
“Esperar justicia y paz en un futuro posible sólo demuestra no haber entendido / Quien sigue actuando como si fuera posible restaurar la universalidad de la razón, no ha entendido / Quien cree que la voluntad política puede revertir lo irreversible, no ha entendido / Quien cree en la eficacia de la política, no ha entendido / Quien piensa que la palabra democracia aún tiene significado, no ha entendido”.
Franco Bifo Berardi (2025), Pensar después de Gaza. Ensayo sobre la ferocidad y la extinción de lo humano. Palermo, Timeo: Tinta Limón/LOM Ediciones.
Los últimos 24 meses han estado marcados por la impotencia y la indignación frente a la complicidad internacional con el genocidio en Gaza y el expansionismo violento en Cisjordania. Aunque algunos gobiernos europeos —como España, Portugal, Reino Unido, Francia y Australia— han reconocido recientemente al Estado palestino, estos gestos llegan demasiado tarde y con poca o ninguna acción que acompañe ese reconocimiento, dejando inalterado el silencio cómplice que les ha caracterizado durante décadas ante los crímenes de Israel. En México, la tardía declaración presidencial reconociendo la existencia de un genocidio no se ha traducido en un rompimiento político con Israel ni en sanciones contra las empresas que se han beneficiado de la maquinaria de exterminio.
Todo ello forma parte de una normalización de la violencia que se extiende desde Washington, que continúa vendiendo armas a Israel, hasta Tel Aviv, donde Netanyahu anuncia la consolidación de una economía basada en la guerra. Esta normalización, como sostiene Marga Millán, no es una anomalía: es el futuro del capitalismo. Siguiendo a Adorno, Horkheimer y Benjamin, lo que hoy presenciamos es la descomposición de un sistema que, al despojarse de las máscaras de democracia y multiculturalismo, muestra su esencia estructural: despojo, violencia y terricidio en nombre de la acumulación. Como advierte Rita Segato, Gaza se convierte en una pedagogía de la crueldad, donde la guerra ya no es un medio sino la forma misma de gobernar la vida a través de la muerte.
Entre el 1 y el 3 de octubre, los 42 barcos que integraban la misión civil de la Global Sumud Flotilla, fueron asaltados ilegalmente en aguas internacionales y sus 462 tripulantes —médicos, parlamentarios, periodistas, activistas y defensores de derechos humanos de más de 40 países— secuestrados y trasladados a prisiones israelíes. Las denuncias de maltrato, incomunicación y privación de agua y alimentos a las personas detenidas muestran la sistematicidad con la que el Estado israelí continúa actuando con total impunidad frente a la comunidad internacional. La Sumud Flotilla es un símbolo global de dignidad y resistencia; su interceptación revela tanto la brutalidad del colonialismo de asentamiento israelí como el fracaso de los Estados que, con su silencio o complicidad, permiten que continúe este genocidio.
Este texto analiza el genocidio en Gaza a partir de tres dimensiones. Primero, expone la contundencia de los recientes informes de Naciones Unidas y Amnistía Internacional, que documentan tanto los crímenes cometidos como la red internacional de Estados y corporaciones que los sostienen. Segundo, sitúa estos hechos en el marco del colonialismo de asentamiento, mostrando cómo el sionismo, lejos de ser un proyecto de liberación, se ha revelado como una ideología colonial en crisis. Tercero, propone leer Gaza como un nodo de la colonialidad climática, donde genocidio y ecocidio convergen en un mismo régimen capitalista global.
La hipótesis central es que Gaza no es una excepción, sino el síntoma más agudo del colapso del capitalismo contemporáneo: un sistema que combina colonialismo y extractivismo en una misma maquinaria de muerte que deviene en el facismo y la guerra de eliminación. En América Latina, el auge y la difusión de la violencia, la militarización en defensa de los extractivismos – tanto de la derecha como de los gobiernos progresistas– ha constituido un régimen y una normalización de la muerte que es tan esencial para el capitalismo como las llamadas economías ilegales o criminales. Tanto Gaza como lo que sucede en buena parte del continente revelan al mismo monstruo sin máscara del capitalismo. Frente a ello, este análisis es también un llamado a entendernos en un conflicto ecológico permanente, frente a la Nakba que supone la crisis actual del capitalismo y a una respuesta constituida en la solidaridad y el sumud –perseverancia constante– que, junto con la flotilla global, propone un horizonte de resistencia y esperanza.
El 16 de septiembre de 2025, la Comisión Internacional Independiente de Investigación de las Naciones Unidas sobre el Territorio Palestino Ocupado, incluida Jerusalén Oriental, e Israel, publicó un reporte en donde reconoce que lo que está sucediendo en la franja de Gaza cumple con todos los elementos de la Convención sobre el Genocidio. El reporte revela que más de 60,000 personas han sido asesinadas —entre ellas 18,430 niñas y niños y 9,735 mujeres—, con una devastación de infraestructura, hospitales, sistemas de agua y energía que busca garantizar la imposibilidad de la vida.
