“Ver viene antes que las palabras”, escribió John Berger. Pero esa mirada no es neutra: está formada por lo que sabemos, lo que deseamos y, sobre todo, por el poder que creemos tener sobre lo que miramos. En su obra Ways of Seeing, Berger explicó cómo la tradición visual occidental —incluso en su forma más elevada, como el arte— ha consolidado una mirada masculina donde observar es también dominar, y donde el cuerpo femenino es representado para ser visto, deseado y poseído.
Hoy, en la era digital, esta lógica no ha desaparecido. Solo ha cambiado de formato. Las imágenes íntimas compartidas sin consentimiento —lo que se conoce como Violencia Basada en Género Facilitada por la Tecnología (VBGFT)— continúan atrapando a mujeres en miradas que no eligieron, convertidas en objetos de intercambio dentro de entornos virtuales que las despojan de su humanidad.
Esto encontramos en un estudio sobre Violencia Basada en Género Facilitada por la Tecnología (VBGFT), en el que participaron hombres jóvenes en México y Guatemala. Magenta y Altazor queremos compartir un poco de lo que descubrimos, aprendimos y confirmamos con este estudio en conjunto, en el que estos jóvenes reciben y comparten sin consentimiento imágenes privadas o “nudes”, mediante chats grupales.
En los espacios digitales donde circulan estas imágenes, se reproduce un pacto implícito entre hombres jóvenes: compartir contenido íntimo de mujeres se convierte en una forma de validar la masculinidad frente a los demás. Lo que alguna vez fue un retrato al óleo para mostrar posesión, hoy es una fotografía compartida en un chat grupal. El contenido íntimo es transformado en un símbolo de poder, en un trofeo, en una demostración de estatus entre pares.
En este contexto, el cuerpo de una mujer no solo es visto; es clasificado, compartido y reducido. Es, en términos de Berger, una mercancía visual: su valor no está en su historia, su consentimiento o su dignidad, sino en lo que representa para quien lo exhibe.
El daño de esta práctica va más allá de la violación a la privacidad. Al viralizarse, una imagen íntima deja de ser una expresión personal para convertirse en una identidad congelada. Quien aparece en ella ya no tiene derecho a explicar, matizar, defenderse. Se convierte en una versión reducida de sí misma, repetida hasta el cansancio, comentada, juzgada, olvidada… y reenviada otra vez.
La víctima es arrastrada a una narrativa construida por otros, donde su imagen se disocia de su persona, y su cuerpo se convierte en prueba social de alguien más. Es la forma contemporánea de lo que Berger señaló en el arte clásico: el desnudo como un espejo en el que los hombres se ven a sí mismos con poder, no a la mujer como sujeto.
Gran parte de esta violencia ocurre sin reflexión, amparada en una idea de “normalidad” entre varones que rara vez se interrumpe. Pero no se trata de ignorancia, sino de un sistema de reconocimiento masculino que premia el silencio, el consumo y la repetición. En ese sistema, los códigos de complicidad pesan más que el consentimiento, y las imágenes son vistas como algo disponible por default, como si no tuvieran historia ni implicarán consecuencias.
Frente a esto, hablar de responsabilidad no es solo hablar de leyes o de castigos. Es hablar de la mirada. De qué hacemos con lo que vemos. De cómo aprendimos a asociar imágenes con propiedad, con prestigio, con poder. Y, sobre todo, de cómo podemos desaprender esas ideas.
Si vemos el mundo según lo que creemos, es hora de cambiar lo que creemos. No basta con dejar de reenviar imágenes. Hay que reaprender a mirar. Una imagen íntima no es una medalla, ni una broma, ni un objeto de colección. Es un acto de confianza que puede volverse arma si no se respeta.
Berger decía que “la forma en que vemos las cosas está condicionada por lo que sabemos”. Tal vez ha llegado el momento de saber algo diferente. De ver de otro modo. De dejar de poseer a través de la imagen, y empezar a respetar a través del acto de mirar.
