“Como no creo en el futuro, sino en la eternidad del presente, me puedo dar el lujo de ser optimista”.
Raimon Panikkar
Al asentarse el polvo, poco a poco vamos aclarando el escenario de lo que se viene. Escribimos estas líneas entre tres eventos COP (Conferencias de las Partes sobre Cambio Climático), que marcan muy bien la distinción entre los dos caminos a seguir ante la bifurcación del capitalismo. Por un lado, la COP16 en Cali, Colombia, a pesar de haber movilizado un importante número de grupos indígenas y de alcanzar algunos acuerdos importantes –como el de garantizar una voz y voto permanente a los pueblos indígenas en torno al uso de recursos genéticos–, los instrumentos operativos de la COP, ahora renombrados como ‘soluciones innovadoras’ continúan siendo las mismas propuestas que buscan la articulación de mercado a través de créditos y con las cadenas de valor del capitalismo. La transferencia de créditos y el flujo de financiamiento son esas infames herramientas del amo que, como nos recuerda Audre Lorde –a veces como un mantra y a veces como una espada de Damocles–, no nos permitirán destruir la casa del amo.
La COP29, celebrándose en Azerbaiyán, expone nuevamente las contradicciones de estos encuentros, al tener lugar en un país profundamente dependiente de la explotación de hidrocarburos. Tras casi 30 cumbres internacionales, las emisiones de gases de efecto invernadero han aumentado en casi un 70 %, evidenciando la ineficacia de los acuerdos alcanzados y del propio modelo en el que se buscan. Con la participación de 1,700 delegados de empresas petroleras y 500 representantes de la industria de captura y secuestro de carbono, las metas actuales proyectan un aumento de temperatura global que superará los 2.7°C para finales de siglo, muy lejos de los límites de 2°C —y aún más de 1.5°C, que ya han sido superados de facto. Si las tendencias continúan, los países desarrollados necesitarían 220 años para alcanzar emisiones cero absolutas sin recurrir a soluciones falsas como la geoingeniería o los mercados/créditos de carbono. Además, deberían destinar un billón de dólares (trillones en inglés) anuales para compensar su deuda climática con el Sur Global. A pesar de la gravedad de esta crisis, la COP29 comenzó con declaraciones del presidente de Azerbaiyán, quien describió a los combustibles fósiles como un “regalo de Dios“, provocando críticas de figuras como Ban Ki-moon, Christiana Figueres y Mary Robinson, quienes declararon que la COP ha dejado de cumplir sus objetivos… algo que muchxs llevamos señalando por décadas.
En medio de estos dos encuentros, la elección de Donald Trump emergió como una gran sombra que revela un panorama cada vez más preocupante, con importantes implicaciones para la crisis climática y el Sur Global. Aunque su victoria representa una amenaza fascista, no es un mandato popular hacia el fascismo, sino el síntoma de un sistema político desgastado. El Partido Demócrata se ha limitado a una adhesión superficial a las políticas de identidad, mientras que el Partido Republicano ha adoptado un neoliberalismo reaccionario disfrazado de populismo. El rechazo a la administración de Biden refleja algo más que un simple respaldo por Trump; pone de manifiesto no sólo su activa complicidad en facilitar un genocidio en Gaza, sino también su incapacidad para abordar las múltiples crisis: ecológica, democrática, institucional, climática y de sentido. Este descontento evidencia la falta de alternativas al neoliberalismo, que persiste tanto en su versión inclusiva como en su forma autoritaria y reaccionaria. Culpar únicamente al racismo o al machismo por el rechazo a figuras como Kamala Harris ignora el problema de fondo: la incapacidad del liberalismo democrático para responder a las crisis estructurales que enfrenta y la adopción de una capitalismo cada vez más violento como un inamovible.
Lejos de marcar el fin del neoliberalismo, estamos presenciando su evolución hacia formas más autoritarias y destructivas. Este “neoliberalismo reaccionario” busca pasar del biopoder —el control de la vida— al geopoder, un intento de dominar los sistemas planetarios, con la guerra cada vez más central como herramienta de acumulación. Decisiones de la Suprema Corte de Estados Unidos como revertir el caso Chevron Deference, que obligaba a los tribunales federales de Estados Unidos a deferirse a la interpretación de una ley o estatuto a una agencia gubernamental, marca una nueva etapa que permitirá darle libertad absoluta a las corporaciones para dictar su propia ciencia. Asimismo, otros casos como la Inflation Reduction Act, la gran propuesta de reconstrucción de Biden, desembolsó cerca de 300 mil millones de dólares, demostrando que, como propone Peter Gelderloos, la inversión creció de la mano con el incremento de la producción de combustibles fósiles, revelando que todo el marco nacional e internacional en torno al cambio climático está diseñado para fracasar.
