1.- Antes que subir un tuit con la fotografía de los libros que me regaló Julio Trujillo ―en mis cuentas nunca compré ninguno: generosidad― o gorgojar un par de cuartillas dizque amorosas y plagadas de vaguedades y cursilerías, no se diga enumerar la infinita cantidad de textos que le entregué para su puntual y certera edición, prefiero recordar el día que lo conocí. Fue en la vieja casona de Vuelta, en Presidente Carranza, Coyoacán. Nos reuníamos un grupo variopinto de veteranos de la revista de Octavio Paz y jóvenes ―eso éramos entonces, lo digo sin el menor asomo de nostalgia― a quienes se nos pidió verter ideas para la creación de una nueva revista: se llamaría Letras Libres. Julio se apersonaba con una gorra de los Yankees, leal como pocos a los Mulos, y yo, que entonces alternaba como funcionario del gobierno que por primera vez permitió la transición y el cambio de poder sin las históricas marrullerías y canalladas de siempre, llegaba con una corbata alrededor del cuello, la misma que casi terminó ahorcándome con el paso del tiempo y de sucesivos y trogloditas gobiernos.
2.- Pasada la histórica elección, yo salí de México y Julio asumió durante algunos años la jefatura de redacción de la revista. Yo le contaba cosas de Chicago en los textos que le enviaba y que él editaba, hasta que un buen día decidimos que era tiempo de tomar un avión y aterrizar en O’Hare, el descomunal aeropuerto de la Windy City. Se bajaron del avión, pleno mes de octubre, airosos ambos, Julio y Luigi Amara. Yo mismo tenía poco tiempo de haber desembarcado en Chicago, pero llevaba prisa ―con excepción de mi jefe, gran tipo, a la postre un gran amigo, el solo hecho de dedicarme a la promoción cultural me había ganado la animadversión de las cuantiosas cabezas de ganado del servicio exterior mexicano que pastaban en el mismo sitio en el que yo tenía un escritorio, una computadora y un teléfono, en el cual consumí años de mi vida solicitando patrocinios, boletos de avión y habitaciones de cortesía: puros malabares que, al final, dieron dignos y, a diferencia de lo que suele hacerse/simularse en esas lides, muy concretos resultados.
3.- No recuerdo cómo llegué a la conclusión, o quién sabe, la intuición, de que Julio y Luigi harían una excelente mancuerna a lo largo de una semana de actividades. Eran los tiempos en que el envío de un flyer digital sucedía en la ciencia ficción, nunca en la oficina de un agregado cultural. Por culpa de mis demasiadas mudanzas, he perdido los flyers en físico que se distribuyeron y en los cuales se listaban las actividades de los poetas y editores mexicanos en Chicago. De manera simultánea, ambos habían publicado ese mismo año, 2003, sendos y logrados títulos de poesía en Trilce Ediciones: El perro de Koudelka, en el caso de Julio Trujillo, y Pasmo, de Luigi Amara. Así que en la semana hubo un par de lecturas de poesía. Recuerdo una en especial, en la Universidad de Illinois en Chicago, donde hubo lleno total de jóvenes estudiantes descendientes de migrantes mexicanos, chicos y chicas mexamericanos de primera generación para quienes escuchar leer a dos poetas en español, uno altote y galán, el otro poseedor de una dionisiaca melena y una bien recortada barba, significó para muchos de ellos un redescubrimiento de la lengua de sus padres, del portentoso idioma que estaban a punto de perder. Hubo una visita a la fundación Poetry, la meca de la poesía moderna estadounidense donde se publica hasta la fecha la revista del mismo nombre. Algo pasó también en Columbia College, una de las pocas instituciones de enseñanza superior totalmente dedicada a la enseñanza de las artes con casi todas sus formas. Para darle gusto a los infames poetastros y escritores locales llegados del sur de la frontera, no faltó, desde luego, una lectura en un bar ya no de mala sino de pésima muerte, en alguna esquina perdida del barrio mexicano, Pilsen, donde Luigi y Julio impartieron un taller de edición de revistas en la emblemática biblioteca pública Rudy Lozano. En presencia de su director, tuvo lugar uno de los actos protocolarios de aquella semana: la entrega y donación de la colección completa de Letras Libres, un tocho de, quizás, un par de miles de páginas publicadas que Julio venía cargando a cuestas desde la ciudad de México.
