“El mundo no será destruido por quienes hacen el mal, sino por quienes los observan sin hacer nada”.
Albert Einstein
Vivimos un momento en la historia en el que muchos advierten sobre la posibilidad de un nuevo conflicto mundial, como si los demonios del pasado estuvieran a punto de desatarse nuevamente. Sin embargo, quienes difunden estas advertencias son, en muchos casos, los mismos actores que están socavando las reglas mínimas de convivencia que la humanidad ha construido con esfuerzo.
Los avances en derechos humanos, la lucha contra el cambio climático y los acuerdos que han permitido la paz en distintas regiones del mundo están siendo erosionados por una nueva lógica de imposición y sometimiento. “Donde la fuerza dicta las normas, la justicia deja de existir”, advertía el filósofo John Locke.
Hoy, en un clima de creciente tensión global, los tambores de guerra resuenan no solo en el ámbito militar, sino también en el comercio, la diplomacia y la geopolítica.
Las grandes potencias imponen sus condiciones a los pueblos que consideran subordinados, explotando sus recursos naturales y sacando el mayor provecho del comercio mundial. En este juego de dominio, las reglas no son equitativas: se utilizan todas las estrategias de presión posibles, incluyendo bloqueos económicos, sanciones y amenazas veladas. Las fronteras se cierran para quienes no aceptan sus términos, y el desarrollo de las naciones queda sujeto a la voluntad de quienes controlan los mercados y los flujos financieros.
¿Qué nos ocurre como civilización cuando, a pesar de haber vivido grandes tragedias —guerras, genocidios y crisis humanitarias—, seguimos repitiendo los mismos errores?
Cada conflicto, al final, nos deja en el mismo punto de partida, solo con una estela de sufrimiento humano aún mayor.
A pesar de ello, la mayoría de las personas opta por la indiferencia, por encerrarse en su propia realidad y solo reaccionar cuando los problemas tocan directamente su entorno cercano. “Lo único que se necesita para que triunfe el mal es que las personas buenas no hagan nada”, dijo Edmund Burke, y esa actitud pasiva es lo que permite que las crisis se profundicen.
Las grandes potencias han aprendido a jugar con este letargo colectivo. Mientras la población mundial se mantiene ocupada en sus propios problemas, los poderosos consolidan su dominio, asegurándose de que sus intereses económicos y políticos prevalezcan.
La instrumentalización del otro —de los países más débiles, de los pueblos sin voz, de los ciudadanos atrapados en la rutina— se ha convertido en la norma.
Pero este sistema, basado en la imposición y el miedo, solo puede sostenerse mientras sigamos callando.
En lugar de analizar los signos del presente, muchos prefieren ignorarlos, sin darse cuenta de que el silencio solo alimenta la destrucción de lo que se ha construido.
La era en la que vivimos no está marcada por el progreso, sino por un retroceso peligroso. En lugar de mirar hacia el futuro con esperanza, estamos permitiendo que se desmoronen las normas básicas de convivencia y que las tragedias simplemente sucedan sin hacer nada por evitarlo.
Pero aún estamos a tiempo de revertir este proceso. Lo que nos corresponde ahora no es resignarnos, sino recuperar lo que se ha avanzado y reconstruir un camino que nos permita mirar hacia adelante. No podemos permitir que la historia se repita sin aprender de sus errores.
El desafío de nuestro tiempo es claro: evitar una nueva conflagración global y ser capaces de tomar medidas preventivas que protejan la dignidad humana y los derechos de los pueblos.
No podemos seguir aceptando un mundo donde las grandes potencias imponen sus condiciones bajo la amenaza del aislamiento o la asfixia económica. Necesitamos nuevas formas de organización, solidaridad y resistencia.
Si queremos un futuro distinto, es momento de actuar. La historia nos ha mostrado lo que sucede cuando el mundo guarda silencio ante la injusticia y la barbarie. Esta vez, no podemos quedarnos callados.
* Elio Villaseñor Gómez es director de Iniciativa Ciudadana para la Promoción del Diálogo A. C. (@Iniciativa_pcd).
