¿Por qué una organización civil como Techo México querría preocuparse por las personas que habitan en los asentamientos informales? No son pocas las personas que creen que los habitantes de esas zonas son “paracaidistas”, “invasores”, “oportunistas”, “gente ignorante que amenaza zonas protegidas”, “huevones que no quieren pagar sus impuestos”, entre otros. En días pasados, Techo México hizo pública la demanda de amparo que presentó en contra del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) por no haber generado información estadística sobre ese sector de la población. La noticia es una gran oportunidad para desmantelar algunos mitos y prejuicios alrededor de los asentamientos informales.
En el imprescindible Ciudades Invisibles de Ítalo Calvino, Marco Polo advierte al tártaro Kublai Kan de nunca confundir la ciudad con el discurso que la describe. “La mentira no está en las palabras, está en las cosas”, concluye el viajero veneciano. En efecto, las ciudades son más de lo que son en la realidad. Las construimos no solo con ladrillos y vigas, sino a través de narraciones e imaginarios. Las postales, las panorámicas en series y películas, las guías de viaje, las canciones y los discursos políticos evocan constantemente a las principales urbes del mundo. A través de esas idílicas imágenes creemos conocer incluso las capitales que nunca hemos visitado. Cuando se vive en las zonas céntricas de las grandes urbes -en las cuales se concentra gran parte de sus riquezas y de los esfuerzos estatales- es fácil creer que la ciudad es única y exclusivamente los sitios que transita uno.
Pero las narraciones no son solo lo que decimos, sino aquello que callamos. Todas las ciudades niegan partes de sí, que resultan fundamentales para comprenderlas: los asentamientos informales, en donde habitan los nadie descritos por Eduardo Galeano. Aquellos que no existen por encontrarse fuera de lo que (queremos creer) sí es nuestra ciudad. Precisamente por irrumpir en la narrativa que preferimos de nuestras ciudades, optamos por obviarlos del paisaje, en el “mejor” de los casos. En el peor, salen a relucir los estigmas en contra de los habitantes en los asentamientos. En este espacio quisiera concentrarme sobre todo en aquellos que tienen a culpabilizarlos por su situación precaria.
No es verdad que las personas que habitan en asentamientos informales sean “paracaidistas”. Es verdad que a lo largo del país existe la vieja práctica de apropiarse de un terreno ajeno a través de una ocupación de mala fe. Sin embargo, cuando hablamos de asentamientos informales no estamos hablando de una o dos personas ocupando un terreno privado, sino de grupos de familias enteras. En la gran mayoría de las veces, no habitan en predios que legalmente le pertenecen a otras personas, sino en grandes zonas desarrolladas sin planeación y que no se encuentran debidamente reconocidas por las autoridades como “parte formal” de la mancha urbana.
De hecho, no es extraño encontrarse con personas en asentamientos informales que tengan títulos de propiedad sobre sus viviendas. Si bien la situación legal de los predios en los asentamientos informales es un factor de suma importancia, en los últimos tiempos se ha optado por una visión que centra la atención en tres características esenciales de estas zonas: I) características del desarrollo[1]; II) características físicas[2]; y III) características socioeconómicas[3].
Tampoco es verdad que los asentamientos informales se conformen de oportunistas que “lo que no quieren es pagar predial y servicios”. Los procesos por los cuales se generan pueden ser múltiples: la falta de planeación urbana o una planeación que busca alejar a los estrato económicos bajos fuera de las zonas centrales; los altos costos de compra y renta de hogares, así como de servicios públicos; la gentrificación; la migración nacional e internacional por motivos económicos; los desplazamientos forzados internos; la falta de garantías y controles para enfrentar desahucios; entre muchos otros. Pero sea cual sea el proceso, la principal raíz que genera este tipo de zonas es la exclusión.
Afirmar que vivir en asentamientos informales es una forma cómoda de evadir pago de servicios e impuestos es caricaturizar de forma indolente la realidad. La gente que habita en ellos no tiene acceso íntegro a servicios públicos básicos. Muchas veces, como en el caso de las 70 familias del Nuevo San Antonio Ebulá en Campeche, tienen que satisfacer su necesidad de acceder al agua por sus propios medios, generándoles un costo por familia mayor al que se comúnmente se paga en la Ciudad de Campeche.
