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La persecución penal: el largo camino hacia la práctica

La política de persecución tradicionalmente ha sido un cálculo entre las capacidades institucionales de las fiscalías y el criterio político de fiscales en turno (qué delitos se persiguen con mayor énfasis, cuáles con menor, cuáles de plano son ignorados). Nunca ha sido una estrategia pensada en perseguir los fenómenos criminales que más dañan a la sociedad en su conjunto.
24 de junio, 2021
Por: Ángel Ruiz

Entre la teoría y la práctica hay un tramo más largo del que muchas veces queremos aceptar. Las leyes y las instituciones son el soporte de la garantía de derechos, pero las prácticas y cultura institucionales, así como todo lo que rodea económica y políticamente la acción del Estado, son lo que hacen a las leyes y a las instituciones funcionar. Este matiz se ha olvidado, en una idea de que debemos de salvar al Estado con la noción que la teoría política clásica tiene de este, sin comprender que la acción estatal ha sido criminal y cómplice en la mayor parte del territorio: sólo podemos decirle Estado ausente si elegimos el análisis cómodo.

En lo que va de este sexenio, desde buena parte de la sociedad civil nos hemos dedicado a defender a las instituciones, no la función que cumplen. Nos hemos olvidado de que la cultura política cambia con el grupo en el poder. En otras ocasiones hemos señalado que la inercia (y cierta comodidad) nos llevó a refugiarnos en la técnica como el único reducto de incidencia con gobierno antidemocráticos. Pero tampoco hemos entendido que, independientemente del gobierno, las mayorías sociales repudian la tecnocracia; y eso, contrario a lo que es más cómodo pensar desde la técnica, es signo de la vitalidad democrática del país.

En estos días se critica la consulta del próximo 1 de agosto. Independientemente de si la consulta constitucionalmente se sostiene o no, valdría la pena pensar por qué las leyes e instituciones actuales no han modificado la ausencia histórica de participación en la definición de la política de seguridad y justicia en el país. En particular, en la definición de las prioridades de persecución penal en el país.

La política de persecución tradicionalmente ha sido un cálculo entre las capacidades institucionales de las fiscalías y el criterio político de fiscales en turno (qué delitos se persiguen con mayor énfasis, cuáles con menor, cuáles de plano son ignorados). Nunca ha sido una estrategia pensada en perseguir los fenómenos criminales que más dañan a la sociedad en su conjunto. Parte de la necesidad de cambio de esta lógica se reconocía en la brevísima y nunca implementada Ley Orgánica de la Fiscalía General de la República (LOFGR), con la propuesta de crear un plan de persecución penal que guiara la acción de la Fiscalía. Sin embargo, a pesar de que se propusieron insumos desde sociedad civil para crear un plan de persecución penal, este tampoco contempló las voces de víctimas en particular, ni de la población en general.

Aún falta por definir qué sucede con la nueva LOFGR –criticada duramente desde sociedad civil, víctimas y organismos internacionales– ante la acción de inconstitucionalidad presentada por la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SJCN). Sin embargo, valdría la pena que nos preguntemos si tenemos parte de la responsabilidad de que la anterior Ley de Fiscalía no se implementara, y en cambio se volviera a un modelo anterior de clara primacía del control político de la procuración de justicia, al no trabajar en propuestas conjuntas entre grupos amplios de la sociedad, por negarnos a salir de nuestro nicho de sociedad civil. Este ejercicio de autocrítica nos debe llevar a pensar si la interlocución política con autoridades desde la expertise técnica es suficiente para democratizar la justicia, o si, por otro lado, debemos abrazar la idea de que las discrepancias técnicas expresan disputas de ideales políticos sobre lo que significan la justicia o la democracia. Y que tal vez discutir modelos amplios de justicia y democracia en una conversación franca y pública –alejada de la búsqueda de un lugar privilegiado para hablarle al poder– sea lo mejor para todas y todos. En estas discusiones más amplias es posible reconocer que las demandas sociales de justicia y verdad pueden plantear retos de transformación del modelo más amplio de justicia, por ejemplo, al cuestionar el monopolio del ministerio público sobre el uso de ciertas herramientas investigativas, como lo hemos planteado en ocasiones anteriores.

La otra opción es seguir formando parte de la distorsión entre la teoría y la práctica. Es decir, de mantenernos en un discurso público que exagera nuestros logros pasados, en vez de defender, promover y resistir desde las conquistas sociales que sólo han sido posibles de la mano de innumerables manos y voces (de las cuales solo somos una pequeña parte).

Hace unos días celebramos diez años de la mayor transformación constitucional de los últimos años con la reforma de derechos humanos, mientras que la violencia y la impunidad estructural han hecho que esos derechos sean una fantasía para buena parte de la población. Esta reforma no ha logrado cambiar la cultura política a una basada en derechos, pero permitió enunciar que la defensa de la dignidad humana es la base de la exigencia política al Estado. Este matiz al idealismo con el que se vendió por mucho tiempo al trabajo de cambio político en el país no es derrotista, sino realista. Abandonar la reivindicación de que hemos construido en solitario las instituciones democráticas, y más bien resistir y construir desde la conquista compartida de un ideal –el de la dignidad– nos aleja del protagonismo, pero nos hermana con las luchas que lo han conseguido.

* Ángel Ruiz es investigador en el Programa de Derechos Humanos y Lucha contra la Impunidad de @FundarMexico.

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Imagen BBC