Venezuela una vez más es noticia. Las elecciones presidenciales del 28 de julio detonaron nuevamente una oleada de protestas protagonizadas por venezolanos dentro y fuera del territorio y, a su vez, desató como respuesta una represión exponencial por parte del gobierno de Maduro, quien advirtió un “baño de sangre” si no ganaba.
Para dar pista, sólo en los dos primeros días postelectorales se documentaron 915 protestas ciudadanas en el país (Observatorio Venezolano de Conflictividad Social) y, dos semanas después, al 13 de agosto se han cometido al menos 1393 detenciones arbitrarias verificadas por la ONG Foro Penal, aunque se estiman que son muchas más, sumando a esto, también 24 asesinatos ocurridos en dicho contexto (Efecto Cocuyo).
“En América Latina, desde los tiempos de Augusto Pinochet, no se había dado una razzia represiva de tal magnitud como la corrida en Venezuela”, declaró Marino Alvarado, activista de Provea (Programa Venezolano de Educación Acción en Derechos Humanos), para El País.
¿Qué personas están detenidas? No sólo dirigentes políticos de oposición, también ciudadanos por haber sido miembros de mesa en dichas elecciones, activistas, periodistas, manifestantes e incluso personas que simplemente estaban en zonas aledañas a las protestas.
Los cargos elegidos para acusarles son el terrorismo y la incitación al odio. Les califican de “fascistas”, “grupos de extrema derecha”, “traidores a la patria”, “escuálidos”, los motes que tradicionalmente se asignan en el discurso chavista a todo aquel que disienta o sea crítico de su gestión.
Se cuentan entre ellos 117 adolescentes, 17 personas con discapacidad, 14 indígenas y 177 mujeres (Foro Penal). Son hechos comprobados, reales, están siendo reportados por distintos medios y organizaciones los últimos días. Y aunque ha persistido la cobertura de la situación venezolana, sobreviviendo contra todo pronóstico al volumen de noticias, trends y conflictos que inundan las redes y los medios, sigue cierta confusión sobre el tema.
Las protestas masivas en Venezuela no son nuevas. Las últimas oleadas fueron en 2017 y 2019, pero ésta ha sido un punto culminante en la erosión de las bases de apoyo popular del chavismo que han resentido las carencias sociales y económicas de no tener garantizados derechos básicos como el de la alimentación, la salud, la seguridad, el acceso a una vida digna. Tampoco son novedad las violaciones a derechos humanos; el gobierno venezolano tiene abiertos varios expedientes por crímenes de lesa humanidad ante la Corte Penal Internacional (CPI) por prácticas que lleva a cabo desde hace mucho tiempo:
“El gobierno reconoció 455 casos de desaparición forzada registrados desde 2015, que en su mayoría no se habían resuelto”, como cita Amnistía Internacional, una de las organizaciones que ha denunciado la situación de Derechos Humanos en Venezuela. Las elecciones sólo son la punta del iceberg.
Y aún así, la ciudadanía de a pie sigue reaccionando ante la larga crisis sociopolítica y económica de dicho país con cierta dubitación y duda. No sólo por ser una realidad foránea, sino porque Venezuela se ha convertido en un personaje de las narrativas tanto de izquierda como de derecha, una especie de fetiche, y esto también se ha traducido en limitada cobertura periodística, en estigmatización y desinformación sobre la realidad venezolana.
En este punto, los hechos dejan de ser sólo hechos y se convierten en relatos. Entendiendo el relato como el mecanismo más efectivo de nuestro cerebro para hilar y traducir nuestro entorno. Bien lo explica Oscar Vilarroya, investigador y profesor de Neurociencias, en su libro “Somos lo que nos contamos” cuando acuña el término Homo Narrator, o dicho en palabras de la escritora Anaïs Nin: “no vemos las cosas como son, las vemos como somos nosotros”, lo que remite a la idea de que proyectamos en el otro nuestras ideas, tendencias y convicciones.
