
La mayoría de las veces (si no es que todas), hablar, escribir o reflexionar sobre antipunitivismo implica realizar ciertas advertencias: este enfoque no pretende negar o invalidar las violencias y abusos que hemos vivenciado, mucho menos a quienes hemos sido víctimas o sobrevivientes de las mismas, al contrario, implica colocar esas vivencias en el centro no sólo para nombrarlas y visibilizarlas, también para acompañarlas y buscar o crear definiciones de justicia y reparación más humanas, más colectivas y más nuestras. Por otro lado, hablar sobre antipunitivismo implica plantear más preguntas que respuestas, pero, sobre todo, implica plantear reflexiones que la mayor parte del tiempo resultan incómodas y desafiantes.
La lucha antipunitivista ha sido sostenida y planteada desde las luchas antirracistas que buscaban y continúan buscando el abolicionismo. Es importante diferenciar el concepto de “abolicionismo” -que ha sido tergiversado y desfigurado por las posturas feministas hegemónicas que parten desde la blanquitud y las herencias esencialistas del colonialismo relacionadas a cuestionamientos, señalamientos violentos y dinámicas de control en torno al género, el trabajo sexual y los cuerpos de las mujeres y disidencias- del concepto de abolicionismo al que estoy haciendo referencia: el que históricamente ha surgido de las luchas antirracistas para la abolición de la esclavitud, del sistema racista y de todas las instituciones sustentadas en el mismo, entre ellas, las prisiones.
Sin embargo, no es el objetivo de este escrito dialogar o reflexionar sobre el contexto histórico y actual de las luchas abolicionistas, propongo más bien reflexionar sobre la manera en que hemos interiorizado estas dinámicas del sistema racista a partir del punitivismo y cómo lo hemos llevado a nuestras cotidianidades. Valeria Angola, activista antirracista, menciona que “adoptar una postura antipunitivista no solo se trata de estar en contra de las cárceles, sino también de todo aquello que las sostiene”.
De acuerdo con Estefanía Vela, directora de Intersecta, organización feminista que se dedica a la investigación y a la promoción de políticas públicas para la igualdad, el punitivismo se define como una “forma de resolver conflictos o de responder a situaciones dolorosas o a daños, reales o percibidos” a partir de distintas acciones como “encerrar, apartar, castigar y/o hacer sufrir a quien se percibe que causó ese daño”.
En este sentido, valdría la pena preguntarnos: ¿qué pasa cuando hablamos del conflicto y cómo hablamos de él? Y ¿Por qué hablar del conflicto regularmente implica una asociación negativa, incómoda o incluso dolorosa?
Ser “conflictiva” o “problemática” es una categoría que me ha habitado durante mucho tiempo. En su mayor parte, esa categoría ha sido percibida como algo negativo o como una característica que se debe evitar, no solo por la sociedad que la señala, sino también por mí misma. Al cuestionar esa categoría, encontré que las respuestas tienen relación con el hecho de que la sociedad que habitamos es punitiva y nos ha enseñado que el principal (o el único) lugar para habitar la respuesta ante el dolor y el daño es el del castigo.
Es común que en nuestras dinámicas de gestión y respuesta ante los conflictos esté presente la evasión, la negación o la confrontación que en ocasiones escala a violencia. Esto, en ocasiones, resulta en que nuestro accionar ante los mismos sea el castigo y el señalamiento, principalmente a partir de mecanismos como la funa, el escrache o la cancelación. Cuando se habla de una “cultura de la cancelación” habría que repensar esta definición, pero no para cuestionar a las personas que señalan o denuncian hechos y conductas problemáticas o incluso violentas, sino para cuestionar la manera en la que estamos gestionando el conflicto a partir de la vigilancia y el castigo y la efectividad en la lógica de “devolver” los daños causados para responder a las lógicas de reparación de daños para las personas dañadas, víctimas o sobrevivientes, y a la lógica de aprendizaje y reflexión por parte de las personas que causan daño o agreden.