Las cifras de personas asesinadas son terreno de discusión. The Lancet, la revista médica internacional, estimó en enero de 2025 un subregistro del 40 %, lo que coloca el total de muertes muy por encima de las 100,000 personas. La investigación de la ONU constató la destrucción masiva de viviendas, tierras agrícolas e infraestructura vital, junto con 498 ataques contra hospitales y clínicas, el bloqueo sistemático de medicinas, agua, alimentos y combustible, y la creación de “zonas seguras” que luego fueron atacadas. Más de 1,400 profesionales de la salud, 330 empleados de la ONU y 170 periodistas fueron asesinados en el período analizado. Incluso se registró un patrón de violencia reproductiva, con ataques deliberados que provocaron un aumento alarmante de muertes maternas y neonatales por falta de insumos médicos.
El informe concluye que en Gaza se han cometido los cuatro actos centrales de genocidio definidos en la Convención de 1948: asesinatos masivos, daños físicos y mentales graves, imposición de condiciones de vida destinadas a la destrucción del grupo y medidas que impiden nacimientos. Además, demuestra la existencia del elemento intencional (dolus specialis), evidenciado en declaraciones de altos funcionarios israelíes llamando al exterminio, en el uso del asedio como arma y en la destrucción planificada del sistema sanitario. 1 De esta manera, la Comisión afirma que tanto el actus reus (los actos) como el mens rea (la intención) del genocidio están presentes, y declara a Israel como Estado responsable de genocidio desde octubre de 2023. A su vez, establece que otros Estados han incumplido con su obligación de prevenirlo, al continuar transfiriendo armas, otorgando respaldo político o facilitando medios a la maquinaria de exterminio. Por ello recomienda el cese inmediato de las operaciones militares, la apertura humanitaria sin restricciones, la activación de mecanismos de responsabilidad en la Corte Internacional de Justicia (CIJ) y la Corte Penal Internacional (CPI), y la imposición de sanciones y embargos de armas como medidas de cumplimiento de la Convención sobre el Genocidio.
Tan sólo unos días después, la organización Amnistía Internacional publicó el informe Desactivar la Economía Política que permite los crímenes de Israel, en donde documenta cómo el genocidio en Gaza, el sistema de apartheid israelí y la ocupación ilegal de territorio palestino dependen de una compleja red internacional de complicidad económica y política. Lejos de ser un fenómeno aislado, Israel se sostiene gracias al suministro constante de armas, tecnología de vigilancia, maquinaria y capitales financieros proporcionados por empresas multinacionales y Estados aliados. Entre los actores corporativos identificados destacan Boeing y Lockheed Martin, proveedor de equipo militar utilizada par bombardeos masivos sobre población civil que constituyen la columna vertebral de la fuerza aérea israelí, y las firmas israelíes Elbit Systems, Rafael Advanced Defense Systems e Israel Aerospace Industries, responsables de drones, municiones merodeadoras y sistemas de control fronterizo empleados directamente en la devastación de Gaza. A esta red se suman compañías de vigilancia como Palantir Technologies, que desde octubre de 2023 provee inteligencia artificial y servicios en la nube al Ministerio de Defensa israelí, y Hikvision y Corsight, cuyas tecnologías de reconocimiento facial consolidan el régimen de apartheid en los territorios ocupados.
El informe también expone cómo empresas de otros sectores —CAF, que opera el tranvía ligero de Jerusalén conectando asentamientos ilegales; Mekorot, que administra el apartheid hídrico, y Hyundai, cuyos equipos son usados en demoliciones— facilitan la ocupación y el despojo estructural. Estas operaciones violan el Convenio de Ginebra, la Convención contra el Apartheid y el Tratado sobre el Comercio de Armas, generando responsabilidades legales tanto para corporaciones como para los Estados que las amparan. Amnistía concluye que Estados Unidos, Alemania y la Unión Europea son cómplices principales al sostener, con transferencias de armas y cobertura diplomática, la maquinaria genocida.
Los dos informes no dejan lugar a dudas: en Gaza se cumplen todos los elementos constitutivos del genocidio. Estas constataciones no sólo evidencian la responsabilidad directa del Estado de Israel, sino también la complicidad estructural de actores globales que facilitan y lucran con la destrucción. En este marco, el colonialismo de asentamiento aparece como clave interpretativa: un proyecto que desde su origen buscó eliminar al pueblo palestino y que hoy ha transitado del control y la subordinación hacia una violencia desnuda que amenaza la viabilidad misma del sionismo como régimen colonial. Así, los datos sobre el genocidio se enlazan con la necesidad de desmontar los mitos que han protegido al Estado de Israel —desde la idea de una tierra vacía hasta la falsa equivalencia entre sionismo y judaísmo—, al tiempo que muestran que estamos ante un momento de quiebre histórico: la crisis y el posible fin de un colonialismo de asentamiento que ya no logra sostenerse sino a través de la barbarie genocida.
