Dice el dicho que geografía es destino. Hoy, la composición demográfica de los países presenta, como nunca antes, una serie de retos y oportunidades importantes. Las poblaciones envejeciendo y decreciendo en las grandes economías generan presiones financieras, de productividad y de capacidad económica.
En Estados Unidos, por ejemplo, la población económicamente activa (PEA) decreció el año pasado en medio millón de personas. Esto se debe a que los baby-boomers (la generación más grande en la historia) están saliendo del mercado laboral, mientras que la generación más joven, la Generación-Z, los está reemplazando. Esta disminución de la PEA va a continuar cuando menos por los siguientes diez años, hasta que las y los hijos de los millennials crezcan y se integren al mercado laboral.
Un problema adicional a la disminución en el número de trabajadores es el incremento de personas en retiro derivado del envejecimiento de la población. Esto genera, simultáneamente, presiones importantes para el sistema de salud pública y para el sistema de pensiones.
A pesar de ello, el consumo en Estados Unidos sigue al alza. El dinamismo y el crecimiento económico persisten. Esto ha generado algo inédito: el mercado laboral presenta más vacantes que personas desempleadas. Es decir, ante un hipotético escenario donde el cien por ciento de la población tuviera un empleo, aún habría cientos de miles de plazas desocupadas.
En China existe un problema aún mayor. La población, además de estar envejeciendo, se está reduciendo. Desde 2017, la tasa de natalidad en China ha disminuido alrededor del 70%. Si hoy es un problema, en las siguientes décadas puede ser una catástrofe. La capacidad productiva de China, de no ser eficientemente reemplazada por la tecnología, tendrá una caída significativa en los siguientes años, abriendo oportunidades a otras economías para llenar esos espacios.
México, por otro lado, tiene una pirámide poblacional sana y similar en distribución a la que tenía China hace 30 años. El promedio de edad en México es de 29 años; ocho años más joven que la población estadounidense y diez años menor que la canadiense. Además de que la población total sigue creciendo, México es uno de los países de la OCDE que más ingenieros e ingenieras produce. Sin embargo, las industrias nuevas, que buscan instalarse o expandirse en México –semiconductores, vehículos eléctricos, dispositivos médicos– buscan mano de obra altamente capacitada y bilingüe, que no necesariamente existe en México.
Estados Unidos quiere, debe y necesita seguir siendo la superpotencia mundial pero no puede lograrlo solo. El T-MEC, el CHIPs & Science Act y el Inflation Reduction Act son políticas comerciales e industriales de magnitudes históricas, en donde el eje central es la reinstalación de industria en el país, anclado en la integración regional de Norteamérica y el distanciamiento de China y otros países asiáticos.
Existen los mecanismos fiscales, los apoyos y las inversiones gubernamentales, los tratados comerciales, las plataformas de diálogo regional, así como las políticas industriales. ¿Qué es lo que falta? Las personas.
La política migratoria en Norteamérica, así como en cualquier otra región del mundo, coexiste en dos universos que no siempre operan bajo las mismas reglas y lógicas: el universo político y el económico.
Cuando vemos la aplicación de estímulos económicos en Estados Unidos y el dinamismo de la economía estadounidense, también impulsado por el nearshoring, sobre una fuerza laboral limitada, la consecuencia lógica sería atraer mano de obra capaz de sostener e impulsar dicho sistema. De hecho, esa ha sido la fórmula ganadora para Estados Unidos desde su fundación.
Adicionalmente, México necesita aprovechar el conocimiento, la tecnología y el capital estadounidense para apalancar un crecimiento económico acelerado y robusto. La clave está en la integración de las MiPyMes a las cadenas regionales de valor. Para ello necesitamos de más personas con conexiones binacionales que sirvan como puentes de inversión, conocimiento y capital.
