En sus ojos no hay vida ya. Hincado frente a sus torturadores, el joven está resignado, exhausto, su devastación es total. Es un “recluta”. “Tienes que hacerlo, no hay de otra. Si no, ya sabes, sigues tú”, escucha esa voz adormecido, casi inerte, como si estuviera muy lejos de ese lugar, ya sin voluntad; el miedo inicial lo ha abandonado. Es un “recluta”, ha sido ya despojado de toda humanidad.
La palabra “recluta”, que se repite de manera constante en estos días en los que el horror nos ha golpeado con contundencia, me persigue, me obliga a volver sobre mis archivos, mis entrevistas, mis etnografías. Me enoja, me entristece, me indigna, pero sobre todo, enciende todas mis alarmas. Qué es un recluta. El diccionario lo define como aquella persona que ha ingresado recientemente en una organización militar o en un grupo similar. Se usa para describir a alguien en la etapa inicial de su formación o entrenamiento. Así, “recluta” enfatiza la condición de novato, de aprendiz.
El campo de “reclutamiento” ubicado en un rancho en Teuchitlán, Jalisco, nos ha entregado imágenes atroces. Los hallazgos que el colectivo Guerreros Buscadores ha ido mostrando en transmisiones en vivo a través de su página de Facebook, dislocan la imaginación y hacen colapsar el lenguaje. ¿Quiénes eran los dueños de esos zapatos que se apilaban desordenados? ¿A quién pertenecían las prendas desgarradas sobre un polvo infinito? ¿De quién los fragmentos de huesos escondidos entre la tierra removida? Cada objeto encontrado es un vestigio de una vida truncada, un indicio, un eco del horror sistemático que opera en estos espacios.
Para entrenar al recluta, para someterlo, primero hay que despojarlo de su identidad, de su humanidad, cosificarlo; eso facilita el trabajo de los jefes del centro que, quizás, también fueron alguna vez reclutas.
Frente a un cuerpo inerte el nuevo recluta ejecuta un ritual macabro. Con torpeza, ha dado ya el primer paso hacia su destrucción como persona, no tiene alternativa. La transformación está en marcha: el recluta no solo es entrenado, es despojado de su humanidad.
El reclutamiento en estos campos es un proceso de aniquilación de lo humano. Para sobrevivir, el recluta debe matar. Para pertenecer, debe aprender a obedecer sin cuestionar. Se entrena con cuerpos, con sangre, con horror. No es casualidad que el crimen organizado haya convertido estos espacios en fábricas de la muerte: aquí no solo se adiestra, se extermina.
Y entonces podemos ir a una capa más terrible, el campo de entrenamiento. Al reclutamiento forzado se añade el aprendizaje del horror, tortura por tortura, descalificación, humillación, romper todo vínculo con lo que alguna vez fue la persona. Ahí, los cuadernos encontrados, esa tecnología análoga que los administradores del exterminio llevaban para contabilizar cuerpos y poner apodos. Antes del exterminio de los no aptos, de los débiles, los rebeldes, viene el sometimiento.
Me detengo en mis apuntes que conservo en mis libretas de trabajo de campo y encuentro una nota subrayada con plumón amarillo: Primo Levi, un sobreviviente de los campos de exterminio nazis, llamó ‘zona gris’ al espacio donde la víctima y el verdugo se confunden, donde la resistencia se diluye en el miedo y la sobrevivencia depende de la capacidad de obedecer. En los campos de entrenamiento del crimen organizado, la zona gris no es una metáfora, es una estrategia. Se recluta a la fuerza, se tortura, se somete. El resultado es un ejército de cuerpos entrenados para matar, despojados de su voluntad, atrapados en un círculo donde la única salida es la muerte. No son solo centros de adiestramiento y sometimiento de cuerpos y voluntades. Son espacios de exterminio donde el recluta es transformado en ejecutor, donde la vida y la muerte pierden sus límites y donde el terror es la única regla. Lo que ahí ocurre es la sistematización del horror.