4.- El otro, el más importante y solemne acto protocolario durante la semana en que Julio y Luigi visitaron Chicago, tenía lugar y se desarrollaba de manera rigurosa cada tarde a partir de las seis o siete de la tarde, el tiempo justo para instalarse y asegurar una buena mesa en alguno de los pubs cercanos a mi casa en Lincoln Park. Durante siete estrictos juegos, la ciudad ya sumida en la oscuridad del otoño, se alumbraba al máximo, desde sus cañerías y desde las entrañas de sus habitantes, pero alumbrada al máximo gracias a que los Cubs se jugaban cada noche de playoffs su pase a la Serie Mundial contra los Marlins de Miami. Momentos de angustia, de éxtasis, de rabia contra el fanático idiota ―cuyo nombre vive aún en la infamia― quien, ubicado al fondo del parque, metió el guante y le robó prácticamente una atrapada de lujo al jardinero de los Cubs, Moisés Alou. Una vez derramadas la bilis y las frustraciones, los tres nos abandonábamos a la noche de Chicago y sus bares juveniles, adyacentes a una de las dos universidades católicas del Medio Oeste, De Paul ―la otra es Notre Dame, situada en el rústico y vecino estado de Indiana―, no precisamente una máquina generadora de premios Nobel. En medio de cien monigotes y cien chicas rubias bailando a brincos, como se estilaba entonces, nos apostábamos, los codos recargados en una mesa circular que, quizá por el efecto de autoridad que nos otorgaba el hecho de ser, para todo efecto comparativo, unos chavorrucos, le hacía honor a su circunferencia: transitaban los cuerpos y corrían los Martinis como agua, literalmente: una de esas noches, decidimos que vaciar cantidades ingentes de ginebra, vermut, aceitunas y cáscaras de limón, constituían en combinación un nutriente esencial para el cuero cabelludo. Those were the days. De regreso a México años después, publiqué un libro que Julio comentó con la misma gracia y soltura con que se vertía Martinis en la frondosa cabellera. Me temo que ese libro, hoy una reliquia, prefiguró nuestro gusto compartido por el lugar que escogió o lo escogió a él como última morada.
5.- Años, una vida o dos después, cuando renuncié formalmente y por primera vez a pastar en el servicio exterior mexicano en una desolada embajada europea ―otro día hablo de la segunda, ahora no viene al caso―, una tarde de verano Julio Trujillo se apersonó en la reja de la casa en la que entonces vivía, barrio de Mixcoac, a tres pasos del parque Hundido. Con una sonrisa y todas sus pertenencias embutidas en dos maletas con rueditas, le abrí la puerta sin hacer mayores preguntas. Yo sabía, él sabía, pero aún así conversamos buena parte de la noche acerca de las tribulaciones que lo habían dejado, literalmente, en la calle. Menos mal que antes de renunciar a la diplomacia había comprado un sillón en el que el metro ochenta de su humanidad encontró, quiero creer, confort hasta las cachas, y sueños dulces sueños, durante más de un mes, treinta, cuarenta días, qué importa. Importa, eso sí, la disciplina con que el poeta se paraba a correr todas las mañanas al parque Hundido, le daba cien vueltas y regresaba a casa hecho una sopa, armado de un jugo de naranja recién exprimido por la doñita a las puertas de ese vasto jardín. Acto seguido, encendía el primero de veinte o más Delicados sin filtro ―¿hay de otros? En muchas ocasiones, como pudo leerse antes, Julio y yo coincidimos en excesos y sibaritismos varios, pero correr medio maratón y fumar como tren sin duda requería unos pulmones de extraterrestre.
Y con la misma disciplina, cada tarde Julio, traductor notable, por ejemplo de una crónica imposible de Martin Amis, se sentaba a la mesa a trasladar al español uno de los últimos títulos publicado por Mark Strand, con quien, me consta, consultaba el mérito o el yerro alcanzados, desde frases completas hasta un adverbio o un par de adjetivos. El libro apareció en edición bilingüe poco después, año 2012, con el título de Casi invisible. Así termina, en versión de Julio, el poema en prosa Bury Your Face In Your Hands: “Las puertas a ninguna parte se multiplican y el presente queda tan lejos, tan profundamente lejos”. Derivado de esa temporada en que, le bromeaba, fue asilado político en Mixcoac sin siquiera ser comunista como Trotsky, terminó un libro suyo, quizás producto también de la pasión rabiosa con que ambos compartíamos los álbumes tardíos de Bob Dylan: La burbuja, que se publicó en 2013. Transcurridos más de diez años desde entonces, conservo una reproducción, digamos que tamaño carta, de la consabida ola de Hokusai. No profeso la falsa modestia de los tontos. A partir de la imagen del artista japonés, de su nombre mismo, Julio me dedicó un poema que hoy leo con una mezcla de pasmo y asombro, pues ―diré una obviedad― no sé si los poetas ven más allá, pero sí que escriben como con un telescopio que perfora el tiempo y el espacio:
El mar abre sus fauces y produce
la ola perfecta:
ingresemos.