El concepto de “justicia” ha sido monopolizado por el ámbito jurídico y los marcos legales, es decir, es el Estado bajo sus lógicas el que define qué es justo, qué no lo es y, como menciona Luz Piedad, experta en asuntos de género, efectos de la política de drogas en las mujeres y violencia contra las mujeres, decide la manera en que se enjuicia y sentencia a quienes considera delincuentes, sin tener presente en sus objetivos la protección a las víctimas. Al ser adjudicado este concepto, el Estado también adjudica la posibilidad de imaginar y crear nuestras propias definiciones de justicia y, sobre todo, nuestros propios mecanismos para acceder a la misma. Dentro de nuestros vínculos, colectivos, comunidades, relaciones cercanas y sociales, optamos por adoptar el papel del Estado, aunque no esté presente; performamos entonces el rol de jueces y verdugos en cuanto alguien daña o comete un error.
La gestión del conflicto a partir del punitivismo implica muchas problemáticas que nos retrasan en la construcción de horizontes distintos, principalmente por el hecho de que individualiza situaciones que están basadas en construcciones colectivas, pero sobre todo, en opresiones sistémicas y estructurales que, al individualizarse, deslindan de la responsabilidad de combatirlas o erradicarlas. La escritora y autora de varios textos, Adrienne maree Brown, habla de que las funas surgieron como una estrategia de las personas marginalizadas para hacer frente a quienes ocupan lugares de poder y detener la injusticia a partir de poner el foco en sus comportamientos inhumanos, pero no nos sirven para abordar malentendidos, críticas o contradicciones. Si bien dentro de nuestros colectivos y comunidades también existen las dinámicas de poder, estas no existen ni se movilizan de la misma forma.
Esta reflexión, nuevamente, no pretende invalidar a quienes han hecho uso de las denuncias autónomas y las funas como mecanismos de reivindicación, de protección y de sobrevivencia. Valeria Angola menciona que la funa y el escrache siguen siendo una opción para quienes se rebelan ante las injusticias de los grupos poderosos, para quienes no tuvieron una respuesta por parte de los mismos y, yo añadiría, para quienes propusieron e intentaron encontrar mecanismos de justicia restaurativa, pero no encontraron respuestas o disposiciones. La intención de esta reflexión es cuestionar los mecanismos del punitivismo como nuestra primera y única opción de respuesta ante los conflictos que tenemos y ante los daños que causan las personas con quienes compartimos y construimos en cotidianidad. Además de que estos mecanismos, a su vez, surgen como una respuesta ante la exigencia de inmediatez de un sistema capitalista que no nos permite detenernos, en este caso, para reflexionar, sentir, reconocer, acompañar, reparar y pensar en otras maneras de habitar las diferencias.
Estas reflexiones son importantes y necesarias, por una parte, desde un lugar y objetivo preventivo de la discriminación y la violencia a partir de la gestión de conflictos, en tanto que el escalamiento de estos puede desencadenar en una o ambas. Por otra parte, porque el sistema punitivo justifica y sostiene sistemas estructurales que reproducen la discriminación y la violencia. También, como menciona la novelista y dramaturga estadounidense Sarah Schulman, en tanto que el conflicto está enraizado en la diferencia y que las personas son y siempre serán diferentes, por lo cual, tendríamos que aprender a habitar la diferencia desde lugares distintos, en donde no confundamos incomodidad con amenaza y la ansiedad interna con peligro exterior. Adrienne maree Brown menciona y cuestiona el movernos con los dientes afilados entre nosotres mismes, pues destruir a una persona que hace daño, no destruye todas las estructuras que permiten que ese daño exista.
La canción La pregunta de Babasónicos me resulta una invitación a cuestionarnos la posibilidad de equivocarnos, de ser personas heridas y que hieren, personas que lastiman y comenten errores, es decir, a la posibilidad de ser humanes y de habitar el miedo de serlo, así como el lugar para responsabilizarnos de ello. Las personas que me invitaron a escucharla dirían que también es una invitación a habitar el compromiso de acompañarnos en esta construcción.
El antipunitivismo no es sinónimo de impunidad, no busca que las personas no respondan ante los daños que causaron ni que evadan su responsabilidad a partir de una cultura del “perdón y olvido”; implica que reconozcan, que se hagan cargo y que este hacerse cargo sea sostenido colectivamente. Además de colocar a las personas víctimas o sobrevivientes en el centro, el antipunitivismo busca que también las comunidades y colectividades se coloquen en el centro, pues el daño ocasionado también es colectivo. Al mismo tiempo, busca que todas nos involucremos en la gestión del conflicto, en el acompañamiento durante la reparación de daños y, por tanto, en la búsqueda y creación de una justicia restaurativa y transformativa, pues, según Adrienne, la justicia transformativa es relacional y se produce a escala de la comunidad.