En los lager, campos de concentración y de exterminio nazi, existió una figura, un personaje extremo y espectral que era llamado “musulmán” por los propios prisioneros y por los guardias; las razones de tal apodo no son del todo claras hasta hoy. El musulmán no solía durar mucho; era un muerto en vida y su destino casi siempre era la selección para la ejecución o simplemente colapsaban. Pero me interesa plantear aquí que esta figura de cuerpos desechables representaban el triunfo de la maquinaria de muerte, cuerpos reducidos a una biología agonizante. Primo Levi los describió como los hundidos, los que ya no podían salvarse. Su figura encarnaba el último estadio de deshumanización impuesto por los nazis y el desprecio de otros prisioneros por los musulmanes nos habla de cómo esta maquinaria de exterminio lograba romper la solidaridad natural entre las víctimas.
Esta rotura, este desgarramiento en la zona gris, se ha venido haciendo pública a través de videos que los mismos criminales graban: jóvenes ejecutando a otros jóvenes, amigo asesinando a su amigo. El horror.
Los cuerpos en estos campos no son solo materia de entrenamiento, sino piezas descartables en un engranaje de exterminio, que he llamado Necromáquina, que recuerda las dinámicas de los lager alemanes. Como los ‘musulmanes’ en los campos nazis, los reclutas son reducidos a una condición de vida mínima, donde la debilidad equivale a sentencia de muerte. Son jóvenes arrancados de la calle, del desempleo, de aspiraciones de futuro, secuestrados con promesas de empleo, de futuros posibles. Pero el destino del recluta no es la ascensión en la estructura criminal, sino su uso y su descarte. Su vida es provisional: al menor signo de flaqueza, duda o resistencia, se convierte en carne de ejecución. Son los miles de rostros en las fichas de búsqueda del hijo, del hermano, de la tía, la sobrina, que la máquinaria de terror convierte en cuerpos anónimos, fragmentos, una camiseta, un zapato. Espectros de un sistema donde la muerte es meticulosamente administrada.
Pero hay algunos de estos reclutas, según todos los relatos a mano, que logran ascender en el proceso de entrenamiento, escapar a un destino fatal. Son, tal vez, los que cambiaron el pantalón desgarrado y las botas vaqueras por el uniforme del grupo criminal. Esto abre una infinidad de preguntas incómodas.
¿Qué debe romperse en la subjetividad de un recluta para convertirlo en torturador y soldado del crimen? Primero, su propia identidad debe ser erosionada hasta la nulidad. La humillación, la violencia recibida, la imposición de pruebas de crueldad lo convierten en una pieza más de la maquinaria. Luego, el miedo y la incertidumbre son reemplazados por una única certeza: matar o ser asesinado. No hay lugar para la duda, la culpa o la empatía. El recluta es moldeado a través de la repetición del horror, hasta que la violencia deja de ser excepcional y se convierte en reflejo condicionado. En los campos de entrenamiento, el umbral de lo humano es desdibujado a fuerza de golpes, obediencia ciega y muerte administrada como ritual de iniciación.
En los campos de concentración nazis hay otras figuras, otros personajes del horror: los sunderkommados, que fueron grupos de prisioneros, en su mayoría judíos, forzados a trabajar en los crematorios y cámaras de gas de los campos de exterminio. No eran verdugos por elección, sino víctimas atrapadas en una estructura de muerte diferida: su labor consistía en retirar los cadáveres, extraer dientes de oro, limpiar las cámaras y operar los hornos crematorios, sabiendo que eventualmente podían ser eliminados. La violencia los atravesaba no solo como destinatarios del exterminio, sino como piezas funcionales de la maquinaria de aniquilación.
Como en los lager nazis, donde los sonderkommandos eran obligados a colaborar con el exterminio bajo la certeza de su propia muerte diferida; en los campos de entrenamiento del narco el recluta es convertido en verdugo con la promesa “ilusoria” de una supervivencia prolongada. La lógica es la misma: se les despoja de elección, se les introduce en un sistema donde obedecer y matar son las únicas opciones viables, y se les mantiene en una frágil suspensión entre la vida y la muerte. En ambos casos, la estructura del horror se sostiene sobre la anulación progresiva de la voluntad y la instauración de una rutina de violencia que, lejos de ser arbitraria, está meticulosamente diseñada para producir cuerpos funcionales a la maquinaria del exterminio.
