Ser autócrata hoy en día no es cosa fácil. Ser demócrata es mucho más sencillo. Bajo un modelo democrático, “el sistema” gobierna junto con quien encabeza al Estado. Hay orden y cada quien tiene un carril del que no se puede salir. Las reglas son claras y uno puede predecir hasta dónde y cómo podrá actuar incluso un enemigo político. En otros tiempos el monarca o el emperador abiertamente era privilegiado y gozaba del uso exclusivo del poder. El autócrata moderno se necesita legitimar como representante de la voluntad popular y al hacerlo camina sobre la delgada línea de lograr controlar el poder que ha concentrado.
En teoría, la democracia incorpora en su diseño del Estado guardas contra la concentración del poder. El autócrata moderno debe encontrar la fórmula para concentrar el poder sin aparentar violar las reglas de Estado que están en boga. Lejos de declararse en contra de tan noble idea, el autócrata moderno usa los propios mecanismos de la democracia para concentrar su poder. Poco a poco se eliminan los contrapesos y límites del modelo a la vez que se mantiene un discurso democrático. Así se puede respetablemente ejercer un poder absoluto.
El problema para el autócrata moderno es que para concentrar todo el poder debió eliminar las reglas para todos y todas. Salvo en la monarquía declarada, la autocracia no suele permitir la excepción para un solo individuo. La autocracia moderna suelta las amarras para todos y reza que su propia fuerza política alcance para controlar lo que se desata.
En México se juega este peligroso juego de ver qué pasa cuando todo puede pasar. Al amparo de las mayorías absolutas se disuelven uno a uno los contrapesos prometidos por el modelo democrático. La apuesta es que la combinación de autoridad moral y alianza política alcanzará para controlar a un país con múltiples frentes en ebullición.
De manera evidente el primer contrapeso eliminado es el poder judicial. A pesar de obstáculos a la reforma, y de múltiples oportunidades para frenar, moderar o mejorar la misma, la determinación ha sido de avanzar sin tregua. No queda claro si el compromiso con la marcha forzada es una verdadera convicción o una forma de evadir la confrontación entre aliados de partido y al medir poderes salir perdiendo. Lo que sí queda claro es que la reforma judicial no se deja controlar.
La elección judicial no ha avanzado más que a trompicones. En el tumulto no parece haber un control claro del proceso electoral o de quienes meten mano para incidir en el mismo. La eliminación de este contrapeso toral en un modelo democrático ha mostrado una fragmentación de voluntades hacia el interior del poder político en turno en donde no hay una sola voz cantante.
Si no se puede controlar la elección federal de juzgadores, resulta imposible pensar que las elecciones locales podrán ser ordenadas, técnicas y mantener al margen los poderes fácticos. Más difícil aún será controlar la actuación de los jueces y juezas electos en todo el país. Una vez sueltos los amarres técnico-jurídicos, el control de poderosos órganos disciplinarios parece una ambición poco realista.
Otro contrapeso eliminado es el de la legalidad. Usando discursos jurídicos se decide discrecionalmente cuáles órdenes judiciales se deben acatar y cuáles no. Así, al estilo de la autocracia moderna, se usa el discurso de derechos para violar la primera regla del debido proceso: la obligación de dirimir desacuerdo ante los tribunales. La gran pregunta es: ¿quién controla el desacato? Se limita a la presidencia, incluye a los líderes políticos del partido, se limita a solo algunos temas o se trata de una nueva interpretación constitucional aplicable a todos los poderes ejecutivos y legislativos del país.
La concentración de poder se beneficia enormemente de la opacidad. Así, en los caminos hacia la autocracia moderna, una parada necesaria es la eliminación de los órganos independientes o funcionales de transparencia. Una vez más, se trata de una apuesta riesgosa de poder controlar lo que se genera. La falta de transparencia atraviesa a todas las instituciones. No solo se trata de menor información reportada a la ciudadanía, se trata también de menor información documentada hacia el interior de cada institución. Si bien quien concentra el poder reportará menos información a la población, él o ella también contará con menos información sobre el estado que encabeza. Sus fuentes de información dependerán de su poder político y la rectitud con la que mantiene obediencia. Cuando se apaga la luz, todos se quedan sin ver.
