La Ciudad de México enfrenta un momento clave en su historia en términos de planeación urbana. Actualmente, contamos con dos instituciones que llevan la palabra “planeación” en su nombre: la Secretaría de Planeación y el -todavía en ‘veremos’- Instituto de Planeación Democrática y Prospectiva. Los que nos dedicamos al urbanismo vemos con optimismo el mensaje: la planeación de la Ciudad de México va porque va. Planear es, por fin, importante.
Las y los ciudadanos no estamos acostumbrados a tener en nuestras manos la planeación. A todas luces, causa molestia y enojo. Lo percibimos como una carga adicional en nuestro día a día. No lo vemos como un privilegio de la democracia o como un logro de muchos años de labor. Ese ha sido un claro error en la comunicación del proceso de planeación. Si planear un viaje, o nuestros futuros estudios, causan emoción, planear nuestra ciudad no debía ser la excepción.
El camino por delante será complejo. Podría apostar que ni bien ha comenzado el sexenio, y ya existe presión sobre Alejandro Encinas, el nuevo secretario de Planeación y Ordenamiento Territorial, para finalizar el Programa General de Ordenamiento Territorial (PGOT). Sin embargo, el éxito de este proceso no se va a medir simplemente en concluir un documento, sino en todo lo que se debe construir en el camino: generar una cultura de planeación tanto en la ciudadanía como en las instituciones. Invito al secretario a defenderse de esa presión y mejor apoyarse en la ciudadanía, quienes preferimos un proceso más largo pero certero.
Los retos no son pocos. Para empezar, el marco normativo de la Ciudad de México está anclado en documentos obsoletos que no reflejan la realidad actual de la urbe. Estos textos fueron creados en una época donde la participación ciudadana era irrelevante, en que no existían 4 millones de vehículos que hoy congestionan nuestras calles, y cuando ni sabíamos que era Uber, AirBnB o las ciclovías.
Tal vez el trabajo del secretario de Planeación sería más sencillo si se comenzara de cero. En vez de eso deberá lidiar con un proceso varias veces fallido. La satanización del desarrollo urbano (término ausente en las nuevas secretarías, por cierto) y de otras herramientas urbanas tampoco facilitan la encomienda. La tarea no va ser simplemente crear nuevas normas, sino también recuperar la confianza de la ciudadanía en las instituciones.
Los que hemos trabajado en urbanismo hemos sido testigos de cómo, una vez terminados, los documentos de planeación se dejan al olvido. Pocas personas los utilizan y, cuando lo hacen, no siempre es con las mejores intenciones. Afortunadamente, la tecnología nos permite ahora tener un proceso más dinámico que responda mejor a las necesidades actuales. Lo esencial no es la publicación oficial de un documento, sino que los ciudadanos sepan qué pueden hacer, en qué lugares, con qué tolerancias, y comprendan las razones detrás de las decisiones tomadas. Esto no se logra por el sencillo hecho de publicar un plan, sino a través de un proceso inclusivo y participativo.
El debate urbanístico debe trascender discusiones menores, como si el vecino puede construir un roof garden para sus asados, o si podemos tener nuestra oficina en casa, para así poder centrar la conversación en temas más profundos: la generación de empleos, el acceso a los centros de trabajo, la mejora del espacio público y la reducción de los tiempos de desplazamiento. Debemos recuperar una política pública de planeación que contemple, además, la sustentabilidad, el cambio climático y el papel de la ciudad dentro del ecosistema mundial, aspectos que se han descuidado.
La planeación debe ser sobre vivienda. Ese debate se ha eliminado de la agenda por la necedad de satanizar el desarrollo urbano. Ojalá que Encinas, que se ha destacado por tender lazos y lograr acuerdos, logre quitar el estigma al desarrollo inmobiliario que tanto se han aventado uno y otro lado de la política. Con las reglas adecuadas, se puede construir en la Ciudad a la vez que se mejoran las condiciones en aspectos clave como el abastecimiento de agua y la mejora del Espacio Público. Negar este debate sólo beneficia a aquellos que se pretendía disuadir: especuladores y coyotes de la ciudad.
A la ciudadanía nos gustaría ver un proceso de planificación constante y presente en todos los medios. Por favor quítenos la excusa de no poder participar, impulsando el uso de tecnologías, pláticas, entrevistas, foros y lo que se les ocurra (por favor, no intenten de nuevo hacer más de mil consultas en sólo dos días). Para que la gente respete el proceso técnico, debe sentirse tomada en cuenta. Y para planear de forma legítima, se requiere a toda la gente, no sólo la que se percibe que votó por un partido. Las lagunas y los silencios siempre terminan convirtiéndose en crisis.