El carácter genocida de Israel se sostiene por una arquitectura internacional de impunidad. Como señala Solares, Israel funciona desde su origen como un “Estado en excepción”: situado fuera del derecho internacional, pero protegido por potencias occidentales. Desde la Nakba –o catástrofe– de 1948 hasta las masacres actuales, la suspensión del derecho se ha normalizado y recompensado con apoyo militar y diplomático. Esto explica cómo, pese a las órdenes de la CIJ y las resoluciones de la Asamblea General de la ONU, continúan los flujos de armas y tecnología a las fuerzas de Israel. Esta misma impunidad deja en completa incongruencia a los líderes globales que reconocen el genocidio públicamente y, al mismo tiempo, se guardan de imponer cualquier tipo de sanción a Israel o de romper relaciones diplomáticas. Para Ilan Pappé, el sionismo atraviesa una crisis irreversible: fragmentación interna, aislamiento internacional y dependencia de una violencia desenfrenada. Tal como ocurrió en otros regímenes coloniales en crisis, la respuesta ha sido la radicalización represiva.
Sin embargo, esta radicalización no se limita a Palestina: se inscribe en el mismo circuito global de guerra, extractivismo y fascismo que produce la inhabitabilidad planetaria. Gaza no es un episodio local, sino una advertencia universal sobre el futuro del capitalismo. En este mismo tenor, Rita Segato propone leer Gaza como un umbral histórico: el lugar donde la “potencia de la muerte” se exhibe como ley. El genocidio es el espectáculo que demuestra que los discursos de derechos humanos, sin fuerza material que detenga la maquinaria de exterminio, resultan vacíos.
El análisis de Lorenzo Veracini establece que lo que está ocurriendo en Gaza es un genocidio abierto y manifiesto, sostenido por pruebas abrumadoras de incitación, asedio, desplazamientos masivos y destrucción sistemática de la vida palestina. Sin embargo, a diferencia de genocidios pasados, este se desarrolla a plena luz, con perpetradores que documentan sus crímenes y políticos que reivindican la Nakba como un horizonte de acción en vez de un crimen de Estado. El marco del colonialismo de asentamiento sigue siendo clave para entender esta violencia que, como propone Chomsky, constituye la forma más extrema y viciosa del imperialismo, pero Veracini propone una tesis provocadora: el genocidio en Gaza no es la culminación del sionismo como proyecto colonial, sino su fracaso.
Mientras regímenes coloniales por asentamientos en otros contextos tendieron a estabilizarse mediante mecanismos de subordinación, asimilación y cooptación parcial, Israel ha optado por la eliminación directa, socavando así las bases que lo sostenían como una sociedad colonial “viable”, o como gustan presumir en Occidente, como la “única democracia del Medio Oriente”. Lo anterior no pretende menospreciar el profundo carácter racista del colonialismo por asentamientos, sino evidenciar las devastadoras consecuencias de pasar de un sistema de guerra basado en el desgaste a uno en la eliminación.
Aquí sirve recordar el análisis de Patrick Wolfe sobre los proyectos de colonialismos por asentamientos, los cuales se desarrollan en tres fases: 1) confrontación inicial (o invasión), 2) período de encarcelamiento (desplazamiento/reasentamiento) y 3) período de asimilación, cuyo objetivo es integrar a las poblaciones indígenas en el sistema colonial. Wolf propone que estas condiciones se pueden dar de manera no secuencial, al tiempo que el colonialismo por asentamientos funciona como estructura y no como un acontecimiento o un evento único, lo que implica que estas características pueden aparecer de manera simultánea.
Pappe propone una cuestión más al colonialismo por asentamientos: una lógica de deshumanización, la cual se vuelve esencial: “Como víctimas de persecución en Europa, (el sionismo) necesita deshumanizar a toda nación o sociedad nativa antes de hacerle lo mismo o algo peor a otros humanos”. El resultado es un colapso del mito del Israel y la supuesta visión de una solución de dos estados: al erosionarse cualquier estructura de asimilación, la única alternativa que están proponiendo las fuerzas de ultraderecha es la de abiertamente eliminar al otro. En este sentido, el genocidio no sólo implica la destrucción de Gaza, sino que desintegra la lógica misma del colonialismo por asentamiento israelí, revelando al sionismo como un proyecto en ruinas cuya violencia ya no asegura continuidad, sino que anuncia su final.
Como advierte Edward Said en su ensayo El sionismo desde el punto de vista de sus víctimas, el sionismo no puede entenderse como un movimiento de liberación judía, sino como una ideología colonial que surgió en el mismo contexto histórico y cultural que el imperialismo europeo del siglo XIX. Said muestra cómo el sionismo heredó del liberalismo europeo su imaginario racista y su visión del territorio palestino como un espacio vacío, abierto a la “civilización” de los colonos europeos, borrando a los habitantes nativos de la historia y de la geografía. El sionismo operó como un sistema de acumulación —de tierra, poder y legitimidad ideológica— y al mismo tiempo de desplazamiento —de pueblos, memorias y derechos—, reproduciendo los mismos patrones de conquista y exclusión que estructuraron el colonialismo en África, Asia y América. Para los palestinos, señala Said, el sionismo fue “la idea de otro” impuesta sobre su tierra, que convirtió su propia existencia en un obstáculo a eliminar. Esta lectura nos permite comprender que el genocidio en Gaza no es un exceso puntual, sino la continuidad histórica o la culminación de un proyecto colonial que desde sus orígenes concibió la presencia palestina como prescindible e ilegítima.
