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Día Mundial de la Diabetes: una enfermedad particularmente cercana
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Día Mundial de la Diabetes: una enfermedad particularmente cercana

La diabetes no solo afecta la salud física de quienes la padecen, sino que también agrava la precariedad económica y emocional de las familias mexicanas, ya que el manejo de esta condición requiere atención constante y costosa, cuyo cuidado recae de manera desproporcionada sobre las mujeres.
12 de noviembre, 2024
Por: Frida Romay Hidalgo

El Día Mundial de la Diabetes, que se celebra cada 14 de noviembre, nos invita a reflexionar sobre una de las enfermedades crónicas más prevalentes y preocupantes a nivel global. En México, el impacto de esta enfermedad es alarmante, especialmente entre las mujeres, quienes enfrentamos barreras adicionales debido a las desigualdades en el acceso a la salud y las responsabilidades de cuidado que a menudo recaen desproporcionadamente sobre nosotras. La diabetes no solo afecta la salud física de quienes la padecen, sino que también agrava la precariedad económica y emocional de las familias mexicanas, ya que el manejo de esta condición requiere atención constante y costosa.

Las cifras son contundentes. De acuerdo con la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición (ENSANUT) 2022, la prevalencia de diabetes —diagnosticada y no diagnosticada— en México alcanza a 14.6 millones de personas, mientras que el número de personas con prediabetes es de 17.6 millones; de estas últimas, se estima que el 25 % desarrollará diabetes en un plazo de 3 a 5 años. Además, las complicaciones derivadas de la diabetes son una de las principales causas de muerte en el país. Sin embargo, más allá de las estadísticas, es crucial recordar que la diabetes no afecta a todas las personas por igual. Por ejemplo, en el caso de las  mujeres, especialmente aquellas que pertenecen a grupos en mayor situación de vulnerabilidad o que viven en condiciones de pobreza, enfrentan mayores dificultades para acceder a los servicios de salud y a la educación sobre el cuidado que esta enfermedad requiere.

El acceso desigual a los servicios médicos, la falta de diagnósticos oportunos y las múltiples responsabilidades que las mujeres asumimos en el hogar, como el cuidado de hijxs, sobrinxs, padres, madres o parejas, dificultan que prioricemos nuestra propia salud. Estas dinámicas perpetúan las brechas de género en el manejo de enfermedades crónicas como la diabetes, lo que subraya la necesidad urgente de implementar políticas públicas que respondan a las realidades particulares de las mujeres.

En lo personal, la diabetes ha marcado profundamente a mi familia nuclear. Tanto mi mamá como mi papá viven con diabetes tipo 2, una condición que ha transformado sus vidas y nuestra dinámica familiar. Como mujer e hija, me he visto implicada en la carga emocional y, en muchos casos, también en la carga de cuidados y económica que esta enfermedad exige. Ver cómo la diabetes afecta su salud mental y física ha sido un proceso de aprendizaje constante para poder acompañarles. Pero también ha sido un camino de mucha preocupación e incertidumbre, por múltiples factores, entre estos, el económico, ya que si mi mamá y papá no tuvieran acceso a los servicios de salud del ISSSTE, tendríamos que destinar un porcentaje considerable del ingreso familiar para tratar la enfermedad.

En muchas familias mexicanas, la responsabilidad de cuidar a los miembros con alguna condición que afecta su salud recae principalmente sobre las mujeres, y la mía no es la excepción. Aunque mi hermano ha sido diagnosticado como prediabético y enfrenta un riesgo real de desarrollar la enfermedad, he notado que mi mamá, la esposa de mi papá, y yo somos quienes hemos asumido el rol activo en la organización de citas médicas, el control de la alimentación y el apoyo emocional a mi papá y hermano. Esto refleja una realidad común en México: el cuidado de la salud, tanto la propia como la de los demás, es una tarea que asumimos las mujeres con frecuencia, y que a menudo es invisibilizada y no reconocida socialmente.

