En tiempos de incertidumbre, cuando todo parece desmoronarse, volver a la raíz no es solo un acto de resistencia, sino una necesidad. Hace unos días, me encontré en redes sociales con una reflexión de @comadre.ando que, aunque no estaba escrita con estas palabras, hoy resuena conmigo de esta forma: volver a nuestras raíces es encontrar fuerza en lo que nos sostiene.
La segunda mitad del 2024 estuvo marcada por un escenario de incertidumbre sobre el futuro de la justicia en México. Las tensiones entre los poderes del Estado, sumadas a la sobrecarga informativa de los medios de comunicación, redes sociales y narrativas oficiales, crearon un clima de confusión y sobrecarga. Me encontraba sumergida en el caos.
Para mi sorpresa, y en medio de esta vorágine, una actividad programada en mi calendario en octubre brillaba con otro significado: el Encuentro Peninsular de Mujeres Mayas por las Justicias. Este evento, organizado por EQUIS Justicia para las Mujeres, la Coordinadora de Mujeres Mayas de Quintana Roo (COMMAYA) y el Centro Alternativo para el Desarrollo Integral Indígena (CADIN), no solo marcó un respiro en medio del caos, sino que superó todas mis expectativas: un espacio donde, en lugar de ruido, encontré voces que tejieron reflexiones profundas sobre lo que significa ser mujer maya y luchar por la justicia.
El encuentro buscó sumar fuerzas y articular alianzas entre mujeres de la región peninsular: reuniendo a las Semilleras Mayas de Quintana Roo y a las Promotoras Mayas de Justicia de Yucatán. Se realizó en un hotel en Playa del Carmen, un espacio privilegiado por su cercanía con el mar, la selva y su biodiversidad. Aún recuerdo con cariño a un changuito que, asustado, nos “cantó” mientras dábamos inicio a la ceremonia maya el primer día. Este entorno nos invitó a reconectar no solo con la naturaleza, sino también con nuestras propias raíces.
Durante cinco días, ochenta mujeres mayas compartieron sus vivencias, reconociéndose en las historias de las otras. Aunque al principio fue complicado —llegar a nuevos espacios y conocer personas siempre implica un desafío—, las barreras se desvanecieron cuando encontraron semejanzas en sus historias de vida y en cómo se viven desde la mayanidad.
Las mujeres mayas participaron en actividades diseñadas con enfoques interculturales como el ‘Kan p’éel ik’, una dinámica inspirada en los cuatro puntos cardinales de la cosmovisión maya. Este ejercicio abrió espacios de conversación sobre identidad, violencia y discriminación, temas que resonaron profundamente en cada participante. Más que un intercambio de experiencias, esta metodología permitió fortalecer y tejer lazos entre comunidades que, a pesar de compartir raíces, enfrentan realidades diversas.
Estas conversaciones no son sencillas, pues remueven recuerdos de la infancia. Hablar del despojo, del dolor y la violencia es abrir heridas que muchas veces no se han cerrado. Sin embargo, entendimos que sanar también es una forma de hacer justicia. Nos dimos tiempo para crear espacios de sanación desde la medicina tradicional: con masajes, meditaciones, ceremonias y el fueguito del copal, pequeñas llamas que no solo nos reconectaron con nosotras mismas, sino que también encendieron la memoria de nuestras ancestras, de las mujeres que nos vieron crecer. Como mencionaron algunas compañeras: “Para poder llegar a estos espacios, tuvieron que venir mis abuelas y mi madre”.
Durante el encuentro, las participantes también reflexionaron sobre el momento en que se nombraron mayas y sobre los estereotipos asociados a su identidad como mujeres indígenas. Conversaron sobre cómo, en muchas ocasiones, la sociedad les asigna roles y características predefinidas, marcando expectativas sobre lo que “deben ser”. Sin embargo, estas reflexiones cuestionaron esas imposiciones y las llevaron a comprender y reafirmar su mayanidad desde una perspectiva más profunda y personal.
El resultado de estos diálogos se manifestó en pequeñas acciones cargadas de significado, reflejando un proceso de resignificación identitaria. Una de las experiencias que más me conmovió fue la de una compañera que, durante varios días, evitó usar su huipil al sentir que el espacio no era el adecuado. Le preocupaba el riesgo de folklorización, especialmente por tratarse de un hotel con presencia de turistas extranjeros. No obstante, el último día, cuando llegó el momento de grabar entrevistas entre las Promotoras y las Semilleras —ella siendo parte de las Semilleras—, apareció en la locación vistiendo su hipil. Para mí, este gesto tuvo un gran significado: fue un momento de apropiación de su historia y su herencia. Al vestir su hipil en ese contexto, frente a una mujer mayora, su elección cobró un sentido profundo. Me hizo comprender, de una manera más tangible, los procesos identitarios de las mujeres mayas y la importancia de espacios donde puedan resignificar y reivindicar su propia existencia.
