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Sobre las causas profundas de la violencia en México
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Sobre las causas profundas de la violencia en México

Ante la falta de nuevos mecanismos formales de integración social, los jóvenes quedan expuestos a los mercados ilegales y criminales como única vía para obtener ingresos y acceder a la integración.
11 de octubre, 2018
Por: Blog Invitado

Por: Luis Gabriel Rojas

Para enfrentar el grave problema de las violencias que aqueja al país, el gobierno entrante ha propuesto superar el discurso de securitización que privilegia el uso de la fuerza coercitiva y transitar hacía a un discurso de construcción de paz que atienda las causas profundas de la violencia. A pesar de que algunos analistas y activistas consideran que el problema de la violencia está sobre diagnosticado, para dar un giro a la estrategia es necesario revisar las premisas del discurso de seguridad que nos han acompañado los últimos 12 años.

En un artículo anterior[1] mostré que si incluimos en el análisis una concepción más amplia de Estado es posible hacer visibles las causas estructurales de la violencia. En particular, una noción más amplia del Estado nos permite observar que la estabilidad y paz de una comunidad no depende solo de la capacidad de imponer la ley mediante la fuerza coercitiva, sino también de la capacidad para construir estructuras que protejan el desarrollo humano de todos sus habitantes. Sin embargo, señalar al encogimiento del Estado, la falta de trabajos dignos, la exclusión social y el déficit de representación política como factores que instigan la violencia, no es el final de la historia. Aún es necesario preguntarnos por los factores que han hecho posible estas condiciones.

Por ejemplo, teorías de la anomia institucional y las insurgencias criminales que incluyen una noción más amplia del Estado han echado luz sobre causas de la violencia que el discurso de seguridad suele pasar por alto. Autores como Robert Bunker y John Sullivan[2] van tan lejos como afirmar que la guerra que se desarrolla en México no solo es un conflicto armado por el control de territorios y actividades criminales, sino también una especie de guerra cultural por el control de las almas, mentes y corazones de los mexicanos. Así, se han desarrollado investigaciones sobre la narco-cultura que han introducido los sistemas de creencias, emociones y disposiciones éticas como otro terreno donde se disputa la guerra en México.

Sin embargo, el problema con esta propuesta es que tiende a ubicar en la narco-cultura al enemigo externo que amenaza las virtudes de la sociedad, lo que ha evitado que se cuestionen el sistema de creencias, las emociones y las disposiciones éticas que predominan al interior. Para tener una mejor explicación, es oportuno recurrir a la teoría de los marcos de guerra de Judith Butler[3].

Según Butler, los marcos epistemológicos son formas de ver la vida que organizan las creencias, emociones y principios éticos con los que interpretamos los eventos que suceden a nuestro alrededor. Estos marcos producen jerarquías morales que moldean las normas, instituciones y prácticas ordinarias que determinan la manera en que nos relacionamos. El problema con los marcos de guerra es que, contra la idea de que todas las vidas valen igual, introducen una desigualdad radical al distinguir vidas que vale la pena vivir, proteger y lamentar su muerte de las vidas que no vale la pena proteger, y ni siquiera lamentar su muerte, porque nunca se han considerado vivas o porque están mejor muertas que vivas.

Es importante notar que la jerarquía moral de guerra no se explica por un estado de excepción o la corrupción de las normas sociales. En los marcos de guerra, la norma social produce precarización, manteniendo a la población al filo de la muerte, algunas veces asesinando a sus miembros y otras veces no. Esta norma condensa las creencias, afectos y relaciones de poder dentro de una comunidad pero no necesita ser legislada para estar vigente; se transmite y hace efectiva a través de los enmarcados y el lenguaje.

Hay varios eventos que muestra la existencia de un marco de guerra en México. Tomemos por ejemplo la clasificación de daños colaterales que hizo el gobierno de Calderón de los civiles asesinados en la guerra contra el crimen o la afirmación de que el número creciente de muertes atroces era evidencia de que los criminales se estaban matando entre sí y, por lo tanto, prueba del éxito de la estrategia militar. Pero el enmarcado de guerra también lo podemos encontrar en el método informal que medios de comunicación, la opinión pública y autoridades han utilizado para clasificar a los muertos. Cualquier persona muerta que es encontrada torturada o decapitada o “encajuelada” o disuelta en acido o incinerada o desmembrada o en fosas clandestinas suele considerarse, sin mayor evidencia, como un miembro más del crimen organizado. De esta forma, miles de vidas perdidas no han merecido una investigación ni justicia, ni siquiera ha valido la pena contarlos e identificarlos adecuadamente porque se dice que se han ganado ese destino por “andar en malos pasos.” Incluso, hay quienes consideran que esas vidas están mejor muertas que vivas.

Esta jerarquía moral ha creado la percepción de que la violencia solo afecta a los parias y criminales pero es ajena a la sociedad buena y liberal, lo que ha servido para exculpar de responsabilidad a las autoridades y a la ciudadanía. Esto explica, por ejemplo, por qué no ha habido consecuencias legales, políticas ni sociales para los diversos gobiernos locales que han escondido a los muertos en fosas clandestinas o que los mantienen errantes y sin identificación en tráileres alquilados.

Pero más interesante aún es hacer notar que los marcos de guerra han estado presentes en México, produciendo precarización aún antes de que iniciara el conflicto armado. Los datos de la precarización son abrumadores; tomemos por ejemplo el corrupto e ineficaz sistema judicial que otorga impunidad a las personas con poder económico y castiga a las personas vulnerables, el número de personas viviendo en pobreza (55.3 millones), la desigualdad económica extrema (43.4% de la riqueza nacional está concentrada en el 1% de la población), el número de jóvenes que carecen de oportunidades para estudiar o trabajar (alrededor de 7 millones desde 2005 a la fecha) o el alto porcentaje de trabajadores informales (64.3% respecto a la población ocupada en 2008 y 57.2% en 2017).

