Más de la mitad de la humanidad vive en zonas urbanas actualmente, en concreto alrededor del 56 % de la población mundial, y para el año 2050 se estima que 7 de cada 10 personas en todo el mundo habiten en ciudades, según estimaciones del Banco Mundial en su informe de Desarrollo Urbano de 2022.
Sólo en la Ciudad de México viven más de nueve millones de personas, de acuerdo con datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). Esta población necesitará estrategias, políticas, campañas y procesos que den a conocer y garanticen el conocimiento y ejercicio de sus derechos.
De acuerdo con el Censo de Población y Vivienda 2020 del INEGI, en México existen 5 mil 700 personas en situación de calle, de las cuales se calcula que 900 personas habitan en la Ciudad de México. Sin embargo, es importante señalar que no existen cifras ni cálculos definitivos que contabilicen de forma real a las personas en situación de calle, pues sus propios contextos dificultan poder censar dicha población.
El no conocer de forma certera la cantidad de personas que viven en calle es un problema que genera invisibilización y desplazamiento de las personas de la ciudad, negando de forma sistemática sus derechos y libertades, no sólo en la ciudad de México sino en todos los espacios en donde las personas en condiciones de calle no puedan acceder a, por ejemplo, servicios de salud integral, vivienda digna, educación, trabajo, cultura, etcétera.
Resulta indispensable no olvidar los sistemas de opresión, violencias y discriminaciones que viven las personas en situación de calle y que, como causa y consecuencia, reproducen un ciclo de negación de derechos e invisibilidad. De forma general, las personas en situación de calle son personas racializadas a quienes se les asigna una serie de prejuicios negativos y estigmas que reproducen discriminación racista, clasistas, aporofóbica y, si tomamos en consideración las intersecciones particulares de cada persona, pueden agregarse otras estructuras de opresión como el capacitismo o las LGBTfobias, por poner algunos ejemplos.
Datos de la organización El Caracol documentan que sólo en los primeros nueve meses de 2022 mil personas en situación de calle murieron en México, de las cuales 899 murieron como desconocidas lo cual hace imposible recuperar sus cuerpos. Anteriormente bastaba con demostrar que la persona tenía una red de conocidos que reclamaban el cadáver, pero ahora se exige la presentación de un familiar por lo que en el actual sexenio la asociación no ha logrado recuperar los cuerpos.
A ello se suma la discriminación y violencia que sufren las personas en situación de calle al ser forzadas a desplazarse del espacio público bajo argumentos de “limpieza social” fundamentados en una falsa idea de seguridad o “embellecimiento” del espacio público, ya que argumentos como esos esconden en el fondo fundamentos racistas, clasistas y aporofóbicos.
Urge reconocer a las personas en situación de calle como personas sujetas de derechos, víctimas de procesos estructurales que, en la mayoría de los casos, obligan a las personas abandonar sus hogares o ser desplazadas de sus viviendas, por ejemplo, según información del Informe de Impactos Diferenciados por Covid-19: Diálogos con Organizaciones de la Sociedad Civil publicado en 2020, durante la pandemia de COVID-19 y gracias a las medidas de seguridad sanitaria como el cierre de hoteles, muchas tuvieron que ser desplazadas al no poder acceder a estos espacios para pasar la noche, sin contar por supuesto que no existen registros exactos de personas en situación de calle que hayan fallecido a causa del covid o por alguna otra enfermedad o condición de salud pues sólo se cuentan con estimaciones y aproximaciones.
Resulta indispensable reconocer que el derecho a la ciudad es un derecho humano cuyo alcance impacta a todas las personas que viven y transitan en la Ciudad de México. En términos concretos el uso, por ejemplo, de parques y espacios públicos no es ni debe ser bajo ninguna circunstancia exclusivo de algún sector poblacional, sino que al tratarse de espacios públicos debe ser accesible para todas las personas.
El derecho a la ciudad establece el ejercicio pleno de los derechos de todas las personas en espacios públicos, colectivos, urbanos y su relación con su entorno, es decir, derecho a la movilidad, a espacios verdes -como jardines o parques-, a una identidad colectiva, a ser consultado/a/e para obras y presupuesto público, a presentar denuncias, a la vista y el paisaje, a un hábitat culturalmente diverso, y a una calidad de vida digna en espacios públicos, entre muchas otras dimensiones.
No reconocer el derecho a la ciudad de las personas en situación de calle es, por tanto, imposibilitar que accedan a otros derechos y libertades como el derecho a la libre asociación, al trabajo, a la salud, a la educación, a una vida libre de violencia, al libre desarrollo de la personalidad y, por supuesto, a la no discriminación.
En conclusión, es urgente y necesario políticas integrales de desarrollo, acompañamiento y no estigmatización para personas en situación de calle, así como desarticular prejuicios sobre poblaciones callejeras que sólo reproducen prácticas racistas y aporofóbicas al mismo tiempo que deshumaniza a las personas, cosificándolas y reduciéndolas a algo que hay que retirar, como si se tratara de objetos sucios o descuidados en lugar de personas que merecen derechos, respeto y goce de los espacios públicos como cualquier otra persona.