Estos campos no solo reflejan el horror de la violencia organizada, sino que revelan la estructura de una necromáquina, un dispositivo de exterminio que administra la muerte como parte de su lógica operativa. La muerte no es solo un fin, sino un recurso: se mata para disciplinar, para infundir terror, para regular el flujo de cuerpos disponibles. ¿De qué modelo de negocio nos habla el centro de exterminio en Teuchitlán? ¿Quiénes sostienen su funcionamiento y quiénes se benefician de su continuidad? No estamos ante anomalías o excesos, sino ante un sistema perfectamente articulado donde la producción de cadáveres es parte del orden económico y político del crimen organizado en México.
Cientos de venezolanos regresan a su país tras desistir de llegar a EU. El trayecto más difícil y más costoso en su camino es el que hay entre Panamá y Colombia.
“Si pudiera devolver el tiempo, jamás pasaría por eso”, dice Carlos*, un migrante venezolano, refiriéndose a la ruta que hizo en lancha desde Panamá hasta Colombia.
Él es uno de los cientos de migrantes que decidieron regresar a su país a raíz de que Donald Trump eliminara las opciones que tenían para cruzar la frontera de Estados Unidos legalmente como solicitantes de asilo.
La lancha en la que iba este lunes con su esposa y sus hijos de 8 y 12 años desde Puerto Obaldía, Panamá, hasta Capurganá, Colombia, se quedó varada en mar abierto.
“Le entró agua al motor y quedamos flotando a mar abierto”, relata Carlos para BBC Mundo. “Llamaron a un lanchero para que nos fuera a rescatar, pero cuando llegó, chocó con nuestra lancha, se montó encima de nosotros y casi nos volteamos”.
El choque le abrió un hueco a la lancha, por el que se empezó a entrar el agua. Afortunadamente, otra embarcación los rescató y los llevó de vuelta a Puerto Obaldía.
Más tarde, y tras algunas reparaciones, Carlos y su familia volvieron a zarpar en la misma lancha y lograron llegar a Capurganá.
El trayecto entre Panamá y Colombia es el más complicado del viaje entre Norteamérica y Suramérica porque no hay carreteras que unan a los dos países.
La gran mayoría de los migrantes atravesaron de ida la peligrosa selva del Darién, una travesía en la cual murieron 84 personas en 2023 y 55 en 2024, según cifras del gobierno de Panamá.
Ahora, para evitar hacerlo de nuevo y por las fuertes restricciones que ha implementado Panamá al tránsito por el Darién, están cruzando por mar.
Para Carlos, lo que vivió en la lancha fue mucho peor que vivió hace seis meses en la selva. La define como una experiencia “traumática”.
“La lancha en mar abierto brinca más de un metro y cae como si estuvieran tirándote de golpe al piso. Sientes como si te estuvieran dando un golpe con un palo en la espalda, en las piernas”.
El choque no fue el único incidente que vivió en la ruta. En un momento, se quedaron sin combustible. Y en otro, el patrón perdió el control del volante y la lancha se ladeó tanto que Carlos quedó parcialmente sumergido en el agua.
Su prioridad cuando iba en la lancha, sin embargo, era mantener agarrados a sus hijos y distraerlos del miedo que sentían.
“Yo lo pienso ahorita y digo: ¿cómo pudimos exponer nuestras vidas así?”.
Según el presidente de Panamá, José Raúl Mulino, más de 2.200 migrantes llegaron a ese país durante febrero en su camino de regreso hacia Venezuela.
No se sabe cuántos de ellos han salido en lanchas hacia Colombia, pero estas se han convertido en el principal medio de transporte para los migrantes que regresan.
