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México is (NOT) the Shit (but it is, anyway)
Pluma, lápiz y cicuta
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Especialista en negocios internacionales. Cronista salvaje. Autora de Pasajera en Trance (Mantarraya, 2018). Handle with... Continuar Leyendo
8 minutos de lectura

México is (NOT) the Shit (but it is, anyway)

El tiempo que llevo viviendo en España me ha llevado a aceptar, de manera inequívoca, que represento vergonzosamente el bochornoso estereotipo de mi cultura chilanga: soy hortera.
22 de septiembre, 2024
Por: América Pacheco

José Villegas “El Jamaicón” Tavares fue un jugador mexicano que contribuyó, como ningún otro, en dejar una deuda impagable a nuestra cultura popular, con la anécdota que le atribuye la invención del síndrome del Jamaicón. En México, se dice que un compatriota sufre el síndrome del Jamaicón cuando en su estancia en cualquier país extranjero lo muerde la melancolía y no puede disfrutar de su vida con normalidad, ya sea porque extraña el tumulto del metro Pantitlán a las siete de la mañana, la lujuria del pozole o los bailes de la tía Soledad con una botella de mezcal en la cabeza, zarandeándose al ritmo de cumbia en el último bautizo familiar.

La leyenda cuenta que, durante una gira previa al mundial de Suecia 1958, José Villegas se negó a asistir a una cena ofrecida en honor al equipo nacional. Al notar su ausencia, Nachito Trelles salió a buscarlo y lo encontró cabizbajo y pateando piedras en los jardines del hotel. Cuando Trelles le preguntó por qué no se encontraba con el resto, Villegas respondió: “¿Cómo voy a cenar si tienen preparada una cena de rotos? (sic) Yo lo que quiero son chalupas, mis sopes, y no esas porquerías que ni de México son”. Otras fuentes aseguran que justificó la goleada de ocho goles de la selección inglesa, endosando su flagrante incompetencia defensiva a la nostalgia por su jefecita, ya que llevaba días sin comerse un plato de birria. Argumentó que la vida no era vida si no estaba en su tierra. Nadie comprende lo ridículo que se lee padecer síntomas del síndrome del Jamaicón hasta que una misma se ve pateando los mismos guijarros, sólo que uno ligeramente más a la derecha y un algo un poco abajo del hemisferio sur.

DISCLAIMER: Si usted, amado lector, pertenece al exclusivo club de “¿Soy el único que odia las fiestas mexicanas?”, abandone este texto. Le sugiero buscar otras plumas, porque lo que viene a continuación es una columna que busca romantizar la faceta superficial de nuestra mexicanidad.

El pasado 1 de septiembre cumplí dos años de vivir en España, periodo durante el cual me he integrado lo mejor posible a Madrid, dentro de las pocas oportunidades que he tenido de socializar. Hasta el momento, solo he coincidido con la poblana Tonantzin Salas, doctora en Física, quien permaneció un año de estancia en la Universidad Complutense. En sus mañanas tuvo suficiente energía para propinarme tremendas palizas en la piscina, gracias a su rapidez y talento con aletas, al tiempo de llenarme el tanque de calidez y complicidad. Pero todo lo bueno llega en dosis moderadas, y doce meses pasan más rápido cuando no quieres que la música termine. Tonantzin regresó a México, dejando un hueco difícil de llenar, porque además de ser una mujer fantástica, sus virtudes son imposibles de encontrar en ningún nativo. No hay forma: nuestra estructura no encaja fácilmente con la frialdad madrileña.

