En Guerrero, una movilización aparentemente incentivada por grupos criminales se apodera de la capital del Estado, mientras se difunden videos de autoridades reunidas con líderes delincuenciales. En Tamaulipas, se atenta contra la vida de un alto funcionario estatal. En Michoacán, se asesina con extrema violencia a un reconocido líder comunitario y las autoridades estatales sugieren frívolamente que sólo habrían podido preservar la vida si éste se hubiera desplazado forzadamente a la capital. En Jalisco, se atenta con explosivos contra autoridades de procuración de justicia. En Chiapas, 16 personas son privadas de la libertad impunemente. En Nayarit, el periodista a cargo de la corresponsalía de La Jornada es asesinado de manera cruenta.
La situación de seguridad del país se sigue deteriorando, en un contexto donde la opinión pública y la atención de los servidores públicos está distraída en el proceso de sucesión adelantada en el que nos encontramos, contribuyendo con su negligencia a que la violencia se normalice y vuelva parte del paisaje.
Sin duda alguna, el saldo en seguridad que está dejando la actual administración será similar al que dejaron los sexenios de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, con la agravante de que hoy se ha desplegado al Ejército como nunca y de que discursivamente se sostiene que el país va bien en este tema para sostener el proyecto político del partido en el poder. Esto provoca la desmovilización de quienes antes exigían con vehemencia revisar el modelo de seguridad y poner en el centro a las víctimas de la violencia.
El fracaso de la política de seguridad actual puede explicarse en parte atendiendo a dos falencias, que no son sólo herencias del pasado. Primero: al entregar todo el aparato de seguridad e inteligencia a las Fuerzas Armadas, se prescindió de capacidades ya construidas por el Estado y se favoreció una visión de la seguridad marcada por la impronta castrense, que se tradujo en un despliegue poco estratégico en el país, demasiado centrado en la construcción de cuarteles y poco sensible al análisis fino de la diversidad de violencias que se hacen presentes en México. Segundo: al centrar los esfuerzos en fustigar al Poder Judicial y no en reformar en serio a la Fiscalía General de la República (FGR), dejando esta institución en manos de un liderazgo ineficaz y frecuentemente envuelto en polémicos conflictos de interés, se dejó de lado la necesidad de construir investigaciones y causas penales sólidas para desarticular las redes criminales que controlan buena parte del territorio nacional.
En este escenario, es necesario señalar el fracaso de las medidas impulsadas este sexenio para recuperar la paz en el país, al tiempo que es necesario también tomar distancia de las voces y perspectivas que, frente a esta realidad, intentarán en el periodo electoral ganar la simpatía popular proponiendo medidas de mano dura y de populismo penal, que tampoco son la solución.
Lamentablemente, como documentó hace poco en su encuesta la organización civil Impunidad Cero, en México es mayoritario el sector poblacional que espera y demanda medidas más represivas frente a la violencia campante, incluso por encima del respeto a los derechos humanos. Del mismo modo, abundan políticos oportunistas que intentarán movilizar electoralmente a este público, por medio de la propuesta de medidas autoritarias.
Hay que recordar, por ello, que la situación de violencia en México es extremadamente grave y multifactorial. No hay, lamentablemente, un atajo para salir rápidamente de este largo proceso de descomposición social, pues la experiencia comparada muestra que se requiere un proceso igualmente extenso de construcción de capacidades de Estado, con amplia participación cívica.
Conviene señalar, para comenzar a transitar esa ruta, que lo primero que se impone es el deber de reconocer la magnitud del problema, sin relativizarlo en aras de fines electorales y enfrentarlo decididamente, sin emplearlo como arma política arrojadiza. Desde esa perspectiva poco ayudan a la nación las voces que ignoran esta dolorosa realidad para afirmar que estamos mejor que nunca, como aquellas que, habiendo fracasado antes, hoy denuncian por mero cálculo electoral la realidad actual para impulsar de nuevo medidas de mano dura.
En medio de esta conversación pública polarizada, la esperanza está más bien en las múltiples voces que desde la academia, los colectivos de víctimas o las organizaciones de derechos humanos, construyen propuestas y alternativas basadas en evidencia y en lo mejor de la experiencia internacional.