6.- Apenas y nos despedimos cuando partió para irse a vivir a la isla, a Gran Bretaña. Consumado nadador, antes publicó el poema extenso Jueves. Un amigo común, Chucho Silva- Herzog, saludó y descifró así aquel libro en su columna de los miércoles, la que no trata de la asquerosa política: “Nadar es combatir al ahogado que nos estrangula desde dentro. Quien nada en el mar se entrega a dos abismos en movimiento. Al suyo y al del agua”. Julio fue, ante todo, un tipo que sonreía y se carcajeaba a mandíbula batiente. Pero hay pruebas definitivas que no son pruebas, nada hay qué demostrar que no sea mostrar a ese otro que camina, o nada en el mar, detrás de uno, como una sombra. Y, se sabe, las sombras pertenecen lo mismo al reino solar que al subterráneo, que puede extenderse y llegar a formar el más atrayente de los hipogeos. Hasta donde sé, Julio jamás cometió la ridiculez de citarse a sí mismo, ni como broma, no se diga ese deporte de maniacos y cursis perdidos, retuitearse a cada hora como una rata que corre atrapada en un círculo. Sin embargo, el 3 de enero de 2025, apenas amanecido el año nuevo si es que ello significa algo, en su cuenta de Tuiter / X, Julio fotografió uno de los poemas incluidos en aquel Perro de Koudelka con el que se paseó en Chicago, hace un infierno de años. No me despido, no aspiro a la inmortalidad de los que creen en la eternidad de la literatura. Todo se acaba y arde, sea desde dentro o desde fuera. Ándale pues, Julio, vámonos ya y allá nos reencontramos.
* Bruno H. Piche (@BrunoPiche) es ensayista y narrador. Ha sido editor, diplomático, promotor cultural y de negocios internacionales. Es autor de los libros Robinson ante el abismo, Noviembre, El taller de no ficción, Los hechos y más recientemente, La mala costumbre de la esperanza (Literatura Random House). En 2025 aparecerá su libro de ensayos biográficos del primer premio Nobel mexicano, Alfonso García Robles, por El Colegio Nacional, del cual García Robles fue un destacado miembro.
La corresponsal de BBC Mundo en Los Ángeles narra cómo se están viviendo los históricos incendios que afectan a la ciudad californiana.
“Sube a la terraza. Dicen que el fuego es ya visible desde Santa Mónica”.
Al mediodía del martes, recibí la llamada de mi marido con incredulidad.
A pesar de que las condiciones climatológicas auguraban ya desde el domingo una receta para el desastre —los “vientos endemoniados” de Santa Ana con rachas de hasta 160km/h y una sequedad extrema por meses sin lluvias—, parecía una alerta más en una ciudad acostumbrada a ellas.
Poco podía imaginar que estaba a punto de presenciar la primera de una serie de escenas apocalípticas; una de las muchas que desde entonces siguen dejando los que ya son los peores incendios de la historia de Los Ángeles.
Subida al techo de mi bloque de apartamentos, avisté en las montañas de Santa Mónica una tímida llama.
A los cinco minutos, era ya una mancha naranja que se expandía a toda velocidad desde las colinas boscosas hacia Pacific Palisades, un área residencial de clase alta densamente poblada y salpicada de mansiones de famosos.
Una espesa y negra columna de humo se inclinaba hacia el Pacífico, borrando de la vista viviendas, palmeras, arena, el icónico muelle de Santa Mónica y su parque de atracciones que, con 10 millones de visitantes anuales, es uno de los grandes focos del turismo de Los Ángeles.
En menos de 24 horas los incendios serían ya cuatro, unos monstruos llamados Palisades, Woodley, Eaton y Hurst que acorralaban la ciudad por distintos frentes, avanzando sin precedentes en zonas urbanas y dejando a su paso escenas dignas del peor infierno imaginado por Hollywood.
Y para la tarde del miércoles otro, bautizado Sunset, empezaría a arder en las colinas de Hollywood, cerca de donde se ubica el famoso cartel.
“Es un momento trágico en nuestra historia, algo nunca antes visto”, le dijo a los periodistas el jefe del Departamento de Policía de Los Ángeles (LAPD), Jim McDonnell, el martes por la noche.
Mientras, los medios locales repetían las imágenes caóticas de las primeras horas de evacuación en Pacific Palisades: un cuello de botella de cinco kilómetros en la principal vía de entrada y salida a la zona, por vecinos que huían despavoridos y bomberos que trataban de acceder.
Maquinaria pesada empujando, amontonando y dejando para el desguace los vehículos que otros residentes habían dejado atrás, obstaculizando el paso a los camiones cisterna.
Gente huyendo a pie, cargando niños y mascotas, y arrastrando maletas, con álbumes de fotos bajo el brazo.
