De acuerdo con la cifra más actual de INEGI, en 2023 nacieron en nuestro país 207 bebés cada hora. Si la última medición de que se tiene cuenta nos dice que uno de cada 115 está en el espectro autista, quiere decir que aproximadamente cada media hora nace un bebé que presentará signos de autismo antes de los tres años.
El autismo acompañará a ese niño o niña durante toda su vida de forma muy diversa y compleja, pues ni todos tienen la misma intensidad ni comparten todas las características; es más, aunque comparten signos, todas las personas con autismo son distintas entre sí.
Lo que antes se llamaba asperger y autismo, hoy es Transtorno del Espectro Autista, y se clasifica en tres niveles que se refieren a la intensidad y tipo de ayuda que necesita cada persona con esta discapacidad para realizar sus actividades.
Sin embargo, autismo es autismo y ya sea que se ubiquen en cualquier nivel, todas y todos deben sortear barreras que les impiden vivir plenamente; no por ellos, sino por una sociedad que poco entiende de esta condición.
Como madre de Emilio, un joven de 18 años no verbal, he sorteado una y otra vez el desconocimiento respecto a la discapacidad de mi hijo que fue diagnosticado con autismo cuando tenía tres años; entonces aún pensábamos que su condición podría no ser tan severa. Desde hace años, como familia hemos escuchado cientos de comentarios –digamos que bien intencionados- que hacen eco de la falsa percepción de que las personas con autismo son genios incomprendidos que no encajan de todo en sociedad y no personas con una condición de vida que, en muchos casos, requieren apoyo permanente.
Afortunadamente, hoy se habla más de autismo que hace 10 años, pero el problema que hoy enfrentamos es que el autismo se romantiza. No quiero ni puedo minimizar a quienes han tenido grandes logros, pero romantizar el autismo desde el desconocimiento le quita seriedad a la condición de vida de miles y miles de personas en el espectro.
Autismo es autismo y todos tienen una historia que contar, tanto quienes están en el nivel uno, tienen lenguaje, van a la universidad o no han sido diagnosticados, como quienes necesitan más apoyos, un acompañante terapéutico, carecen lenguaje y deben asistir a instituciones especializadas.
Rodrigo fue diagnosticado con autismo a los 11 años y a pesar de su funcionalidad dentro del espectro, tuvo que enfrentarse a sus compañeros de clase y hasta a sus propios maestros que le hicieron, durante años, la vida imposible a pesar de que su madre presentó su diagnóstico para hacer valer su derecho a estar en la escuela. Burlas, acoso de compañeros y desprecio de sus docentes solo porque era “diferente”, porque no podía seguir instrucciones a pesar de su gran inteligencia, porque corregía a sus maestros cuando se equivocaban o porque no tenía filtros a la hora de aproximarse a sus pares. Cuando Hoshi, como lo conocemos quienes lo amamos, iba a entrar a secundaria, la escuela decidió que no podía continuar y le negaron la inscripción, poniéndolo a él y a su familia en un sufrimiento innecesario. También se enfrentaron a las mamás de sus compañeros neurotípicos que pedían que saliera del equipo de básquetbol porque anotaba en la canasta contraria y les “impedía ganar los partidos”.
Hoshi pidió a su mamá que lo cambiara de escuela porque “aquí no hay congruencia, me enseñan a amar y respetar a los demás y a mí no me respetan”.
Hoy va a la universidad y sigue enfrentando el desconocimiento a su condición; llega tarde a clase por el insomnio y en vez de ser recibido con empatía, ha llegado a perder materias por retardos.
El camino para Rodrigo ha sido tanto o más difícil que el de mi hijo Emilio, que cada vez está más aislado del mundo en el que vive, porque éste no se adapta para que tenga espacios de recreación, esparcimiento o sitios donde divertirse y ser feliz.
Las autoridades deben legislar para que las personas con autismo no sean víctimas de acoso y burlas, para que gocen plenamente de sus derechos, sean aceptados y respetados con sus diferencias. Debe haber políticas públicas que favorezcan el pleno desarrollo de las personas con autismo y esas políticas deben llegar a los hospitales, a las escuelas. Y como sociedad debemos crecer y aceptar las diferencias, reconocer que las niñas, los niños, jóvenes y adultos con TEA son parte de este mundo y debemos promover un entorno más inclusivo para ellas y ellos. Solo así lograremos avanzar como sociedad y no solo reconocer que existen cada 2 de abril.
* Luz Romado (@LromanoE) es directora de comunicación Institucional en Mexicanos Primero.
Vivimos en una época en la que todo tipo de sistemas de control limitan nuestras libertades de expresión, identidad y religión. Combinar la visión de Orwell con la de Huxley ofrece un análisis más profundo.
¿Existe alguna obra de ficción del pasado que pueda ayudarnos a comprender las preocupantes tendencias actuales?
Considerando la proliferación de referencias a la “neolengua” ofuscadora, líderes al estilo del Gran Hermano y sistemas de vigilancia ineludibles en artículos periodísticos, esta pregunta tiene una respuesta simple: “Sí, y esa obra es ‘1984’ de George Orwell”.
Tanto la izquierda como la derecha política consideran la novela que Orwell escribió en 1949 como el libro del siglo pasado que mejor se relaciona con el presente.
Pero hay otros que consideran la cultura del consumo y la obsesión por las redes sociales como las principales preocupaciones actuales. Entonces la respuesta es diferente: “Sí, y esa obra es ‘Un mundo feliz’, de Aldous Huxley”.
