México es un país que se cuenta a sí mismo en canciones, películas, en murales que gritan desde las paredes. Es un territorio donde el pan de muerto sabe a memoria, donde los tejidos indígenas guardan siglos de resistencia, donde el cine de la Época de Oro sigue proyectando la identidad nacional en la conciencia colectiva. Sin embargo, cuando el 13 de enero de 2025 la presidenta Claudia Sheinbaum presentó el primer borrador del Plan México –ese ambicioso proyecto de 277 mil millones de pesos que se distribuirá en 2 mil proyectos para convertir al país en el mejor del mundo–, las industrias creativas y culturales brillaron por su ausencia. Ni el cine ni la música ni las letras ni las artesanías ni la gastronomía aparecieron entre las 13 metas prioritarias centradas en la energía, el agua, el transporte, la educación profesional y técnica, y la vivienda. Fue como si, en el afán de construir el futuro, se hubiera olvidado el espíritu que lo sostiene.
Las cifras desmienten ese olvido. Según la última edición de la Cuenta Satélite de la Cultura de México en 2023, el sector cultural generó ese año el 2.7 % del PIB nacional (820,963 millones de pesos) y empleó a 1.4 millones de personas (3.5 % del total de la economía). Las artesanías –esa red invisible de manos que tejen, esculpen y bordan– aportaron casi una quinta parte de ese monto (19.1 %), superando incluso a los medios audiovisuales (17.6 %). Mientras tanto, los contenidos digitales crecieron a un ritmo del 9.6 %, demostrando que la creatividad no solo vive en los museos, también habita en los algoritmos. No obstante, el presupuesto público parece ir en sentido contrario: los recursos destinados a la Secretaría de Cultura, encargada de la promoción y difusión de las expresiones artísticas y culturales, han disminuido en un 12 % desde 2019.
En el debate sobre el modelo económico del país, surge una paradoja. México ha tenido históricamente una política industrial tímida, enfocada en sectores tradicionales como manufactura o producción de automóviles, mientras que deja de lado aquellos que podrían darle ventajas competitivas en el transcurso de este siglo. Las industrias creativas –por su mínima necesidad de infraestructura pesada y su gran capacidad de expandirse a nivel global– son un claro ejemplo. Corea del Sur lo entendió hace décadas al impulsar el K-pop y los dramas surcoreanos que generan más dinero que su industria automotriz. México, en cambio, sigue sin una estrategia clara para convertir su capital cultural en desarrollo sostenible.
En este contexto, el anuncio de Netflix de invertir mil millones de dólares (aproximadamente 20,159 millones de pesos) en producciones mexicanas entre 2025 y 2028 resuena como un llamado de atención. La cifra es reveladora y supera en 5 mil millones de pesos a los recursos asignados a la Secretaría de Cultura para 2025. Con esta inversión, la plataforma de streaming planea rodar alrededor de 80 series y películas en cuatro años, revitalizar las instalaciones de los Estudios Churubusco, y crear empleos que van desde actores hasta técnicos de iluminación. El gobierno celebró la inversión como un ejemplo de cómo atraer capital, pero se omitió una pregunta difícil: ¿por qué el Estado no está invirtiendo con el mismo empuje en su propia cultura?
El Plan México promete reducir la pobreza y la desigualdad, pero ignora que en Oaxaca un taller de alebrijes sostiene familias enteras; que, en Guanajuato, los festivales internacionales de cine y cervantino son motores turísticos; que, en Puebla, las rutas gastronómicas mantienen vivos los llamados Pueblos Mágicos. Tampoco parece reconocer que cuando una Natalia Lafourcade canta, una Fernanda Melchor escribe o un Guillermo del Toro filma, no solo exportan entretenimiento, sino que además proyectan la imagen de un país al mundo, especialmente cuando reciben los premios internacionales. Mientras el PIB cultural creció un 2.6 % en 2023, la música y los conciertos cayeron un 5.5 %, una pérdida que pudo evitarse con más conciertos públicos y destinando más fondos para nuestras artistas. La cultura y la creatividad no son lujos ni privilegios, son pilares fundamentales para el desarrollo económico de cualquier sociedad.
Excluir a las industrias creativas del Plan México implica un riesgo. Al dejarlas fuera, no solo se pierde una oportunidad económica –como demuestra el diseño mexicano en la moda que ha llegado a conquistar el mercado de Nueva York–, sino que también se debilita el discurso de soberanía cultural. Es un tanto irónico que, mientras el presupuesto de los Estudios Churubusco ha caído un 25.9 % desde 2019, una empresa extranjera como Netflix sea la que financie su optimización. México tiene un plan para construir carreteras, pero no para preservar los caminos que llevan a salvaguardar su identidad, su patrimonio.
Según la UNESCO, las industrias culturales representan el 3.1 % del PIB global y el 6.2 % del total del empleo mundial. Para dimensionarlo, tan solo en la Unión Europea, el 6.1 % de la fuerza laboral está empleada en al sector automotriz, una cifra similar a la de las industrias culturales a nivel global. Desde 2017, Colombia implementó la Ley Naranja para impulsar sus industrias creativas, demostrando que el Estado puede y debe ser un aliado en este sector. México también puede hacer lo mismo.