*Cristina Salazar, Ed.D. (@CristinaSalazar) es docente y senior manager en Altazor Intelligence (@Altazor_Intell), agencia de investigación de mercados y opinión pública.
El centro de adiestramiento del Cartel de Jalisco encontrado cerca de Guadalajara conmocionó al mundo, pero los vecinos del predio temen ser estigmatizados.
En una inmensa sabana forrada de cultivos de caña, en el estado de Jalisco, México, destaca un pequeño predio rectangular con muros de concreto, dos precarias edificaciones y un portón negro de madera, con dos caballos pintados, que da a conocer el nombre del lugar: Rancho Izaguirre.
Un lugar que para los vecinos del municipio de Teuchitlán solía pasar desapercibido, hasta que en septiembre de 2024 la Guardia Nacional allanó el terreno entre tiroteos y arrestó a 10 personas, rescató a dos secuestrados, y encontró un cadáver.
La semana pasada, después de que la Fiscalía local dijo que no encontró más cosas tras los allanamientos, el grupo Guerreros Buscadores de Jalisco denunció que ahí, además de un campo de adiestramiento del Cartel de Jalisco Nueva Generación, había hornos crematorios para desaparecer los cuerpos de las víctimas de una de las empresas criminales más poderosas de México.
La misma fiscalía jalisciense descarta los hornos, aunque el grupo de buscadores mantiene su versión. Y los vecinos los califican de “cómplices”, que “están quemando al pueblo”, que son “maña”.
Y las investigaciones, cada día más empapadas por la desconfianza hacia las autoridades, continúan.
La presidenta, Claudia Sheinbaum, ha pedido “esperar a los resultados”. Mucho de su gestión depende del tema seguridad.
Al predio llegan cada mañana, bajo un sol punzante y una oleada de polvo, una decena de camionetas de las fiscalías local y nacional, así como de la Guardia Nacional y la Policía Municipal, que en Teuchitlán no tiene más de 30 oficiales. Por la tarde se van y el predio en la noche queda solo, como si no fuera un foco de atención nacional y mundial.
Que lo es porque los buscadores, con su denuncia, dieron a conocer las fotos de sus hallazgos, donde se veían los zapatos corroídos, las playeras agujereadas y las mochilas polvorientas de los jóvenes que pasaron por este otro epicentro de la crueldad humana.
“El nombre de Teuchitlán está en el ojo del huracán del mundo”, me dice Jaime Gustavo Nabel, el párroco del municipio, mientras suenan niños hablando y riendo como en cualquier tarde calurosa de catequesis en la parroquia.
“Dicen que somos el Auschwitz mexicano, el infierno en la tierra, la herida abierta de la humanidad, y no, Teuchitlán no es el asesino ni el culpable de este horror”.
Teuchitlán está a 50 kilómetros de Guadalajara, una de las tres ciudades más grandes de México, y su gran riqueza, además de las industrias cañera y agavera, es una pirámide cilíndrica, conocida como Guachimontones, que construyeron las culturas prehispánicas acá antes de esta era.
Una atracción turística a la que cada domingo, reporta el recepcionista, llegaban un promedio de 100 turistas, y ahora, después de que el pueblo se convirtió en noticia mundial, llegan poco más de 20.
Pero la sensación de la localidad no es la de una emergencia: los niños juegan en las calles, los campesinos se reúnen en plaza a compartir el atardecer y las madres llevan a sus hijos a tarde de catequesis.
Sol Rivera es una de ellas. “No es que haya negación o falta de empatía —dice, sonriente—, sino que nosotros no somos eso y más bien queremos seguir mostrando a las madres que estamos con ellas, que les tenemos respeto y admiración por todo lo que han hecho”.
El domingo el pueblo hospeda una vigilia, a la que vendrán cientos de madres buscadores de todo el país.