La eliminación de reglas democráticas también se replica hacia el interior del Estado. Cuándo la Secretaría de Gobernación, el pasado mes de febrero, despide a personal al margen de los procesos legales existentes, ¿se trata de algo que controla la ejecutiva o se trata de la interpretación que hace la titular de la institución bajo la consigna actual de que la ley se aplica a discreción? Un Estado de derecho evita esta molesta encrucijada. Ni quien ostenta el poder necesita meter mano en toda decisión a todo nivel, ni los subordinados están en libertad para interpretar a modo cómo proceder. En un modelo democrático, la ley debería establecer los parámetros de actuación pública. ¿Pero qué sucede cuando estos contrapesos y límites se eliminan? El control de las acciones de todo el aparato estatal parecen una ambición improbable.
Frecuentemente el autócrata moderno confía en que mientras cuente con personal leal, todo se mantendrá bajo control. El pasado muestra que la lealtad política es caprichosa y poco confiable. No es necesario hurgar en el pasado lejano, basta con recordar las palabras de AMLO, quien concentraba indudable liderazgo político, cuando lamentó en la conferencia mañanera del 2 de marzo del 2023 refiriéndose a ministros de la Suprema Corte de Justicia: “Me equivoqué con los que propuse”.
Los límites impuestos en una democracia son parte del diseño del sistema. Su propósito es garantizar el funcionamiento del Estado asumiendo que no solo es indeseable sino que es imposible controlar todo, a todos y en particular a las luchas políticas. El sistema prevé que las reglas funcionan también como un control para el propio líder de la nación. Son una precaución ante quien, a pesar de llegar con buenas intenciones, sobre la marcha va racionalizando como algo necesario la cada vez mayor imposición de voluntad. El modelo democrático lo diseña así porque sabe que todo el mundo se ha cachado alguna vez contándose a sí mismo una mentira.
El dilema del autócrata moderno es saber si podrá o no mantener control del enorme poder concentrado. Al carecer de límites institucionales y tampoco poder declararse único y privilegiado, se encuentra frente al genio de la botella sin certeza de poderlo gobernar.
* Margarita Griesbach es coordinadora de la Clínica Jurídica de Derechos de la Infancia Ibero-CDMX y consultora independiente.
300 familias dejaron la isla en que vivían en el Caribe panameño huyendo del hacinamiento y los efectos del cambio climático, y fueron trasladadas a una barriada en tierra firme. BBC Mundo visitó ambos lugares.
“Es una isla casi abandonada. Quedó como muerta”, me advierte Delfino Davies nada más poner un pie en su pequeño museo de herramientas e instrumentos.
El sonido de su escoba al barrer es lo único que se escucha ahora entre estas casas. Ya casi no recibe a nadie en su “pequeño tesoro”, como llama a su local, pero le gusta tenerlo siempre impecable.
“Antes se escuchaba a los niños gritar y jugar por los rincones, había música en todos lados, los vecinos se peleaban… Pero todos los sonidos se escaparon”.
Los recuerdos asaltan rápido la memoria de este indígena guna, cuya isla cambió por completo el pasado mes de junio, cuando decenas de botes a motor y cayucos de madera trasladaron a 300 familias desde la isla Gardi Sugdub, en el Caribe panameño, a una barriada en tierra firme conocida como Isberyala.
Fueron unas mil personas las que huyeron del hacinamiento y del aumento del nivel del mar. Se trata de una de las primeras comunidades que es reubicada en América Latina debido a causas climáticas y la primera en Panamá.
La mudanza duró varios días.
“Se fue mi papá, mi hermano, mis cuñadas, mis amigos… Los niños preguntaban ‘¿dónde se fue mi amiguito?’ Y comenzaron a llorar”, me relata Delfino.
Soltero y sin hijos, las piezas de su museo son ahora su mejor compañía.
