Construyendo un país habitable y un futuro posible
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Manifiesto contra la barbarie

Cómo visibilizar las violencias que nos han colonizado. Quizá empezar por el repudio, por la visibilización, por el desencubrimiento, la protesta, la exigencia. Pero esto no pasará sin la organización, sin la suma de voluntades de todas aquellas personas decididas, con o sin miedo, a parar, a poner un alto, a que la barbarie nos sea ajena, profundamente ajena.
22 de octubre, 2024
Por: Ana Paula Hernández Romano

Hay días en los que la realidad se vuelve avasallante. En México no han sido días, semanas, meses; han sido años amargos de una realidad profundamente difícil de sobrellevar que para muchos ha sido imposible de sobrevivir. Por el Padre Marcelo, por el alcalde de Chilpancingo, por los alcaldes que han sufrido atentados, por aquellos a quienes estamos buscando sin rumbo, por quienes han sido víctimas de la violencia en México y por quienes lo serán, escribo este manifiesto.

La palabra manifiesto, en latín, viene de mani, que quiere decir mano y de infestus, erguido o de pie. Un manifiesto es mostrar las manos en alto detrás de una opción, fijar una posición, tomar partido de frente, a mano alzada, sin tómbolas ni escondites: responder por la palabra, por la acción.

El término, vinculado con los orígenes del marxismo, ha quedado un poco en desuso en estos tiempos en los que no solemos hacernos cargo de las palabras o las decisiones, menos aún de las acciones.

Barbarie tiene su origen etimológico en el griego bárbaros, utilizado para referirse a quienes no hablaban griego y cuyas lenguas sonaban incomprensibles, como un balbuceo, bar-bar,  bere-bere. Inicialmente, no implicaba juicio moral, sino una simple distinción entre los griegos y los extranjeros. Sin embargo, con el tiempo, el significado de barbarie evolucionó para connotar la falta de civilización, orden y moralidad, reforzando una división entre “civilizados” y “no civilizados”.

Hoy barbarie tiene una carga más metafórica. Se usa para describir actos de extrema violencia, crueldad o falta de humanidad, como guerras, genocidios o violaciones sistemáticas a los derechos humanos. Para Walter Benjamin, incluso las más avanzadas civilizaciones llevan en sí el germen de la barbarie, sugiriendo que la brutalidad no es exclusiva de lo “primitivo”, sino que puede surgir dentro de cualquier sistema organizado.

Los bárbaros, bereberes por como sonaba su lenguaje para el desacostumbrado oído griego, eran relegados por hablar otro idioma, incomprensible para los helenos.

La violencia, las violencias son un lenguaje, con sus códigos, sus hablantes, sus mensajes. Coloniza, igual que cualquier otro lenguaje, el pensamiento con la relación profunda que existe entre ambos. Se enseña, se aprende, se practica, se domina, se propaga, se contagia como la lengua. En algunos casos, se aprende para sobrevivir. En otros, se aprende por decisión. En unos más, se mama, como el español como lengua materna.

Las violencias, el odio, el terror, los 90 homicidios diarios, el desplazamiento de cientos de comunidades, sobre todo de pueblos originarios, las 26 desapariciones forzadas diarias, los secuestros, los alcaldes degollados, los sacerdotes asesinados, las madres que buscan con palas y picos a sus hijos, son un lenguaje que ha colonizado nuestra forma de ver el mundo que, como para quienes usamos lentes, es transparente, terminamos por dejar de verlo, es el filtro a través del cual vemos, entendemos y asumimos lo real.

No entiendo ese lenguaje barbárico, no porque me sea extranjero (ya decía Benjamin que vive en mí y en todos los demás) sino porque decido no entenderlo. Decido que me sea ajeno, que me permanezca por siempre ajeno hipotecar el futuro de pueblos enteros por alianzas criminales que me lleven o me mantengan en el poder. Decido que me sea ajeno obviar la dignidad de seres humanos a cambio de recursos económicos. Decido que me sea inconcebible dejar de ver la realidad, el sufrimiento, la vida que pende de alfileres, con tal de contarme una historia que me permita, mintiendo, dormir tranquila.