El sábado 22 de febrero una lancha que zarpó de Cartí, en la comarca indígena Guna Yala, naufragó con 21 pasajeros —19 de ellos migrantes— en medio de la noche.
El Servicio Nacional de Fronteras de Panamá confirmó que logró rescatar a 20 de ellos, pero una niña venezolana de 8 años falleció.
Según un experto consultado por BBC Mundo, la ruta que siguen las lanchas que transportan migrantes no es particularmente difícil.
Sin embargo, los vientos alisios, que son más intensos entre enero y abril, sí provocan mareas altas que pueden ser amenazantes para las lanchas abiertas, como aquellas en las que se trasladan los migrantes. No son embarcaciones diseñadas para trayectos tan largos.
A pesar de los riesgos, en TikTok y grupos de WhatsApp, cientos de migrantes venezolanos se alientan mutuamente a realizar el viaje y se felicitan cuando logran llegar al otro lado.
“Es una tranquilidad que no tiene precio llegar a Necoclí (Colombia)”, escribe uno de ellos. “Ni aunque me pagaran $5.000 (unos US$245) semanales, me quedaba un día más en México”, escribe otro.
Las rutas marítimas improvisadas que han usado cientos de migrantes en las últimas semanas para llegar a Colombia arrancan desde dos puntos: uno en la comarca de Guna Yala y otro en la provincia de Colón, en Panamá.
Guna Yala es una comarca indígena en el noreste del país que se extiende a lo largo de la costa Caribe desde la frontera con Colombia. Es, por ende, el lugar más cercano desde donde llegar por mar a Necoclí.
Desde que ocurrió el naufragio del 21 de febrero, sin embargo, dejaron de zarpar lanchas desde Guna Yala y se trasladó todo el transporte de migrantes a la provincia de Colón, según informan fuentes en el terreno.
Las autoridades indígenas de Guna Yala le dijeron a BBC Mundo que, desde antes del naufragio, habían advertido de que a su territorio estaban llegando decenas de migrantes en carros particulares, taxis y a pie para embarcarse en las lanchas.
“Lamentablemente, Gunayala no está en condiciones de recibir y atender a esos seres humanos en condiciones adecuadas, y nos sorprende que ni las Naciones Unidas ni el gobierno de Panamá hayan puesto recursos para un albergue, botes, carros o alimentación para atender estas personas”, decía un comunicado del Congreso General Gunayala.
Las embarcaciones desde Guna Yala zarpaban en Cartí y llegaban hasta Puerto Obaldía, un corregimiento muy cerca de la frontera con Colombia. Ese trayecto toma al menos 7 horas.
A pesar de que la instrucción expresa de las autoridades de Guna Yala es no navegar después de las 5:00 pm, la lancha que naufragó el 22 de febrero viajaba en medio de la noche.
BBC Mundo contactó con las autoridades panameñas para saber cuál ha sido su papel en el transporte de los migrantes que van de norte a sur, pero no obtuvo respuesta.
Sin embargo, fotos que tomó la agencia de noticias AFP en Puerto Cartí el 21 de febrero mostraban a miembros de la fuerza pública panameña vigilando el muelle mientras los migrantes embarcaban.
Ese mismo día y de ese mismo lugar zarpó la embarcación que naufragó.
La otra ruta, que es por la que avanzan hacia su destino casi todos los migrantes desde que ocurrió el naufragio, arranca en Miramar, un corregimiento en la provincia de Colón.
Ahí, los migrantes abordan una primera lancha que para en Gaigirgordub, una isla en la comarca de Guna Yala, y llega hasta Puerto Obaldía. Es un viaje que toma aproximadamente unas 9 horas.
“Realmente hay que vivirlo para poder entenderlo”, le contó a BBC Mundo Rafael*, otro migrante que realizó la travesía.
“Tu vida depende depende de otra persona, a a la que no le importan tus miedos o los golpes que estás sufriendo. Ellos solo quieren llegar”.
“Había un conductor de una lancha que iba a toda mecha y tomando licor”, agregó.