Para poder contemplar el antipunitivismo como un horizonte de lucha, tenemos que comenzar por habitarlo en nuestros círculos y colectividades más cercanas, lo cual implica pensar en la manera en que gestionamos y habitamos los conflictos, los problemas, las diferencias y el error. Mirar, entrar y meter las manos al conflicto implica buscar e intentar nuevas maneras de gestionarlo, maneras que no deshumanicen a ninguna de las personas involucradas, lo cual implica mirarles en toda su posible complejidad. Implica comprender que no siempre y no todas las personas que nos dañan tienen la intención de hacerlo y, en ese sentido, que muchas veces estamos haciendo lo mejor que podemos con las herramientas que tenemos, al mismo tiempo que nuestras historias y heridas personales no justifican los daños que causamos. Hacernos cargo también implica estar presentes para acompañar, para sostener y cuidar. Implica no dejar a las personas víctimas o sobrevivientes solas en sus intentos, espacios y mecanismos para sobrevivir.
Lorena Elizondo, pedagoga con un enfoque de teatro educativo, diseñadora y facilitación de talleres y actividades de consultoría, menciona que criticar y resistir al punitivismo implica atreverse a lo que el trabajo colectivo y la diversidad suponen. Flor Acosta, artista argentina, nos invita a apostarle a la colectividad, al mencionar que habitar en colectivo implica disponernos a “sentir, llorar y probar a que no salga, celebrar cada meta lograda, agotarnos por intentar lo imposible sabiendo que la letra chica dice -darlo todo-”.
Si bien los horizontes y propuestas antipunitivistas pudieran resultar idílicos o utópicos, las comunidades y pueblos originarios los han habitado desde tiempos inmemoriales; negar su posibilidad y efectividad también sería negar los saberes y prácticas a partir de las cuales estas comunidades han resistido históricamente a las violencias sistemáticas del Estado, del racismo y el capitalismo.
Christian Gruenberg, abogado antipunitivista, afirma que lo que el enfoque antipunitivista busca es brindarnos opciones y que, al momento de gestionar los conflictos, los abusos y las violencias, estemos informades de que la vía punitiva no es la única disponible, para que tengamos opciones de decidir y, en lo ideal, que el castigo y el punitivismo sean la última opción, al no ser mecanismos que se centren en la reparación ni en la justicia transformativa.
Ante este conjunto de reflexiones, comparto una última para resignificar y reapropiarme de la categoría contradictoria de ser conflictiva: en algún momento ser conflictiva puede implicar sentir la necesidad de castigar, de devolver el dolor de ser herida por no saber en qué lugar colocarlo y, sobre todo, no querer mirar el lugar desde el que viene y desde el cual me habita. Pero también ser conflictiva implica el no ceder ante la deshumanización, problematizar las interacciones que nos dañan y lastiman, darle un lugar y un espacio colectivo a los dolores que nos habitan al relacionarnos, al construir en conjunto. Implica apostarle a la construcción de horizontes distintos en donde no tengamos que destruirnos con la promesa de estarnos protegiendo, sino de cuidarnos, sostenernos y resistir juntes ante estructuras y sistemas que ya intentan destruirnos. Resignificar el conflicto resulta necesario, pues según Sarah Schulman, el cómo lo entendemos y cómo respondemos ante él determina si tenemos o no justicia y paz colectiva.
* Karly Corral Linares es asesore de la Subdirección de Educación del COPRED.

Cuenta la leyenda que el río Santiago se tragaba las canoas de cualquiera que intentara explorarlo. Ahora, una comunidad indígena está descubriendo especies sorprendentes en sus aguas.
Nos subimos a una canoa de madera que se mecía sobre las aguas turbias del río Santiago, listos para visitar uno de los ecosistemas menos conocidos de la región amazónica.
Hasta hace poco, los científicos desconocían incluso qué clase de peces habitan esta parte del río, porque nunca había sido estudiada.