La migración y la movilidad laboral de nuestro talento, cuando menos desde lo que compete al sector privado binacional, es una oportunidad para incrementar la competitividad. Los sectores privados de ambos países deberían de apostar por canales más amplios para el flujo de talento. Conceptos como el de la migración circular y estacional deben explorarse. Hay que apostar por muchos más intercambios académicos entre ambos países, principalmente facilitando el acceso a financiamiento y becas. Tenemos que crear certificados profesionales con validez en toda la región para un intercambio de talento ágil y expedito. El siguiente paso para asegurar la era de Norteamérica es facilitar la movilidad y las oportunidades laborales y educativas de las personas entre México, Estados Unidos y Canadá. No cabe duda de que ése es el siguiente paso en la agenda.
* Pedro Casas Alatriste (@PedroCasas) es Vicepresidente Ejecutivo y Director General de la Cámara Americana de Comercio de México (AMCHAM). Este texto fue elaborado por el autor a partir de su participación en el Foro Immigration on the road: Movilidad laboral en Norteamérica.
Los puertorriqueños solo podrán votar en la elección presidencial si residen en otros lugares de Estados Unidos.
La broma ofensiva sobre Puerto Rico de un humorista en un mitin de Donald Trump el pasado domingo en Nueva York ha colocado a la isla en el centro de la recta final de la campaña electoral en Estados Unidos.
Tony Hinchcliffe dijo que Puerto Rico es “una isla de basura flotando en mitad del océano”, lo que causó indignación general en la comunidad boricua.
Pese a que uno de los portavoces de la campaña republicana dijo que Hinchcliffe “no refleja las opiniones de Trump”, el comentario ha vuelto a poner el foco en la situación de Puerto Rico y su estatus dentro de Estados Unidos, país al que pertenece y que en pocos días celebra su elección presidencial, en la que, paradójicamente, los habitantes en la isla no podrán votar.
El hecho de que los habitantes de Puerto Rico no puedan votar para elegir al presidente de EE.UU. es una de las razones por las que muchas voces dentro y fuera de la isla denuncian un trato discriminatorio por parte de Washington, hasta el punto de que es a menudo descrita como una “colonia”.
Aunque sí pueden hacerlo en las primarias de los partidos para elegir a sus candidatos, los 3,4 millones de ciudadanos estadounidenses que residen en Puerto Rico no pueden votar en la elección presidencial.
Puerto Rico es uno de los territorios de Estados Unidos, entidades administrativas fuera del continente americano que están bajo soberanía de Washington pero no son estados de la Unión.
Los habitantes de estos territorios no pueden participar en la elección presidencial aunque la mayoría tiene la ciudadanía estadounidense por haber nacido en ellos. Es lo mismo que les sucede a los naturales de Guam, las Islas Marianas del Norte y las Islas Vírgenes de Estados Unidos.
Paradójicamente, sí pueden votar los puertorriqueños que viven en alguno de los 50 estados o en el Distrito de Columbia.
Y su peso electoral no es en absoluto desdeñable.
Según el Pew Research Center, alrededor de 6 millones de puertorriqueños con derecho al voto viven en el Estados Unidos continental, lo que los convierte en el segundo colectivo de votantes hispanos más numeroso.
Por eso, puede que los comentarios de Hinchcliffe no le salgan totalmente gratis a Trump.
El sistema electoral consagrado en la Constitución de Estados Unidos establece que el presidente será elegido por un Colegio Electoral formado con representantes de cada estado, lo que excluye de facto del voto a los estadounidenses que viven en territorios que no son estado.
Por tanto, ni los puertorriqueños ni el resto de estadounidenses residentes en Puerto Rico pueden votar en la elección presidencial.
La Constitución fue redactada en 1787, cuando Estados Unidos emergía como nación independiente de Gran Bretaña y Puerto Rico era aún parte del imperio español.
Los delegados de las 13 colonias británicas reunidos entonces en Filadelfia para fijar las reglas básicas del nuevo país no imaginaban que este acabaría haciéndose con lo que entonces era una isla española en el Caribe.