Finalmente, no podemos permitir que el miedo guíe nuestro futuro. La Ciudad de México ha existido de una u otra forma durante 700 años en los que ha resistido guerras, terremotos, explosiones, pandemias, revoluciones, inundaciones y hasta a sus gobernantes. No planeemos nuestro futuro con miedo, sino con esperanza.
*Bernardo Farill (@bernardofarill) es arquitecto urbanista. Recientemente fue director de Planeación y Desarrollo Urbano de la alcaldía Miguel Hidalgo.
En la historia de Adela Velarde, que posiblemente inspiró el corrido más famoso de la revolución mexicana y dio nombre a las “adelitas”, se entreteje la memoria y la leyenda.
Adela Velarde Pérez fue las dos cosas.
Pero, como sucede con todos los mitos identitarios, en la historia de esta mujer que posiblemente inspiró el corrido más famoso de la revolución mexicana y dio nombre a las “adelitas”, se entreteje la memoria y la leyenda.
La imagen de Adela Velarde, jovencísima, de ojos grandes, mirando intensamente a la cámara bajo su enorme sombrero, agarrando una bandera mexicana en una mano y una espada en la otra, su diminuto cuerpo cruzado por un cinturón de balas, encarna la esencia de un espíritu nacional, de una identidad mexicana valiente y revolucionaria.
Ella representa a las miles de mujeres anónimas que se unieron a la Revolución mexicana (1910-1920) a las que se conoce como “adelitas”, y que consiguieron derrocar la dictadura de Porfirio Díaz.
El corrido de “La Adelita”, quizás el más famoso de toda la época de la revolución, se cantaba obsesivamente en los frentes y hoy se sigue escuchando, popularizado por cantantes como Jorge Negrete o Amparo Ochoa. Sin embargo, la historia de la “Adelita” original sigue siendo en parte un misterio.
Se sabe que nació en el estado de Chihuahua, probablemente en Ciudad Juárez, en el año 1900, en el seno de una familia acomodada.
Según la biografía que el gobierno de México tiene sobre ella, fue nieta del destacado general juarista Rafael Velarde, que luchó contra las tropas francesas.
Siendo aún adolescente se unió a las filas de la revolución, apoyando a la Asociación Mexicana de la Cruz Blanca en labores de enfermería.
Formó parte de la División del Norte del Ejército Constitucionalista, y posteriormente se incorporó al Cuerpo de Ejército del Noreste.
El 22 de febrero de 1941, Velarde fue reconocida como “Veterana de la Revolución” por la Secretaría de Defensa Nacional mexicana y, según el Museo de la Mujer, fue nombrada miembro de la Legión de Honor Mexicana en 1962.
Al acabar la revolución trabajó en Ciudad de México como mecanógrafa en la administración de Correos. En 1965 se reencontró con un coronel que había conocido en sus años de lucha, Alfredo Villegas, con quien se casó en 1965.
Poco después, la pareja se mudó a Estados Unidos, donde vivió hasta su muerte en 1971, debido a un cáncer de ovario. Sus restos yacen en el cementerio de San Felipe, en Del Río, Texas.
Estas es, practicamente, casi la única información contrastada que se tiene de ella.
A partir de ahí, casi todo son relatos, más o menos fabulados, inspirados por el romanticismo de su personaje.
El mito la retrata como una muchacha valiente y bella, cuyos ideales revolucionarios la convirtieron en un ejemplo para otras mujeres que se unieron al alzamiento, a las que hoy se conoce como “adelitas” y que desempeñaron un papel fundamental en las guerrillas.
Pocos han descrito el papel de las “adelitas” de una forma más hermosa que la escritora Elena Poniatowska en su libro “Las indómitas”.
“Yo te doy agua. Yo llevo las ollas y las cazuelas para hacerte tu comida. Yo te despiojo. Yo te lío tu petate. Yo te lavo tu ropa. Yo junto la leña para hacer lumbre. Yo te aceito tu fusil. Yo te prendo tu cigarrito, y si no hay tabaco, te hago uno de macuche, aquí tengo hojas de maíz. Yo cargo tu Mauser y tus cartuchos. Yo cuido de que no se moje la pólvora. Yo te hago casa en el campo de batalla. Yo soy tu colchón de tripas. Yo tengo a tu hijo en la trinchera”.