Se calcula que apenas una veintena de familias -poco más de cien personas- siguen viviendo en Gardi Sugdub.
Muchos se quedaron porque en Isberyala no había espacio para todos. La evacuación comenzó a planificarse hace más de 10 años, cuando había menos habitantes. Otros simplemente se negaron a abandonar su isla.
La mayoría, sobre todo los hombres, pasan el día en un embarcadero jugando a las damas junto a una cafetería que tiene ya más empleados que clientes. Hasta que un sonido se acerca desde el horizonte.
“Está llegando el pescado”, me explica Delfino al ver mi cara de sorpresa.
En ese momento, entra al puerto un cayuco de madera con dos hombres a bordo. Mientras uno hace sonar una enorme caracola marina para avisar de su llegada, el otro entona a voz en grito: “¡un pez, un dólar!”.
Es el momento más esperado del día para los últimos ocupantes de la isla.
“De mi familia nos quedamos solo tres personas”, cuenta Delfino. “En otra solo se quedaron dos, en otras no se quedó nadie… solo las puertas cerradas”.
Los candados en sus cerraduras atestiguan que se han marchado.
“Me acostumbré a estar aquí y me quedaré con mi comunidad. Si se hunde la isla, yo me hundiré con ella”, me dice Delfino sin perder la sonrisa.
Los gunas, que originalmente vivían en el interior del continente, llegaron a estas islas hace siglos, huyendo primero de los conquistadores españoles y luego de las epidemias y conflictos con otros pueblos indígenas.
En concreto, la isla Gardi Sugdub -cuyo nombre significa “Isla Cangrejo”-, fue ocupada hace más de un siglo, y desde entonces, no ha parado de crecer. En gente… y también en tamaño.
Ubicada en el archipiélado Guna Yala (antes llamado archipiélado de San Blas), es un espacio de aproximadamente 400 x 150 metros, donde hasta hace poco se apiñaban alrededor de 1.300 personas con servicios básicos limitados.
Muchos habitaban en extensiones hechas ganándole terreno al mar.
Cuando necesitaron más casas para albergar a la creciente población, los gunas comenzaron a colocar en la orilla grandes piedras traídas desde los arrecifes.
Luego fueron rellenando los huecos usando residuos como cáscaras de coco, y a modo de ingrediente final, lo recubrían todo con tierra extraída de la costa. Sobre ese “relleno”, como le dicen, levantaban nuevas viviendas.
Aun así, el espacio se hizo pequeño.
“Había familias que tenían que dormir con doble hamaca, una encima de la otra. Había que construir una nueva comunidad para ellos”, me cuenta Delfino mientras paseamos por las calles casi desiertas.
Solo unos niños jugando al fútbol se cruzan en nuestro camino. Menos gente, más sitio para jugar.
Fue precisamente debido al hacinamiento que la comunidad de Gardi Sugdub empezó a pedir en la década de 2010 un sitio para reubicarse.
Pero la falta de espacio no era el único problema que los afectaba. El agua también se había convertido en una amenaza tangible.
Según un estudio elaborado por el gobierno de Panamá y la Universidad de Cantabria (España), para 2050 la isla podría ser ya inhabitable.
Y las autoridades temen que muchas de las más de 40 islas habitadas por los gunas en el archipiélago corran la misma suerte en las próximas décadas.
“Todas están a apenas 50 centímetros sobre el nivel del mar, por lo que es prácticamente inevitable que el traslado sea obligatorio para todos”, le explica a BBC Mundo Jaime Jované, ministro de Vivienda y Ordenamiento Territorial de Panamá.
Steven Paton, del Instituto Smithsoniano de Investigaciones Tropicales, cree que “es casi seguro que antes del final del siglo, la mayoría de las islas de Guna Yala quedarán sumergidas”.
En Gardi Sugdub, la urgencia es palpable.
Muchas de las casas, construidas con madera, paja y techos de hojalata, terminan inundadas durante el periodo de lluvias entre noviembre y febrero.