El desarrollo de México debe concebirse no solo en términos de kilómetros y megavatios, sino en la capacidad de contar nuestras propias historias. Un país que no invierte en sus artistas termina alquilando los de otros. Un país que abandona su cultura pierde su identidad, su memoria y su voz. Las y los creadores mexicanos no merecen el olvido. Merecen un lugar en el Plan México.
* Paulina Castaño Acosta es investigadora en el programa de Justicia Fiscal de @FundarMexico.
Muchos economistas creen que el libre comercio es lo más beneficioso para la economía global, aunque el proteccionismo tiene algunos partidarios.
Pocas ideas suscitan un acuerdo tan generalizado entre los economistas como que los aranceles son una mala idea.
Pese a que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, dice estar convencido de que los que anunció la semana pasada provocarán “históricos resultados” que harán a su país “rico de nuevo”, la mayoría de los economistas consideran estos aranceles un obstáculo para el progreso.
Trump ha establecido aranceles masivos y los ha convertido en una de las banderas de su segundo mandato.
Pero la mayoría de expertos señalan que resultarán perjudiciales y que los principales damnificados serán probablemente los consumidores y compañías estadounidenses.
¿Cómo ha llegado la ciencia económica a esta conclusión negativa sobre los aranceles?
Los aranceles son impuestos a las importaciones que se pagan en la aduana por los importadores.
Por ejemplo, si una empresa estadounidense quiere importar madera por un valor de US$100 y el gobierno estadounidense ha impuesto un arancel del 10% al país de procedencia, tendrá que pagar US$110.
Durante décadas, los aranceles fueron el instrumento principal de la política económica proteccionista, aplicada en diferentes países por gobiernos que buscaban proteger a la industria local de la competencia exterior.
Los partidarios del proteccionismo creían que la imposición de aranceles favorecería el desarrollo de la industria local, a la que consideraban clave para el desarrollo y veían ahogada por la afluencia de mercaderías extranjeras.
Fue la tesis esgrimida, entre otros, por Alexander Hamilton, uno de los “padres fundadores” de Estados Unidos, que abogó por los aranceles para frenar las importaciones de Gran Bretaña y permitir que la industria de la joven república estadounidense levantara el vuelo.
La teoría proteccionista sostenía que las restricciones a la competencia extranjera ayudarían a la industria nacional, que con menos competidores foráneos podría aumentar sus beneficios y emplear a más trabajadores locales. También compensaría la balanza de pagos y contribuiría a la capitalización del país.
Es la misma visión aparentemente abrazada más de dos siglos después por Trump, que aboga por que los autos de Estados Unidos se fabriquen en factorías en el país y cree que los ingresos por los aranceles compensarán los costes de la gran rebaja de impuestos que ha prometido.
Pero desde hace décadas impera el criterio de que los aranceles hacen más mal que bien.
En palabras de Erika York, analista de la Tax Foundation, un centro de análisis de Estados Unidos, “barreras al comercio como los aranceles han demostrado causar más daño económico que beneficio”.
“Elevan los previos, reducen la disponibilidad de bienes y servicios, lo que resulta en suma en menores ingresos, reducción del empleo y una menor producción”.
La principal preocupación en el contexto actual es que los aranceles tengan como primer efecto un aumento de los precios, precisamente cuando Estados Unidos y el mundo comenzaban a superar la ola inflacionista de los últimos años.
Los aranceles impactan en los márgenes de beneficio de fabricantes e importadores, lo que en muchos casos repercutirá en el precio final, contribuyendo a una potencial caída del consumo y, en consecuencia, del crecimiento económico.
“Cuando un producto es más caro para una compañía, se lo venderá más caro al consumidor, así que el consumidor va a tener que o pagar más o decidir no comprarlo, lo que resultará en una ralentización de la economía”, explica Şebnem Kalemli-Özcan, profesora de economía de la Universidad de Brown.
Por eso, el presidente de la Reserva Federal estadounidense, Jerome Powell, advirtió que los aranceles de Trump implican “riesgos elevados de un mayor desempleo y una mayor inflación”.
Los expertos también cuestionan la obsesión de ver la balanza de pagos como indicador de prosperidad de un país.
Trump insiste en que el déficit comercial que muestra la estadounidense es la prueba de que el resto del mundo lleva años abusando de su país.
Pero en realidad la balanza de pagos no es más que un indicador que mide el flujo de bienes y servicios, y el capital, lo que refleja los flujos financieros pero no necesariamente la salud del comercio y la economía.
Un ejemplo sencillo usado por York ilustra bien porque fijarse solo en la balanza de pagos puede llevar a engaño.