Nos contamos cosas sobre el mundo, sobre los otros, sobre nosotros… sobre la realidad y, sobre todo al tratarse de política, la tendencia del mundo actual globalizado, digital y en crisis tiende a la radicalización, a historias de villanos y héroes que resultan convenientes y apasionantes, abundan: Chávez vs el imperio, Maduro vs María Corina / Edmundo, Estados Unidos vs Rusia, etc.
Las opiniones se suman a modo de equipos, como una especie de alienación parental que exige fidelidad, que anula los argumentos opuestos y que relativiza la indignación. Una forma de traducir la realidad política que es popular pero que deja afuera muchos
Esto no hace más que profundizar la ya compleja situación del pueblo venezolano que está atrapado entre las narrativas de una radicalización que fue sembrada desde adentro en los orígenes de la era chavista y que, como primera consecuencia, dividió al país y profundizó el largo proceso de fractura del tejido social que ha evolucionado hasta la actualidad.
Basta ver, en recientes hechos, las casas de vecinos opositores en zonas populares grafiteadas con una X a modo de marca bíblica, posiblemente por colectivos chavistas o la app mediante la cual el gobierno instó a denunciar a los conocidos opositores. Son culminaciones del tono del discurso en el chavismo.
Fuera de sus fronteras, Venezuela se convirtió en un símbolo de izquierda que por muchos años fue incuestionable también; ser autocrítico significaba automáticamente ser “pro-yanqui”, sospechoso. Mientras que para las narrativas usadas por dirigentes de derecha la historia de Venezuela encarna al “coco”, esa premisa, ese cuento de terror que alecciona sobre el futuro.
Una de las preocupaciones más repetidas por la opinión pública es la del intervencionismo, la advertencia de que USA se pueda llevar el petróleo venezolano, pero la realidad es que a pesar de frases lapidarias como “Ayer el diablo estuvo aquí. Huele a azufre todavía” de Chávez en 2008, ante la Asamblea de las Naciones Unidas, y la retórica constante de “la guerra contra el imperio”, el país del norte nunca dejó de ser un socio comercial para Venezuela, incluido el sector energético.
Ni siquiera en los puntos más bajos de la relación con Maduro. Sólo en 2023 el intercambio comercial entre ambos países alcanzó los 6000 millones de dólares, según VenAmCham (Cámara Venezolana-Americana de comercio e industria). Sin contar con la paradoja de que las hijas de Chávez, María Gabriela y Rosinés, viven una vida millonaria en Nueva York y París, respectivamente.
También ha sido el gobierno de Maduro el que ha abierto la puerta para que se extienda la minería que ya está en zonas protegidas declaradas Patrimonio Natural de la Humanidad por la UNESCO y se ha consolidado la presencia de mineras canadienses en territorio venezolano.
Lo que nos recuerda la realpolitik o el término alemán utilizado en diplomacia para referirse al pragmatismo que tienen las acciones políticas, muchas veces más orientadas hacia objetivos de negocios o al servicio del poder que a la defensa de las ideologías. Un buen recordatorio de que los discursos funcionan muchas veces sólo en el plano simbólico.
Tampoco debería olvidarse que otras potencias como China y Rusia, con sus propios intereses y el lobby, han adquirido una influencia importante en Venezuela. Hay que tener presente que para 2019, por ejemplo, la petrolera rusa Rosneft había “canalizado más de 17.000 millones de dólares en préstamos al régimen chavista durante la última década”, o también que “en términos monetarios, la caída de Maduro podría significar pérdidas aún mayores para China, que tiene inversiones en Venezuela estimadas en alrededor de 60.000 millones de dólares, al menos tres veces más que la de Rusia”, como reseña El Tiempo.
Es difícil que se reporte o, si se hace, se narre sin minimizar o demonizar a los protestantes venezolanos en medios como RT (financiado por Rusia) o Telesur (con base en Venezuela y apoyo de los gobiernos de Nicaragua y Cuba). Los medios siempre tendrán una línea editorial, aunado a que vivimos en un mundo de redes con mucho contenido no verificado, anonimato y bots, lo que exige más que nunca que miremos y comparemos información con ojo crítico antes de hacer juicios.