En esos momentos, la única solución es permanecer tumbados en las hamacas, a pocos centímetros del agua que anega las viviendas.
“Cada año, veíamos que las mareas eran más altas. Como soy bajita, el agua me llegaba hasta los tobillos”, me cuenta Magdalena Martínez, una mujer de 74 años que sí se trasladó a tierra firme.
“No es posible que fuéramos a cocinar en fogones y siempre estuviera inundado. Así que dijimos: ‘tenemos que salir de aquí'”.
Delfino, sin embargo, cree que lo que está ocurriendo es cíclico.
“Mis abuelos y mi papá me dijeron que antes el nivel del mar subía más, los niños jugaban dentro de la casa en el cayuquito… Y, después de unos días, ¿qué había? Abundancia de pescado. Esa subida del agua nos trae los peces”.
En su relación ancestral con el mar, el concepto de cambio climático es secundario al del hacinamiento.
Pero expertos y ambientalistas creen que el caso de la comunidad guna puede ser un anticipo de lo que está por venir.
“Para finales de este siglo, se estima que 500 millones de personas que viven en costas de todo el planeta se tengan que mudar porque el nivel del mar va a hacer que ciudades grandes como Yakarta, Nueva Orleans o Miami sean inhabitables”, cuenta Steven Paton.
“Mi mente se remontó al éxodo de la Biblia cuando vi todas las familias que estábamos embarcando en diferentes barquitos”.
Sentada en su nueva casa en Isberyala, Magdalena recuerda el momento en que tuvo que abandonar la isla.
Unos días antes, y años después de que se iniciaran los planes de traslado, el gobierno -liderado entonces por Laurentino Cortizo- había hecho entrega de las llaves a los primeros vecinos de la nueva comunidad.
“Pensé, ¿qué será allá? Será algo bueno, porque le daremos nuestra imagen a ese lugar, pero ¿qué nos esperará?, ¿qué es lo que tendremos que hacer?, ¿qué nos faltará?”, me cuenta.
Trasladarse significaba empezar de cero.
“Es bastante triste salir de un lugar donde uno ha estado tanto tiempo. Añora las amistades, las calles en las que vivió, la cercanía del mar. Solo traje mi ropa y algunos utensilios de cocina. Una siente que deja pedazos de su vida en la isla”, confiesa Magdalena.
El mismo recorrido que hicieron aquellas familias en junio en 2024, lo hizo BBC Mundo unos meses después.
Tras 15 minutos en bote y otros 5 en camioneta llegamos a la nueva comunidad.
A la entrada, una pancarta recién instalada con el eslogan ‘Bienvenidos a Isberyala’, y a los costados, comuneros que retiran la maleza de la carretera con grandes machetes.
Varias filas de viviendas blancas y amarillas forman el nuevo hogar de los guna.
El gobierno de Panamá invirtió 15 millones de dólares en la construcción de la nueva barriada y también recibió fondos del Banco Interamericano de Desarrollo. Pero la comunidad jugó un papel esencial en su creación.
“Un haz de lápices es mejor que un lápiz solo, porque un grupo de lápices es difícil que se rompa”, me dice Magdalena, haciendo alusión a ese trabajo comunitario.
“Los pioneros que visualizaron esta comunidad no pudieron ver realizado su sueño. Yo todavía estoy viva y puedo gozar de mi casita”, cuenta orgullosa.
Magdalena vive junto a su nieta Bianca, de 14 años, y su anciana perra, Nieve, que esta tarde se resguarda del sol bajo un pequeño techado. Bajo este calor asfixiante, su nombre parece una paradoja.
“Aquí voy a poner un jardín con plantas medicinales y allá quiero plantar yuca, tomate, plátano, mango y piña”, va apuntando mientras me muestra el espacio detrás del inmueble.
Otros están construyendo techados o incluso nuevas habitaciones adosadas a las viviendas originales.
El traslado de los guna es visto como un ejemplo para el resto del mundo, de “cómo puede ser en la práctica la adaptación climática liderada de forma local”, explicó a BBC Mundo la investigadora Erica Bower, experta en desplazamiento climático para Human Rights Watch.