* Alexis Samuel Cabral Acosta es asesore educative en la Subdirección de Educación del @COPRED_CDMX.
Tras varios años de búsqueda, Yanette Bautista logró hallar los restos de su hermana. Sin embargo, hasta ahora no ha logrado que la Justicia actúe contra los responsables.
El primer recuerdo que Yanette Bautista tiene de su hermana, Nydia Erika, es de aquella vez cuando en un lugar apartado y campestre fueron sorprendidas por su padre, a quien no veían desde hacía meses.
“Tendría unos 5 años y ella 7. La alegría compartida de ver a mi padre, quien vivía en Venezuela y pasaba mucho tiempo del año fuera de la casa, es algo que recuerdo siempre”, cuenta Yanette.
Ella también recuerda exactamente la última vez que vio a su hermana: fue casi tres décadas después, en el cementerio de Guayabetal, una población ubicada unos 50 kilómetros al oriente de Bogotá, la capital de Colombia.
“Eran pedazos de huesos, pero entre ellos estaba el crucifijo que le había dado mi mamá. Así supe que era ella”, señala Yanette.
Tres años antes, el 30 de agosto de 1987 su hermana había sido desaparecida por el ejército colombiano. Entonces Yanette dejó su vida de secretaria ejecutiva para dedicarse por completo a buscar a Nydia Erika.
“Las mujeres somos las únicas que buscamos a los desaparecidos. Si no lo hacemos nosotras, nadie los busca”, señala.
Y añade: “Son las mujeres las que buscan con valentía. Desafiamos las reglas de silencio y opresión impuestas por quienes hicieron desaparecer a nuestros seres queridos, y terminamos defendiendo los derechos de todas las personas. Por eso me quité los tacones y me los cambié por zapatos de trabajo para comenzar a buscar a mi hermana”.
Y en un país en el que se estima hay 80.000 personas desaparecidas por el conflicto interno, que se extendió durante cinco décadas, la labor de Yanette y de otras decenas de mujeres resulta casi indispensable.
“Desde que desapareció Nydia Erika me la pasé gritando: ‘Vivos se los llevaron, Vivos los queremos’”, relata la hermana.
“Pero no sabía que nos la pasamos buscando muertos”.
A pesar de los esfuerzos de Yanette y de las confesiones hechas por militares involucrados en el caso, la desaparición de Nydia Erika Bautista permanece impune.
La historia de Yanette y Nydia Érica tiene su origen en la violencia. Y en el amor.
El padre de ambas era un militante a ultranza del Partido Liberal, que durante gran parte del siglo XX tuvo una feroz disputa con el Partido Conservador por el control del poder en Colombia.
Los años de mayor fragor se conocieron como los de “La Violencia”, que se estima dejó cerca de 100.000 muertos.
“Mi padre era liberal. Y un día fueron por él y le metieron varios balazos que lo dejaron malherido”, señala Yanette.
Se lo llevaron de urgencia a un hospital cercano. “Ahí trabajaba mi mamá como enfermera. Lo comenzó a cuidar y se enamoraron”.
Pronto, la suya se convirtió en una familia de seis hermanos que vivían en un barrio de clase media en Bogotá.
“Al poco tiempo nos dimos cuenta que Erika era la favorita de mi papá”, relata Yanette.
Cuenta que su papá se ponía junto a ella a escuchar la legendaria emisora Radio Cubana, en los inicios del régimen castrista en la isla.
“Creo que era su favorita porque leía mucho. Ella en una fiesta prefería sentarse a hablar de política que bailar”, dice.
La influencia política de su padre, los libros que leía y el ambiente de los años 60 modelaron el carácter militante de Nydia Erika.
“Estudió sociología en la Universidad Nacional. Allí fundó ‘El Aquelarre’, un periódico donde se discutían los temas sociales que aquejaban al país en la década del 70”, relata.
Fue en ese entonces que se unió a la guerrilla del M-19, un movimiento subversivo urbano que había nacido en los años 70. Ella operaba entre Bogotá y Cali.
“Ni a mis padres ni a mí nos gustó que lo hiciera. El ambiente del país no estaba propicio para pertenecer a un movimiento guerrillero, aunque su papel era más político que militar”, anota Yanette.
El temor familiar se volvió realidad: en 1986, fue detenida por miembros de la II Brigada, con sede en Cali, la tercera ciudad del país.
Fue torturada durante varios días hasta que un colectivo de defensores de los Derechos Humanos se acercó a las instalaciones del batallón y exigió su liberación.
Yanette y Nydia Erika se mudaron juntas a un apartamento en el centro de Bogotá con sus hijos.
“Ella, a pesar de lo que le había pasado, siguió en la militancia. Recuerdo que al apartamento donde vivíamos juntas venían a visitarla muchos dirigentes del M-19”, dice Yanette.