Ahora, tras dos días de viaje en buses y camiones desde Quito, Ecuador, la fotógrafa Karen Toro y yo nos acercábamos a nuestro destino: Kaputna, una comunidad indígena que ha descubierto nuevas especies de peces.
Rodeada de una selva virgen donde los jaguares, pecaríes y pumas todavía reinan con tranquilidad, Kaputna es una localidad en la ribera del río Santiago con 145 habitantes que son miembros de los shuar, una de las 11 naciones indígenas que viven en la Amazonía ecuatoriana.
A pesar de que Ecuador es considerado un punto central para la biodiversidad de peces de agua dulce, un grupo de científicos advirtió en 2021 que la falta de información sobre sus especies era “pasmosa” y que se necesitaba de manera urgente realizar más investigaciones.
Un grupo de residentes de Kaputna ha ayudado a llenar ese vacío, al descubrir una gran cantidad de peces que viven escondidos en el río, camuflados por las sombras marrones y plateadas, con bocas especialmente adaptadas para alimentarse de las rocas bajo el agua.
Gracias a los esfuerzos de monitoreo llevados a cabo entre 2021 y 2022, que combinaron conocimiento científico y tradicional, la comunidad indígena logró identificar cerca de 144 especies de peces en el río Santiago.
Cinco de ellas ya habían sido identificadas en otros países, pero nunca en Ecuador. Una de las especies todavía está siendo estudiada y podría ser totalmente nueva, de acuerdo a los biólogos que participaron en la investigación.
Algunos pescadores de Kaputna, como Germán Narankas, fueron como coautores del artículo científico que fue publicado con los hallazgos.
“Su conocimiento del territorio es esencial para descubrir las nuevas especies”, le dice a la BBC Jonathan Valdiviezo, un biólogo que participó en el análisis de muestras.
Para Fernando Anaguano, el autor principal del estudio y biólogo de la Sociedad para la Conservación de la Vida Silvestre (WCS, por sus siglas en inglés) que acompañó a Kaputna durante todo el proceso, el estudio marca un cambio trascendental en la forma en que los científicos trabajan con y reconocen a los colaboradores locales.
“No es usual que el trabajo de la gente local sea reconocido en las publicaciones científicas”, anota.
Las leyendas locales dicen que, antes de que aparecieran los botes a motor, la gente que se embarcaba por la parte baja del río desaparecía.
Un hoyo se “tragaba” las canoas y quienes venían de fuera nunca lograban llegar a la comunidad. Esta es la razón por la que esta zona se llama Kaputna, que significa “área donde el río fluye rápidamente”, de acuerdo con quienes viven allí.
Para llegar, tuvimos que conducir durante 10 horas desde Quito hasta Tiwintza, una localidad amazónica en la frontera con Perú.
A la mañana siguiente, Germán Narankas, un pescador de Kaputna, nos esperaba en la terminal de buses con su red de pescador que llevaba en la espalda.
“Hoy el calor va a ser infernal. No ha llovido en tres días”, nos advirtió, mientras se arremangaba para evitar quemarse con el sol. A las 09:00, la temperatura ya era de 35°C (95°F).
Emprendimos en camión un trayecto de 40 minutos hasta el puerto de Peñas, en el río Santiago, donde nos esperaba amarrada la canoa de Narankas, moviéndose por la fuerte corriente del río.
Las canoas equipadas con motores a gasolina, conocidas como peque-peques, son el único medio de transporte para llegar a Kaputna.
Narankas conoce el río Santiago como la palma de su mano. Incluso antes de hacer parte del proyecto de monitoreo científico, estaba familiarizado con los distintos tipos de peces que habitan el río.
En 2021, cuando comenzó el proyecto, aprendió a identificar las diferencias entre las especies y comenzó a llamarlas por sus nombres científicos.
El hombre recuerda que en 2017 vio una señal. Para los shuar, el río es más que un cuerpo de agua o una vía de acceso. En sus riberas se acostumbra a realizar el ritual de la ayahuasca, en el que se consume la planta también conocida como yagé. Los shuar creen que las visiones que esta produce revelan el futuro y guían las acciones de quienes la toman.
“Tuve sueños de que iba a cambiar el sistema. En las visiones, había un hombre que viajaba a otros países, y era yo, viajando con este proyecto. No lo sabía entonces”, dice.
