En unos días, con un foro en Guerrero, se celebrarán los 30 años del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, organización civil que realiza una labor encomiable en una de las regiones más olvidadas del país. El aniversario merece ser festejado por el valioso trabajo que realiza “Tlachi” y también para reconocer a un espacio cívico que hoy enfrenta desafíos múltiples.
Por un lado, las organizaciones se enfrentan a un oficialismo que cuestiona su legitimidad. La visión del anterior presidente de la república, para quien la sociedad civil no era más que una fachada del conservadurismo o un vehículo de maquinaciones internacionales injerencistas, ejemplifica y nutre esta posición. Tal animadversión –que no es sólo retórica pues se traduce en cierre de la interlocución, en hostigamiento fiscal, o en descalificación constante, como lo vivimos en el Centro Prodh– es replicada acríticamente lo mismo por simpatizantes del régimen que se está construyendo que por funcionarios del actual gobierno, y ha afectado al espacio cívico.
Por otro lado, las organizaciones también enfrentan cuestionamientos de sus aliados tradicionales que, desde perspectivas legítimamente preocupadas por las tendencias globales y nacionales, hoy dudan si aún hay lugar para las organizaciones en un entorno polarizado y poco propicio para la incidencia, que parece preferir los esfuerzos individuales y los discursos estridentes o superficiales; que se preguntan si todavía vale la pena apostar por trabajos que con datos y testimonios revelan las partes oscuras de la realidad, en tiempos donde dominan las narrativas de la post-verdad.
Enarboladas por actores ubicados en lugares distintos del espectro político, estas perspectivas terminan teniendo en común cierto escepticismo sobre el lugar de las organizaciones civiles en contextos de erosión constitucional como el que vive México.
Aunque siempre es positivo cierta dosis de escepticismo, el cual conduce a la autocrítica –muy necesaria por cierto en el sector–, es fundamental que no se llegue al extremo de la inamovilidad, de ceder ante las modas del presente o de tirar por la borda al espacio cívico en su conjunto.
Como señala Ece Temelkuran: “Las diferentes crisis globales interconectadas -la ambiental, la social, la creciente desigualdad, las guerras- en su magnitud hacen que nos sintamos demasiado pequeños, lo que a menudo, a su vez, provoca que nos sintamos sin esperanza alguna. Pero es necesario recordar que sí hay suficientes ideas disponibles para resolver esas crisis, todas y cada una de ellas. Hay suficientes planes, hay suficiente intelecto político para superar esas crisis. Debemos recordar siempre que las salidas y las soluciones están ahí y lo que hace falta es acción política, exigencia, movilización, la convicción de que todas estas crisis pueden terminarse, arreglarse y revertirse de hecho, como lo demuestran muchos ejemplos de nuestra propia historia. Nuestro problema no es la falta de ideas o de programas alternativos, pero perdemos demasiado tiempo fustigándonos a nosotros mismos, transitando de un mea culpa al siguiente mea culpa. Sin embargo, lo que requerimos es disposición para ciertos sacrificios, acción política […]”.
Las álgidas coyunturas que han tenido lugar los últimos meses, lo mismo que el 30 aniversario de Tlachinollan, confirman que los organismos no gubernamentales siguen siendo actores fundamentales de la resiliencia democrática, incluso en los estrechos márgenes de acción política que hoy se vislumbran. En varias de estas coyunturas recientes, organizaciones civiles de defensa de derechos –junto con algunas voces de la academia y del periodismo– alzaron la voz, aportaron argumentos y mostraron el horizonte de la deliberación democrática, mientras muchos otros actores se alinearon al poder.
Las organizaciones civiles de defensa de derechos humanos siguen de pie en un contexto en el que su propia legitimidad se puso en tela de duda desde el poder. Su aporte, en distintas modalidades, sigue siendo relevante. Conviene recordarlo.