Imaginemos que una compañía estadounidense envía un flete valorado en US$100 millones a Francia. Al partir, se registraría esa cantidad como déficit para Estados Unidos. Si tras vender todas sus mercancías allí, ese mismo buque regresa de Francia con productos valorados en US$30 millones para vender en Estados Unidos, la balanza de pagos seguiría registrando un déficit de US$70 millones, pero a la postre esa compañía estadounidense habría vendido US$130 millones en ambos países, con lo que habría ganado US$30 millones como resultado.
El proteccionismo ha sido también abandonado por la constatación de que, aunque pueda resultar beneficioso a corto plazo para un determinado sector industrial, a la larga acaba siendo perjudicial para la economía en general.
Los agricultores locales, por ejemplo, pueden ampliar sus ventas y su cuota de mercado si no tienen que enfrentar la competencia extranjera, pero a la larga la falta de competencia llevará a un encarecimiento de los precios de los productos y potencialmente a un descenso de su calidad que acabará afectando a todos los consumidores.
“A medida que los consumidores gastan más en los bienes a los que se ha impuesto el arancel, tienen menos para gastar en otros, de manera que se apuntala a una industria en detrimento de todas las demás”, según explicó York.
Los aranceles son además un impuesto no progresivo. Se imponen sobre los artículos importados sin importar el nivel de renta de los consumidores, por lo que si derivan en un aumento de los precios, como suele suceder, acaban siendo un lastre mayor para las personas con menos recursos.
Por poner un ejemplo, si los aguacates suben un 15% como resultado de los aranceles, el impacto será mayor para las familias que tienen menos o ningún margen para afrontar esa subida.
Pero, según explicó un grupo de economistas en la revista Journal of Purchasing and Supply Management, los aranceles suelen acabar siendo dañinos incluso para los sectores a los que se supone que quieren proteger.
“Aunque los aranceles pueden ofrecer cierta protección a algunas industrias, también pueden crear ineficiencias” para estas y para sus socios y clientes en las cadenas de suministro, afirma el estudio.
En realidad, la idea de que el libre comercio es una fuente de prosperidad está presente en economistas clásicos desde hace siglos.
Adam Smith, considerado el padre de la ciencia económica moderna, ya abogaba por él en su libro “La riqueza de las naciones” de 1776.
Smith explicó que el libre comercio permitía a cada país especializarse en los productos que le resultaran más convenientes y con los que obtenía mayores beneficios, en lugar de tener que producir todo aquello que se demandara en su mercado.
Varias experiencias del pasado han llevado a los economistas a la conclusión actualmente vigente sobre los aranceles y el proteccionismo.
Rober Gulotty, profesor de Ciencia Política de la Universidad de Chicago, recuerda el precedente de la Ley de Embargo de 1807, aprobada en Estados Unidos para castigar el comercio con Gran Bretaña y Francia. “Tuvo como efecto una pronunciada reducción de las importaciones y exportaciones de Estados Unidos, y la expansión del comercio británico en Sudamérica y culminó en la guerra de 1812” entre Estados Unidos y su antigua metrópoli.
El premio Nobel de Economía Joseph S. Stiglitz dijo en una conferencia reciente que el programa proteccionista implantado en Estados Unidos en la década de 1930, cuando el país sufría la grave crisis económica provocada por el crack bursátil de 1929, fue “un factor importante que contribuyó a la Gran Depresión”.
“No fue un programa de creación de empleo. Fue uno de destrucción de empleo”, dijo Stiglitz, que alertó además que la imposición de aranceles en un país suele desencadenar medidas de represalia en otros, justo lo que lleva años ocurriendo entre Estados Unidos y China, las dos mayores economías del mundo.
“Sabemos que este tipo de guerras comerciales conduce a un descenso de las condiciones de vida”, indicó Stiglitz.
Escarmentados por experiencias como la de 1930, los líderes mundiales apostaron tras el final de la Segunda Guerra Mundial por la supresión de las barreras comerciales en todo el mundo, un proceso impulsado decididamente por Estados Unidos.
La firma en 1948 del Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés) llevó a un sistema de mayor apertura y una supresión generalizada de aranceles que se tradujo en la creación de la Organización Mundial de Comercio en 1995, un legado que es valorado positivamente por la mayoría de economistas.
Fue la era de la Globalización, en la que, según Erika York, “el mundo abandonó las políticas comerciales proteccionistas y se desplazó hacia un sistema de comercio abierto basado en reglas”, lo que” ha llevado a beneficios generalizados, incluido un aumento de los ingresos, precios más bajos y más opciones para los consumidores”.
Tras la Segunda Guerra Mundial, se inició también el proceso de integración que desembocó en la creación de un mercado común europeo, clave para la reconstrucción del viejo continente tras el desastre de la guerra y el desarrollo que ha experimentado Europa desde entonces.
Los estudios disponibles sobre episodios más recientes, como los aranceles impuestos a los productos de China durante la primera presidencia de Trump, también han revelado más perjuicios que beneficios y apuntan a que quienes acabaron pagándolos en mayor medida fueron los consumidores estadounidenses.
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