
Estados Unidos presentó su nueva estrategia de seguridad nacional (National Security Strategy 2025). Más que un ejercicio narrativo o burocrático, la estrategia establece la manera en que la Casa Blanca concibe sus capacidades de actuar y el futuro del entorno global, al mismo tiempo de que a través de este documento proyecta sus expectativas sobre el comportamiento del sistema internacional.
En ella se identifican cinco áreas que el gobierno considera de interés nacional vital: 1) el mantenimiento del dominio hemisférico, 2) la consolidación de la competencia económica, 3) la preservación de la seguridad y la “identidad occidental” de Europa, 4) la prevención del fortalecimiento de adversarios en Medio Oriente y 5) la defensa del liderazgo tecnológico estadounidense. Estas prioridades constituyen, según la propia administración, los intereses nacionales vitales de Estados Unidos. Aunque la propia estrategia revela una tensión subyacente, Washington se ve obligado a operar en un orden internacional irreversiblemente multipolar, un escenario que no consolida por voluntad propia, sino por una necesidad pragmática.
El primer interés nacional expuesto en la estrategia es garantizar que el hemisferio occidental permanezca “estable, bien gobernado y libre de incursiones hostiles”. Esta idea reactiva abiertamente la lógica de la Doctrina Monroe. Bajo esta premisa, Washington vincula la estabilidad regional con su propia seguridad interna, especialmente en torno a la migración masiva, el combate a los cárteles y la protección de cadenas de suministro críticas. La referencia explícita a un “Trump Corollary” de la Doctrina Monroe señala un retorno doctrinal a una política neo-imperialista en el continente que busca limitar la presencia de China, hoy el principal socio comercial de varios países sudamericanos, y contrarrestar la influencia rusa en ámbitos como la seguridad o la provisión de armamento. Pero esta pretensión choca con realidades materiales como la diversificación económica latinoamericana, la presencia de Brasil en los BRICS, la pérdida de capacidad de proyección de poder estadounidense y la fragmentación política regional.
El segundo interés nacional versa sobre detener el “daño” que actores extranjeros infligen a la economía estadounidense mientras se mantiene un Indo-Pacífico “libre y abierto” y articula con claridad la centralidad de la competencia estratégica con China. Sin embargo, esta difiere de las estrategias de seguridad nacional anteriores, pues estas retrataban a China y Rusia como actores decididos a moldear un orden contrario a los valores e intereses estadounidenses, ubicando a Beijing como un desafío estratégico de largo plazo y a Moscú como una amenaza inmediata y agresiva. Por su parte la nueva estrategia evita referirse explícitamente a la competencia entre grandes potencias y adopta un tono más conciliador, describiendo el reto como la necesidad de “gestionar” la relación europea con Rusia y “recalibrar” los vínculos económicos con China.
Esto implica garantizar la libertad de navegación en rutas marítimas esenciales como el Estrecho de Malaca o el Mar del Sur de China, que sostienen una parte significativa del comercio global. Asimismo, la estrategia enfatiza la importancia de asegurar cadenas de suministro resilientes y acceso estable a materiales críticos, que van desde los semiconductores hasta las tierras raras necesarias para la transición energética y la industria 4.0. Este cambio de tono confrontativo con Beijing no es gratuito y se debe al reconocimiento implícito de la dependencia de China para mantener las cadenas de suministros que mantienen la economía estadounidense.
El tercer interés nacional expresa la intención de apoyar a los aliados europeos en la preservación de su seguridad y libertad, pero lo hace atenuando el temor existencial europeo hacia Rusia a la par de que expone la posibilidad de una retirada de los esfuerzos de seguridad europeos. Al mismo tiempo introduce un objetivo especialmente controvertido: restaurar la autoconfianza civilizacional y la identidad occidental de Europa. Esta idea rebasa la cooperación transatlántica tradicional y reincorpora un lenguaje cargado de implicaciones ideológicas, además de una crítica implícita hacia el proyecto político de la Unión Europea. Esto adquiere particular relevancia en un contexto marcado por tensiones comerciales entre Washington y Bruselas, especialmente en torno a estándares regulatorios y políticas industriales que afectan directamente a los productos estadounidenses.
El cuarto interés nacional busca impedir que una potencia adversaria, en particular Irán, alcance una posición dominante en Medio Oriente, ya sea controlando el flujo de petróleo y gas o los puntos estratégicos por donde transitan, como el Estrecho de Ormuz. Al mismo tiempo, la estrategia insiste en evitar un retorno a las “guerras eternas” que durante dos décadas absorbieron recursos y atención política estadounidense. Este enfoque combina la contención de la influencia iraní con una apuesta por mecanismos de disuasión, que en la práctica replicarían los ataques contra la infraestructura nuclear iraní vistos a mediados de año. Al final lo que busca es resguardar los intereses energéticos y geoestratégicos de Estados Unidos sin comprometerse nuevamente en intervenciones prolongadas.