Sin ellas, afirma la autora mexicana, no habría habido revolución. Muchas fueron llevadas por sus hombres, esposos, padres o hijos, al combate como apoyo. Otras fueron obligadas a participar por la fuerza y, aunque la mayoría ejercía apoyos básicos y de enfermería, algunas llegaron a tener cargos importantes.
Después de haber dado sangre, sudor y lágrimas en la batalla, con el fin de la guerra la mayor parte de estas mujeres regresaron a los antiguos roles que la sociedad les deparaba, y sus hisotrias de olvidaron.
Solo un puñado de nombres de “adelitas” han sobrevivido al anonimato de la Historia, entre ellos el de Adela Velarde, en gran parte gracias al corrido que lleva su nombre.
La versión más edulcorada de la historia de esta famosa canción, que se convirtió en símbolo de la revolución y responsable de que medio mundo hispanohablante no pueda escuchar la palabra “Adelita” sin tararear “se fuera con otro…”, la narra el historiador mexicano José Alberto Galindo.
Galindo es el autor del libro “Un cielo lleno de metrallas: La verdadera historia de la Adelita”, en el que relata la siguiente historia:
Velarde entró en el ejército revolucionario como enfermera, por lo que fue repudiada por su familia, que consideraba, como otras de su época, que las mujeres solo podían abandonar el hogar de su familia para casarse.
Al poco de unirse a la revolución, la joven conoció a Antonio Gil Del Río Armenta, sargento del ejército de Pancho Villa, y ambos mantuvieron un tórrido romance.
De acuerdo con algunos relatos no corroborados, ambos tuvieron un hijo, que más tarde moriría en la Segunda Guerra Mundial.
La historia de amor tuvo también un final trágico.
El sargento fue alcanzado por una bala en la ciudadad de Gómez Palacio, y murió en los brazos de su amada. Sin embargo, antes de fallecer, le pidió a su enamorada que mirara dentro de su petate, donde Velarde encontró un papel con la letra de la canción que se convertiría en un himno nacional revolucionario. Ella había sido su musa y sería su último amor.
¿Demasiado perfecto? Pues hay más.
Según Galindo, la letra de la canción no estaba completa, por lo que Gil Del Río Armenta le cantó allí mismo, y con su aliento postrero, la última estrofa, que Adelita apuntó en el papel de su puño y letra.
Algunas versiones dicen que esta última estrofa dictada al borde de la muerte fue la que dice: “Si acaso yo muero en campaña /y mi cadáver lo van a sepultar, /Adelita por Dios te lo ruego /que con tus ojos me vayas a llorar”.
Sin embargo, en una entrevista con el diario “Excélsior” en 1948, la propia Velarde confirmó que fue ella quien inspiró al compositor, aunque el corrido original solo contaba con tres estrofas:
“Popular entre la tropa era Adelita, /la mujer que el sargento idolatraba, /porque a más de ser valiente era bonita /que hasta el mismo coronel la respetaba.
Y si Adelita se fuera con otro/ la seguiría por tierra y por mar; /si por mar, en un buque de guerra /si por tierra, en un tren militar.
Si Adelita quisiera ser mi esposa, /si Adelita fuera mi mujer, /le compraría su vestido de seda /para llevarla a bailar al cuartel”.
El historiador Galindo afirma, además, que el “coronel” que menciona la canción es, para rizar más el rizo, hombre con el que finalmente se casó Adela Velarde en 1965, Alfredo Villegas.
Sin embargo, existen diferentes versiones sobre el origen de la canción que, según la Secretaría de Defensa Nacional (SDN) mexicana, fue difundida por la División del Norte entre 1914 y 1915.
Según el libro “Las Fuerzas Armadas en la Revolución Mexicana”, editado por la SDN en 2013, algunos atribuyen su autoría al joven capitán Elías Cortázar Ramírez, otros a un tal Ángel Viderique.
Otra interpretación afirma que se trata de una canción anónima que el general Domingo Arrieta y sus tropas escucharon en el estado de Sinaloa, y otra más que el mismo general Arrieta se la encomendó a un maestro de su banda militar, Julián S. Reyes, para que la escribiera y la instrumentara.
Pero en la creación de los mitos el relato es importante, y una buena historia de amor trágico siempre será más potente que un anodino encargo.
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