Por su parte, la investigadora y académica israeli Eva Illouz explora cómo la radicalización política israelí ha sido impulsada por lo que denomina “emprendedores del asco”: figuras como Meir Kahane, fundador del partido Kach, e Itamar Ben-Gvir y Bezalel Smotrich, que han instalado la lógica de “pureza / contaminación” en el centro de la política. Este desplazamiento cultural convierte a los palestinos en sujetos “repulsivos”, cuya mera presencia amenaza la “pureza” del pueblo y de la tierra. La política del asco ha normalizado la exclusión y legitimado el exterminio, produciendo un ethos fascista que hoy impregna la esfera pública. Por ello, el genocidio no es solo un acto militar, sino también una afectividad política cultivada durante décadas.
El reciente documental de Louis Theroux Los Colonos, que apareció en la BBC, muestra la forma en la que este discurso se ha manifestado en el uso y vida cotidiana de las personas que se han dedicado a construir una campaña sistemática de eliminación a través de asentamientos, como es el caso de Daniela Weiss. El caso de Weiss muestra cómo para denunciar el genocidio también es necesario desmantelar los mitos que han sostenido al Estado de Israel durante décadas. Mitos que insisten en que Palestina era “una tierra vacía”, que los judíos eran “un pueblo sin tierra”, que el sionismo es sinónimo de judaísmo y no un proyecto colonial, o que los palestinos abandonaron voluntariamente sus hogares en 1948.
Criticar a Israel desde estas verdades históricas ha sido sistemáticamente reducido a “antisemitismo”, distorsionando la diferencia fundamental entre una religión y un Estado colonial que comete crímenes de lesa humanidad. Frente a esta propaganda, el desafío es doble: rechazar la normalización de un genocidio —es decir, la aceptación cotidiana de la muerte en masa como un hecho inevitable— y afirmar con claridad que lo que hoy sucede en Gaza y en Cisjordania encarna la forma más brutal de la modernidad capitalista: un sistema que ya no puede resignarse a colonizar territorios, ocupar tierras y acumular, sino que declara abiertamente la eliminación de todo aquello que define como “otro” o “menos humano”.
Los datos de los últimos 2 años confirman no sólo la intención genocida del Estado de Israel, sino también la magnitud de su maquinaria de muerte. En cuestión de semanas, 125,600 personas fueron desplazadas de manera forzada, y 28,000 niños menores de cinco años fueron diagnosticados con desnutrición aguda. Casi una quinta parte de los niños en Gaza presenta ya signos de hambruna severa, y 18 centros de tratamiento para la desnutrición fueron clausurados por la ofensiva militar. En Cisjordania, la violencia se intensifica: 186 palestinos han sido asesinados en lo que va de 2025, mientras las fuerzas israelíes y colonos ejecutan ataques que aterrorizan comunidades enteras, desalojan familias y mantienen un promedio de 1,5 operaciones de demolición diarias, destruyendo más de 1,300 viviendas en lo que va del año. Estamos frente a una pedagogía de la crueldad que convierte la vida cotidiana en espectáculo de exterminio y nos sitúa, como advierte Ward Churchill, ante la exigencia de no aceptar que sea el opresor quien defina lo que es “realista” para los oprimidos.
El genocidio se vincula con la colonialidad climática en tres dimensiones: la extracción material y desigualdad estructural Norte-Sur; la producción de poblaciones desechables ante el calentamiento, y la destrucción de ecosistemas y espiritualidades. Hamouchene sostiene que lo que ocurre en Gaza es simultáneamente genocidio y ecocidio: la aniquilación deliberada de todo un tejido social y ecológico. Desde la Nakba en 1947, el sionismo ha usado la naturaleza como arma colonial, presentando Palestina como un desierto a “redimir” mientras destruye aldeas, contamina suelos, desvía ríos y acapara agua. Esta violencia ecológica, que incluye el uso de forestación para borrar aldeas o la fumigación tóxica de cultivos en Gaza, constituye lo que denomina “eco-colonialismo”: el reemplazo de ecologías indígenas por ecologías coloniales. En este sentido, el colonialismo de asentamiento israelí es también una forma de “supremacía ecológica”, que niega a los palestinos la continuidad de sus vínculos con la tierra. De esta forma el genocidio en Gaza debe entenderse también como un terricidio, es decir, la destrucción simultánea de pueblos, territorios, culturas y ecosistemas, inscrita en la matriz colonial-patriarcal-capitalista que también origina la crisis climática.