El quinto interés nacional se centra en garantizar que la tecnología desarrolladas en Estados Unidos, especialmente en inteligencia artificial, biotecnología y computación cuántica, continúen marcando el rumbo del progreso global. Esto implica no solo mantener el liderazgo científico y la capacidad de innovación, sino también definir las reglas, normas y marcos que regirán el uso y dominio estas tecnologías emergentes. En la práctica, busca evitar que competidores como China erosionen la influencia estadounidense en los sectores de tecnología estratégicos.
En conjunto, los cinco intereses nacionales delinean un esfuerzo estratégico orientada a preservar la primacía estadounidense en un entorno global más fragmentado y competitivo. Buscan gestionar la multipolaridad emergente sin renunciar al liderazgo, reforzar la resiliencia interna frente a presiones externas y moldear las reglas del sistema internacional antes de que otros actores lo hagan. Como tal estos intereses nacionales buscan sostener la influencia de Estados Unidos en un mundo donde su poder a escala global ya no puede darse por sentado.
El interés hemisférico planteado en la nueva estrategia tiene implicaciones profundas para América Latina y, de manera particular, para México. Al proponer un “reajuste” del despliegue militar global para atender amenazas urgentes en el hemisferio como el tráfico de drogas, la migración y el control de rutas estratégicas en momentos de crisis, como el caso del Canal de Panamá, Washington abre la puerta a un modelo de intervención más directo en la región. Para México, esto podría reproducir dinámicas ya observadas en las costas de Venezuela, donde Estados Unidos ha incrementado operaciones marítimas y de vigilancia bajo el argumento de combatir redes criminales. La estrategia incluso contempla “despliegues focalizados” para asegurar la frontera y enfrentar a los cárteles, incluyendo, cuando sea necesario, el uso de fuerza letal como alternativa a lo que califica como el fracaso de las estrategias policiales de las últimas décadas. Es decir, establece la posibilidad del uso de fuerza militar para realizar ataques de grado militar en suelo mexicano.
Asimismo, este énfasis en el dominio hemisférico revela algo más profundo: un realineamiento de las prioridades geopolíticas de Estados Unidos y la aceptación tácita de un mundo cada vez más complejo de controlar. La estrategia propone “rechazar la idea fallida de la dominación global” y, en cambio, apostar por equilibrios de poder a nivel global y regional. La implicación es que Washington parece menos interesado en una competencia estratégica total y más dispuesto a reconocer esferas de influencia, lo que abre espacio para que otras grandes potencias como China y Rusia consoliden sus propios ámbitos de control. Esto coincide con los intereses del Kremlin, que desde hace años busca afianzar su dominio regional y ampliar su influencia en su vecindario estratégico.
Para Europa, la nueva postura estadounidense es preocupante debido a la posibilidad de una retirada parcial de Estados Unidos de la OTAN. Lo que obligaría a los países europeos a asumir mucho más de su propia defensa en un momento de presiones económicas y tensiones políticas internas. Esto podría fracturar la cohesión de la Unión Europea, profundizando las diferencias entre quienes buscan una autonomía estratégica real y quienes dependen casi totalmente del paraguas militar estadounidense. Además, el aumento obligado del gasto en defensa chocaría con la ya frágil sostenibilidad del Estado de bienestar europeo, generando fuertes costos políticos y sociales en varias capitales europeas.
La nueva estrategia de seguridad estadounidense refleja un viraje profundo: el paso de una aspiración de dominio global hacia la consolidación de un control hemisférico. Este giro no responde solamente a una preferencia ideológica a partir del lema “America First”, sino a una necesidad estructural. Estados Unidos consolida un mundo multipolar no por voluntad propia, sino porque carece de la capacidad material para impedirlo.
En Washington existe plena conciencia de este declive relativo de sus capacidades militares. El llamado “Overmatch Brief” del Pentágono, un ejercicio prospectivo sobre un posible conflicto con China, concluye que bajo las condiciones actuales Estados Unidos perdería en todos los escenarios analizados. El propio secretario de Guerra, Pete Hegseth, admitió que, en un enfrentamiento directo contra Beijing, Estados Unidos estaría en desventaja y que incluso China tiene la capacidad de destruir los portaaviones estadounidenses. Esto revela un problema más profundo sobre la fragilidad del andamiaje que sostiene la infraestructura de defensa estadounidense. El modelo actual depende de empresas privadas con incentivos de rentabilidad, las cuales promueven inversiones excesivas en sistemas sumamente costosos como portaaviones o el avión caza F-47, que resultan blancos sumamente atractivos y costosos en un conflicto prolongado.
A esto se le suma una baja capacidad industrial nacional para producir insumos básicos de defensa. La falta de capacidad industrial previene incluso que Estados Unidos tenga la capacidad operativa de sostener un conflicto de largo aliento. Sobre todo, porque Washington orientó el diseño de su aparato de defensa hacia conflictos cortos y de alta tecnología, centrados en sistemas de precisión. Sin embargo, los escenarios bélicos contemporáneos demandan una manufactura constante y a gran escala de armamento convencional. Esta vulnerabilidad se da en buena medida a que la arquitectura de defensa estadounidense es diseñada desde los intereses de actores privados, cuyos incentivos no siempre coinciden con las necesidades estratégicas del país.