Ya está en Netflix la última adaptación al cine de la famosa novela mexicana. Una obra que supo identificar elementos centrales de la vida y la idiosincrasia de los mexicanos. Acá te explicamos por qué Pedro Páramo terminó siendo tan ilustrativa de este país inabordable.
Y está luego porque, si bien es una de las tres o cuatro novelas insignes mexicanas, Pedro Páramo no entra en los moldes y códigos usuales de la literatura: es compleja, ambiciosa, enigmática, intensa. Y por eso, muy mexicana.
Ahora la novela, precursora del llamado “boom latinoamericano” y descrita por Jorge Luis Borges como “una de las mejores de las literaturas de lengua hispánica, y aun de la literatura”, llegó al cine.
Es la cuarta vez que se intenta una adaptación cinematográfica de la novela. Se hizo en 1966, 1978, 1981. Y la nueva es, probablemente, la más ambiciosa.
La produjo Netflix. La dirigió Rodrigo Prieto, un reputado cinematógrafo mexicano. La escribió Mateo Gil, un laureado guionista español. Y ha generado, como era de esperarse, críticas y elogios enérgicos, porque el reto es mayúsculo, casi inabordable.
Este es un libro colosal de solo 132 páginas. Propone un abordaje profundo, amplio y trascendental de México. Lo hace con innovaciones conceptuales, narrativas y visuales.
Y es tan emblemático porque expuso facetas de la mexicanidad que quizá hoy parecen obvias, pero que en los años 50 se estaban empezando a identificar, y hoy siguen vigentes.
Rulfo, en parte por su condición de huérfano, de víctima de guerras civiles, de curioso viajero, supo no solo identificar, sino mágicamente exponer cinco de las facetas de México que acá recogemos de manera breve.
Como le muestran al mundo cada 1 y 2 de noviembre, los mexicanos tienen una íntima relación con la muerte: la acogen, la honran, la tienen en cuenta.
Y Pedro Páramo es, sobre todo, una novela de fantasmas.
La premisa de la novela es más o menos esta: el joven Juan Preciado viaja al pueblo de Comala tras la muerte de su madre en busca de su padre, Pedro Páramo, un cacique y patriarca en tiempos de guerra civil que sufre una pena de amor.
Preciado, alucinado y confundido, se encuentra con personajes que, como el pueblo, parecen estar en tránsito hacia la muerte.
Juan Villoro, un escritor mexicano, explicó en una conferencia de 2016 sobre el tema en el Colegio Nacional mexicano: “Los fantasmas de Rulfo no son para dar miedo, sino fantasmas en pena, ánimas que están tratando de llegar al más allá, y no llegan (…) Los fantasmas de Rulfo, al ser pobres, son fantasmas de verdad”.
Preciado busca a su padre, pero en el camino se da cuenta que está en el mismo tránsito que los personajes que se topa.
“Ha atravesado —elabora Villoro— el río de la inmoralidad y pasa la historia buscando un segundo río que le conceda la muerte, la muerte como bendición (…) Los personajes esperan no solo una muerte física, sino también una muerte que los redima moralmente”.
Una muerte, pues, entendida a la mexicana.
Pedro Páramo es, también, una novela sobre la realidad social de un país.
Julia Santibáñez, escritora y gestora cultural, explica: “Rulfo sufrió las consecuencias de la guerra y fue víctima de la economía que surgió de las guerras (…) La pobreza, la exclusión y la violencia no son solo temas que le importan, sino que vivió y que están en la novela de manera tentacular, en cada página”.
Los padres del escritor murieron cuando él tenía menos de 10 años en plena Guerra Cristera por las reformas liberales de una revolución que recién terminaba. Rulfo se crio en orfanatos, no fue a la universidad y trabajó en la burocracia del Estado y fundaciones, cargos que le permitieron viajar y ver el país de primer mano.
Volvemos con Villoro: “Rulfo plantea una historia de aquellos que han sido expulsados de la historia de los hechos. Son tan pobres, están tan desposeídos, que ni siquiera tienen derecho a que nada les suceda: no tienen propiedad, destino propio ni historia”.
Esta es una novela sobre los excluidos. Una obra sobre un país de pobres. Una realidad social que en 70 años ha cambiado, pero que en muchos sentidos sigue igual: hoy, uno de cada tres mexicanos es pobre y la desigualdad está entre las cinco más agudas del mundo.