El lenguaje, violento o no, vive en narrativas. ¿Cómo encontrar una que manifieste un claro rechazo a la barbarie que tiene suspendida la vida y la seguridad de cientos de miles de personas en el país? Cambiar de narrativa requiere de un derroche de integridad y otro tanto de valor. Recientemente, Gisele Pelicot, con su denuncia al marido y sus decenas de amigos violadores, nos ha dado una pista. Para la inmensa mayoría de las mujeres, denunciar a los setenta años que fuiste violada una y otra vez mientras tu marido te sumía en la inconciencia, es impensable por el oprobio y la vergüenza. Vergüenza que sume en el silencio a cada víctima. Vergüenza con la que cuentan victimarios. Cuando le preguntaron a Gisele por qué hacía esto, por qué denunciar y someterse al escarnio público, al riesgo de no obtener justicia, a avergonzar a su hija y su nieto, a lastimar la intachable reputación de violadores, respondió con un derroche de dignidad: para que la vergüenza cambie de bando.

Cómo visibilizar las violencias que nos han colonizado. Cómo rechazarlas en lo público y en lo privado, en lo individual y lo colectivo. Cómo manifestar que esa no quiero ser yo, ni quiero que sean mis hijos o los nietos que no tengo. Cómo contagiar de un repudio total hacia quienes se empeñan en que ese sea el lenguaje que se habla en este país. Cómo rebatir a quienes niegan que hemos sido colonizados por el lenguaje de la barbarie. Cómo tomar un paso atrás y expulsar las letras, los códigos, los mensajes, los hablantes que se aferran a que la violencia es nuestro modo de ser en el mundo.

Quizá empezar por el repudio, por la visibilización, por el desencubrimiento, la protesta, la exigencia. Pero esto no pasará sin la organización, sin la suma de voluntades de todas aquellas personas decididas, con o sin miedo, a parar, a poner un alto, a que la barbarie nos sea ajena, profundamente ajena. Y retomar la frase final del Manifiesto comunista, publicado hace casi 200 años, “proletarios de todos los países del mundo, uníos”, que había escrito unos años antes la escritora francesa Flora Tristán. Ambos, Marx y Flora, tenían claro que la única raíz del cambio está en la organización que nos empuje a pasar de la indignación a la acción.

* Ana Paula Hernández Romano (@ensusmarcas) es coordinadora del Diálogo Nacional por la Paz.

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Imagen BBC
Así cambiaron el alfabeto y el lenguaje con la llegada de los españoles a América.
7 minutos de lectura

Para enseñarles el cristianismo y otros conocimientos a los pueblos originarios, los religiosos que vinieron con los conquistadores y colonizadores desarrollaron un método que combinó dibujos y escritura.

12 de octubre, 2024
Por: BBC News Mundo
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Página del Códice Mendoza donde se habla de la fundación de México
Getty Images
El ‘Códice Mendoza’ es uno de los textos coloniales donde se mezclan pictogramas con escritura alfabética castellana.

Cuando los españoles llegaron al territorio de lo que hoy conocemos como México, existía un sistema de escritura principalmente pictográfico, en el que cada “dibujo” significaba una frase o enunciado completo.

Este sistema era utilizado por las castas gobernantes, principalmente para conservar tradiciones religiosas, discursos, hechos históricos o registros poblacionales y tributarios, entre otros asuntos.

Los amanuenses que conservaban estos libros (normalmente tiras de papel plegadas o lienzos o pieles de animales) aprendían de memoria largos discursos y con la punta del dedo repasaban las figuras para apoyarse y no perder el orden del mensaje que querían transmitir.

Es decir, esta escritura estaba más cerca de lo icónico que de lo ideográfico, más cerca de las pinturas rupestres que de la escritura egipcia o china.

Pintura colonial de un monje bautizando a indígenas
Getty Images
Los primeros religiosos que fueron enviados al Nuevo Mundo a evangelizar a los indígenas terminaron aprendiendo el idioma de éstos para poder llevar adelante su tarea.

