En Aúna sabemos que las mujeres no solo queremos estar en la política: queremos cambiarla. Y para transformarla, necesitamos hablar desde nuestras experiencias, desde nuestros cuerpos, desde nuestras contradicciones. Porque aunque hoy somos más las mujeres en espacios de representación, esos espacios siguen siendo profundamente hostiles para quienes gestamos, parimos y cuidamos. Ser mamá en política se sigue viendo como una anomalía, cuando debería ser parte de lo cotidiano.
Este texto nace desde el cuerpo. Desde la incomodidad física de un embarazo de nueve meses, desde el cansancio acumulado de semanas enfrentando un sistema que parece ensañarse con quienes habitamos una gestación. Porque, si algo he confirmado en estos meses, es que la política en México —y sus sistemas de apoyo institucionales— están diseñados para excluirnos. Y cuando digo “nos”, hablo de las personas gestantes, quienes sostienen la vida humana y, sin embargo, deben mendigar atención y someterse a múltiples trámites, en vez de recibir comprensión y respeto.
El culto a la maternidad está por todas partes en el discurso público. Pero apenas una mujer exige ejercer su maternidad en espacios de poder, el rechazo se hace explícito. El sistema te trata como un problema, un trámite incómodo, un obstáculo que “complica las cosas”. La violencia no siempre es directa —aunque también lo es—, pero siempre es sistemática. Está en la funcionaria del ISSSTE que te maltrata por no levantarte ágilmente; en la doctora que te quiere cerrar la puerta porque no te moviste con suficiente prisa; en los trámites que implican infinitos traslados, horas y frustraciones; en el proceso engorroso para ejercer un derecho tan básico como una licencia.
Todo esto sucede en instituciones públicas que deberían protegernos, deberían entender que, sin nosotras, no hay futuro posible. Porque ser mamá en política no es solo un reto personal. Es una batalla colectiva contra estructuras diseñadas para sostener a los mismos de siempre: hombres con hijos, sí, pero sin responsabilidades reales de cuidado, sin cargas, sin interrupciones, con todo el poder para delegar lo que no desean asumir. La política sigue pensada para ellos. Para sus cuerpos, sus horarios, sus ritmos, sus prioridades.
Y sin embargo, aquí estamos.
Contar con un trámite para ejercer la maternidad desde un cargo de elección popular, más allá de un acto administrativo, es un acto político. Es enfrentar la realidad de renunciar a unos derechos para poder ejercer otros. Que participar en la vida pública implica considerar renunciar al derecho al cuidado, a la salud o a una maternidad digna, o a la presencia y representación en un espacio de toma de decisiones. Que estar en la política no es compatible con vivir un proceso vital sin ser expulsadas de los espacios de decisión.
Sé que poder decir esto ya es un privilegio. Que muchas mujeres no pueden siquiera enunciar su rabia. Que hay quienes viven su maternidad en medio de violencia más allá de la institucional, el agotamiento extremo, de la informalidad laboral, de la precariedad sin red. Que hay mujeres para quienes ser madres, cuidar, es una condena, no una elección. Y que mientras algunas peleamos por una maternidad con dignidad, otras no tienen tiempo ni para respirar. Con ellas va también este grito. Esta denuncia. Esta afirmación de que no es que esto “así sea”, de que hay opciones.
Lo digo claramente: cualquiera —gobierno, sector o persona— que actúe como si la maternidad fuera un estorbo, una carga administrativa o un inconveniente presupuestal, está replicando un sistema roto; normaliza y se adscribe a la opresión violenta y directa de las madres. Las personas gestantes sostenemos la vida humana. Todas las personas somos el centro de la economía y de la sociedad. Cualquier concepto de desarrollo o prosperidad que nos excluya es, en realidad, otro nombre para la explotación y la opresión de nuestros cuerpos.
Por eso necesitamos algo más profundo que políticas de conciliación o licencias “generosas”. Necesitamos una transformación radical del modo en que entendemos el poder. Porque el poder que se ejerce a costa de nuestros cuerpos no es poder: es violencia. Y porque la política que no cuida, que no escucha, que no reconoce nuestras necesidades no nos representa.
Desde mi lugar como concejala, pero también como futura madre, estoy convencida de que no basta con abrir espacios para las mujeres: hay que cambiar la manera en que esos espacios se piensan, se habitan y se sostienen. Queremos instituciones que no nos obliguen a elegir entre la vida y la participación. Queremos procesos que reconozcan que cuidar también es una forma de gobernar. Que gestar también es una forma de construir futuro.
El embarazo no debería vivirse con miedo, con cansancio extremo, con trámites interminables, con la sensación de ser una molestia. Y sin embargo, así es como se nos trata. Si esto lo vivieran los hombres —con su cuerpo, con su tiempo, con su energía— las reglas serían otras. Habría protocolos claros, acompañamiento real, procesos rápidos. Pero como lo vivimos nosotras, se nos relega, se nos castiga, se nos invisibiliza.
Hablar desde donde lo hago, si al menos se respeta lo mínimo indispensable para la continuidad en el ejercicio de un espacio político, será una excepción con suerte. Ojalá motive la reflexión y el precedente para exigir cambios estructurales. Para que el Estado deje de tratarnos como un estorbo y comience a reconocernos como lo que somos: Constructoras de país. Sostenedoras de vida. Voces indispensables.
Desde Aúna, y desde todos los espacios que habitamos, seguiremos insistiendo en una política que ponga la vida al centro. Que defienda el derecho a cuidar y ser cuidadas. Que reconozca que la maternidad no es un problema que se tolera: es un proceso vital que debe ser protegido, valorado y garantizado.