Mi hermano ha comenzado a modificar su estilo de vida para prevenir que la prediabetes se convierta en diabetes, y aunque sus esfuerzos son evidentes —ha cambiado su dieta, hace ejercicio regularmente y monitorea su salud con atención—, el riesgo sigue presente, y la preocupación, constante. Por mi parte, también me mantengo en alerta. Mis probabilidades de desarrollar diabetes son altas, no solo por la predisposición genética, sino también por los factores de riesgo compartidos en nuestro hogar, como el sedentarismo y los hábitos alimenticios que heredamos o adoptamos con el tiempo. Esta amenaza latente me lleva a reflexionar continuamente sobre la importancia de cuidarme a mí misma, pero también sobre cómo, como mujeres, a menudo relegamos nuestras propias necesidades por atender las de los demás, y sin duda, también me enoja el ambiente obesogénico que las autoridades han permitido que prevalezca – y crezca-  lo que  dificulta  sobremaneramente que tomemos decisiones saludables.

La experiencia de mi familia no es única. Muchas familias enfrentan situaciones similares, donde la diabetes afecta a varios miembros del hogar y compromete el bienestar de todas las personas involucradas. En estos casos, no se trata solo de una enfermedad individual, sino de una enfermedad que impacta a toda la colectividad. Vivir con diabetes o con el riesgo de padecerla implica cambios significativos en nuestras vidas, que a menudo se ven complicados por las condiciones estructurales de desigualdad que aún persisten en nuestra sociedad.

En este Día Mundial de la Diabetes es fundamental reflexionar sobre la forma en que esta enfermedad agrava las desigualdades de género y cómo, en muchos casos, las mujeres asumimos el peso del cuidado, tanto propio como ajeno, de manera desproporcionada. La diabetes, más allá de ser un problema de salud pública, es un reflejo de las desigualdades que atraviesan nuestras vidas cotidianas. Necesitamos, como sociedad, impulsar un cambio que nos permita priorizar el bienestar de todas las personas, pero en especial, reconocer y aliviar las cargas invisibles que recaen sobre las mujeres. Que esta fecha nos invite a pensar en soluciones integrales que contemplen no solo el tratamiento médico, sino también la prevención desde un enfoque de  justicia social y  equidad de género.

*Frida Romay Hidalgo (@FridaRomayHgo) es coordinadora de Salud y Bienestar en Nosotrxs-Práctica: Laboratorio para la Democracia.

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Imagen BBC
Varosha, la ciudad fantasma que estuvo abandonada desde la división de Chipre hace 50 años (y su reciente reapertura al turismo)
7 minutos de lectura

Despuntó como destino turístico internacional de primer nivel por más de una década hasta que el conflicto entre Grecia y Turquía la cambió para siempre.

17 de noviembre, 2024
Por: BBC News Mundo
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De un lujoso destino turístico a una ciudad con un futuro incierto tras cinco décadas de abandono.

Varosha, suburbio de la localidad de Famagusta en el noreste de Chipre, tuvo su auge en la década de 1960 y la primera mitad de los años 1970.

Con sus hoteles de cinco estrellas, discotecas de primer nivel y más de dos kilómetros de playa bañada por el Mediterráneo, atraía a turistas y celebridades de todo el mundo, desde Elizabeth Taylor hasta Brigitte Bardot o Richard Burton.

Postal de Varosha
BBC
Las postales antiguas muestran cómo era este lugar antes de la división de Chipre.

Pero su destino cambió drásticamente en 1974, cuando la invasión turca de Chipre forzó a sus habitantes griegos-chipriotas a huir, dejando este territorio desierto y enjaulado en vallas militares.

Varosha quedó bajo el control del ejército turco como parte de un conflicto más amplio que dividió la isla en dos: al sur, la República de Chipre, reconocida internacionalmente y habitada en su mayoría por griegos-chipriotas; al norte, la República Turca del Norte de Chipre, un estado autoproclamado que solo reconoce Turquía.