Pero ¿cuáles son las disposiciones afectivas y éticas que mantienen estas condiciones? Para aproximarnos a responder esta pregunta, vale la pena revisitar el diagnóstico de la violencia que ha hecho el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad: “[l]a violencia que vivimos no es causada por el narcotráfico, ni por la pobreza. Es el resultado de un proceso de descomposición y abuso social que lleva mucho tiempo construyéndose”.[4] Efectivamente“[l]a causa [de la violencia] es una semilla de desprecio por nosotros, la gente mexicana, que hemos cultivado en silencio por muchos años. Y ahora vemos sus frutos”.[5] Más aún, la violencia se explica por “una sociedad que exalta el éxito, el dinero, y el poder como premisa absoluta que debe conquistarse por cualquier medio y a cualquier precio”.[6]

En suma, la violencia es instigada por disposiciones afectivas y éticas excluyentes que dan forma a estructuras económicas, políticas y sociales que alientan y justifican la precarización de las mayorías para la acumulación de riqueza de una minoría. Ante la falta de nuevos mecanismos formales de integración social, los jóvenes quedan expuestos a los mercados ilegales y criminales como única vía para obtener ingresos y acceder a la integración. Estas condiciones estructurales junto con la reorganización de las actividades del crimen organizado[7] y la estrategia militar han hecho posible la intensificación y proliferación de la violencia de los últimos años.

El discurso de seguridad se ha enfocado en reforzar el sistema de control del crimen y, recientemente, en demandar el retiro del ejército de las actividades de seguridad, pero ha descuidado el papel que las causas estructurales, los marcos epistemológicos y las disposiciones afectivas y éticas tienen en la producción y mantenimiento de la violencia. Si continuamos minimizando la importancia de las causas profundas, no habrá arreglo institucional formal ni decretos de ley ni aparato policial que no sea corroído por la desigualdad extrema que promueven los marcos de guerra, justo como ha sucedido hasta ahora. O peor aún, se corre el riesgo de institucionalizar la guerra como en el caso de la Ley de Seguridad Interior (solo 28.8% de las personas que saben de la LSI la rechazan).[8]

Pero ¿cómo se interviene sobre las causas profundas de la violencia? Según Butler, la estrategia consiste en subvertir los marcos de guerra que nos atrapan. Para ello, no tenemos que recurrir a las mejores prácticas internacionales, sino buscar en nuestras propias reservas de imaginación moral. Por ejemplo, en 2011 el MPJD hizo dos propuestas que fueron duramente criticadas por todo el espectro político y ridiculizadas por la opinión pública: i) que la solución al caos de la violencia es el amor y ii) que es necesario transformar el corazón de políticos, victimas, victimarios y la ciudadanía.

A la luz de la teoría de los marcos de guerra, no parece absurdo proponer al amor como el elemento capaz de subvertir la indiferencia, el abuso, la discriminación y el desprecio por la vida que sostienen a los marcos de guerra. Para trabajar en esta tarea, el MPJD explícitamente desplegó técnicas de educación sentimental para cultivar o reactivar habilidades sentimentales inclusivas en instituciones, servidores públicos, victimas, victimarios y la opinión pública. En cada actividad pública que se realizó se puede constatar la intención de cultivar habilidades como el respeto a la dignidad humana de todos, la empatía por el sufrimiento del otro, la escucha, la solidaridad y la generosidad.

Aunque se lograron algunos avances, la propuesta del MPJD no logró la aceptación necesaria de la gente para dislocar el marco de guerra. Sin embargo, esto no implica que se tenga que desechar la cultivación de habilidades sentimentales inclusivas. Por el contrario, necesitamos insistir en esta propuesta para promover la construcción de relaciones económicas, sociales y políticas que reviertan la precarización y ofrezcan oportunidades de desarrollo humano para todos. Esta es la única oportunidad que tenemos para construir comunidades resilientes que puedan hacer frente a choques externos, como los derivados de los cambios en las dinámicas del crimen organizado.

Esta perspectiva se ha trabajado poco en México y aún es necesario explorar como se puede complementar con otras propuestas de construcción de paz como, por ejemplo, los mecanismo de justicia transicional.

 

* Luis Gabriel Rojas es doctor en Ideology and Discurse Analysis por el Departamento de Gobierno de la Universidad de Essex.

 

 

[1] De consulta aquí.

[2] Bunker, Robert J. 2011. ‘‘Criminal (Cartel & Gang) Insurgencies in Mexico and the Americas: What You Need to Know, Not What You Want to Hear.’’ Testimony Before the House Foreign Affairs Subcommittee on the Western Hemisphere, Washington, DC, September 13. Sullivan, John and Bunker, Rober. 2011. “Rethinking insurgency: criminality, spirituality, and societal warfare in the Americas.” Small Wars & Insurgencies 22.5 (2011): 742-763.

[3] Butler, Judith., 2010. Marcos de guerra: las vidas lloradas, Paidos, Barcelona.

[4] Sicilia, Javier y Vázquez, Eduardo. 2016. Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad , Ediciones Era, México. pp 153.

[5] Ibid. 52.

[6] Ibid. 60.

[7] Para ver evidencia de la diversificación de las actividades de las organizaciones criminales en México, véase CorreaCabrera, Guadalupe. 2018. Los Zetas Inc, Editorial Temas de hoy.

[8] Véase encuesta de la Cámara de Diputados de 2017.

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