Hacia adelante, aquellas organizaciones que trabajan temas relacionados con la reducción de las desigualdades, la igualdad de género, las diversidades, el medio ambiente o los derechos laborales pueden llegar a encontrar algunos espacios de incidencia. Pero aquellas que trabajan más en la reivindicación de derechos civiles o políticos, contra la violencia y la impunidad, por la transparencia y la justicia, o acompañando víctimas enfrentarán condiciones sumamente adversas, por la innegable erosión constitucional que implican de conjunto la reforma judicial, la militarización, el endurecimiento penal mediante la prisión preventiva oficiosa, la captura partidista de la CNDH, la eliminación del INAI, y la normalización de la persistente violencia. Aquellas organizaciones que, además, trabajan con valentía en regiones periféricas –como Tlachinollan en la Montaña– no sólo enfrentarán la misma adversidad institucional, sino también esa gran amenaza para la democracia y la vida —soslayada a menudo desde la capital– que es la creciente gobernanza criminal de los territorios.
El escenario no permite ningún optimismo. Pero que haya poco o nulo margen para la incidencia en el presente no resta importancia a la labor de las organizaciones civiles; por el contrario, aumenta la relevancia de una de sus funciones esenciales: ser voz de alerta.
La labor de organizaciones como Tlachinollan, encabezada por el muy admirado antropólogo Abel Barrera y su valioso equipo, es ejemplar a este respecto. Su disposición a la acción política esperanzada, acompañando a las y los más olvidados, en medio de la adversidad de la Montaña de Guerrero, sin arredrarse al hablar con la verdad al poder, incidiendo cuando se puede sin dejar de denunciar y documentar cuando no, marca un norte ético más que nunca necesario. En lugar de impulsar perspectivas que replican el discurso del poder, que conducen a la desmovilización, que transigen con la degradada hegemonía del presente o que se agotan en la estridencia transitoria de las redes sociales, habría que reconocer la resiliencia de las organizaciones civiles de derechos humanos que, como Tlachinollan y tantas otras, continúan con congruencia y valor cívico su labor.
Un número récord de soldados rusos está siendo procesado por deserción. Muchos están siendo ayudados y ocultados por sus familias.
Los tribunales rusos han registrado un número récord de casos de soldados que desertan de sus unidades o no regresan a casa tras su tiempo de permiso, según una investigación del servicio ruso de la BBC. Muchos desertores se refugian en casa de familiares, quienes también corren el riesgo de ser procesados.
En la mañana del 23 de marzo de 2023, en un pueblo de la región de Stavropol en el sur de Rusia, un joven llamado Dmitry Seliginenko llevó a su novia en motocicleta para que pagara sus facturas en las oficinas de la autoridad local.
Seis meses antes había sido llamado a filas para combatir en Ucrania, en el marco de la movilización militar del presidente ruso Vladimir Putin.
En marzo de ese año debería haber vuelto al frente de combate.
Pero no regresó a su unidad tras 10 días de baja médica y ahora figuraba en la lista de personas buscadas por Rusia.
De camino por el pueblo, el joven fue localizado por su antiguo compañero de clase Andrei Sovershennov, que se había unido al cuerpo de policía tras terminar los estudios.
Sovershennov alertó a la policía militar y, poco después, tres hombres intentaron detener a Seliginenko mientras esperaba a su novia.
Seliginenko consiguió ponerse en contacto con su madre y su padrastro, que se dirigieron al pueblo para intervenir. Hay dos versiones diferentes de lo que ocurrió después.
Según la versión oficial de la policía, el padrastro de Seliginenko, Aleksandr Grachov, agarró las esposas de Sovershennov y gritó: “Arréstenme a mí”. A continuación, supuestamente empujó a un oficial al suelo y empezó a golpearle.
Según la versión de la familia, fue Aleksandr Grachov quien supuestamente fue empujado al suelo y golpeado tras exigir ver una orden de detención contra su hijastro.
Ambos acabaron en el hospital, y Grachov fue acusado posteriormente de agresión a un policía.
Seliginenko, por su parte, se subió al coche de sus padres y se marchó.
El incidente generó un acalorado debate en un grupo de chat creado por los habitantes del pueblo.
La familia de Seliginenko afirma que su hijo ni siquiera estaba destinado a alistarse en el ejército; que no se le sometió a un examen médico adecuado para ver si realmente era apto para el servicio, y que fue enviado al frente a pesar de dar positivo en las pruebas del coronavirus.