La novela, según Villoro, “nos hace preguntarnos cuántos mexicanos están en la condición de expulsados de la historia”.
Hay expresiones de los personajes de Pedro Páramo que, aunque sea inventadas por Rulfo, parecen sacadas de la calle en cualquier rincón de México.
Santibáñez explica que Rulfo “puso el centro de gravedad en el lenguaje y creó un lenguaje que se parece al del campo, pero que no es estrictamente igual y podríamos morir pensando que es el lenguaje del campo”.
Y esa, según Villoro, fue la clave de la gran innovación lingüística de la novela, porque “toma elementos del habla popular, pero lo recrea de tal manera que el habla popular se convierte en algo más auténtico que lo que dicen los campesinos (…) Es algo incluso más auténtico que el mundo de los hechos”.
Qué puede parecer más mexicano, así no lo sean del todo, que adjetivos como “desconchinflado”, o arcaísmos como “si consintiera en mí”, o frases involuntariamente poéticas como “tú que tienes los oídos muchachos”, o enunciados redundantes como “esto prueba lo que te demuestra”.
Los mexicanos tienen expresiones, dialectos, formas que revelan parte de su idiosincrasia: van desde expresiones simples como “a poco” y “qué crees” hasta construcciones complejas como “de tocho morocho” y “nos cayó el chahuistle”.
Y Rulfo, más que hacer el ejercicio periodístico de reportar las expresiones más mexicanas, creó otras tan originales, tan mundanas, tan cercanas, que parecen sacadas de la boca de cualquier habitante de este país.
La vida de Rulfo estuvo, no precisamente por razones felices, en constante movimiento: cuando joven vivió en varias partes del diverso estado de Jalisco, pasó tiempo en Guadalajara y Ciudad de México y, ya adulto, recorrió el país como parte de sus labores como burócrata, investigador y fotógrafo aficionado.
Gracias al movimiento conoció las regiones de México, un país que tiene todo tipo de ecosistemas, pero que en su mayoría se conoce como un espacio seco, árido, caliente e inhóspito.
Dice Villoro que Comala, el pueblo donde trascurre la novela, remite el comal, esa plancha de barro sobre la cual los mexicanos han cocinado sus alimentos durante siglos, porque se trata de un lugar caliente y seco.
Famosa es esta frase de uno de los personajes: “Dicen que en Comala los que se mueren y se van al infierno regresan a Comala por su cobija”.
“Es un paisaje filtrado, indeciso, intermedio, inseguro; lo que ves está tamizado; hay nieblas, polvo, tolvaneras, humo, oscuridad, sombras que tienen eco”, explica Villoro.
Pero además de esta recreación precisa del espacio mexicano, Rulfo también hizo un análisis político sobre la tierra, que tras la revolución habría de ser distribuida equitativamente, pero la promesa se rompió.
“El reparto que hubo a consecuencia de la revolución fue terrible, porque se supone que se repartió para responder a las exigencias revolucionarias, pero luego se supo que eran arenales, tierras no cultivables como son las tierras de Comala”, señala Santibáñez.
Pedro Páramo es, también, un perfil crítico del hombre mexicano.
Un quinto elemento del retrato que hace Rulfo de México tiene que ver con la figura del patriarca en una sociedad machista: Pedro Páramo, el cacique en Comala, es padre de niños que no reconoce, revolucionario que traiciona la revolución y tirano que asesina a sus adversarios impunemente.
“No es que Rulfo tuviera una preocupación por el machismo o una mentalidad feminista, sino que identificó algo central de la personalidad del mexicano”, dice Santibáñez.
Alrededor del 40% de las familias mexicanas, según datos oficiales, carecen de una figura paterna. Eso ocurre hoy, pero viene de décadas atrás.
“Pedro Páramo es la figura del padre tiránico de la familia mexicana”, dice Villoro.
Y lo es por varias razones: porque abandona a sus hijos, porque administra el poder de manera arbitraria y traicionera y porque lleva el desamor de Susana San Juan de manera arrogante y arbitraria.
Una faceta que, en general, sigue vigente en la cultura mexicana, según Santibáñez: “Pedro Páramo bien le podría cantar a Susana una canción de Luis Miguel diciendo ‘tengo todo excepto a ti’”.
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