Cuatro años más tarde, en 2021, los investigadores de la oficina de la WCS en Ecuador le pidieron ser parte del estudio enfocado en el descubrimiento de la biodiversidad del río Santiago.
Narankas y otros miembros de la comunidad recolectaron peces, les tomaron fotos y las subieron una aplicación llamada Ictio junto a otros datos importantes como la ubicación donde los habían capturado, el equipo de pesca que habían utilizado y las características de los animales.
“Había por lo menos tres de esos peces que nunca había visto en mi vida”, dice.
Durante el recorrido por el río, el sonido de los grillos ahogaba bajo el ruido del motor. A medida que nos interábamos en la selva, el agua se iba volviendo más cristalina.
“Hemos llegado al río Yaupi”, anunció Narankas. El Yaupi es uno de los afluentes del río Santiago, donde también se tomaron algunas muestras.
Este es el lugar de pesca favorito para los locales, porque las aguas son cristalinas y están libres de los residuos de la minería que han contaminado muchos otros ríos en la región del Amazonas.
En medio del follaje selvático, se divisan las banderas de Ecuador y Perú.
Narankas, su hermana Mireya y su hijo Josué se lanzaron al agua para pescar.
El pescador lanzó su red con todas sus fuerzas al río y luego la fue recogiendo lentamente para ver qué había logrado sacar: un pez al que él llama “carachama”, de unos 10 cm de largo.
Pertenece a la familia de los Loricariidae y esta especie en particular se llama Chaetostoma trimaculineum: un pez marrón, con algunas manchas oscuras y una boca redonda.
“Cerca de aquí encontramos una especie de pez que [los investigadores] dijeron que nunca había sido estudiado. Era muy parecido a esta carachama”, explicó Narankas.
El pez en cuestión era el Peckoltia relictum, una especie nueva en Ecuador. Mide aproximadamente 15 centímetros y usualmente se adhiere a las rocas.
Su boca es como una copa de succión y, en vez de escamas, tiene una especie de placas, una característica que distingue a las carachamas (Loricariidae).
Durante la investigación, Narankas y sus colaboradores también se llevaron algunos especímenes a una habitación en Kaputna, que funcionaba como un pequeño laboratorio donde medían y pesaban a los animales, les removían partes de sus tejidos con un bisturí y los preservaban en formaldehído.
“Fue muy emocionante aprender y recolectar información. Me siento un poco como una científica”, le cuenta a la BBC Liseth Chuim, una pescadora que hizo parte del monitoreo.
“Tomábamos un pedazo de su carne y le cocíamos un sello con su nombre y un número”, explica Johnson Kajekau, otro residente de Kaputna que apoyó al equipo de monitoreo.
Uno de los peces que más recuerdan los tres es una especie de bagre que medía más de un metro. También, uno que tenía la “panza amarilla” y otro de color plateado.
El biólogo de la WCS Fernando Anaguano y sus colegas se encargaron de recolectar las muestras y llevarlas a laboratorios en Quito.
Para los biólogos, la colaboración con los locales les permitió desbloquear un ecosistema que era un misterio para las personas de fuera de la comunidad.
“La cuenca del río Santiago es una de las menos exploradas. Hay muy pocos estudios que detallen la diversidad de peces que hay en ese lugar”, explica Anaguano, quien ha estado investigando peces de agua dulce por más de una década.
Lo atribuye a lo remoto de la región, las dificultades que había en el pasado para llegar hasta allí y también a que los peces de agua dulce con frecuencia han sido dejados de lado por los investigadores. Por lo general los investigadores se enfocan en grupos más “carismáticos” de animales, como los mamíferos o los pájaros y, cuando se estudian peces, por lo general se trata de especies marinas.
Sin embargo, señala Anaguano, los peces de agua dulce juegan un rol fundamental en los ecosistemas acuáticos y son fuente de alimento y recurso económico para las comunidades indígenas.
Hasta ahora, en investigaciones previas, se habían registrado cerca de 143 especies en un área extensa que incluye al río Santiago y sus afluentes por debajo de los 600 metros de altitud. Se le conoce como “zona ictiográfica de Morona Santiago” y tiene un área de 6.691 kilómetros cuadrados.