Además, los asentamientos informales pueden también generarse por la actividad legislativa. La comunidad de El Sifón en Tlalpan en Ciudad de México es un ejemplo. Los habitantes cuentan que los orígenes de la comunidad se remontan hace aproximadamente hace cien años, cuando un hacendado de San Miguel Topilejo le dio las tierras a uno de sus trabajadores. Posteriormente, la designación del suelo de conservación y de Áreas Naturales Protegidas –principalmente a partir de la Ley de Desarrollo Urbano del Distrito Federal de 1996[4]– generó que comunidades como El Sifón pasaran a ser, de la noche a la mañana, “ilegales”. La justa y necesaria legitimidad de la protección ambiental ha sido utilizada para tergiversar la forma de entender este fenómeno, generando una narrativa de estigmatización en contra de quienes habitan en asentamientos dentro del suelo de conservación de la Ciudad de México.
El 23.5% de los habitantes de ciudades en América Latina viven en asentamientos informales[5]. Muchos prejuicios hacia ese sector de la población han impedido que su situación sea un tema prioritario en la agenda pública. Mucho menos como un asunto de violaciones a derechos humanos. En el caso de México, la invisibilización institucional es tal que no sabemos cuántos asentamientos de ese tipo existen en el país, cuánta gente habita en ellos, en qué condiciones y si tienen acceso a los servicios básicos.
Incluir a quienes forman parte de esa no-ciudad es un acto de congruencia con aquel discurso de derechos humanos tan difundido y en boga pero tan poco tomado en serio. Cuando exigimos “todos los derechos para todas las personas”, en verdad debemos estar dispuestos a incluir a todos los sectores, sin excepción. La sentencia que deberá emitir el Juzgado Cuarto de Distrito en Materia Administrativa de la Ciudad de México en el amparo de Techo México contra el INEGI pudiera ser un hito no solo para establecer estándares de protección a las personas en asentamientos informales, sino para desmantelar los mitos entorno a ellas.
¿Qué estamos haciendo para que, mientras sectores de ciudades como Ciudad de México, Monterrey, Mérida, Tijuana y Cancún viven en condiciones óptimas para ejercer sus derechos humanos, otros sectores se ven obligados a vivir afuera, en esa parte de la urbe que los gobiernos prefieren mantener bajo la alfombra?
* Carla Luisa Escoffié Duarte. Litigante independiente en derechos humanos. Abogada voluntaria en @TECHOmx. Miembro del Centro de Estudios de Derechos Humanos de la Universidad Autónoma de Yucatán.
Referencias:
[1] Fernandes, Edésio; “Regularización de asentamientos informales: Informe sobre Enfoque en Políticas de Suelo”, Lincoln Institute of Land Policy, Cambridge 2011, pp. 11-13. Disponible en formato digital aquí. Pérez-Valecillos, Tomás; Castellano-Caldera, César Enrique; “Creación del espacio público en asentamientos informales: Nuevos desafíos urbanos”, Revista Bitácora Urbano Territorial, vol. 23, núm. 2, julio-diciembre, Bogotá 2013, p. 102. Disponible en formato digital a través de este enlace.
[2] Fernandes, Edésio; “Regularización de asentamientos informales: Informe sobre Enfoque en Políticas de Suelo”, Lincoln Institute of Land Policy, Cambridge 2011, pp. 11-13. Nahoum, Benjamín, “Los asentamientos irregulares, entre prevenir y curar” en Escritos sobre los sin tierra urbanos: causas, propuestas y luchas populares de Gustavo González y Benjamín Nahoum (coord.), Montevideo 2011, p. 13. Disponible en formato digital a través de este enlace. Pérez-Valecillos, Tomás; Castellano-Caldera, César Enrique; “Creación del espacio público en asentamientos informales: Nuevos desafíos urbanos”, Revista Bitácora Urbano Territorial, vol. 23, núm. 2, julio-diciembre, Bogotá 2013, p. 102. Disponible aquí.
[3] Fernandes, Edésio; “Regularización de asentamientos informales: Informe sobre Enfoque en Políticas de Suelo”, Lincoln Institute of Land Policy, Cambridge 2011, pp. 11-13. Fernandes, Edésio; “Consideraciones generales sobre las políticas públicas de regularización de asentamientos informales en América Latina”, Revista Eure, Vol. XXXIV, Nº 102, agosto 2008, p. 28. Disponible aquí. Magri Díaz, Altaïr Jesica; “Los barrios populares y el desarrollo de la ciudad: Montevideo y su área metropolitana”, Revista América Latina Hoy, núm. 68, septiembre-diciembre, Salamanca 2014, p. 101. Disponible aquí. Nahoum, Benjamín, “Los asentamientos irregulares, entre prevenir y curar” en Escritos sobre los sin tierra urbanos: causas, propuestas y luchas populares de Gustavo González y Benjamín Nahoum (coord.), Montevideo 2011, p. 13. Disponible aquí. Mignone, Aníbal Marcelo et al; “Caracterización Socio-Geográfica de los asentamientos informales en el aglomerado Gran Resistencia”, Revista Geográfica Digital, Facultad de Humanidades-UNNE, Año 12. Nº 24, Julio – Diciembre 2015, Resistencia, Argentina, p.2. Quintero Agudelo, Carmenza; “La configuración social de los asentamientos marginales urbanos en la ciudad formal”, Revista Universitas Científica, Universidad Pontificia Bolivariana, Volumen XII, Medellín 2009, p. 121. Disponible aquí.