Entre estos dos procesos se llevó a cabo una ANTI-COP en Oaxaca, un encuentro entre diversos pueblos, comunidades, activistas y organizaciones buscando denunciar la militarización, el avance de los los megaproyectos, la mercantilización de la vida, así como la inacción de los gobiernos y organismos internacionales por la crisis climática, que marca una guerra contra los pueblos y la naturaleza. Recuperado el lema anarquista en inglés All Cops Are Bastards, la ANTI-COP propone All COPS are Bastards: denunciando la gama de falsas soluciones que el tecnocapitalismo propone como una solución al cambio climático. A diferencia de las otras COPs, el camino que ofrece la ANTI-COP es uno que busca tejer resistencias y construir alianzas rompiendo con las fronteras impuestas por el estado nación. La apuesta de la ANTI-COP es por la organización desde lo local pero sin caer en localismos y el de impulsar otra relación con la tecnología, los territorios y la naturaleza, una que ha de ser profundamente relacional, plural y hospitalaria.
Hablar de esperanza frente a este panorama puede parecer ingenuo o desconectado de la realidad. Estamos ante una reconfiguración profunda del capitalismo, donde su carácter omnicida ocupa un lugar central. El extractivismo, ahora disfrazado con un tenue barniz verde, se presenta como un “capitalismo humanitario”, con empresas mineras liderando la supuesta transición energética. Mientras tanto, territorios antes no valorados por el capital se convierten en las nuevas fronteras de extracción y explotación.
El genocidio en Gaza simboliza el colapso del liberalismo y la pérdida de su legitimidad, un proceso en desarrollo durante los últimos 30 años. En este tiempo, hemos presenciado una globalización de la rebeldía y un rechazo al capitalismo neoliberal. El ¡Ya Basta! zapatista en la Selva Lacandona resonó globalmente; en 2001, Argentina clamaba “¡Que se vayan todos!”; en 2008, Grecia y España gritaban “¡Mis sueños no caben en sus urnas!” y “¡No nos iremos hasta que se vayan ustedes!”, mientras Occupy declaraba: “No tenemos demandas porque pedirle algo a este sistema es validarlo”. En México, el grito en 2014 de “¡Fue el Estado!” sigue vigente, y en 2021, el viaje zapatista a Europa reafirmó la importancia de aprender a tejer luchas diversas. Movimientos posteriores, como los surgidos tras la crisis de la COVID-19, las protestas por el asesinato de George Floyd y las denuncias universitarias contra Israel y la industria del genocidio, son prueba de que la resistencia global sigue viva, alimentada por una esperanza que surge del hacer lo que tiene sentido y no de la expectativa de lo que queremos que suceda.
Aunque fue difícil apartar nuestra atención del espectáculo de la política partidista en Estados Unidos, la victoria de Trump subraya la importancia de desconectarnos de las políticas electorales y reafirma nuestra postura: observar lo que sucede allá arriba, pero construir desde abajo. No se trata de buscar treguas con la modernidad capitalista —como aún intentan las negociaciones internacionales y gran parte del movimiento ecológico—, sino de cultivar una relación distinta entre nosotros y la naturaleza. El reciente giro hacia la inteligencia artificial, la geoingeniería y otras soluciones tecnológicas refuerza la lógica moderna que separa y subordina la naturaleza a una visión estrecha de progreso. Esta crisis de significado exige repensar el presente y abandonar los términos de la “megamáquina” para proponer un pluralismo radical que nos permita salir de la modernidad capitalista. Para los pueblos Kichwa de Ecuador, una transacción no es un paso hacia un “mejor futuro”, sino una forma de caminar con el pasado por delante. Como recuerda Gustavo Esteva, es la arqueología, no la futurología, la que nos conecta con el presente. La incertidumbre que define nuestra época exige reconocer la guerra total que impone el capitalismo, rechazarla desde la digna rabia y regresar a poner la vida y el cuidado al centro.