Comprender lo que sucede en Palestina como una lucha climática es clave por tres razones. Primero, la lucha palestina está intrínsecamente ligada a la justicia climática global. Israel se presenta como “potencia verde” mediante la desalinización y el despliegue de energías mal llamadas “renovables”, pero esto funciona como greenwashing y eco-normalización de su régimen colonial. Estos “acuerdos verdes” —desalinizadoras, parques solares, asociaciones tecnológicas— integran a Israel como centro regional de sostenibilidad, mientras encubren el robo de agua y la privatización de recursos, profundizando dependencias y legitimando el apartheid bajo el disfraz de soluciones climáticas. Segundo, la ocupación produce lo que Hamouchene describe como un apartheid climático: monopolios del agua, prohibiciones de infraestructura, contaminación inducida por el asedio y una capacidad de adaptación asimétrica donde los colonos acceden a desalación y tecnologías de resiliencia, mientras los palestinos enfrentan sed, hambre y enfermedades. Tercero, las instituciones y naciones que se presentan como garantes de la respuesta global climática y del cumplimiento de instrumentos de articulación como el Acuerdo de París quedan exhibidas en su incapacidad de frenar la forma más violenta de capitalismo y barbarie, su credibilidad y buenas intenciones yacen sepultadas entre los escombros de Gaza.
En este marco, Gaza se convierte en el vehículo de la colonialidad climática: la fusión entre genocidio y ecocidio en la economía política del capitalismo. El asedio y los bombardeos, junto con la destrucción sistemática de agricultura, agua y energía, no solo producen muerte inmediata, también perpetúan una forma de “genocidio lento” que no sólo se constituye como una forma de erradicar toda posibilidad de vida en el futuro, sino que parte de una eliminación también de la memoria, la historia y el arraigo del pueblo palestino con el territorio. Esta conformación constituye lo que Moira Millán denomina como un terricidio, un sistema de guerra que no sólo se sustenta en el genocidio y el ecocidio, sino también en el etnocidio: la erradicación de otras formas de ser y estar en el mundo.
Aquí converge lo que T.J. Demos llama la alianza “entre militarismo fósil y contrainsurgencia colonial”, sostenida por un circuito transnacional de armas, vigilancia y finanzas que se beneficia de la devastación. En este sentido, los marcos dominantes de “pérdidas y daños” en el régimen climático global —al excluir causas históricas y legales— funcionan como escudos para los perpetradores. Las reparaciones deben ir más allá de la reconstrucción técnica: deben nombrar el capitalismo que hace todo extraible, la violencia colonial y la complicidad corporativa como raíces del desastre, y situar la liberación palestina como condición indispensable para cualquier justicia climática real.
Lo anterior también implica rechazar la visión estrecha que concibe a la crisis climática como sólo una transformación físico-biogeográfica, y entenderla como uno de los síntomas de la crisis que supone el capitalismo contemporáneo. En Gaza, la destrucción de agua, suelos, hospitales y ecosistemas revela que la violencia climática es inseparable de la violencia colonial. Al no asignar responsabilidades ni reconocer la causalidad histórica, los marcos institucionales de “pérdidas y daños”, próximos a discutirse en la COP30, terminan absolviendo a los perpetradores y neutralizando la justicia climática. Demos vincula esta situación con la “colonialidad climática”: un sistema que gestiona la vulnerabilidad al calor, la sed y la enfermedad de forma racializada, mientras mercantiliza “soluciones verdes” —como proyectos de desalación o energía solar— que lavan la imagen del apartheid. El resultado es un apartheid climático donde la adaptabilidad tecnológica es privilegio del colono y la inhabitabilidad, destino del colonizado.
En los últimos dos años se ha mostrado con crudeza la verdadera naturaleza del capitalismo contemporáneo: un sistema que se sostiene estructuralmente en la violencia y la muerte, revelándose como un orden socialmente institucionalizado y cimentado en el colonialismo, el extractivismo y el patriarcado. Como afirma Francisco de Parres, el rostro del capitalismo global es la muerte, algo que en México conocemos demasiado bien: de Ayotzinapa a Teuchitlán, las masacres no sólo arrebatan vidas, también buscan despojarnos de la memoria.
Gaza representa el síntoma más brutal de este capitalismo en crisis. Como propone Franco “Bifo” Berandi, en su reciente libro sobre Gaza, el sionismo se ha sistemáticamente transformado en la instrumentalización del sufrimiento histórico de sus ancestros para convertirlos en justificación de privilegios y deleitarse con el dolor infligido de quienes no pueden defenderse. Parece entonces que “la lección que Israel nos ha dado es esta: en la esfera histórica, las víctimas no saben ni pueden pedir paz ni reparaciones, sino sólo buscar venganza. Esto significa que las víctimas de hoy nunca podrán ser otra cosa que víctimas, a menos que logres transformarte en verdugos” (p.13). En ese territorio converge el colonialismo de asentamiento, mientras las desapariciones y la violencia se multiplican, el Estado insiste en normalizar el horror y en preparar el terreno para la “fiesta” del próximo Mundial de Fútbol. En este marco, los megaeventos y megaproyectos se convierten en escenarios privilegiados para imponer estados de excepción bajo la retórica del progreso económico y la modernización urbana: naturalizan la militarización y las intervenciones territoriales como condiciones inevitables, aun cuando se despliegan en espacios atravesados por la fragmentación social y la violencia. Como propone David Barrios, el Mundial 2026, al igual que el Tren Maya o el Corredor Interoceánico, operan como dispositivos de legibilidad del capitalismo, traduciendo el despojo en espectáculo, invisibilizando el conflicto mediante la promesa de beneficios y reorganizando territorios bajo lógicas de control y acumulación. Ya los Zapatistas advertían en 2003 que la guerra no es un estado de excepción, sino la forma ordinaria de operación del capitalismo: una guerra difusa y permanente que atraviesa todos los ámbitos de la vida. No sorprende, entonces, que México sea hoy uno de los países más peligrosos para la defensa del territorio: el informe más reciente de Global Witness lo ubica nuevamente entre los tres primeros lugares, con 19 asesinatos en 2024 y más de 240 desde 2012.