Desde entonces, este enclave ha sido utilizado por ambas partes como una moneda de cambio en las complejas negociaciones que han intentado, sin éxito, reunificar el país.

Un paraíso cerrado por medio siglo

La invasión de Chipre por las tropas turcas en julio de 1974 obligó a sus 39.000 residentes, la amplia mayoría mayoría griegos-chipriotas, a huir en cuestión de horas.

Cuando esto ocurrió, Avghi Frangopoulou tenía 15 años y sus padres acababan de comprar dos apartamentos en la playa de Varosha, pero la guerra lo cambió todo de la noche a la mañana.

“Recuerdo que corría porque veía los aviones justo encima de mí”, comenta sobre los bombardeos turcos en una entrevista para el programa de radio Assignment, de la BBC.

Su familia, como otras miles, tuvo que dejar atrás todas sus pertenencias y huir para salvar sus vidas.

Tras tomar el control, el ejército turco cercó Varosha con una valla y la convirtió en una zona militar restringida, vacía e inaccesible para civiles, es decir, una “ciudad fantasma”.

Edificios en ruinas en Varosha
Getty Images
Los otrora concurridos edificios están vacíos y en su mayoría en ruinas.

Durante décadas, el destino de Varosha fue un asunto de negociación clave en los fallidos intentos de reunificar Chipre.

En 1984, la ONU adoptó la resolución 550, que declaraba que debía ser devuelta a sus legítimos propietarios, pero el gobierno turco-chipriota de facto no aceptó y la ciudad permaneció intacta, con sus casas, hoteles y tiendas vacías.

“No somos fantasmas, y nuestra ciudad no es una ciudad fantasma”, protesta Frangopoulou, quien, como muchos otros exresidentes, ha visitado Varosha en los últimos años tras su reapertura parcial en 2020.

El estado de abandono del lugar hace aún más dolorosos sus recuerdos. “No me gusta ver esto”, afirma sobre el deterioro de su barrio natal y el “turismo oscuro” que ha surgido en torno de él.

El “turismo oscuro” y la reapertura parcial

En 2020 Turquía decidió reabrir parcialmente al público este espacio.

El anuncio de su presidente, Recep Tayyip Erdogan, atrajo de inmediato a visitantes curiosos, convirtiendo al otrora destino de lujo en uno del llamado “turismo oscuro” que invita a lugares marcados por la tragedia, el abandono o el conflicto.

Los turistas que llegan a Varosha se enfrentan a una extraña combinación de belleza y decadencia.

Playa en Varosha
Getty Images
Pocos destinos turísticos ofrecen la posibilidad de bañarse en una playa junto a edificios en ruinas.

La playa está de nuevo abierta al público y en ella se observan bañistas disfrutando del mar y el sol rodeados de apartamentos en ruinas y hoteles destruidos, con ventanas rotas y fachadas corroídas por el paso del tiempo.

Muchos de los antiguos residentes no ven con buenos ojos esta transformación de su barrio en una especie de atracción turística.

“Conozco a la gente que vivió aquí. No pueden vender esto como un producto, como un pueblo fantasma”, comenta Avghi Frangopoulou, quien considera la reapertura como una forma de trivializar la tragedia de la invasión.

Mujer en bicicleta en Varosha
Getty Images
Muchos turistas vienen para pasear por una “ciudad fantasma”.

Parte de la comunidad internacional también ha condenado la decisión de Turquía de abrir Varosha sin un acuerdo previo con los grecochipriotas, lo que supone un paso más en la violación de la resolución 550 de la ONU.

Pero el barrio sigue recibiendo turistas y las autoridades turcochipriotas no parecen dispuestas a cambiar su postura.