“Esto es algo que ocurrirá cada vez más y más, y tenemos que aprender de estos primeros casos para entender cómo afrontarlo de forma exitosa”, destaca.
De momento, la vida en Isberyala está lejos de ser ideal y algunos de los servicios básicos experimentan interrupciones regularmente.
Por eso cuando Alberto, un vecino que hace las veces de taxista, activa el mecanismo del tanque de agua, se desata el fragor de la rutina mañanera.
Las madres bañan a sus niños, las lavadoras a plena potencia y los bidones vuelven a rellenarse “por si las moscas”. Hay que aprovechar. El agua se corta unas tres horas más tarde y no regresa hasta la noche.
Si regresa.
El tanque que surte a la comunidad se alimenta de cuatro pozos que funcionan con un generador, que en ocasiones, sobre todo debido al mal tiempo, se avería.
De hecho, poco antes de nuestra visita, nos cuentan, estuvieron sin agua durante una semana.
Magdalena enfrenta las carencias con optimismo.
“Acá tengo mejor condición de vida, luz 24 horas, agua potable… En la isla era más difícil. Teníamos que ir a buscarla al río. Aquí tengo el grifo, me puedo duchar las veces que quiera. Tengo más comodidad”.
“Cuando vivíamos allá solo teníamos luz durante cuatro horas y aquí por lo general mi nieta puede seguir estudiando en la noche”, le explica a BBC Mundo.
Pero hay quienes ante estos incidentes optan por regresar a la isla.
“Sin luz puedo estar, pero sin agua no. Por eso, vengo acá a cocinar y a limpiar la ropa”, me cuenta Yanisela Vallarino desde la isla, mientras cuelga las prendas que acaba de lavar a mano.
Yanisela se mudó a la nueva barriada junto a su marido e hijos, pero vuelve a menudo a Gardi Sugdub, donde aún viven su madre y algunos de sus hermanos.
“Aquí la brisa la siento fuerte, pero allá no. No me acostumbro todavía. Y echo de menos mi casa, porque allá es más chica”.
Aunque el agua no es la única razón que la trae a la isla.
En la barriada tampoco hay un centro de salud, por lo que sus habitantes tienen que seguir acudiendo al que existe en Gardi Sugdub, que no cerrará mientras no haya una alternativa en Isberyala.
“Yo como madre me preocupo, porque si un hijo se enferma allá es difícil”, explica.
En una ocasión, relata, tuvo que conseguir un auto y un bote a las 10 de la noche para llevar a una hija al centro de salud de la isla, porque no podía respirar.
Las autoridades panameñas le dijeron a BBC Mundo que en 2012 (durante el gobierno del expresidente Ricardo Martinelli), se inició la construcción de un hospital, pero la obra fue abandonada dos años después por problemas de financiación.
El equipo del actual ministro de Salud, Fernando Boyd Galindo, aseguró que espera retomar el plan en 2025, aunque no especificó fecha para la entrega de las obras.
Por su parte, Jované, encargado de Vivienda y Ordenamiento Territorial, afirmó que se está estudiando la posibilidad de ampliar Isberyala para acoger a las familias que siguen en Gardi Sugdub y quizás en un futuro a las de otras islas del archipiélago.
Las ruinas del hospital abandonado contrastan con las de un proyecto que sí se concretó: el Centro Educativo Sahila Olonibigiña.
El enorme complejo de edificios de paredes azules es el gran orgullo de la nueva comunidad, y a él asisten no solo alumnos de Isberyala sino también aquellos que quedan en Gardi Sugdub e incluso desde otras islas.
“De las más de 40 escuelas que tenemos en la comarca Guna Yala, es la única con todas estas facilidades”, me cuenta Francisco González, el director e impulsor de este centro modelo.
Con su apertura, la escuela que existía en la isla cerró definitivamente.