El contacto con la naturaleza, la energía del espacio, las conversaciones sobre identidad y violencia, los espacios de sanación, la fuerza colectiva, las historias de lucha y resistencia, y el compartir a través del arte, me permitieron pausar para hacer una reflexión profunda. Me recordaron que el primer territorio de defensa de las mujeres empieza en nosotras, en nuestras historias de vida.
Estas experiencias me reafirmaron que la justicia es mucho más que una institución del Estado, mucho más que una sentencia o un procedimiento legal. Este espacio compartido me permitió sentir y vivir la justicia, esa que también es la nuestra. Me permití recordar que no solo se trata de un derecho fundamental, sino también de una herramienta de dignificación y reivindicación para las mujeres mayas. Y recordé que es fundamental seguir hablando de las justiciaS, en plural. Porque el concepto tradicional de justicia no se nutre de las historias y sueños de vida de cada una de nosotras.
A pesar de la diferencia intergeneracional entre ambas agrupaciones —las Semilleras, en su mayoría jóvenes estudiantes, y las Promotoras, mujeres mayores—, demostraron que la lucha por la justicia trasciende edades. Entre círculos de diálogo y abrazos colectivos, todas compartían una certeza: “nunca es tarde para las mujeres mayas” y “nunca es tarde para acceder a la justicia”.
Este encuentro me dejó claro que, en tiempos de crisis, volver a nuestras raíces no es un acto de nostalgia, sino una estrategia de resistencia. Salir de la inmediatez de las redes sociales y del bombardeo mediático para escuchar las voces de quienes viven en los márgenes del sistema nos permite repensar nuestras prioridades y renovar nuestro compromiso con las justiciaS. Porque la justicia no es un concepto único ni inmutable; se construye en comunidad, en la memoria, en la lucha compartida. Es en la resistencia colectiva donde sembramos la posibilidad de un mundo más justo para todas.
*Fátima Schiaffini (@fatimaschiob) es oficial de proyectos del Área Legal de @EquisJusticia.
En 2024, el 51 % de todas las muertes relacionadas con el terrorismo se produjeron en el Sahel, según el Índice Global del Terrorismo.
La región africana del Sahel se ha convertido en el “epicentro del terrorismo mundial” y, por primera vez, es responsable de “más de la mitad de todas las muertes relacionadas con el terrorismo”.
Así lo expone el Índice Global de Terrorismo (GTI), que en su informe más reciente señala que, en 2024, “el 51% de todas las muertes relacionadas con el terrorismo” se produjeron en el Sahel, es decir, 3.885 de un total mundial de 7.555.
El informe del GTI añade que, si bien la cifra mundial ha disminuido desde un máximo de 11.000 en 2015, la cifra correspondiente al Sahel se ha multiplicado casi por diez desde 2019, ya que los grupos extremistas e insurgentes “siguen desplazando su objetivo” hacia la región.
El índice lo publica el Instituto para la Economía y la Paz, un think tank dedicado a investigar la paz y los conflictos mundiales.
Define el terrorismo como la “amenaza o el uso real de la fuerza ilegal y la violencia por parte de un actor no estatal para alcanzar un objetivo político, económico, religioso o social a través del miedo, la coacción o la intimidación”.
Situado justo al sur del desierto del Sahara, el Sahel se extiende desde la costa occidental de África hacia el este, a lo largo de todo el continente. La definición de la GTI de la región incluye partes de 10 países: Burkina Faso, Mali, Níger, Camerún, Guinea, Gambia, Senegal, Nigeria, Chad y Mauritania.
El Sahel tiene una de las tasas de natalidad más altas del mundo, y casi dos tercios de la población tiene menos de 25 años.
A diferencia de Occidente, donde “el terrorismo de actor solitario va en aumento”, el Sahel ha sido testigo de la rápida expansión de grupos yihadistas militantes, según el informe.
La mayoría de los atentados fueron perpetrados por dos organizaciones: la filial del grupo Estado Islámico en el Sahel y Jama’at Nusrat al Islam wal Muslimeen (JNIM, por sus siglas en inglés, Grupo de Apoyo al Islam y los Musulmanes), una rama de al Qaeda.
“Intentan introducir nuevos ordenamientos jurídicos”, explica Niagalé Bagayoko, presidente de la Red Africana del Sector de la Seguridad. “Intentan administrar sobre todo justicia basándose en la sharia”.