Los “12 apóstoles de México”

Formalmente, los primeros evangelizadores españoles llegaron a la ciudad de México en 1524 (los llamados “12 apóstoles de México”).

Eran un pequeño grupo de frailes franciscanos que iniciaron una ingente y titánica obra cristianizadora de los indígenas. A estos les siguieron los dominicos y luego los agustinos.

La labor de las órdenes religiosas no se limitaba a la evangelización. También construyeron pueblos, villas y ciudades, impartieron justicia y fueron consejeros de los funcionarios reales, entre muchas otras actividades.

Por ejemplo, enseñaron a los primeros mexicanos a cultivar las plantas europeas, vestir “a la española”, edificar iglesias, criar animales españoles, labrar acueductos, utilizar el telar europeo y aprender los oficios mecánicos.

Simultáneamente, destruyeron los templos prehispánicos, derrumbaron las esculturas de los dioses, quemaron los libros que mencionamos e hicieron procesos inquisitoriales contra los indios remisos.

Otra página del Códice Mendoza del siglo XVI
Getty Images
Los primeros textos dirigidos a los indígenas se asemejaban más a pinturas rupestres que a lo que consideramos escritura .

Estas actividades pasaban inevitablemente por que los religiosos aprendieran las principales lenguas mesoamericanas. Y así lo hicieron.

En un principio, en la escritura mezclaron los pictogramas y el alfabeto. Por ejemplo, se conserva una interesante transcripción al náhuatl del catecismo ideado por fray Pedro de Gante.

Otros religiosos, quizá deseosos de un mayor acercamiento a los usos y costumbres de los pueblos indígenas, pedían a los copistas que transcribieran en grandes telas, con su sistema, pasajes bíblicos.

Iban de una a otra aldea acompañados de un numeroso séquito de indios ladinos –los llamaron igual que en España llamaban a los judíos y a los musulmanes que se movían entre la cultura propia y la cristiana–, reunían a los pobladores, trepaban en alguna tarima o en algún basamento piramidal en ruinas, mostraban el gran lienzo a los neófitos, señalaban con una vara las imágenes, contaban en español el asunto de la pintura y, finalmente, los ayudantes traducían al náhuatl.

Imagen del letras del alfabeto latino
Getty Images
Los religiosos españoles utilizaron el alfabeto latino para intentar construir la fonética náhuatl.

Idiomas para los evangelizadores

Una nueva dificultad se les presentó cuando tuvieron que enseñar las lenguas indígenas a los evangelizadores que llegaban.

No era deseable, por pesado y dilatado, que las aprendieran de los indígenas (como tuvieron que hacer los primeros).

Así que organizaron escuelas para que los nuevos frailes estudiaran las lenguas originarias. Esto condujo, como un proceso natural y lógico, a dotar al náhuatl, por ejemplo, de un alfabeto. Y el sistema de escritura no fue otro que el usado en el castellano.

Una vez escrita la lengua mexicana con el sistema alfabético que el español recibió del latín, se desató una fiebre escritural muy variada y abundantísima.

Se hicieron libros a la europea (manuscritos primero, impresos después): silabarios, diccionarios, sermonarios, gramáticas, doctrinas, crónicas, anales, informes, pliegos de agravios, etc.

Por fortuna se conservan testimonios de este proceso.

Recuerdo de mis lecturas que los agustinos fundaron una escuela en Tiripitío para enseñar la lengua michoacana. Incluso en Culhuacán, al sur de la ciudad de México, el convento de estos ermitaños tenía un batán en el que fabricaban papel.

Una figura central en este proceso de adquisición del alfabeto latino por el náhuatl es sin duda el franciscano Bernardino de Sahagún. Sus manuscritos, conocidos como Códice florentino en la actualidad, han sido digitalizados para su consulta universal.

Como afirma la estudiosa Alejandra Ortiz Castañares, el Códice Florentino fue “creado para conocer a los mexicas y evangelizarlos. Es uno de los pocos con lenguaje híbrido, en el que la tradición pictográfica indígena se incorpora no sólo como lenguaje, sino también como refuerzo visual del apenas nacido alfabeto latino en náhuatl”.