Nosotros, sin embargo, pensamos que la respuesta es “ambas”.
En el largo debate sobre quién fue el escritor más profético de su época, Orwell, que fue alumno de Huxley en Eton, es generalmente el favorito.
Una razón de esto es que las alianzas internacionales que durante mucho tiempo parecieron estables ahora están en constante cambio. En 1984, su última novela, Orwell imaginó un futuro mundo tripolar dividido en bloques rivales con alianzas cambiantes.
En el breve periodo transcurrido desde que el presidente estadounidense Donald Trump inició su segundo mandato, sus políticas y declaraciones han provocado sorprendentes realineamientos.
Estados Unidos y Canadá, socios cercanos durante más de un siglo, están ahora enfrentados. Y en abril, un funcionario de Pekín se unió a sus homólogos de Corea del Sur y Japón para oponerse, formando un trío improbable, a los nuevos aranceles de Trump.
Quizás por eso existe un campo floreciente de “estudios orwellianos”, con su propia revista académica, pero no de “estudios huxleyanos”.
Probablemente también explica por qué “1984”, pero no “Un mundo feliz”, sigue figurando en las listas de los más vendidos, a veces junto con “El cuento de la criada” (1985) de Margaret Atwood.
“Orwelliano” (a diferencia del raramente conocido “huxleyano”) tiene pocos competidores aparte de “kafkiano” como adjetivo inmediatamente reconocible vinculado a un autor del siglo XX.
Por maravillosos que sean Atwood y Kafka, estamos convencidos de que combinar la visión de Orwell con la de Huxley ofrece un análisis más profundo. Esto se debe en parte a, y no a pesar de, la frecuencia con la que se ha contrastado la autocracia que describen Orwell y Huxley.
Vivimos en una época en la que todo tipo de sistemas de control limitan nuestras libertades de expresión, identidad y religión. Muchos no encajan del todo en el modelo que Orwell o Huxley imaginaron, sino que combinan elementos.
Sin duda, hay lugares, como Myanmar, donde quienes ostentan el poder recurren a técnicas que evocan inmediatamente a Orwell, con su enfoque en el miedo y la vigilancia. Hay otros, como Dubái, que evocan con mayor facilidad a Huxley, con su enfoque en el placer y la distracción. Sin embargo, en muchos casos encontramos una mezcla.
Esto es especialmente evidente desde una perspectiva global. Es algo en lo que nos especializamos como investigadores internacionales e interdisciplinarios: un académico literario turco radicado en el Reino Unido y un historiador cultural californiano de China, que también ha publicado sobre el Sudeste Asiático.
Al igual que Orwell, Huxley escribió muchos libros que no eran ficción distópica, pero su incursión en ese género se convirtió en su obra más influyente. “Un mundo feliz” fue muy conocido durante la Guerra Fría.
En cursos y comentarios, se solía comparar con “1984” como una narrativa que ilustraba una sociedad superficial basada en la indulgencia y el consumismo, en contraposición al mundo orwelliano, más sombrío, de supresión del deseo y control estricto.
Si bien es habitual abordar los dos libros a través de sus contrastes, también pueden tratarse como obras interconectadas y entrelazadas.
Durante la Guerra Fría, algunos comentaristas consideraron que “Un Mundo feliz” mostraba adónde podía llevar el consumismo capitalista en la era de la televisión.
Occidente, según esta interpretación, podría convertirse en un mundo donde autócratas como los de la novela se mantuvieran en el poder. Lo lograrían manteniendo a la gente ocupada y dividida, felizmente distraída por el entretenimiento y la droga “soma”.
Orwell, por el contrario, parecía proporcionar una clave para desbloquear el modo más duro de control en los países no capitalistas controlados por el Partido Comunista, especialmente los del bloque soviético.
El propio Huxley en “Un mundo feliz” revisitado, un libro de no ficción que publicó en la década de 1950, consideró importante reflexionar sobre cómo combinar, abordar y analizar las técnicas de poder e ingeniería social presentes en ambas novelas.
Y resulta aún más valioso combinar estos enfoques ahora, cuando el capitalismo se ha globalizado y la ola autocrática sigue alcanzando nuevas fronteras en la llamada era de la posverdad.
Los enfoques orwellianos, de corte duro, y huxleyanos, de corte suave, para el control y la ingeniería social pueden combinarse, y a menudo lo hacen.
Vemos esto en países como China, donde se emplean los crudos métodos represivos de un Estado del Gran Hermano contra la población uigur, mientras que ciudades como Shenzhen evocan un mundo feliz.
Vemos esta mezcla de elementos distópicos en muchos países: variaciones en la forma en que el escritor de ciencia ficción William Gibson, autor de novelas como “Neuromancer”, escribió sobre Singapur con una frase que tenía una primera mitad suave y una segunda dura: “Disneylandia con la pena de muerte”.
Este puede ser un primer paso útil para comprender mejor y quizás empezar a buscar una manera de mejorar el problemático mundo de mediados de la década de 2020. Un mundo en el que el teléfono inteligente en el bolsillo registra tus acciones y te ofrece un sinfín de atractivas distracciones.
*Emrah Atasoy es investigador asociado de Estudios Literarios Comparados e Inglés e Investigador Honorario del IAS de la Universidad de Warwick.
*Jeffrey Wasserstrom es profesor de Historia China y Universal, Universidad de California, Irvine.
*Este artículo fue publicado en The Conversation y reproducido aquí bajo la licencia creative commons. Haz clic aquí para leer la versión original.
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