[4] Al respecto, véase: Mollá Ruíz-Gómez, Manuel; “El crecimiento de los asentamientos irregulares en áreas protegidas. La delegación Tlalpan”, Investigaciones Geográficas (Mx), núm. 60, agosto, 2006, pp. 83-109. Disponible en formato digital aquí.
[5] Centro de Estudios Legales y Sociales – CELS et al., “Informe ante la CIDH sobre los asentamientos urbanos precarios de América Latina y el Caribe”, 20 de marzo de 2015. Disponible en formato digital aquí.
Despuntó como destino turístico internacional de primer nivel por más de una década hasta que el conflicto entre Grecia y Turquía la cambió para siempre.
De un lujoso destino turístico a una ciudad con un futuro incierto tras cinco décadas de abandono.
Varosha, suburbio de la localidad de Famagusta en el noreste de Chipre, tuvo su auge en la década de 1960 y la primera mitad de los años 1970.
Con sus hoteles de cinco estrellas, discotecas de primer nivel y más de dos kilómetros de playa bañada por el Mediterráneo, atraía a turistas y celebridades de todo el mundo, desde Elizabeth Taylor hasta Brigitte Bardot o Richard Burton.
Pero su destino cambió drásticamente en 1974, cuando la invasión turca de Chipre forzó a sus habitantes griegos-chipriotas a huir, dejando este territorio desierto y enjaulado en vallas militares.
Varosha quedó bajo el control del ejército turco como parte de un conflicto más amplio que dividió la isla en dos: al sur, la República de Chipre, reconocida internacionalmente y habitada en su mayoría por griegos-chipriotas; al norte, la República Turca del Norte de Chipre, un estado autoproclamado que solo reconoce Turquía.
Desde entonces, este enclave ha sido utilizado por ambas partes como una moneda de cambio en las complejas negociaciones que han intentado, sin éxito, reunificar el país.
La invasión de Chipre por las tropas turcas en julio de 1974 obligó a sus 39.000 residentes, la amplia mayoría mayoría griegos-chipriotas, a huir en cuestión de horas.
Cuando esto ocurrió, Avghi Frangopoulou tenía 15 años y sus padres acababan de comprar dos apartamentos en la playa de Varosha, pero la guerra lo cambió todo de la noche a la mañana.
“Recuerdo que corría porque veía los aviones justo encima de mí”, comenta sobre los bombardeos turcos en una entrevista para el programa de radio Assignment, de la BBC.
Su familia, como otras miles, tuvo que dejar atrás todas sus pertenencias y huir para salvar sus vidas.
Tras tomar el control, el ejército turco cercó Varosha con una valla y la convirtió en una zona militar restringida, vacía e inaccesible para civiles, es decir, una “ciudad fantasma”.
Durante décadas, el destino de Varosha fue un asunto de negociación clave en los fallidos intentos de reunificar Chipre.
En 1984, la ONU adoptó la resolución 550, que declaraba que debía ser devuelta a sus legítimos propietarios, pero el gobierno turco-chipriota de facto no aceptó y la ciudad permaneció intacta, con sus casas, hoteles y tiendas vacías.
“No somos fantasmas, y nuestra ciudad no es una ciudad fantasma”, protesta Frangopoulou, quien, como muchos otros exresidentes, ha visitado Varosha en los últimos años tras su reapertura parcial en 2020.
El estado de abandono del lugar hace aún más dolorosos sus recuerdos. “No me gusta ver esto”, afirma sobre el deterioro de su barrio natal y el “turismo oscuro” que ha surgido en torno de él.
En 2020 Turquía decidió reabrir parcialmente al público este espacio.
El anuncio de su presidente, Recep Tayyip Erdogan, atrajo de inmediato a visitantes curiosos, convirtiendo al otrora destino de lujo en uno del llamado “turismo oscuro” que invita a lugares marcados por la tragedia, el abandono o el conflicto.
Los turistas que llegan a Varosha se enfrentan a una extraña combinación de belleza y decadencia.