Resulta urgente redefinir nuestro concepto de esperanza, alejándolo de parámetros imposibles de lograr. Optamos por abrir con la frase de Pannikar porque quizá el mayor error en nuestras luchas es seguir pensando en utopías —u que significa “no” y topos que significa “lugar”, literalmente un “no lugar”— que esperamos, casi milagrosamente, alcancen algún día. La eutopía, en cambio, nos ofrece otro camino: un enfoque en el presente, en un “buen (eu) lugar”, en lo que ya está aquí y tiene sentido. Nuestro desafío es organizar, escuchar y articularnos en torno a lo que hacemos hoy, porque sabemos que tiene sentido, en lugar de alimentar expectativas de un futuro incierto. La elección en Estados Unidos y el continuo fracaso de las COP nos invitan a desvincularnos de estos procesos —sin ignorarlos por completo— y a redirigir nuestras energías hacia la construcción de otros mundos posibles desde nuestros territorios y procesos. Esto implica entrelazar nuestras luchas y forjar alianzas capaces de desafiar la sentencia que nos imponen: que no hay otro camino más allá del dictado por los poderosos. Su poder no es más que la violencia y su habilidad para anular nuestra imaginación y nuestros sueños. La eutopía que buscamos ya vive entre nosotrxs; nuestro desafío es nutrirla, polinizarla, expandirla y defenderla.
* Carlos Tornel (@Cartor_88) es miembro del tejido Global de Alternativas. Contacto: [email protected]. Pablo Montaño (@PabloMontanoB) es comunicador climático y coordinador de @CClimaticas.
Despuntó como destino turístico internacional de primer nivel por más de una década hasta que el conflicto entre Grecia y Turquía la cambió para siempre.
De un lujoso destino turístico a una ciudad con un futuro incierto tras cinco décadas de abandono.
Varosha, suburbio de la localidad de Famagusta en el noreste de Chipre, tuvo su auge en la década de 1960 y la primera mitad de los años 1970.
Con sus hoteles de cinco estrellas, discotecas de primer nivel y más de dos kilómetros de playa bañada por el Mediterráneo, atraía a turistas y celebridades de todo el mundo, desde Elizabeth Taylor hasta Brigitte Bardot o Richard Burton.
Pero su destino cambió drásticamente en 1974, cuando la invasión turca de Chipre forzó a sus habitantes griegos-chipriotas a huir, dejando este territorio desierto y enjaulado en vallas militares.
Varosha quedó bajo el control del ejército turco como parte de un conflicto más amplio que dividió la isla en dos: al sur, la República de Chipre, reconocida internacionalmente y habitada en su mayoría por griegos-chipriotas; al norte, la República Turca del Norte de Chipre, un estado autoproclamado que solo reconoce Turquía.
Desde entonces, este enclave ha sido utilizado por ambas partes como una moneda de cambio en las complejas negociaciones que han intentado, sin éxito, reunificar el país.
La invasión de Chipre por las tropas turcas en julio de 1974 obligó a sus 39.000 residentes, la amplia mayoría mayoría griegos-chipriotas, a huir en cuestión de horas.
Cuando esto ocurrió, Avghi Frangopoulou tenía 15 años y sus padres acababan de comprar dos apartamentos en la playa de Varosha, pero la guerra lo cambió todo de la noche a la mañana.
“Recuerdo que corría porque veía los aviones justo encima de mí”, comenta sobre los bombardeos turcos en una entrevista para el programa de radio Assignment, de la BBC.
Su familia, como otras miles, tuvo que dejar atrás todas sus pertenencias y huir para salvar sus vidas.
Tras tomar el control, el ejército turco cercó Varosha con una valla y la convirtió en una zona militar restringida, vacía e inaccesible para civiles, es decir, una “ciudad fantasma”.
Durante décadas, el destino de Varosha fue un asunto de negociación clave en los fallidos intentos de reunificar Chipre.
En 1984, la ONU adoptó la resolución 550, que declaraba que debía ser devuelta a sus legítimos propietarios, pero el gobierno turco-chipriota de facto no aceptó y la ciudad permaneció intacta, con sus casas, hoteles y tiendas vacías.
“No somos fantasmas, y nuestra ciudad no es una ciudad fantasma”, protesta Frangopoulou, quien, como muchos otros exresidentes, ha visitado Varosha en los últimos años tras su reapertura parcial en 2020.
El estado de abandono del lugar hace aún más dolorosos sus recuerdos. “No me gusta ver esto”, afirma sobre el deterioro de su barrio natal y el “turismo oscuro” que ha surgido en torno de él.
En 2020 Turquía decidió reabrir parcialmente al público este espacio.
El anuncio de su presidente, Recep Tayyip Erdogan, atrajo de inmediato a visitantes curiosos, convirtiendo al otrora destino de lujo en uno del llamado “turismo oscuro” que invita a lugares marcados por la tragedia, el abandono o el conflicto.
Los turistas que llegan a Varosha se enfrentan a una extraña combinación de belleza y decadencia.