Pero en 1898 Estados Unidos derrotó a España en una guerra en la que esta perdió sus últimas posesiones coloniales.
Tropas estadounidenses tomaron el control de Puerto Rico y en el Tratado de París firmado ese mismo año, la isla pasó a estar bajo soberanía de Washington.
Sin embargo, eso no implicó la concesión inmediata de la ciudadanía estadounidense a sus habitantes, que se vieron excluidos de algunos derechos que la Constitución reconoce a otros estadounidenses.
La Corte Suprema de Estados Unidos se pronunció sobre el tema en 1901 en una serie de polémicas decisiones conocidas como los Casos Insulares.
Según explica Luis Fuentes-Rohwer, profesor de Leyes en la Universidad de Harvard, la Corte dictaminó entonces que “hasta que el Congreso decida que sean incorporados (Puerto Rico y los otros territorios de Estados Unidos), se quedarían en un limbo”.
Fuentes-Rohwer asegura que el lenguaje de los Casos Insulares “presenta a la gente de estos territorios como menos humanos, como primitivos e indignos de todo, incluida, por supuesto, la ciudadanía”.
Pese a que muchos historiadores y juristas la definen como racistas y discriminatorias, la Corte Suprema nunca ha revisado la doctrina sentada en los Casos Insulares.
En 1940 la Ley de Nacionalidad les otorgó la ciudadanía a todos los puertorriqueños, aunque muchos habían accedido a ella gracias a disposiciones anteriores.
Y en 1952 Estados Unidos permitió finalmente a Puerto Rico redactar su propia Constitución y desarrollar un autogobierno limitado.
El nuevo Estado Libre Asociado de Puerto Rico podía elegir un gobernador y unos poderes legislativo y judicial propios.
Pero el control fronterizo, la defensa, las relaciones exteriores, y otras competencias principales siguieron en manos del Congreso y del gobierno federal en Washington DC.
Y en la elección del presidente del Ejecutivo, Puerto Rico sigue sin poder votar, como tampoco puede hacerlo el único representante que tiene en el Congreso.
En la isla se han llevado a cabo en los últimos años varios referendos sin valor jurídico sobre cuál debe ser su relación con Estados Unidos.
En el último en 2020 una mayoría de votantes votó a favor de que Puerto Rico se convierta en un nuevo estado de Estados Unidos, como los 50 actuales.
Pero esas votaciones han sido cuestionadas por su carácter no oficial y la baja participación en ellas.
Y en el Congreso estadounidense nunca ha habido un interés real por convertir a Puerto Rico en un estado, una decisión que alteraría el reparto del poder político en Washington, ya que les daría a los puertorriqueños dos senadores y una representación proporcional a su población en la Cámara de Representantes.
El malestar por la falta de influencia y poder en Washington ha contribuido al crecimiento de un movimiento independentista en Puerto Rico en los últimos años y por primera vez un candidato que aboga por la independencia, Juan Dalmau, aparece en las encuestas con opciones reales de ganar las elecciones a gobernador, que se celebran el mismo día que las presidenciales estadounidenses.
Ronald Ávila Claudio, experto en Puerto Rico de BBC Mundo, explica que “muchos puertorriqueños, sobre todo los más jóvenes, se cuestionan los beneficios de la relación actual con Estados Unidos”.
Estos puertorriqueños creen que “la falta de poder político tiene mucho que ver con el poco interés de Washington en poner a Puerto Rico en el centro de su agenda”, dice Ávila Claudio.
A eso se suma la “profunda crisis económica que desde hace más de dos décadas vive Puerto Rico y que hace que toda una generación enfrente la falta de oportunidades y los problemas derivados de una infraestructura débil”.
El huracán María, que en 2017 arrasó la isla, y la tardía y para muchos insuficiente respuesta del gobierno federal, entonces en manos de Donald Trump, aumentaron el malestar de los boricuas con el trato que reciben de Estados Unidos.
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