El problema es que, en medio de las narrativas, de los personajes hechos leyenda, de las agendas políticas locales que capitalizan la historia “Venezuela” para bien o para mal, se encuentra el pueblo venezolano con una diáspora 7. 7 millones de personas migrantes y refugiadas en el mundo (más del 20% de la población).
“La actual situación en Venezuela representa el mayor éxodo en la historia reciente de la región y una de las mayores crisis de desplazados en el mundo”, de acuerdo con datos de ACNUR .
Mientras, internamente, la emergencia humanitaria ha sido la realidad de la sociedad venezolana por años. Human Right Watch cita con datos de la ONU que el país “ tiene la mayor prevalencia de subalimentación de Sudamérica” y que “en agosto de 2023, más del 72 % de las personas no podían acceder a lo servicio sanitarios públicos cuando lo necesitaban”.
Carencias severas respecto a acceso a la salud, alimentación, servicios básicos y un incremento en la no escolarización y deserción escolar son núcleo del panorama cotidiano. Para noviembre 2023, más del 70 % (20.1 millones) de la población en Venezuela “se encontraban en necesidad, con privaciones en una o varias áreas de acceso esencial para sus vidas, seguridad y bienestar” (HumVenezuela).
En principio, los Estados están obligados a respetar, proteger y hacer cumplir los derechos humanos de los ciudadanos y a considerar que estos derechos deberían ser inalienables, indivisibles e interdependientes, lo que significa que tendrían que ser universales y garantizados porque dependen unos de otros, pero la realidad es que ser venezolano en las últimas décadas ha significado partir de una realidad compleja en la que la mayoría no tiene las garantías para una vida digna y libre.
Los derechos humanos deberían ser valorados por encima de afiliaciones y preferencias por gobiernos, ideas o tendencias. La discusión sobre Venezuela tendría que considerarse primordialmente en estos términos.
Sin embargo, el problema comunicacional parte de origen de un bloqueo y criminalización de la prensa libre en Venezuela que ha desaparecido o ha tenido que reinventarse, y de la omisión de cifras y la constante propaganda del gobierno que minimiza y ridiculiza la disidencia. El esfuerzo de ejercer periodismo en esa nación es una misión que se dificulta año tras año. Desde la resistencia del oficio han nacido proyectos como la plataforma Efecto Cocuyo, como Bus Tv con periodistas que se suben en buses a dar noticias offline o como la reciente iniciativa de Operación Retuit de una docena de medios independientes en conjunto, en la que los reportes de noticias postelectorales las narran avatares creados con inteligencia artificial como recurso final para que evitar el cerco de la censura y que se apresen a más periodistas.
También, con el tiempo, muchos ciudadanos han aprendido las claves del reporte ciudadano y cuando graban alguna situación citan la fecha y el lugar para evitar las campañas de desinformación. Desde la diáspora muchos creadores de contenidos y personas desde sus cuentas particulares no sólo han hecho eco de las noticias postelectorales como un intento de que no se olvide lo que ocurre en Venezuela, sino que también han grabado videos y comentarios para tomar voz activa en las narrativas sobre lo que ocurre en el país.
Todo este esfuerzo habla de resiliencia, de un intento de venezolanos por recuperar la narración de su propia historia, de generar la conciencia y la empatía de la opinión pública internacional sobre este tema. Este texto se suma a ello; como venezolana espero que mi voz y mi historia, como la de millones de congéneres, sea escuchada. Venezuela más que un relato, es un pueblo.
*Ida Vanesa Medina Padrón es estratega en LEXIA (@LexiaGlobal), autora de la columna digital “La Teoría del Todo”, en Milenio. Comunicadora Social egresada de la UCAB- Venezuela, con experiencia en documentales audiovisuales, periodismo en medios, marketing y trabajo con asociaciones civiles.