La nostalgia de los antiguos habitantes

Para los antiguos residentes de Varosha, regresar a la ciudad tras casi 50 años de exilio es un intenso golpe emocional, ya que sus edificios ahora en ruinas les evocan recuerdos de una vida interrumpida de forma abrupta en 1974.

Avghi Frangopoulou ha vuelto varias veces desde que se abrió parcialmente en 2020.

“Mi casa está aquí”, dice, señalando la calle donde vivía, ahora cubierta de escombros.

Pese a la autorización de visitas turísticas, el barrio sigue bajo estricto control militar y muchas zonas permanecen inaccesibles para los antiguos residentes.

“Solo quieres pasar por esa puerta y subir las escaleras, pero hay policías que te detienen, así que no te arriesgas”, asegura Frangopoulou.

Hotel en Varosha
Getty Images
Los antiguos residentes de la ciudad recuerdan con nostalgia sus calles y edificios.

El caso de Andreas Lordos es similar. Su familia construyó uno de los primeros hoteles en Varosha, el Golden Marianna, aún en pie aunque abandonado y cubierto de enredaderas.

“Mi padre construyó este hotel en 1967 cuando tenía 27 años. Era un hotel con piscina, algo nuevo en esa época. Estaba frente a mi colegio, así que durante el recreo íbamos a curiosear qué hacían los turistas”, relata, mientras observa lo que queda del edificio.

Confiesa que su sueño es restaurarlo y abrirlo de nuevo algún día.

Sin embargo, es difícil que los antiguos propietarios huidos hace 50 años puedan recuperar sus inmuebles.

Las autoridades turcochipriotas han instado a los antiguos dueños a que reclamen sus tierras, pero estos aseguran que en la práctica es casi imposible debido a que el proceso legal está plagado de obstáculos.

El gobierno chipriota, además, ve con desconfianza esta oferta al temer que ayude a legitimar la ocupación turca.

¿Un futuro compartido?

El futuro de Varosha está en el aire.

Muchos locales tienen la esperanza de que el barrio pueda ser restaurado y convertirse en un símbolo de la futura reunificación de Chipre, donde griegos y turcos chipriotas coexistan en paz.

“Nos volvimos como familias con algunos de los grecochipriotas, porque pensamos y actuamos de la misma manera: que todos somos los perdedores en este conflicto”, afirma Serdar Atai, un activista turcochipriota comprometido con la preservación del patrimonio cultural de la zona.

Playa de Varosha
Getty Images
Muchos habitantes de la región sueñan con la reapertura de Varosha como destino turístico y símbolo de la futura reunificación de Chipre.

Sin embargo, las tensiones políticas siguen siendo un gran obstáculo.

Atai lamenta que tanto las autoridades turcochipriotas como las grecochipriotas han torpedeado continuamente los intentos de un acuerdo de paz.

“Siempre acuerdan estar en desacuerdo desde el principio”, ironiza, en referencia a las últimas cinco décadas plagadas de intentos fallidos.

Por otro lado, figuras políticas como Oguzhan Hasipoglu, miembro del parlamento turcochipriota, ven en Varosha un modo de reclamar la soberanía del norte de Chipre que la comunidad internacional rechaza.

“Perdimos la confianza en los grecochipriotas (…) Sus palabras son amables pero, a la hora de la verdad, no están dispuestos a compartir el gobierno ni la riqueza de esta isla con nosotros. Nos ven como una minoría”, sentencia.

Hasipoglu, quien cree inevitable la división de la isla en dos Estados, ansía ver renacer Varosha como un destino turístico de lujo bajo control turco.

Así, la incertidumbre sobre el futuro de Varosha persiste: ¿seguirá siendo un destino de “turismo oscuro” en ruinas, se convertirá en un nuevo y lujoso balneario del no reconocido Estado de Chipre del Norte, o será un puente hacia la reconciliación de una isla dividida?

Lo que es seguro es que el tiempo se agota poco a poco para los antiguos residentes que sueñan con regresar al barrio donde crecieron.

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BBC

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