Porque será un feliz día de las madres cuando pasemos de reconocimientos simbólicos a garantizar la voz y la tranquilidad de quienes gestan; lo será cuando los derechos para todas sean una realidad cotidiana, no un viacrucis.
Y porque el poder que queremos construir, será con nosotras y con nuestros cuerpos… pero en libertad.
* Aura Eréndira Martínez Oriol (@AuraErendira) es investigadora (Research Fellow) en el área de Desarrollo y Finanzas Públicas en ODI Global, y concejala en la alcaldía Miguel Hidalgo de Ciudad de México. Es activista por la economía feminista y la visión integral del cuidado y la sustentabilidad medioambiental como motores de la economía y la sostenibilidad de la vida. Es cofundadora de Aúna.
A pesar de que el cuerpo necesita agua para vivir, puede sufrir graves problemas ya sea por la falta o por el exceso de ella.
“Lo último que recuerdo fue el cartel de la mitad del camino”, le dijo al programa The Food Chain de la BBC.
Johanna se despertó tres días después en cuidados intensivos.
Pese a que un video grabado por su marido la mostraba cruzando la meta, ella no recordaba nada.
“Mi pareja y otros amigos estaban allí. Me saludaron, pero yo estaba muy débil. Llegamos a casa y estaba muy, muy enferma. Luego me desmayé”, recordó.
“Había bebido tanta agua que eliminé todas las sales y nutrientes necesarios para funcionar”, cuenta, recordando lo fácil que puede ser excederse en el consumo del líquido.
Según las recomendaciones generales a nivel internacional, lo ideal es beber alrededor de dos litros de agua al día para las mujeres y 2.5 litros para los hombres.
Sin embargo, los científicos afirman que nuestras necesidades de agua dependen de varios factores.
No beber suficiente puede provocar deshidratación, pero consumir demasiada también puede ser peligroso.
El agua constituye aproximadamente el 60 % de nuestro peso corporal. Se encuentra en nuestras células, órganos, sangre y en diferentes vías de nuestro sistema.
“El agua es un nutriente”, afirma Nidia Rodríguez-Sánchez, experta en hidratación de la Universidad de Stirling (Escocia).
“Nos centramos en las proteínas, las vitaminas, los carbohidratos y la fibra, pero no consideramos el agua como un nutriente importante en nuestra vida”, añade.
El agua desempeña un papel crucial en casi todas las funciones corporales.
Según la Facultad de Medicina de Harvard, algunas de estas son:
Nuestro cuerpo pierde agua constantemente al sudar, orinar e incluso respirar. Para funcionar correctamente, es necesario reponer este líquido perdido, un proceso conocido como equilibrio hídrico.
Cuando el cuerpo pierde más agua de la que ingiere, puede producirse deshidratación.
Esto puede provocar diversos problemas de salud graves:
En casos graves, la deshidratación puede causar confusión, ritmo cardíaco acelerado e incluso insuficiencia orgánica, según la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Sí, y las consecuencias pueden ser graves.
Beber cantidades excesivas de agua en un corto período de tiempo puede causar hiponatremia, también conocida como intoxicación hídrica. Esto ocurre cuando el equilibrio de sodio en la sangre cae peligrosamente, provocando la inflamación de las células del cuerpo.
Fue lo que le ocurrió a Johanna cuando corrió la maratón de Londres: al consumir demasiada agua, terminó por eliminar importantes sales y nutrientes que el cuerpo usa para su correcto funcionamiento.
Los síntomas de la hiponatremia incluyen:
El caso de Johanna ilustra lo que ocurre cuando el cuerpo ingiere más líquidos de los que puede procesar.
Los líquidos se absorben rápidamente en el torrente sanguíneo. El exceso de estos es filtrado por los riñones, los cuales pasarán luego a producir orina.
Sin embargo, nuestros riñones solo pueden procesar aproximadamente un litro de líquido por hora.
Y aunque Johanna se recuperó completamente, los casos más extremos de hiponatremia pueden ser letales.
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Para que una persona se mantenga sana, las autoridades sanitarias recomiendan beber de seis a ocho vasos de agua al día.
La Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria recomienda 2 litros para las mujeres y 2.5 litros y medio para los hombres. Esto incluye agua de todas las fuentes, incluyendo alimentos, no solo bebidas.
La mayoría de los alimentos, como frutas, verduras, arroz e incluso frutos secos, contienen agua. La sandía, por ejemplo, está compuesta por aproximadamente un 92 % de agua.
Y puede que ni estas recomendaciones resulten universales.
El profesor John Speakman, de la Universidad de Aberdeen (Escocia), participó en un estudio global que analizó la ingesta de agua en más de 5.000 personas en 23 países.
“Los hombres de entre veinte y sesenta años probablemente necesitan unos 1.8 litros al día. Y las mujeres del mismo grupo de edad necesitan entre 1.5 y 1.6 litros. A partir de los 85 años, aproximadamente, solo se necesita un litro al día”, explica el profesor Speakman.
Pero la cantidad de agua que una persona necesita depende de factores como el peso corporal, la actividad física, la edad, el sexo y las condiciones ambientales.
“El factor que más influye en la cantidad que necesitas es tu estatura”, añade.
“Si vives en un lugar cálido y húmedo, tus necesidades de agua serán considerablemente mayores que las de alguien que vive en un lugar frío y seco”.
La sed es la señal natural del cuerpo de que necesita más agua. El color de la orina es otro buen indicador de hidratación: el amarillo pálido indica que estás bien hidratado, mientras que el amarillo oscuro puede indicar deshidratación.
También necesitarás beber más líquidos si tienes vómitos o diarrea.
*Esta historia se basó en un programa de Radio del Servicio Mundial.
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