La anulación de la prórroga del TPS le impone a David el desafío de encontrar otra forma de permanecer legalmente en EE.UU. o marcharse a otro país antes de ser deportado.
David pensaba que su mayor reto aquella noche bajo cero era mantener el calor mientras caminaba sobre la nieve, hasta que se topó con una patrulla policial en Washington.
Un policía le pidió sus papeles en el trayecto que recorría cada noche para volver a casa después del trabajo. Al comprobar que era venezolano y tenía un Estatus de Protección Temporal (TPS, por sus siglas en inglés), el uniformado le dijo en perfecto español: “Disfrútalo mientras lo tengas”.
David no supo qué responder. El policía le hizo un gesto con la mano y lo despachó en inglés: “Go, go, go!”.
A finales de diciembre y a pocos días de abandonar la Casa Blanca, el gobierno del presidente Joe Biden aprobó una extensión del TPS para los venezolanos, una medida que permitía a casi 600.000 personas residir y trabajar legalmente en Estados Unidos, libres del riesgo de ser deportados.
Pero el miércoles 29 de enero, durante su segunda semana de mandato, el gobierno del presidente Donald Trump anuló esa prórroga, una decisión que dejará a sus beneficiarios sin un estatus migratorio legal en Estados Unidos y puede convertirlos en sujetos de deportación.
En el caso de David, su TPS vence el próximo 2 de abril.
“Es muy duro saber que ahora corro el riesgo de volver a Venezuela por perder el TPS”, dijo a BBC Mundo después de pedir que su verdadera identidad se mantuviera anónima.
“Salí huyendo de allá para sobrevivir, hice todo lo que me pidieron aquí y ahora vivo con miedo de que me agarren o me pase algo malo, como me ocurría en Venezuela”.
Su abogado le recomendó la misma alternativa que están considerando los beneficiarios del TPS que no disponen de otro estatus migratorio en Estados Unidos: introducir una petición de asilo ante un tribunal estadounidense.
Mientras tenga un proceso judicial en curso, David no puede ser deportado.
Trump emprendió una política de deportaciones masivas de indocumentados, que podría afectar a 11 millones de personas que viven en Estados Unidos sin un estatus migratorio legal.
Una de sus primeras medidas fue suspender el parole, un permiso humanitario que el gobierno de Biden concedió a 530.000 venezolanos, cubanos, nicaragüenses y haitianos, que llegaron a territorio estadounidense tras huir de las crisis en sus países.
David tenía una peluquería en el estado Aragua, en el centro norte de Venezuela.
Mientras le pintaba el cabello a una clienta, un muchacho entró al negocio y le preguntó si le faltaba mucho para atenderlo. Él le pidió que se sentara y esperara, pero el hombre se enfureció.
Sacó una pistola, amenazó a David y a sus clientas, les robó las carteras y varias máquinas de afeitar. Antes de marcharse, disparó contra la fachada de la peluquería, mientras todos se tiraron al suelo, escondiéndose detrás de las sillas dispuestas frente a los espejos.
“Traté de poner la denuncia en la policía y me dijeron que no lo hiciera, nadie podía meterse con el Tren de Aragua”, recordó David en referencia a la banda de crimen organizado venezolana que acaba de ser catalogada como una organización terrorista por el gobierno de Trump.
“Al día siguiente, me dejaron una nota en la puerta del negocio que decía: ‘Si no te vas del estado, ya sabes lo que les va a pasar a ti y a tu familia'”.
Aquel día de 2018 comenzaron siete años de historia migratoria para David. Se marchó de Aragua con su ropa y US$600, mientras su esposa y sus tres hijos esperaban a que él se instalara en Colombia.
Pero en el trayecto lo asaltaron y cruzó la frontera sin dinero ni pertenencias. Logró conservar el pasaporte porque lo escondió entre sus piernas cuando unos hombres armados asaltaron el autobús en el que viajaba dentro de Venezuela.
