolas gigantes de gas caliente que comenzaron su vida de la misma forma.
Ellas se forman en nubes enormes de polvo cósmico conocidas como nebulosas. La gravedad junta los gases, que eventualmente se calienta y se convierte en una estrella bebé, o como se le conoce, protoestrella.
A medida que el corazón de la estrella se calienta a millones de grados centígrados, los átomos de hidrógeno que están contenidos allí comienzan a agitarse para formar helio a través de un proceso llamado fusión nuclear. Esta reacción emite luz y calor y la estrella ahora está en una fase estable de “secuencia principal”.
Los astrónomos estiman que las estrellas en secuencia principal, incluido nuestro propio Sol, son aproximadamente el 90% de todas las estrellas del universo. El rango varía entre una décima parte hasta 200 veces la masa de nuestro Sol.
Eventualmente esas estrellas consumen su combustible y pueden tomar diferentes caminos en su manera de morir.
Estrellas con masas pequeñas como nuestro Sol entran en un proceso de desvanecimiento que puede durar miles de millones de años.
Para estrellas “hermanas” más grandes, con al menos ocho veces el tamaño del Sol, su final es más dramático: ellas se destruyen en una gran explosión conocida como supernova.
En 2013, un equipo internacional de astrónomos dedicados a estudiar las tendencias en la formación de estrellas afirmó que de todas las estrellas que iban a nacer en la historia del Universo, el 95% ya lo había hecho.
“Vivimos en un universo dominado por estrellas viejas”, dijo en ese momento el autor del estudio, David Sobral, en un artículo publicado en la revista Subaru Telescope.
En la línea del tiempo del universo, parece que su momento de mayor producción de estrellas ocurrió hace unos 10.000 millones de años, en un período conocido como el “Mediodía Cósmico”.
“Las galaxias convierten el gas en estrellas y lo están haciendo a una tasa decreciente”, explica el profesor Douglas Scott, cosmólogo de la Universidad de British Columbia en Canadá.
Scott es el coautor de un informe, que aún no se ha publicado, en el que se analiza información de los telescopios de la Agencia Espacial Europea, Euclides y Herschel.
Él y su equipo de investigadores espaciales fueron capaces de estudiar de forma simultánea cerca de 2,6 millones de galaxias, lo que fue posible gracias al mapa 3D del universo creado por la misión Euclides.
Los astrónomos estaban particularmente iuteresados en el calor que emiten las estrellas. Las galaxias con mayor tasa de formación de estrellas tienden a tener un polvo cósmico más caliente a medida que contienen estrellas más grandes y calientes.
El equipo halló que las temperaturas de las galaxias han ido disminuyendo en los últimos mil millones de años.
“Ya se nos pasó el momento de mayor formación de estrellas, y habrá cada vez menos formación de nuevas estrellas en el universo”, agrega Scott.
Es verdad que la muerte de las viejas estrellas puede llevar a la formación de nuevas usando el mismo material, pero no es tan simple.
Asumamos que tenemos una pila de materiales de construcción y la usamos para hacer una casa. Si queremos construir uno nuevo, podemos reciclar cosas de una casa vieja, pero no todo será útil.
“Eso significa que solo podemos hacer una casa más pequeña. Cada vez que hagamos una demolición, habrá menos materiales que sean útiles hasta que no se pueda construir nada”, señala Scott.
Eso es lo que pasa con las estrellas.
“Cada generación de estrellas tienen menos combustible para gastar y eventualmente no habrá suficiente combustible para hacer una estrella”, añade.
Y concluye: “Ya sabemos que las estrellas menos masivas son más comunes que las estrellas masivas en el universo”.
Los científicos han teorizado durante mucho tiempo que el universo llegará a su fin algún día. Simplemente no pueden estar seguros de cómo ni cuándo.
Una de las teorías más aceptadas actualmente es la muerte térmica.
También conocida como la “Gran Helada”, predice que a medida que el universo continúa expandiéndose, la energía se dispersará hasta que finalmente se enfríe demasiado para sustentar la vida. Las estrellas se alejan cada vez más, se quedan sin combustible y no se forman nuevas.
“La cantidad de energía disponible en el universo es finita”, explica Scott.
Pero antes de que mires con melancolía el cielo, la desaparición de las estrellas tomaría una cantidad astronómica de tiempo.
Scott estima que seguirán apareciendo nuevas estrellas durante los próximos 10 a 100 mil millones de años, mucho después de que nuestro Sol probablemente haya desaparecido.
En cuanto a la “Gran Helada”, podría tardar aún más: a principios de este año, astrónomos de la Universidad Radboud de los Países Bajos estimaron que el final llegaría en aproximadamente un quinvigintillón de años, es decir, un uno seguido de 78 ceros.
Hay tiempo de sobra, entonces, para apreciar las estrellas la próxima vez que haya una noche despejada.
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