Imagen de una página del catecismo de Pedro de Gante
Cortesía Biblioteca Nacional de España
El Catecismo de fray Pedro de Gante es otro ejemplo donde se combinó el español con la lengua de los pueblos originarios mexicanos.

Pronunciar en otro idioma

Sin duda, fue una solución muy práctica y útil. Pero los evangelizadores no previeron un problema: las diferencias fonéticas entre la lengua modelo y las americanas.

Por ejemplo, en náhuatl no existía el fonema /ñ/ y las vocales eran tres, no cinco. Y en español no existen los fonemas interdentales laterales. Para solucionar eso, improvisaron usando dos grafías (tl, tz).

Además, había fonemas en español que poco a poco se estaban perdiendo, como la cedilla (/ç/), la doble s, la /sh/ (que se escribía como una X), etc.

Tampoco imaginaron dos consecuencias inesperadas. En primer lugar, la prosodia del español –sus acentos, tonos y entonación– en muchos casos arrastró, por decirlo así, a la prosodia del náhuatl.

Como ejemplo, tenemos la pronunciación de la capital del imperio azteca: Mexico-Tenochtitlan. La primera palabra aludía a la etnia (los mexitin, en oposición a tepanecas, acolhuas chalcas, etc.) y la segunda al lugar mismo, el islote donde se fundó. La primera fue y sigue siendo la más usada.

Su pronunciación sería algo así como meshico –palabra grave, no esdrújula–. El fonema /sh/ existía en español y se escribía como una X, de ahí muxer (musher), oxo (osho) y dixe (dishe). Con el paso de los siglos, este fonema del español se fue suavizando hasta pronunciarse como una jota, y así fue como evolucionó la dicción a mujer, ojo o dije.

Con muchas palabras del náhuatl se dio esta “evolución”. Así se pasó de Xalisco (Shalisco) a Jalisco, de Xalapa (Shalapa) a Jalapa y de México a Méjico. En el siglo XIX muchas grafías de estos topónimos se adoptaron a la nueva pronunciación, excepto México, que la seguimos escribiendo a la vieja usanza pero la pronunciamos a la moderna.

Folio del Código Florentino
Cortesía J. Paul Getty Trust
En el Código Florentino también se utilizaron dibujos y texto para facilitar la enseñanza de la cultura europea y de la religión cristiana a los indígenas.

La segunda consecuencia fue que la pronunciación a la española de las palabras indígenas muchas veces fue adoptada como la forma correcta por los propios indígenas.

Aunque es un fenómeno complejo y de múltiples aristas, estos ejemplos darán una idea al amable lector: de Coliman se pasó a Colima; de Tlalpam a Tlalpan; de Janitzio a Janicho; de Olizapan (Ahuilizapan) a Orizaba y de Cuauhnáhuac primero a Cuedlavaca y, finalmente, a Cuernavaca.

Diremos que hubo palabras que casi quedaron idénticas en esa transición que implicó el mestizaje de las culturas del Nuevo y el Viejo Mundo, mientras que otras locuciones tuvieron una transformación radical. Eso se debió a la facilidad o no de pronunciar esos términos en la nueva lengua dominante.

Como dijo Octavio Paz, lo que entonces pasó no fue un encuentro, sino un encontronazo. Pero no es éste el espacio para hablar de ello. Lo que quiero decir en este breve recuento que ahora hago es que el tema no sólo tiene interés y suma importancia para lingüistas, sino también para literatos, historiadores, antropólogos, sociólogos, etc.

Por desgracia es un espacio muy poco explorado, pero los que hablamos la lengua de Cervantes (vivamos de uno u otro lado del Atlántico) estamos obligados a no permitir que se pierda.

*Ramón Moreno Rodríguez es profesor e investigador en el área de la lengua y las literaturas hispánicas, especialista en narrativa española, de la Universidad de Guadalajara (México). Este artículo apareció en The Conversation. Puedes leer la versión original aquí.

raya gris
BBC
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