Y en el proceso, dice, “compiten entre sí” por la tierra y la influencia.
El Estado Islámico del Sahel habría duplicado el territorio que controla en Mali desde los golpes de Estado de 2020 y 2021, principalmente en el este del país, cerca de las fronteras con Burkina Faso y Níger, al tiempo que el JNIM ha seguido ampliando su alcance, según un grupo de expertos de la ONU sobre Mali.
El informe del GTI señala que ambos grupos han reclutado más combatientes, entre ellos niños soldados en el caso del EI.
“En algunos casos, la gente suele estar en una situación en la que no tienen elección cuando deciden unirse a un grupo militante”, afirma Beverly Ochieng, analista especializada en África francófona de Control Risks, una consultora de riesgos geopolíticos. “Son comunidades muy vulnerables”.
El informe del GTI explica cómo la inestabilidad política y la precariedad del gobierno están creando las condiciones ideales para que proliferen los grupos insurgentes, y señala la guerra como “el principal motor del terrorismo”.
A veces se hace referencia al Sahel como el “cinturón golpista” de África.
Desde 2020 se han producido seis golpes de Estado con éxito en la región: dos en Mali, dos en Burkina Faso, uno en Guinea y uno en Níger. Todos estos países están ahora gobernados por juntas militares.
“El Sahel ha experimentado un desmoronamiento de la sociedad civil”, apunta Folahanmi Aina, experto en la región de la Universidad SOAS de Londres.
“Ha sido el resultado de años de abandono por parte de los líderes políticos, que no han priorizado la gestión pública centrada en las personas, lo que ha agravado los problemas locales y ha dado lugar a que los grupos terroristas traten de aprovecharse de ellos”.
Se ha tenido la impresión de que los gobiernos civiles eran incapaces de combatir las amenazas a la seguridad de los grupos insurgentes, “pero a pesar de que estas juntas han asumido el poder, no han mejorado necesariamente la percepción sobre el terreno y, de hecho, la inseguridad ha empeorado”, sostiene Aina.
“Las juntas no están profesionalmente preparadas para hacer frente al rigor de la gestión pública”.
De hecho, en 2024, Burkina Faso “seguía siendo el país más afectado por el terrorismo por segundo año consecutivo”, según la GTI.
En los 14 años transcurridos desde el inicio del informe, es el único país que encabeza la lista que no es Irak o Afganistán.
Los grupos yihadistas sostienen sus operaciones en el Sahel con diversas actividades económicas ilícitas, como el secuestro para exigir rescates y el robo de ganado, según el informe del GTI.
El Sahel se ha convertido también en una ruta clave para los narcotraficantes que llevan cocaína de Sudamérica a Europa, y el informe señala que “el narcotráfico representa una de las actividades ilícitas más lucrativas vinculadas al terrorismo en el Sahel”.
Sin embargo, señala que algunos grupos evitan participar directamente en el crimen organizado y prefieren “ganar dinero imponiendo impuestos o proporcionando seguridad y protección a cambio de un pago”.
“Este modelo no sólo genera ingresos, sino que también ayuda a estos grupos a integrarse en las comunidades locales, reforzando su influencia”, prosigue el informe.
Los grupos insurgentes también compiten por el control de los ricos recursos naturales del Sahel.
Níger es el séptimo productor mundial de uranio, y las minas de oro no reguladas y de tipo artesanal que se encuentran por toda la región suelen ser aprovechadas por grupos como Estado Islámico en el Sahel y JNIM.
Tras la reciente oleada de golpes de Estado, los gobiernos del Sahel se han alejado de sus aliados occidentales, como Francia y Estados Unidos, y se han acercado a China y Rusia en busca de apoyo para hacer frente a los militantes.
“En estos momentos, Rusia está asumiendo un control más firme sobre los paramilitares rusos de la región, conocidos como Africa Corps (antes Wagner)”, explica Ochieng.
“Su labor es entrenar y apoyar a los ejércitos locales para que puedan contrarrestar la insurgencia en la región, pero hasta ahora no han sido eficaces”.
En consecuencia, el informe del GTI advierte del riesgo de que el llamado “epicentro del terror” se extienda a los países vecinos.
En Togo se registraron 10 atentados y 52 muertes en 2024, el mayor número desde que se empezó a elaborar el índice. Estos atentados se concentraron principalmente a lo largo de la frontera del país con Burkina Faso.
Ochieng coincide con esta valoración y afirma que “la expansión de grupos militantes dentro de la región en países como Benín o Togo u otros estados costeros de África Occidental parece inminente”.
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