“En Gardi Sugdub nos enfrentábamos a la subida de la marea y los vientos que soplan del norte… Teníamos que buscar la manera de salir adelante y crear aulas en distintos rincones, donde encontrábamos espacio”, relata Francisco.
La nueva escuela cuenta con más de 20 salones y tiene comedores, computadoras, canchas deportivas, clases de idiomas y artes plásticas, una biblioteca…
También ofrece educación vespertina.
“Me alegré mucho cuando la nocturna se abrió, porque quería estudiar todavía”, me confiesa emocionada Yanisela, y se pone la mano en el corazón.
Además de en las clases formales, los niños participan en actividades destinadas a mantener las tradiciones guna.
Precisamente hoy, en la Casa de la Cultura de la escuela hay un ensayo de danza y música tradicionales.
Un grupo de niños y niñas de 12 y 13 años portan coloridas camisas y vestidos con molas, el diseño textil con formas geométricas típico de este grupo indígena. Ellos tocan flautas y ellas maracas.
Ensayan “la danza del tucán” y “las abuelas que lloran”, que se baila en honor a los caídos en la revolución de 1925, cuando los gunas se rebelaron contra las autoridades panameñas para que se respetara su autonomía.
Si las mañanas en Isberyala giran en torno al agua, las tardes son el turno del deporte.
Jerson, de 8 años, es fanático del fútbol e imita el célebre grito ‘siuuu’ de Cristiano Ronaldo después de cada gol que logra en una improvisada portería entre dos piedras.
“Prefiero este sitio a la isla porque tenemos más espacio para jugar”, me dice antes de lanzarse de nuevo por el balón.
Más allá, en uno de los extremos de la barriada, una nueva cancha de baloncesto hace las delicias de unos adolescentes que practican para el gran torneo que se celebrará unas semanas después, en el que cada calle – Naga Kantule, Iguatioquiña, Igwawilubbe, Ibelele,…- contará con su propio equipo.
El voleibol también es muy popular.
“Me gusta ser la que saca, porque puedo golpear fuerte la pelota”, me cuenta Bianca, la nieta de Magdalena.
Ambas llevan un rato sentadas bajo el techado exterior de su casa y la abuela le está enseñando a coser las tradicionales molas.
“Al principio le está costando, pero sé que va a aprender”, se ríe.
Cuando un rato después, Bianca es ‘liberada’ de sus tareas y se marcha con sus amigas, le pregunto a Magdalena qué echa de menos de la isla.
Presiento que me va a hablar del mar, de la brisa o sobre cómo añora comer pescado a diario, pero su respuesta no puede resumir mejor el sentir de este pueblo: “Me gustaría que todos estuviéramos aquí”.
No pierde su sonrisa, pero por primera vez detecto un aire de nostalgia en su mirada.
Antes de irnos visitamos la Casa del Congreso, el lugar donde se reúne la comunidad, y la única edificación construida a la usanza guna. Es un edificio grande, rectangular, techado con ramas y hojas.
En el centro, tumbado sobre una hamaca nos espera Tito López, el ‘sayla’ de Isberyala, la máxima autoridad del lugar.
“Mientras la hamaca esté viva, el corazón del pueblo guna estará vivo”, nos dice mientras se balancea.
Tan intrínseca es la costumbre de dormir en ellas que las están instalando en sus nuevas casas, sustituyendo las modernas camas que incluían por defecto.
La conexión trasciende el descanso.
Cuando un guna muere, se le viste con las ropas tradicionales y se le coloca en su hamaca durante un día mientras recibe la visita de familiares y amigos.
Luego, se le entierra envuelto en ella. Encima del cuerpo se colocan ramas de níspero, otro elemento muy especial para estos indígenas.
Los guna tienen un respeto sagrado por la naturaleza.
Así que, como se vieron obligados a talar muchos árboles de este fruto para limpiar el terreno donde se levantó la nueva comunidad, decidieron llamarla Isberyala, que en su idioma significa ‘montaña de nísperos’.
Allí está su nuevo hogar.
Mapa: Caroline Souza, Equipo de periodismo visual de BBC Mundo
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