A pesar de no tener convicciones religiosas, uno de los hijos de Nydia Erika decidió hacer la primera comunión. La fecha elegida fue el domingo 30 de agosto de 1987.
“Ese día fue acompañar a una amiga a coger el bus y nunca más volví a saber de ella”, recuerda Yanette.
Durante horas, tanto su Yanette como los otros miembros de la familia comenzaron una búsqueda frenética para poder hallar a Nydia Erika.
Pasaron las horas. Los días. Las semanas.
“No aparecía. Nadie sabía qué había pasado con ella. Nosotros suponíamos que tenía que ver con su militancia, y les preguntamos a los dirigentes y comandantes si sabían algo. Tampoco sabían nada”, recuerda.
Fue entonces el momento en que Yanette dejó su trabajo y se dedicó a buscar a su hermana por todo el país.
“Nadie nos daba una respuesta. Fuimos a todas las entidades del gobierno, pero ni una sola pista. Nosotros teníamos claro que esto había sido una acción del ejército, pero no teníamos ninguna prueba”, señala.
Comenzaron a llamarla, a amenazarla. “Que no buscara más, me decían”.
Lo que sí ocurrió, detalla Yanette, es que se generó un movimiento de personas, de distintas organizaciones sociales colombianas, que comenzaron a seguir a Yanette en su empeño de buscar a su hermana.
En 1991, casi cuatro años después de la desaparición, alguien habló: el sargento Bernardo Alfonso Garzón, quien pertenecía al batallón número 20 de Inteligencia y conocía el destino de decenas de personas que fueron desaparecidas por el ejército nacional.
“Él nunca nos dijo nada de frente. Pero en una confesión, señaló que a Nydia la habían dejado tirada en la vía a Guayabetal”, dice.
Entonces comenzó la búsqueda en el terreno. Y efectivamente, uno de los administradores del cementerio de Guayabetal recordaba que tres años antes habían traído el cuerpo de una mujer que coincidía con la descripción de Nydia Erika.
“Hicimos la exhumación y ahí vi el crucifijo que le había dado mi mamá. También tenía la ropa que sabíamos que era suya”, recuerda.
Un examen confirmaría más tarde que ese era el cuerpo de Nydia Erika Bautista. Y 13 años después, debido a denuncias de que esos restos no pertenecían a Nydia Erika, la Fiscalía Colombiana confirmó su identidad medianteuna prueba de ADN.
Tras varias investigaciones, tanto Yanette como la familia pudieron saber lo que había pasado con ella.
Esa noche del 30 de agosto de 1987, miembros del ejército tomaron a la fuerza a Nydia Erika y, tras someterla a torturas, la asesinaron.
Posteriormente su cuerpo fue dejado en la carretera a Guayabetal, a la intemperie durante nueve días, hasta que fue hallado por dos personas que pasaban por el lugar.
“La enterraron como una NN. Nosotros por supuesto no sabíamos nada”, dice Yanette.
“Desde ese día dejé de gritar que nos devuelvan vivos a los desaparecidos. No tiene sentido. Los que hacemos esto, buscar a nuestros desaparecidos, solo buscamos personas muertas”, reclama.
Sin embargo, su lucha no terminó allí.
“A Nydia Erika la mataron personas del ejército nacional de Colombia. El Estado mató a mi hermana. Pero a pesar de que eso está claro, nadie ha pagado por su crimen”, dice.
En este sentido, la justicia colombiana ha dado varias vueltas. En 1995 un general y varios suboficiales fueron destituidos por el crimen de desaparición y asesinato.
Pero en distintas instancias judiciales y más por fallas en el proceso que por pruebas que exoneren a los militares, hasta el momento no se ha emitido ninguna condena en contra de las personas involucradas en la desaparición forzada de Nydia Erika.
Entonces, con la idea de continuar con su lucha, decidió crear la Fundación Nydia Erika Bautista, no solo para seguir el reclamo de justicia para su hermana sino también para ayudar a otras mujeres que buscan a sus desaparecidos.
“Somos las mujeres las que hacemos esta tarea. Sin las mujeres, Colombia no encontraría a sus desaparecidos. Por eso nos tenemos que apoyar entre nosotras”, anota.
Pero eso ha tenido un costo. Tras arrancar con la fundación, debió exiliarse durante siete años a Alemania debido a las amenazas que recibía por su trabajo de denuncia en Colombia.
Ahora, tras tres décadas de lucha, dice que es imposible no recordar a su hermana todos los días.
“Nosotros éramos padre y madre de nuestros hijos. Ellos no tenían papá y a sus hijos los considero mis hijos y ella trataba a los míos como suyos. Ese es un vínculo muy fuerte”, concluye.
Hasta el momento, a pesar de distintas condenas de la justicia local, ningún militar ha sido condenado por la muerte de Nydia Erika.
“Vamos a seguir luchando. Hasta el final”, promete Yanette.
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