En comparación, el estudio con la comunidad Kaputna identificó un total de 144 especies en un área de apenas 21 kilómetros cuadrados dentro de esta zona. De esas especies, 77 no habían sido reportadas en las investigaciones anteriores del área de Morona Santiago.
La diversidad hallada en el estudio representa el 17% de todas las especies de peces de agua dulce en Ecuador (836) y el 20% de las registradas en la Amazonía ecuatoriana (725). Esto es un porcentaje muy significativo, considerando que el área de estudio donde estas especies fueron halladas es muy pequeña, según destaca Anaguano.
De hecho, la diversidad piscícola en la región amazónica es enorme.
Sus cuencas, localizadas en Ecuador, Perú, Colombia, Bolivia, Brasil, Venezuela, Guyana y Surinam, tienen la mayor variedad de peces de agua dulce del mundo. Se han registrado hasta ahora 2.500 especies y se estima que hay miles más por descubrir.
Esos ríos también son el hogar de la migración más larga en el planeta: la del bagre dorado, que viaja por cerca de 11.000 kilómetros entre las estribaciones de los Andes hasta los estuarios del Amazonas, en el océano Atlántico.
Sin embargo, los peces de agua dulce como los de la Amazonía están gravemente amenazados. Según el informe del Índice Planeta Vivo (IPV) sobre peces migratorios de agua dulce, sus poblaciones han disminuido un 81% en los últimos 50 años. Y solo en Latinoamérica, incluso más: un 91%.
Anaguano explica que, más allá de la contribución de los peces para mantener el equilibrio de la vida en el planeta, estos animales forman parte de la cultura y la cosmovisión de los pueblos indígenas.
La seguridad alimentaria es otro problema. “Los peces son fuente de proteína de las comunidades locales”.
Por eso, a través de este tipo de investigación que incluye la perspectiva de los pescadores, buscamos no solo conservar los peces sino también garantizar la sostenibilidad de la pesca a largo plazo”, añade Jonathan Valdiviezo, biólogo del Instituto Nacional de Biodiversidad (Inabio), donde se procesaron y almacenaron las muestras del estudio.
Para Valdiviezo, que tiene más de 17 años de experiencia trabajando con peces, uno de los puntos cruciales del proceso fue la capacitación que recibieron los pescadores de Kaputna para etiquetar correctamente las muestras.
“Eso nos ayudó a evitar problemas al registrar la especie y confusiones”, afirma.
Aun así, el descubrimiento estuvo lleno de giros y sorpresas. Durante el análisis de tejidos, que incluyó análisis de ADN, los investigadores descubrieron que uno de los peces que creían que era nuevo para la ciencia ya había sido descrito en 2011.
“Cuando nos dimos cuenta de que esta especie era muy rara, extrajimos ADN de un pequeño fragmento de músculo”, explica Valdiviezo. Luego, compararon los resultados con el tejido de otras especies relacionadas registradas en su base de datos.
“Es similar al proceso que se utiliza para determinar la paternidad”, explica el biólogo. Ante la duda, enviaron una muestra a Canadá, donde confirmaron que se trataba de un ejemplar de Peckoltia relictum, un pez ya conocido.
Sin embargo, se trataba de una especie nueva para Ecuador, al igual que otras cuatro descubiertas como parte de esta investigación.
Ambos investigadores creen que aún queda una gran cantidad de especies por descubrir en las turbias aguas del Santiago. Por ahora, dice Valdiviezo, siguen analizando uno de los bagres encontrados, ya que creen que se trata de una especie nueva para la ciencia.
Su principal característica es que tiene rayas negras por todo el cuerpo. Anaguano comenta que esperan publicar un segundo artículo, coescrito por los pescadores de Kaputna, este año.
Sentadas en Kaputna al atardecer, bajo un cielo estrellado, le preguntamos a Narankas qué significaba para él ver su nombre en el artículo publicado. Se le llenan los ojos de lágrimas.
“Me siento orgulloso”, explicó sonriendo.
Pero el impacto ha sido aún más profundo. Después de esta experiencia, en agosto de 2025, el joven de 34 años regresó a la escuela secundaria. En un año y medio espera graduarse y luego estudiar biología para seguir desvelando los secretos del río Santiago, cuya historia de descubrimientos científicos apenas comienza.
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