Según los testimonios que recogió BBC Mundo, en Puerto Obaldía los migrantes se quedan una noche. Ahí, hay un puesto de control de las autoridades panameñas donde les revisan los documentos.
Los transportistas les dicen que la comida y el hospedaje de esa noche están incluidos en el precio que pagan, pero eso no es así, según Rafael.
“No te dan agua, ni siquiera agua dulce para que te puedas bañar”, le dijo a BBC Mundo.
Al día siguiente, otra lancha los lleva desde allí hasta Capurganá, un trayecto que toma unos 25 minutos.
En Capurganá, cambian nuevamente de lancha a otra más grande para ir hacia Necoclí o Turbo, dos municipios colombianos relativamente bien conectados desde donde los migrantes pueden continuar su camino por tierra.
Según Carlos, la lancha que lo llevó de Capurganá a Necoclí tenía capacidad para 63 personas, pero en ella iban 68.
En grupos de Whatsapp, algunos migrantes afirman que los patrones de las lanchas les habían vendido un paquete que supuestamente los llevaría hasta Necoclí pero terminaron dejándolos en Puerto Obaldía, a mitad de camino.
El paso entre Panamá y Colombia es lo más caro de todo el viaje desde México hasta Venezuela.
Las lanchas cobran aproximadamente unos US$300 por persona por llevar a los migrantes desde el Caribe panameño hasta Necoclí.
A eso se suman otros US$200 que les cuesta más o menos a cada uno llegar desde Tapachula, México, hasta Panamá, un trayecto que hacen en autobús y toma más o menos cinco días.
Reunir ese dinero en México, sobre todo para las familias con niños, es muy difícil, según los testimonios que recogió BBC Mundo.
Por ende, muchos que no tienen cómo pagar el precio de las lanchas han quedado varados en albergues en la provincia del Darién.
Es el caso de Adrianyela, una migrante que logró llegar con su hija de dos años hasta Panamá con el dinero que ganó vendiendo dulces, pidiendo en la calle y limpiando vidrios en el camino.
Como no tiene la cantidad necesaria para seguir, lleva dos semanas en la Estación Temporal de Recepción de Migrantes de Lajas Blancas, de donde no tiene como salir y donde la infraestructura es muy precaria.
El presidente Mulino ha dicho en varias ocasiones que está trabajando para llegar a un acuerdo con Colombia que permita que los migrantes venezolanos que se encuentran en albergues panameños, como Adrianyela, sean trasladados en vuelos humanitarios hasta Cúcuta.
Sin embargo, por el momento no se conoce ningún acuerdo binacional para que Colombia reciba a migrantes provenientes de Panamá.
BBC Mundo consultó a Migración Colombia y a la Cancillería colombiana en qué punto se encuentra esa negociación y qué medidas se están tomando ante la llegada de migrantes de regreso, pero no recibió respuesta.
A muchos de los migrantes, la alternativa que les queda es pedirles a sus familiares y amigos que les envíen dinero dinero para poder continuar su camino.
“Los familiares por nosotros hasta se endeudan con tal de vernos a nosotros bien”, decía uno de los migrantes en un grupo de Whatsapp.
“Cuando uno anda loco por irse, no le importa el costo ni de los pasajes de bus ni de las lanchas. Lo importante es llegar bien, abrazar a la familia y a los hijos”, escribía otro.
Con todo y los riesgos, subirse a una de esas lanchas es el mayor deseo de muchos migrantes en la medida en que los acercan a la posibilidad de rehacer su vida luego de meses viajando, sin poder llegar a su destino final, EE.UU.
A pesar de que la situación económica y política en Venezuela por la que decidieron migrar sigue igual, volver para muchos de los migrantes es la manera de dejar atrás meses en los que se han enfrentado a xenofobia, robos, estafas e incluso secuestros.
“Por todo lo que viví, estoy superemocionado de llegar a Venezuela”, dice Carlos.
“Los migrantes solo queremos regresar a casa y dejar atrás tantas penurias y frustraciones”, concluye Rafael.
*Los nombres fueron cambiados por petición de los migrantes.
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