También estaba la resistencia, aquellos que, a pesar de la orden de las autoridades, se negaban a abandonar sus hogares y los defendían —ilusos e imprudentes— de Goliat con sus mangueras desde el jardín.
“Por favor, prioricen su seguridad y el bienestar de quienes les rodean”, tuvo que repetir en una rueda de prensa el jefe de bomberos del condado de Los Ángeles, Anthony Marrone, un mensaje en el que ya habían insistido otros funcionarios, incluido el gobernador Gavin Newsom.
Empezaron a reportar muertos, heridos por quemaduras, más de 1.000 edificaciones destruidas. Los evacuados se contaban ya por decenas de miles.
Algunos, como los residentes de un centro para la tercera edad de Altadena, fueron sacados en sus sillas de ruedas, muchos de ellos confundidos y asustados, para ser reubicados en un lugar seguro.
Mis redes sociales y mi WhatsApp se llenaron de videos con el fuego avanzando por la Autopista de la Costa Pacífica (PCH), la carretera estatal que bordea California a lo largo de cientos de kilómetros.
Por ella regresé el sábado de surfear la icónica ola de Malibú, una de las mejores del mundo cuando las condiciones acompañan.
Observando desde el auto las mansiones suspendidas sobre el océano, volvimos a uno de nuestros comentarios más recurrentes: “Con el cambio climático, en 50 años esas casas no estarán ahí”.
Muchas ya no están. Pero no fue el mar el que se las llevó por delante. Vivienda tras vivienda quedaron reducidas a cenizas, el esqueleto a la vista.
La misma suerte corrió el Reel Inn, restaurante especializado en pescado a pie de carretera y que ocupa un lugar en el corazón de muchos angelinos.
“Tuve varias citas preciosas en el Reel Inn tras un día de playa. Terrible que ya no exista”, escribió en Instagram una antigua compañera.
Y las llamas llegaron a amenazar la Villa Getty, situada también sobre la PCH, réplica de una casa de campo sepultada en el año 79 d.C. por una erupción del Vesubio que el multimillonario petrolero y mecenas J. Paul Getty mandó a construir en los setenta.
Museo y centro de arte, es también conocido por acoger veladas de Hollywood y reuniones políticas de alto nivel.
En contraste a ese glamour, pensé en las autocaravanas aparcadas a la orilla de la carretera que sirven de vivienda a aquellos que no tienen techo y que he visto multiplicarse desde que llegué a Los Ángeles en marzo de 2022.
“Hablé con Jose (el tipo que vive en una RV con su familia) y están bien, lejos de la zona (de Palisades)”, escribió en un story de Instagram un fotógrafo e instructor de surf que recorre cada mañana las playas desde Malibú a Sunset.
“Randy decidió quedarse, pero uno de los centros de comando (de los bomberos) está en el cruce de PCH con Sunset (Boulevard) y espero que lo hagan evacuar”, añadió.
Sin embargo, con varios frentes abiertos, los servicios de emergencia no dan abasto. “Lo estamos haciendo lo mejor posible pero no tenemos suficiente personal”, le reconoció a Los Angeles Times el jefe de bomberos del condado, Anthony Marrone.
El condado de Los Ángeles cuenta con 9.000 efectivos, entre el departamento de bomberos y otras agencias.
Pero apenas pudieron descansar desde mediados de diciembre, cuando un incendio llamado Franklin devoró durante nueve días las colinas de Malibú. Noviembre fue otro mes de apagar fuegos.
Y es que Los Ángeles es particularmente vulnerable a los incendios,ya que los barrios ricos y suburbios se encuentran con la naturaleza y se extienden cual laberinto entre cañones y cadenas montañosas.
Para asistirlos esta vez, departamentos de bomberos de condados vecinos mandaron refuerzos, y Marrone pidió ayuda más allá del estado, llamado al que ya respondieron Nevada, Oregón y Washington.
Mientras, decenas de voluntarios se lanzaron a colaborar.
Iniciaron colectas para aquellos que tuvieron que correr a albergues, para los que se quedaron sin nada, los que sacaron de residencias de ancianos o centros para menores.
Yo seguí revisando cada 10 minutos la página del gobierno estatal que refleja el avance de los incendios a tiempo real en California, especificando daños y marcando zonas de evacuación: en amarillo cuando es sugerida, en rojo cuando es ya obligatoria.
Y viendo la línea de desalojo acercarse a la calle en la que vivo con mi familia, empacamos los enseres básicos en el coche.
Precavidos y para evitar atascos, el miércoles al mediodía dejamos atrás Santa Mónica.
De camino al hotel leí que ya habían empezado el desalojo obligatorio de mi barrio.
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