Gaza representa el síntoma más brutal de este capitalismo en crisis. Como propone Franco “Bifo” Berandi, es su reciente libro sobre Gaza, el sionismo se ha sistemáticamente transformado en la instrumentalización el sufrimiento histórico de sus ancestros para convertirlos en justificación de privilegios y deleitarse con el dolor infligido de quienes no pueden defenderse. Parece entonces que “la lección que Israel nos ha dado es esta: en la esfera histórica, las víctimas no saben ni pueden pedir paz ni reparaciones, sino sólo buscar venganza. Esto significa que las víctimas de hoy nunca podrán ser otra cosa que víctimas, a menos que logres transformarte en verdugos” (p.13). En ese territorio convergen el colonialismo de asentamiento, el estado de excepción convertido en norma global, la radicalización fascista de las emociones, la colonialidad climática y la crisis del sionismo como proyecto histórico. Gaza revela el carácter genocida de nuestra época: capitalismo, colonialismo y fascismo entrelazados en una misma máquina de muerte. Rechazar el genocidio en Gaza significa rechazar el sistema que lo hace posible. Como recuerda Amnistía Internacional, la sociedad civil no detiene genocidios, lo hacen los Estados y las empresas que deciden cortar el flujo de armas, dinero y legitimidad. Por eso, la tarea es clara: un embargo total de armas, sanciones y desinversión, reparaciones climáticas y reconstrucción bajo control palestino, junto con una ruptura radical con el capitalismo que sostiene este horror.
Estos años también han sido difíciles en un plano más íntimo: más allá de la devastación cotidiana que sufren quienes viven este genocidio, han traído frustraciones, impotencia, rupturas familiares, ataques y acusaciones de antisemitismo, así como profundos costos emocionales para muchxs de nosotrxs. Sin embargo, en medio de este dolor también vemos grietas en el discurso oficial y en la maquinaria propagandística del Estado de Israel. Las recientes declaraciones de Benjamin Netanyahu sobre instaurar una economía de guerra marcan una ruptura con el proyecto colonial de asimilación en Occidente, pero anuncian al mismo tiempo más muertes y la continuidad del genocidio contra el pueblo palestino. Ante ello, nuestro deber es sembrar esperanza, incluso frente a protestas que acaban en represión violenta o flotillas globales que no llegan a establecer corredores de ayuda humanitaria porque, como dice Arundhati Roy, “el otro lado se está teniendo que desnudar. Está teniendo que mostrarse desnudo en toda su brutalidad. Está teniendo que remover sus máscaras, sus disfraces y revelarse en su cruda y brutal naturaleza. Y esa es una victoria”.
El genocidio en Gaza, las masacres en México y el progresivo calentamiento del planeta son expresiones distintas de la actual crisis del capitalismo. El intento por normalizar la guerra, militarizar los territorios y convertir las vidas “excedentes” en desecho son síntomas de un mismo modelo de dominación que se sostiene en la violencia, el despojo y la mercantilización de la vida. En este horizonte, el terricidio —la destrucción simultánea de pueblos, territorios y ecosistemas— que atraviesa tanto a Gaza como al continente latinoamericano muestra cómo la colonización de la atmósfera y la progresiva competencia desbocada por los minerales denominados “críticos” y las explotación de fuentes de energía mal llamadas “renovables” para impulsar una supuesta transición energética, revelan la esencia de un pacto capitalista que busca expandir sus fronteras de mercancía mediante guerras y la idea de hacer todo legible, accesible o mercantilizable bajo la noción de un “extractivismo total” o una “mina planetaria”.