En la isla se están construyendo edificaciones que buscan adaptarse al territorio y al entorno para ayudar a aliviar los estragos del cambio climático. Y utilizando saberes tradicionales.
Cuando Erle Rahaman-Noronha decidió dedicarse a la agricultura en 1997, el terreno donde se instaló en Freeport, como mucha de la tierra agrícola en la isla caribeña de Trinidad, era de monocultivo, un remanente de las plantaciones coloniales que marcaron la historia de la región.
“Hay un árbol de limón cada seis metros. Y esos árboles no son aquí”, señala Rahaman.
Ahora, estas 12 hectáreas se parecen más a un bosque, salpicado de estructuras construidas con materiales reutilizados.
Pero Rahaman-Noronha no solo ha reforestado sus terrenos, también es bastante entusiasta conque las estructuras que conforman su granja sean sostenibles.
Una vez entras a la finca, el concreto te da la bienvenida con forma de casa. Pero toda otra estructura que hay en el lugar tiene un toque de la naturaleza: arcilla, que se consigue en un terreno cercano, madera de los árboles que están en la parte de atrás de la granja, botellas de vidrios recicladas y de todos los colores que brillan con la luz del sol.
También se pueden apreciar los rastros redondos de lo que solían ser algunas llantas de bicicletas que fueron enterradas para darle fuerza a la estructura. Todo esto terminado con parches de hierba seca que sirve de textura para las paredes.
La granja abraza las antiguas tradiciones de Trinidad para construir sus casas, cuando sus habitantes las construían con lo que tenían en la mano, en vez de importar materiales.
Pero él no solo está utilizando materiales que terminarían de otro modo en la basura, sino que está utilizando estilos de construcción que proveen algo de resistencia en contra de los efectos del cambio climático.
El esfuerzo es parte del proyecto llamado Wa Samaki Ecosystems, una organización sin ánimo de lucro fundada por Rahaman-Noronha que desea resaltar los beneficios de los cultivos regenerativos en el Caribe y educar a los residentes en cómo ejercer la sostenibilidad mientras rehabilitan los espacios que los rodean.
“La idea a largo plazo es tener un lugar dónde educar a las personas sobre el medio ambiente y vivir en equilibrio con la naturaleza”, explica.
Mucho de la arquitectura en Wa Samaki se apoya en el pensamiento creativo de la arquitecta y escultora Celine Ramjit.
Formas de cuerpos cósmicos, criaturas y animales míticos adornan el paisaje además de esta estructura única, todos hechos usando un proceso conocido como construcción de la Tierra: usando materiales del ecosistema.
Y significa que cada espacio construido tiene su propia personalidad y una huella ecológica.
Esto está muy lejos del estándar común de construcciones en Trinidad, donde muchas de las edificaciones modernas proyectan una uniformidad estéril.
Ramjit nota que en estos días la decisión de construir un edificio o una casa tiene que ver primordialmente con el presupuesto y el acceso a los materiales.
“Esto viene con un tema de educación, donde no se considera de dónde vienen los materiales o cómo se producen”, señala la arquitecta.
Pero construir rápido no deja mucho tiempo para observar el medio ambiente: patrones de lluvia, plantas, la vida animal o donde sopla el viento.
“Es de ese tipo de cosas de las que estamos desconectados”.
En vez de tener en cuenta estos aspectos, se opta por nivelar el terreno, remover los árboles y empezar la construcción casi desde cero, sin considerar qué hay ya presente en ese terreno y cómo se puede integrar con el diseño.
Como la deforestación y la pérdida de especies nativas son un problema ambiental, la práctica de limpiar lo que existe y crear algo completamente nuevo puede tener un efecto dominó en el suelo, por ejemplo el incremento de deslizamientos.
La desconexión con el medio ambiente es un sello de lo que se conoce como la “cultura del concreto” que se convirtió en algo prevalente en Trinidad a principios del siglo XX.