La playa está de nuevo abierta al público y en ella se observan bañistas disfrutando del mar y el sol rodeados de apartamentos en ruinas y hoteles destruidos, con ventanas rotas y fachadas corroídas por el paso del tiempo.
Muchos de los antiguos residentes no ven con buenos ojos esta transformación de su barrio en una especie de atracción turística.
“Conozco a la gente que vivió aquí. No pueden vender esto como un producto, como un pueblo fantasma”, comenta Avghi Frangopoulou, quien considera la reapertura como una forma de trivializar la tragedia de la invasión.
Parte de la comunidad internacional también ha condenado la decisión de Turquía de abrir Varosha sin un acuerdo previo con los grecochipriotas, lo que supone un paso más en la violación de la resolución 550 de la ONU.
Pero el barrio sigue recibiendo turistas y las autoridades turcochipriotas no parecen dispuestas a cambiar su postura.
Para los antiguos residentes de Varosha, regresar a la ciudad tras casi 50 años de exilio es un intenso golpe emocional, ya que sus edificios ahora en ruinas les evocan recuerdos de una vida interrumpida de forma abrupta en 1974.
Avghi Frangopoulou ha vuelto varias veces desde que se abrió parcialmente en 2020.
“Mi casa está aquí”, dice, señalando la calle donde vivía, ahora cubierta de escombros.
Pese a la autorización de visitas turísticas, el barrio sigue bajo estricto control militar y muchas zonas permanecen inaccesibles para los antiguos residentes.
“Solo quieres pasar por esa puerta y subir las escaleras, pero hay policías que te detienen, así que no te arriesgas”, asegura Frangopoulou.
El caso de Andreas Lordos es similar. Su familia construyó uno de los primeros hoteles en Varosha, el Golden Marianna, aún en pie aunque abandonado y cubierto de enredaderas.
“Mi padre construyó este hotel en 1967 cuando tenía 27 años. Era un hotel con piscina, algo nuevo en esa época. Estaba frente a mi colegio, así que durante el recreo íbamos a curiosear qué hacían los turistas”, relata, mientras observa lo que queda del edificio.
Confiesa que su sueño es restaurarlo y abrirlo de nuevo algún día.
Sin embargo, es difícil que los antiguos propietarios huidos hace 50 años puedan recuperar sus inmuebles.
Las autoridades turcochipriotas han instado a los antiguos dueños a que reclamen sus tierras, pero estos aseguran que en la práctica es casi imposible debido a que el proceso legal está plagado de obstáculos.
El gobierno chipriota, además, ve con desconfianza esta oferta al temer que ayude a legitimar la ocupación turca.
El futuro de Varosha está en el aire.
Muchos locales tienen la esperanza de que el barrio pueda ser restaurado y convertirse en un símbolo de la futura reunificación de Chipre, donde griegos y turcos chipriotas coexistan en paz.
“Nos volvimos como familias con algunos de los grecochipriotas, porque pensamos y actuamos de la misma manera: que todos somos los perdedores en este conflicto”, afirma Serdar Atai, un activista turcochipriota comprometido con la preservación del patrimonio cultural de la zona.
Sin embargo, las tensiones políticas siguen siendo un gran obstáculo.
Atai lamenta que tanto las autoridades turcochipriotas como las grecochipriotas han torpedeado continuamente los intentos de un acuerdo de paz.
“Siempre acuerdan estar en desacuerdo desde el principio”, ironiza, en referencia a las últimas cinco décadas plagadas de intentos fallidos.
Por otro lado, figuras políticas como Oguzhan Hasipoglu, miembro del parlamento turcochipriota, ven en Varosha un modo de reclamar la soberanía del norte de Chipre que la comunidad internacional rechaza.
“Perdimos la confianza en los grecochipriotas (…) Sus palabras son amables pero, a la hora de la verdad, no están dispuestos a compartir el gobierno ni la riqueza de esta isla con nosotros. Nos ven como una minoría”, sentencia.
Hasipoglu, quien cree inevitable la división de la isla en dos Estados, ansía ver renacer Varosha como un destino turístico de lujo bajo control turco.
Así, la incertidumbre sobre el futuro de Varosha persiste: ¿seguirá siendo un destino de “turismo oscuro” en ruinas, se convertirá en un nuevo y lujoso balneario del no reconocido Estado de Chipre del Norte, o será un puente hacia la reconciliación de una isla dividida?
Lo que es seguro es que el tiempo se agota poco a poco para los antiguos residentes que sueñan con regresar al barrio donde crecieron.
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