Frente a ello, como advierte Alexander Dunlap, enfrentamos un conflicto ecológico permanente, una noción que rechaza la ilusión de que la catástrofe socioambiental pueda resolverse mediante transiciones verdes o arreglos tecnocráticos que en realidad profundizan el despojo. El capitalismo, al expandirse bajo la retórica de la sostenibilidad, genera nuevas formas de extractivismo y militarización que hacen imposible pensar en soluciones reformistas; por ello, la única salida es sostener una confrontación continua contra estas dinámicas de destrucción. El conflicto ecológico permanente se entiende, entonces, no como un episodio aislado, sino como una lucha constante y vital: desde la resistencia comunitaria cotidiana hasta acciones directas de sabotaje, todas dirigidas a frenar la maquinaria de acumulación y abrir espacios para formas de vida que rehúsen la lógica de la muerte
Ante la desesperanza que buscan sembrar con su sadismo, Israel y sus aliados están forzándonos a reconocer nuestra olvidada capacidad de cambiar la realidad. En México nos toca obligar a que el gobierno rompa de manera definitiva relaciones diplomáticas con Israel, denuncie el genocidio con hechos y sancione a las empresas e industrias que se han beneficiado de él. Sólo así podremos afirmar que la vida, y no la muerte, guía nuestras luchas y horizontes. En el rechazo, el boicot y la acción y resistencia podemos mantener viva la memoria colectiva, construir alternativas, establecer alianzas improbables y forzar la mano de los gobiernos, como ya lo hicieron los trabajadores de los puertos de Italia y los manifestantes de España. Lo que está en juego es lo mismo que en Gaza: la defensa de la vida frente a una máquina global de muerte. Entenderlo así nos recuerda que la solidaridad no se limita al boicot internacional, sino que implica también resistir, día a día, las múltiples formas de guerra ecológica y social que atraviesan nuestros territorios, nuestras vidas.
1 Para una revisión del uso del lenguaje genocida ver: Segal, R. y Green, P. (2024) Green. “Intent in the genocide case against Israel is not hard to prove. A database of more than 500 statements showing Israeli incitement to genocide provides ample evidence of genocidal intent.” En Aljazeera. Disponible aquí (consutlado el 22-09-25).

Perú se ha convertido en pocos años en un gran exportador de productos agrícolas, pero se mantienen las dudas sobre cuánto podrá mantener su modelo.
Las vastas llanuras desérticas de la región de Ica, Perú, se han llenado en las últimas décadas de extensos cultivos de arándanos y otras frutas.
Hasta la década de 1990 resultaba difícil imaginar que esta zona del desierto costero peruano, donde a primera vista se ve poco más que polvo y mar, pudiera convertirse en un gran centro de producción agrícola.
Pero eso es lo que ha ocurrido no solo aquí, sino en la mayoría del litoral desértico peruano, donde han proliferado grandes plantaciones de frutas no tradicionales aquí, como los espárragos, los mangos, los arándanos o los aguacates (o paltas, como les llaman en Perú).
La enorme franja que atraviesa el país en paralelo a las olas del Pacífico y las elevaciones andinas se ha convertido en un inmenso huerto y en el epicentro de una pujante industria agroexportadora.
Según las cifras del Ministerio de Desarrollo Agrario y Riego de Perú, las exportaciones agrícolas peruanas crecieron entre 2010 y 2024 un promedio anual del 11%, alcanzando en 2024 la cifra récord de US$9.185 millones.
Perú se ha convertido en estos años en el mayor exportador mundial de uvas de mesa y de arándanos, una fruta que apenas se producía en el país antes de 2008, y su capacidad para producir a gran escala en las estaciones en las que es más difícil hacerlo en el Hemisferio Norte lo han llevado a erigirse en una de las grandes potencias agroexportadoras y proveedora principal de Estados Unidos, Europa, China y otros lugares
Pero, ¿qué consecuencias tiene esto? ¿Quién se beneficia? ¿Es sostenible el boom agroexportador peruano?
El proceso que llevaría al desarrollo de la industria agroexportadora peruana comenzó en la década de 1990, cuando el gobierno del entonces presidente Alberto Fujimori impulsaba profundas reformas liberalizadoras para reactivar a un país golpeado por años de crisis económica e hiperinflación.
“Las bases se sentaron al reducir las barreras arancelarias, promover la inversión extranjera en Perú y reducir los costos administrativos para las empresas; se buscaba impulsar a los sectores que tuvieran potencial exportador”, le dijo a BBC Mundo César Huaroto, economista de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas.
“Al principio, la atención se centró en el sector minero, pero a finales de siglo ya aparece una élite empresarial que ve el potencial del rubro agroexportador”.
Pero no bastaba con leyes más propicias ni con la intención.
La agricultura a gran escala en Perú se había enfrentado tradicionalmente a obstáculos como la escasa fertilidad de los suelos de la selva amazónica y la accidentada orografía de la sierra andina.
Ana Sabogal, experta en ecología vegetal y cambios antrópicos en los ecosistemas de la Pontificia Universidad Católica del Perú, explicó a BBC Mundo que “la inversión privada de grandes agricultores, menos reacios al riesgo que los pequeños, facilitó innovaciones técnicas como el riego por goteo y el desarrollo de proyectos de riego”.
La solución del problema de la escasez de agua en el desierto permitió empezar a cultivar en una zona donde tradicionalmente no se había contemplado la agricultura y empezar a explotar sus particulares condiciones climáticas, que lo convierten en lo que los expertos describen como un “invernadero natural”.