Asad Mohammed, director de la Red del Manejo Urbano y de la Tierra del Caribe, atribuye esto al “impacto de la influencia de la arquitectura Occidental que tienen poca relevancia en el contexto en donde vivimos”.
Él describe un “estilo moderno de edificios cuadrados” que no están aclimatados a los calores intensos del verano o los huracanes y las inundaciones de la época de lluvias.
Esas cajas de concreto no siempre fueron la norma en el Caribe.
A través de la historia, en esta región del planeta se han visto varios estilos arquitectónicos que han usado lo que Mohammed llama un “buen diseño típico”.
Por ejemplo, describe a las casas europeas hechas en madera, con adaptaciones con el clima regional como ventanas que podían cerrarse o abrirse adecuadamente durante la temporada de tormentas y toldos para protegerse de la fuerte luz del sol.
Ahora, señala el experto, esas viviendas han sido reemplazadas con ventanas planas que tienen que estar cerradas siempre para evitar la exposición constante al sol o de la lluvia, por lo que el edificio tiene que tener aire acondicionado.
De hecho, las primeras casas en la región no tenían ventanas o incluso, muros.
Tracy Assing, miembro de la Comunidad de Pueblos Originarios en Arima y directora del documental “The Amerindians” anota que para sus ancestros, las estructuras más viejas eran de madera y techos de paja.
Y la mayoría de ellas estaban abiertas al aire.
“Era más como un refugio, con una situación de ático”, señala Assing.
Eran estructuras de temporadas, construidas para ser devueltas a la tierra y reconstruir si era necesario.
“El barro fue un avance tecnológico”, agrega.
Mientras las comunidades indígenas en el Caribe usaban arcilla para construir pequeñas estructuras como hornos en los tiempos precolombinos, fue tiempo después que se utilizó en una vivienda.
Pero para el siglo XVII, la influencia colonial española combinada con las técnicas indígenas había conducido a la popularidad de las estructuras de barro y adobe conocidas como tapia, que es lo más cercano a la técnica utilizada en la actualidad por Wa Samaki.
El historiador Glenroy Taitt, en una investigación publicada hace poco señala que las casas de tapia son como un refugio con forma ovalada con un marco de madera y hecho con una mezcla de arcilla, agua y hierba para las paredes y un techo de paja y hojas de palma.
Incluso esos tipos de edificios se podían encontrar en todo el país bien entrado el siglo XX.
“La era de la tapia finaliza alrededor de los años 40. No solo la gente dejó de utilizar este método para construir sus casas, sino que comenzaron a verlo como algo de personas de menos recursos y primitivo”, señala.
Casas de esta época ahora son difícil de hallar en Trinidad y solo se pueden ver en museos, como el Avocat Mud House.
Este lugar fue construido en 1885 y se erige como un registro de los métodos de construcción del pasado, utilizando técnicas popularizadas aún más por los inmigrantes indios que migraron al Cáribe en el periodo conocido como fr “trabajo no remunerado”
Dentro de esta casa que tiene más de un siglo, uno puede sentir como la temperatura desciende, que es un signo de las casas construidas con arcilla.
Al ser la arcilla más porosa que el concreto, logra atrapar humedad que luego se evapora y de esta forma libera el calor de la superficie.
Con el cambio climático causando temperaturas récord en el Cáribe, un cuarto con una temperatura normal al mediodía es una hazaña sorprendente en una estructura sin ventanas, ventiladores o aire acondicionado.
Construcciones adaptadas al clima fue un sello de la arquitectura del Caribe y con los patrones climáticos cambiando alrededor del mundo y afectando particularmente los pequeños estados caribeños, hay una necesidad creciente de mirar el éxito de estos estilos antiguos de arquitectura, a la vez que se incorporan los avances del mundo moderno.
Desde casas de arcilla hasta casas de hierba, pasando por las estructuras coloniales europeas con sus techos altos y espacios abiertos y aireados, cada etapa de la historia del Caribe se ha reflejado en el estilo de la arquitectura construida en esos tiempos.