Una vez que llegó a Colombia, durmió en plazas donde se refugiaban otros migrantes y pasó tres días seguidos sin comer, hasta que un hombre le regaló una bolsa de caramelos que comenzó a vender por unidad, su primera oportunidad de generar ingresos fuera de Venezuela.
Con el tiempo logró trabajos más estables y pudo llevar a su esposa y sus hijos a Colombia. Pero su madre se quedó en Aragua. En medio de la pandemia, David logró ahorrar lo suficiente para visitarla.
Cuando llegó a casa de su madre, le dejó un poco de dinero para que comprara comida y preparara un almuerzo para la familia, mientras él salía a visitar a un amigo. Pero minutos después, ella lo llamó para decirle que unos hombres lo buscaban.
David volvió a huir a Colombia, esta vez sin despedirse de su madre.
“No sé cómo se enteraron de que había llegado”, lamenta. “Ahí fue cuando me di cuenta del nivel de control que el Tren de Aragua tenía en esa área y sobre todos nosotros”.
Después del confinamiento por el coronavirus, los salarios de David y su esposa en Colombia no alcanzaban para mantener a los niños, así que decidió marcharse a Estados Unidos.
Cruzó Centroamérica y México por tierra, sobrevivió a dos secuestros y entregó los US$1.800 que había ahorrado a hombres armados que lo golpearon hasta sacarle un diente.
Cuando llegó al norte de México, una madrugada de mediados de 2023, sintió miedo de lanzarse al río Bravo para cruzar la frontera hacia Estados Unidos. Pero a lo lejos, en el horizonte del desierto, se avistaban camionetas negras con fusiles que sobresalían por las ventanas.
“El agua estaba fría y la corriente era tan fuerte que me arrastró unos 60 metros. Sentía que me ahogaba pero logré cruzar agarrándome del monte que crecía en la orilla”.
David estuvo detenido durante semanas en un centro del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés), hasta que las autoridades migratorias le hicieron entrevistas en las que contó que había escapado por el Tren de Aragua y logró demostrar que tenía un “miedo creíble” de volver a Venezuela.
“Apenas pude, me acogí al TPS para poder trabajar y me mudé a casa de un amigo en Washington. Llevo un año y medio viviendo aquí, dedicado exclusivamente a hacer dinero para mantener a mi familia”.
En 1990, el Congreso de Estados Unidos creó la figura del TPS para migrantes que enfrentaban dificultades extremas si se veían obligados a regresar a sus países de origen, debido a conflictos armados, razones humanitarias o desastres naturales.
La secretaria del Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos, Kristi Noem, anunció que la prórroga del TPS había sido anulada el miércoles 29 de enero, durante una entrevista con la cadena de noticias Fox News.
“Vamos a seguir un proceso, evaluar a todos estos individuos que están en nuestro país, incluyendo a miembros del TdA”, dijo Noem usando las siglas del Tren de Aragua.
“Ayer estuve en Nueva York y la gente de este país quiere esta basura fuera”, aseguró Noem. “Quieren que sus comunidades estén seguras. Fue increíble ver a la gente caminar junto a nosotros en la calle temprano en la mañana y darnos las gracias”.
David encuentra paradójico que sea la presencia del Tren de Aragua en Estados Unidos lo que ahora le hace sentirse señalado como un criminal que merece ser deportado.
“Que seamos venezolanos no significa que todos seamos Tren de Aragua”. “Nos están estigmatizando porque venimos del mismo lugar, pero muchos hemos sido víctimas de ellos y estamos escapando de eso”.
El Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos ha identificado a presuntos miembros del Tren de Aragua en 16 estados, con un centenar de investigaciones federales relacionadas con la organización y al menos 50 detenciones y condenas judiciales.
“Ahora no solo me da miedo que me pare un policía en la calle, también me da miedo saber que el Tren está en Estados Unidos”.
La esposa y los hijos de David forman parte de un programa de ACNUR para ingresar a Estados Unidos como refugiados. Desde la investidura de Trump, el 20 de enero, el viaje de la familia fue postergado hasta confirmar si efectivamente el país estará dispuesto a recibirlos.
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