En este contexto, Washington solo puede compensar la enorme capacidad productiva de China mediante alianzas estratégicas, sobre todo con sus socios de la OTAN. Sin embargo, la nueva Estrategia de Seguridad Nacional introduce riesgos para este equilibrio al redefinir prioridades regionales ajenas a los intereses de sus socios estratégicos, mientras que Beijing y Moscú expanden aceleradamente su producción militar. Resulta notorio que Rusia y China comprendieron que la guerra en el siglo XXI no solo depende del desarrollo tecnológico, sino que requiere capacidad industrial sostenida para la producción de insumos de defensa, algo evidente en la estrategia rusa en Ucrania.
En última instancia, la nueva Estrategia de Seguridad Nacional estadounidense no frena la transición geopolítica hacia un orden multipolar, sino que la consolida. Al reconocer indirectamente que no busca sostener por sí solo la primacía militar global, Washington termina por apuntalar un orden multipolar. Esto responde sobre todo a una necesidad pragmática de consolidar una esfera de poder dentro de sus capacidades operativas. Lejos de reafirmar un liderazgo incontestado, la estrategia admite tácitamente que el centro de gravedad de la seguridad internacional se ha dispersado. Con ello, Estados Unidos reconoce que ya no define por sí mismo las reglas del entorno estratégico global, sino que se convierte en uno más de los polos que gestionan la seguridad internacional. Esta estrategia demuestra que incluso para los Estados Unidos el mundo multipolar ya es una realidad.
* Adrián Marcelo Herrera Navarro (@adrianmarcelo96) es maestro en Ciencia Política por El Colegio de México, con especialización en temas de seguridad nacional y relaciones internacionales.

La estructura construida sobre el sarcófago que cubre el reactor que explotó en 1986 resultó dañada tras un ataque que Ucrania atribuye a Rusia.
El escudo protector que cubre el reactor nuclear de Chernóbil, en Ucrania, ya no puede cumplir su principal función de contención tras un ataque con drones a principios de este año, señaló la agencia de control nuclear de la ONU.
Los inspectores del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) descubrieron que la enorme estructura, construida sobre el lugar del desastre nuclear de 1986, había perdido “sus funciones de seguridad primarias, incluida la capacidad de aislamiento”.
En febrero, Ucrania acusó a Rusia de atacar la central nuclear, un señalamiento que el Kremlin negó.
La OIEA afirmó que las reparaciones eran “esenciales” para “prevenir una mayor degradación” del refugio nuclear. Sin embargo, el experto ambiental Jim Smith le dijo a la BBC que “no es algo por lo que debamos entrar en pánico”.
El profesor Smith, de la Universidad de Portsmouth (Reino Unido), quien ha estudiado las secuelas del desastre de Chernóbil, afirmó que el mayor peligro asociado al lugar era el polvo radiactivo.
Sin embargo, añadió que “el riesgo es bajo” porque el polvo contaminado está contenido dentro de un grueso “sarcófago” de hormigón cubierto por el escudo protector.
La explosión de Chernóbil en 1986 expulsó material radiactivo al aire, provocando una emergencia de salud pública en toda Europa.
En respuesta, la antigua Unión Soviética construyó el sarcófago sobre el reactor nuclear.
El sarcófago solo tenía una vida útil de 30 años, lo que provocó la necesidad de una cubierta protectora para evitar fugas de material radiactivo durante los siguientes 100 años.
La OIEA informó que un equipo completó una evaluación de seguridad del sitio la semana pasada, después de que resultara gravemente dañado por el ataque con drones.
El ataque provocó un incendio en el revestimiento exterior de la estructura de acero.
Los inspectores indicaron que no se produjeron daños permanentes en las estructuras de soporte ni en los sistemas de monitoreo de la cubierta, y que se habían realizado algunas reparaciones en el techo.
Sin embargo, el director general de la OIEA, Rafael Grossi, declaró: “Una restauración oportuna e integral sigue siendo esencial para evitar una mayor degradación y garantizar la seguridad nuclear a largo plazo”.
Desde principios de diciembre, el organismo de control nuclear de la ONU ha estado evaluando la infraestructura energética de Ucrania mientras el país continúa defendiéndose de Rusia.
Rusia lanzó ataques aéreos nocturnos contra la ciudad de Kremenchuk, un importante centro industrial en el centro de Ucrania.
Además de evaluar Chernóbil, la OIEA ha estado inspeccionando las subestaciones eléctricas vinculadas a la seguridad nuclear.
“Son absolutamente indispensables para suministrar la electricidad que todas las centrales nucleares necesitan para la refrigeración de los reactores y otros sistemas de seguridad”, declaró Grossi.
“También son necesarias para distribuir la electricidad que producen a los hogares y la industria”, agregó.
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