Cuando Trinidad y Tobago se independizó en 1962, tuvo que lidiar con lo que esto significaba para su identidad nacional y sus edificios.
El Arquitecto Sean Leonard habla de este desafío de la identidad.
“Después de la independencia, como parte de definir cómo sería este nuevo país se decidió cómo tenían que lucir nuestros edificios”, explica.
En paisajes urbanos, como las áreas donde Leonard usualmente trabaja, hacer cambios ecológicos es algo totalmente distinto a lo que se hac en el campo, como Wa Samaki.
Mientras él habla con clientes corporativos, quienes podrían no considerar un diseño tropical como prioridad, mejorar las cosas pueden ser detalles tan pequeños como utilizar un modelo más tradicional de ventana para poder atrapar mejor el viento frío que viene de afuera o dejar dejar una parte del suelo sin pavimentar para que pueda absorber mejor el agua de la lluvia.
Otra adaptación del clima usada a través de la historia del Caribe es construir estructuras elevadas del suelo, que ayuda a la circulación del aire frío durante el verano y protege de las inundaciones en las épocas de lluvias.
Leonard describe esto como una técnica que ha sido usada a través de la historia de Trinidad, que todavía es utilizada y que puede servir tanto en la ciudad como en el campo.
Para las estructuras de arcilla como las que está construyendo Ramjit, que la estructura esté elevada del suelo es una necesidad de proteger la arcilla de absorber mucha humedad del piso.
Técnicas tradicionales y materiales como la arcilla y la hierba no son las únicas utilizadas en Wa Samaki, ellos también usan materiales de la basura, para reducir los desperdicios.
El mirador del lugar está hecho de guadua que crece en esta región.
Y para los cimientos y los muros, con forma de dragón, de esta estructura utilizaron llantas usadas tiradas a la basura, que fueron recogidas por los vecinos y rellenadas de botellas vacías y otros desperdicios de plástico antes de ser cubiertas con arena y arcilla.
El techo está cubierto de viejos carteles publicitarios reciclados y un trozo de un tanque de agua, cuya otra mitad se utiliza para albergar algunos de los peces de Rahaman-Noronha (Wa Samaki significa “De los peces” en suajili, un guiño a su lugar de nacimiento, Kenia).
En otras construcciones de la granja, botellas de vidrio multicolores incrustadas en las paredes proporcionan una vía para que entren fuertes halos de luz y color.
Sin su intervención, estos materiales probablemente habrían terminado en uno de los vertederos de desechos de Trinidad, filtrando sustancias químicas a entornos cercanos como la Reserva Natural del Pantano de Caroni.
En Wa Samaki, el equipo ha plantado vetiver, una planta multiusos que se puede utilizar para tratar el residuo químico que dejan las basuras en el suelo.
En la granja, lo utilizan para estabilizar las orillas de sus estanques y evitar deslizamientos de tierra, pero también es uno de los ingredientes principales de sus construcciones de arcilla.
Ramjit lo utiliza en tiras para dar forma a las paredes de tierra. La hierba se cosecha y se seca, y sus hojas largas y resistentes forman la red perfecta para mantener unida una estructura de arcilla.
Pero Ramjit enfatiza la importancia de experimentar con las hierbas disponibles, en lugar de intentar conseguir un tipo específico.
En lugar de tener “recetas” fijas sobre lo que deberían ser sus materiales de construcción, prueba y experimenta con lo que tiene a mano y alienta a otros a hacer lo mismo.
Durante todo el proceso, hay una idea subyacente de tener curiosidad por lo que nos rodea, observar y colaborar con el mundo natural en lugar de tratar de someterlo a nuestro control.
Assig describe una filosofía similar transmitida a través de su comunidad, de “trabajar con el medio ambiente, en lugar de imponerse a él”.
Este enfoque colaborativo podría ser la clave, no solo para construir estructuras sostenibles que tomen prestado tanto del pasado como del presente, sino para cambiar toda una cultura de cómo los humanos piensan sobre su relación con la tierra.
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