En enero de 2023, Seliginenko presentó afecciones en su piel, causadas por el frío extremo, y se le dio tiempo libre para descansar. Dos días después de llegar a casa, fue sometido a una operación gástrica. La familia argumentó que Dmitry no era apto para el servicio militar y que debería haber sido evaluado por una comisión médica militar.
No todos en el grupo de chat simpatizaban con sus argumentos, y en respuesta la familia publicó este emotivo llamamiento a sus vecinos.
“Aquí estás viviendo cómodamente en nuestro pueblo, pero ¿quién de ustedes vendrá con nosotros a un hospital de Pyatigorsk, Budyonnovsk o Rostov para ver cuántos soldados heridos yacen ahí?… Antes de juzgar a los demás, pónganse en la piel de la madre y su hijo que ya han sufrido tanto… Tienen a sus maridos e hijos a su lado; ¡será mejor que recen para que a ustedes no les pase lo mismo!”.
En marzo de 2024, Aleksandr Grachov fue encontrado culpable de agresión y multado con 150.000 rublos (US$1.500).
Dmitry Seliginenko no ha vuelto a su unidad militar y se desconoce su ubicación actual.
Ninguno de los involucrados quiso hablar con la BBC.
A cientos de kilómetros del pueblo de la región de Stavropol, otros dos casos han sido llevados ante el juez en un tribunal de Buriatia, una república al otro lado de Rusia.
En el banquillo estaban el soldado Vitaly Petrov, que había desertado de su unidad, y su suegra, Lidia Tsaregorodtseva, que había intentado impedir que la policía local lo detuviera.
La BBC ha reconstruido lo sucedido a partir de documentos judiciales y del testimonio de personas familiarizadas con el caso, que no nombramos por razones de seguridad.
Vitaly Petrov, de 33 años, padre de dos hijos y originario de Sharalday, fue llamado a filas para combatir en Ucrania en 2022.
La región es una de las más pobres de Rusia. En otoño de 2022, tenía uno de los índices de movilización más altos del país, y también uno de los índices de muertes más elevados, según una investigación de la BBC y el medio de noticias independiente ruso Mediazona.
En junio de 2023, Petrov escapó de un hospital militar al que había sido enviado tras ausentarse previamente sin permiso y ser devuelto a la fuerza a su unidad a principios del mismo año.
Su suegra dice que él no era apto para el servicio militar y que sufría dolores de cabeza. Ella también declaró ante el tribunal que Petrov había sido objeto de violencia y extorsión en su unidad militar.
Los fiscales militares afirman que Petrov simplemente intentaba evitar ser enviado de nuevo al frente.
Durante el verano y el otoño de 2023, Petrov se escondió en casa de su suegra. Pasaba la mayor parte del día en el bosque cercano, buscando piñones, setas y frutos rojos, y volvía a casa de vez en cuando por la noche para dormir.
Grigory Sverdlin, activista de la ONG Run to the Forest, que ayuda a los soldados que han desertado a huir del país, calcula que alrededor del 30% de los desertores se quedan dentro de Rusia, mientras que el resto se va al extranjero. Según Mediazona, hay más de 13.000 casos en los tribunales rusos por cargos de deserción y ausencias sin permiso.
En diciembre de 2023, la policía armada se presentó en la casa por la noche para detener a Petrov.
Lo que ocurrió después tiene de nuevo versiones diferentes.
Tsaregorodtseva afirma que la policía derribó la puerta e irrumpió en la casa, apartándola a ella y a sus dos nietas pequeñas aterrorizadas mientras empezaban a registrar la vivienda y a levantar las tablas del suelo con un hacha.
También afirma que la policía no le mostró su identificación ni una orden judicial, algo que las autoridades niegan, según los documentos judiciales. También señalan que no registraron la casa ni movieron nada.
Tanto la familia como la policía afirman que Petrov salió de su escondite en el sótano y sus hijas corrieron hacia él.
En los documentos judiciales, tanto la familia como la policía se acusan mutuamente de violencia, ya que se produjo un altercado mientras los policías intentaban detener a Petrov.