Rancho Izaguirre está en la zona rural del municipio: convenientemente, tan cerca y tan lejos del pueblo y la gran metrópoli.
A dos predios de distancia, un campesino regando un cultivo de caña me dice, en condición de anonimato, que “ahora esto da miedo, esto antes era tranquilo, pero imagínate cuando la caña esté alta, de dos metros, y este desierto se convierta en un laberinto de callejones”.
Otro campesino de la zona, también reacio a darme su nombre, añade: “Esto está canijo, yo vivo en Estados Unidos y mi hijo también, por esto nomás, por esta violencia”.
En Guadalajara, donde Rancho Izaguirre también parece estar en todas las conversaciones, muchos se preguntan por la interacción de los vecinos con el predio: ¿cómo no iban a saber, me dicen, o haber visto, o incluso abastecer de tortillas a esta presunta academia paramilitar?
David Saucedo, un experimentado consultor en seguridad, tiene una explicación: “Estos centros logísticos están aislados de los entornos urbanos porque como hay detonaciones, gritos por las prácticas de tortura, explosivos, necesitan privacidad, necesitan una barra perimetral de seguridad que los aísle”.
Al tiempo, “están cerca de la ciudad porque es ahí donde necesitan a los reclutas (…) En Guadalajara en este momento hay una batalla entre dos carteles que necesitan nuevos soldados y estos centros se suelen usar para abastecer la batalla”.
“El reclutamiento voluntario o forzado es una práctica común de la estructura criminal de los carteles, sirven para formar halcones (vigilantes), sicarios y narcomenudista, y son gestionados por exmilitares y mercenarios”, señala Saucedo.
Si algo se puede deducir de las imágenes de dron que los medios locales han podido sacar del predio es que en él había varios espacios típicos de una academia militar, como un camino de obstáculos hecho de llantas o huecos en la tierra que sirven como piloto de trinchera.
Para Saucedo, estas academias muestran el carácter organizado del crimen, cuya estructura incluye hospitales, bodegas y centros de monitoreo.
El criminólogo añade que la mayoría de los prospectos narcos entran a este tipo de academias por voluntad, pero un 40% —estima— llegan de manera forzada.
Carlos Eduardo Amador Magaña desapareció a sus 19 años un martes de junio 2017 en un momento en el que, como ahora, el Cartel de Jalisco había sufrido una escisión y sus nuevas ramas estaban en guerra y en busca de soldados.
Rosalba Magaña —vestida de rojo, cargando su foto, de verbo preciso y rebelde— es su madre, una jubilada soltera que crió a tres hombres; y lo sigue buscando.
Dos días después de la desaparición, me dice, ya le había dado a las autoridades videos, transcripciones de llamadas y pruebas que “permitían hacer un plan de búsqueda, y hoy es fecha que eso no se agota”, que no le dan información.
La madre buscadora —así les llaman en México a un creciente símbolo del valor y la esperanza— añade: “Yo he trabajado y peleado con las autoridades, he buscado en basureros, he gritado y llorado en mi casa, porque yo cometí el error, quizá porque tenía una vida relativamente feliz, porque no sabía que esto pasaba, de confiar en que las autoridades iban a responder ante esto de manera organizada, y no”.
Lo que más le “da coraje”, afirma, es que las desapariciones aumenten.
“Cuando mi hijo desapareció, en 2017, eran 3.700 los desaparecidos, y ahora son 16.000”, dice, sobre una cifra que genera polémica en México, pero que, si se toman los números históricos, puede llegar a 120.000.
“Claro que tengo fe de encontrarlo”, insiste, a pesar de que no cree en las autoridades. “En el campo de exterminio, o como indigente, pero la fe la necesito para sanar”.
Luego repite una frase que se ve en las camisetas y afiches de los familiares de desaparecidos que por estos días vuelven a protestar en Guadalajara y sus municipios aledaños: “Mientras no lo encuentre, no voy a descansar”.
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