“La zona no tenía agua, pero con agua se convertía en una tierra muy fértil”, indica Huaroto.
Todo eso, sumado a innovaciones genéticas, como la que permitió el cultivo local del arándano, posibilitó que Perú incorporara grandes extensiones de su desierto costero a su superficie cultivable, que se amplió en alrededor de un 30%, según la estimación de Sabogal.
“Fue un aumento sorprendente y enorme de la agroindustria”, resume la experta.
Hoy, regiones como Ica o la norteña Piura se han convertido en grandes centros de producción agrícola y la agroexportación en uno de los motores de la economía peruana.
Según la Asociación de Exportadores ADEX, las exportaciones agrícolas representaron en 2024 un 4,6% del Producto Interno Bruto (PIB) peruano, cuando en 2020 no era más que un 1,3%.
El impacto económico y ambiental ha sido notable y ambivalente.
Sus defensores subrayan que ha traído beneficios económicos, pero los críticos apuntan a sus costes medioambientales, como su elevado consumo de agua en zonas donde escasea y la población no tiene garantizado el suministro.
El economista César Huaroto dirigió un estudio para evaluar el boom agroexportador en la costa de Perú.
“Una de las cosas que encontramos es que la industria agroexportadora había actuado como dinamizador de la economía local, ya que incrementó el nivel de empleo de calidad en amplias zonas donde dominaba la informalidad, y se registró un incremento de los ingresos promedios de los trabajadores”, dijo.
Aunque esto no beneficia a todo el mundo por igual.
“A los pequeños agricultores independientes les cuesta más encontrar trabajadores porque los salarios son más altos y también tienen más dificultades en el acceso al agua que necesitan sus campos”.
Efectivamente, la agroexportación parece estar arrinconando las formas tradicionales de trabajar el campo y cambiando la estructura social y de la propiedad en amplias zonas de Perú.
“Muchos pequeños propietarios ven que sus campos ya no son rentables por lo que están vendiendo sus campos a grandes compañías”, indica Huaroto.
Sin embargo, según el mismo economista, “incluso muchos pequeños agricultores se mostraban satisfechos porque la agroindustria les había dado trabajo a miembros de su familia”.
En los últimos años se cuestionan cada vez más los beneficios para el país del negocio agroexportador.
Pero la principal fuente de crítica es el agua.
“En un contexto de escasez hídrica, en que una parte importante de la población de Perú no tiene agua en su casa, el debate en torno a la industria agroexportadora se ha vuelto muy vivo”, señala Huaroto.
La activista local Charo Huaynca le dijo a BBC Mundo que “en Ica se está dando una disputa por el agua porque no hay para todos”.
En esta árida región la cuestión del agua es polémica hace tiempo.
Mientras muchos asentamientos humanos deben arreglárselas con la que llega en camiones cisternas y almacenarla para satisfacer sus necesidades, grandes áreas de cultivos destinados a la agroexportación tienen garantizada la que necesitan a través de pozos en sus fundos y acceso prioritario al agua de riego que se trasvasa desde la vecina región de Huancavelica.
“Se supone que está prohibido excavar pozos nuevos, pero cuando los funcionarios de la Autoridad Nacional del Agua (ANA) llegan a inspeccionar las grandes explotaciones les niegan el acceso alegando que se trata de propiedad privada”, denuncia Huanca.
BBC Mundo solicitó sin éxito comentarios a la ANA y al Ministerio de Desarrollo Agrario y Riego de Perú.
Huanca ve indicios de que el acuífero subterráneo que abastece gran parte del agua de Ica se está agotando.
“Antes bastaba con cavar cinco metros, pero ahora hay que llegar hasta 10 ó 15 metros de profundidad para que aparezca el agua”.
En Ica apenas llueve, por lo que gran parte del agua se obtiene bajo tierra.
“Los pequeños agricultores se quejan de que a ellos se les exige pagar grandes cantidades por el agua, mientras que las grandes explotaciones cuentan con reservorios y grandes piscinas que llenan y cuya agua luego optimizan con sistemas de riego tecnificado”, indica Huanca.
En esta región se cultivan las uvas con las que se produce el famoso pisco, el aguardiente cuya fama se ha convertido en fuente de orgullo nacional para los peruanos, pero incluso eso es ahora cuestionado.
“Hay quien critica que la uva es básicamente agua con azúcar y, si exportas la uva y sus derivados, estás exportando agua”, señala Sabogal.
En Ica, el reto es hacer sostenible el próspero negocio agroexportador con el medio ambiente y las necesidades de la población.
“Cada vez que hay elecciones se habla de este tema, pero nunca llegan las soluciones. Se debe resolver cómo se va a hacer la economía de Ica sostenible a largo plazo, porque si no hay agua la economía se va a caer”, pide Huanca.
El desafío, en realidad, lo es para todo el Perú agroexportador.
“La situación actual no es sostenible a largo plazo. Está muy bien que haya industria agroexportadora porque genera ingresos y divisas, pero siempre y cuando se destine la cantidad de agua requerida para la población y los ecosistemas”, zanja Sabogal.
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