La playa está de nuevo abierta al público y en ella se observan bañistas disfrutando del mar y el sol rodeados de apartamentos en ruinas y hoteles destruidos, con ventanas rotas y fachadas corroídas por el paso del tiempo.
Muchos de los antiguos residentes no ven con buenos ojos esta transformación de su barrio en una especie de atracción turística.
“Conozco a la gente que vivió aquí. No pueden vender esto como un producto, como un pueblo fantasma”, comenta Avghi Frangopoulou, quien considera la reapertura como una forma de trivializar la tragedia de la invasión.
Parte de la comunidad internacional también ha condenado la decisión de Turquía de abrir Varosha sin un acuerdo previo con los grecochipriotas, lo que supone un paso más en la violación de la resolución 550 de la ONU.
Pero el barrio sigue recibiendo turistas y las autoridades turcochipriotas no parecen dispuestas a cambiar su postura.
Para los antiguos residentes de Varosha, regresar a la ciudad tras casi 50 años de exilio es un intenso golpe emocional, ya que sus edificios ahora en ruinas les evocan recuerdos de una vida interrumpida de forma abrupta en 1974.
Avghi Frangopoulou ha vuelto varias veces desde que se abrió parcialmente en 2020.
“Mi casa está aquí”, dice, señalando la calle donde vivía, ahora cubierta de escombros.
Pese a la autorización de visitas turísticas, el barrio sigue bajo estricto control militar y muchas zonas permanecen inaccesibles para los antiguos residentes.
“Solo quieres pasar por esa puerta y subir las escaleras, pero hay policías que te detienen, así que no te arriesgas”, asegura Frangopoulou.
El caso de Andreas Lordos es similar. Su familia construyó uno de los primeros hoteles en Varosha, el Golden Marianna, aún en pie aunque abandonado y cubierto de enredaderas.
“Mi padre construyó este hotel en 1967 cuando tenía 27 años. Era un hotel con piscina, algo nuevo en esa época. Estaba frente a mi colegio, así que durante el recreo íbamos a curiosear qué hacían los turistas”, relata, mientras observa lo que queda del edificio.
Confiesa que su sueño es restaurarlo y abrirlo de nuevo algún día.
Sin embargo, es difícil que los antiguos propietarios huidos hace 50 años puedan recuperar sus inmuebles.
Las autoridades turcochipriotas han instado a los antiguos dueños a que reclamen sus tierras, pero estos aseguran que en la práctica es casi imposible debido a que el proceso legal está plagado de obstáculos.
El gobierno chipriota, además, ve con desconfianza esta oferta al temer que ayude a legitimar la ocupación turca.
El futuro de Varosha está en el aire.
Muchos locales tienen la esperanza de que el barrio pueda ser restaurado y convertirse en un símbolo de la futura reunificación de Chipre, donde griegos y turcos chipriotas coexistan en paz.
“Nos volvimos como familias con algunos de los grecochipriotas, porque pensamos y actuamos de la misma manera: que todos somos los perdedores en este conflicto”, afirma Serdar Atai, un activista turcochipriota comprometido con la preservación del patrimonio cultural de la zona.
Sin embargo, las tensiones políticas siguen siendo un gran obstáculo.
Atai lamenta que tanto las autoridades turcochipriotas como las grecochipriotas han torpedeado continuamente los intentos de un acuerdo de paz.
“Siempre acuerdan estar en desacuerdo desde el principio”, ironiza, en referencia a las últimas cinco décadas plagadas de intentos fallidos.
Por otro lado, figuras políticas como Oguzhan Hasipoglu, miembro del parlamento turcochipriota, ven en Varosha un modo de reclamar la soberanía del norte de Chipre que la comunidad internacional rechaza.
“Perdimos la confianza en los grecochipriotas (…) Sus palabras son amables pero, a la hora de la verdad, no están dispuestos a compartir el gobierno ni la riqueza de esta isla con nosotros. Nos ven como una minoría”, sentencia.
Hasipoglu, quien cree inevitable la división de la isla en dos Estados, ansía ver renacer Varosha como un destino turístico de lujo bajo control turco.
Así, la incertidumbre sobre el futuro de Varosha persiste: ¿seguirá siendo un destino de “turismo oscuro” en ruinas, se convertirá en un nuevo y lujoso balneario del no reconocido Estado de Chipre del Norte, o será un puente hacia la reconciliación de una isla dividida?
Lo que es seguro es que el tiempo se agota poco a poco para los antiguos residentes que sueñan con regresar al barrio donde crecieron.
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