Él fue arrastrado afuera de la casa y, según sus hijas pequeñas, la policía lo golpeó con una pistola eléctrica. El investigador principal del caso fue trasladado al hospital con quemaduras producidas por agua hirviendo durante el altercado.
Tanto Petrov como Tsaregorodtseva fueron procesados. Petrov fue condenado a seis años de prisión por ausentarse sin permiso. Su suegra fue condenada a dos años de cárcel y a pagar una indemnización de 100.000 rublos (casi US$1.000) al agente de policía que resultó herido durante el altercado.
Una fuente familiarizada con el caso declaró a la BBC que la esposa de Vitaly Petrov se sentía aliviada de que su marido estuviera en la cárcel y no de vuelta en el frente de guerra.
Una fuente de la BBC también dijo que la guerra estaba pasando factura a los habitantes de las zonas rurales.
“Nos han quitado a todos los hombres de los pueblos, no queda nadie para hacer el trabajo duro, cuidar de los animales y prepararse para el invierno. Un niño está enfermo, el otro está muerto de miedo. Si me perdonan la expresión, en los pueblos sólo quedan las mujeres silbando al viento”.
La misma fuente dijo que muchos hombres de la localidad se sentían en “una situación imposible”: enviados a la guerra quisieran o no, mientras sus familias se quedaban luchando solas en casa.
Otro caso visto por la BBC fue el de un soldado condenado.
En enero de 2023, Roman Yevdokimov, de un pueblo de la frontera ruso-mongola, fue condenado a siete años de prisión por desertar de su unidad.
Este hombre de 34 años, que había sido condenado en dos ocasiones por robo, fue llamado al servicio militar en octubre de 2022 como parte de la movilización nacional de Putin.
Yevdokimov pasó sólo un mes en el ejército antes de ausentarse sin permiso y regresar a casa. Pasó un tiempo escondido en el bosque y sus familiares lo ocultaron en el sótano de la casa de su suegra, hasta que finalmente las autoridades militares lo atraparon y fue enviado a prisión.
Pero como delincuente convicto, le ofrecieron la oportunidad de ir a luchar a Ucrania, en lugar de cumplir su condena. Yevdokimov sobrevivió seis meses como soldado de asalto y, según las normas de entonces -que se han modificado-, fue liberado y regresó a casa en abril de 2024.
Su familia dice que los seis meses que pasó en el frente le han dejado traumatizado e incapaz de volver a su vida anterior. Ahora pasa gran parte del tiempo en el bosque, donde antes se escondía de la policía militar.
Como soldado de asalto reclutado en prisión en 2023, cuenta con un indulto oficial que anula su condena de siete años de cárcel por deserción, pero no hay documentos que demuestren que luchó en el ejército y resultó herido en acto de servicio.
Muchos veteranos de combate reclutados en prisión intentan ahora llevar al Ministerio de Defensa ruso ante los tribunales para exigir el reconocimiento de su estatus.
Pero para Yevdokimov, el viaje de cuatro horas a la oficina de reclutamiento más cercana para tratar de resolver sus problemas es simplemente demasiado como para considerarlo.
“Cuando lo fui a ver, él con algunos tragos encima, dijo: ‘¿Quizás debería inscribirme para ser un soldado por contrato?'”, dijo su hermana a la BBC.
“No lo dejaré ir y tiene miedo de dejarme porque sabe lo mucho que me preocupo por él. Pero quiere volver con sus compañeros, porque algunos se están muriendo y está preocupado por ellos. Está sufriendo por estar allí”.
Estos casos son sólo una pequeña fracción del elevado número que llega ahora a los tribunales.
Los registros oficiales muestran que en 2024, alrededor de 800 soldados fueron condenados cada mes por ausentarse sin permiso, no cumplir órdenes o desertar de sus unidades. Según Mediazona, esta cifra duplica la del año anterior y multiplica por más de 10 el número de condenas antes de la guerra.
No hay estadísticas oficiales sobre cuántos familiares han sido también condenados por ayudar a soldados que se han fugado.
*Información adicional de Olga Ivshina
Editora: Olga Shamina
Ilustraciones del equipo de periodismo visual ruso de la BBC
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