Me he dado cuenta de que una de las razones principales por las que no termino de acoplar al complejo e impenetrable tejido social madrileño de clase media es porque mi temperamento calza en seda en el sector del que se desmarcan con disimulo: el horterismo. En argot español, un hortera es aquella persona que se expresa en público y en privado con vulgaridad y mal gusto por vestir el color más chillón del salón, pegar el grito ensordecedor del bar, quien porta el rímel espeso, la línea del ojo extendida hasta la sien, y cuya personalidad se alimenta de ridiculez y desenfado. Ser hortera en Madrid es equivalente a poseer el carisma de Nacaranda. Para mi mala suerte, me casé con un hombre que no está acostumbrado a semejantes muestras de estruendo y desfachatez. No quiero que se malinterprete: me enorgullece que mi familia política sea culta, diestra en el fino arte del análisis, bien educada y correcta ante cualquier fallo en la matrix. Pero nunca levantan la voz ni le gritan al señor del agua electropura que, por favor, deje tres garrafones en la puerta. Y todos sabemos que la cabra siempre tira al monte.

El tiempo que llevo viviendo en este país me ha llevado a aceptar, de manera inequívoca, que represento vergonzosamente el bochornoso estereotipo de mi cultura chilanga: soy hortera. Mi marido se irrita constantemente cada vez que mi voz no oscila entre los decibeles considerados apropiados, y no tengo mucho qué alegar en mi defensa. Hago ruido al levantarme, al caminar, al respirar y al sorrajarle a mi hijo la chancla del reproche con el grito de méteteabañaryaapestasacompostaequina, porque la terapia de choque suele ser tan efectiva como una humillación pública. Siempre levanta la ceja ante mis carcajadas en restaurantes, y se avergüenza continuamente de las expresiones que suelto sin temor a las evidentes cejas levantadas de completos desconocidos. Le parece excesivo dedicar siete horas a mis amigos, ya que para él, 45 minutos son lo apropiado dentro del estándar anfitrión-visita. Más de una vez me corrige por el uso incorrecto de los ciclos del lavavajillas (amigo, ¿cómo te explico que crecí en Ecatepec?) y hace gesto desaprobatorio cada vez que confundo la lima con el limón, porque en México la lima es lima y el limón es el chingado limón. No entiende mis albures, y se sonroja ante mi salvajismo latino.

Vivir con un europeo y un chico autista recontracuadrado me convierte en una mujer que no es ella misma la mayor parte del tiempo, porque tengo que ajustar mi frecuencia a los hercios regulados, hacer de la contención un hábito, improvisar menos y aprender a planear con preciso detalle, así como bajo ninguna circunstancia reírme a carcajadas durante la sagrada siesta nacional. Va en contra de mi naturaleza estar rodeada de personas que no ven con buenos ojos desorganizarse un poco y dejar cosas sin importancia para “ahorita”, y eso me empaña por dentro, poquito a poquito, aunque casi nunca lo diga.

La semana pasada decidí asistir a la invitación de la Fundación Casa México en España, para el festejo del Grito de Independencia que se celebra al aire libre en uno de los barrios más acomodados de Madrid: Chamberí, el mismo barrio donde tiene su humilde jacal un expresidente mexicano con gusto por las rubias platinadas. La ceremonia del grito fue inaugurada por el embajador de México en España, Quirino Ordaz, un caballero que solo se dejó ver durante la inauguración del evento, para luego desaparecer, flanqueado por representantes del Ejército Mexicano, la Armada y la Fuerza Aérea Mexicana. Nadie lo extrañó, porque todos estaban deseando la aparición del Mariachi Sol de América. Cualquiera que me conozca bien sabe que no hay mariachi en la tierra que merezca mi afecto, pero cuando hasta el médico detecta déficit de alegría en tu organismo, incluso un mariachilocoquierebailar es capaz de ablandar el prejuicio más petulante. Quizás los compatriotas que nos rodearon esa noche creyeron que la señora grosera del Zócalo había reencarnado de alguna manera, porque no hubo una garganta que gritara tremendo catálogo de groserías y se desgañitara exigiendo que cantaran a Juanga como su fiel servidora. Evidentemente, facilité el bullying colectivo a mi marido, porque no hay nada más divertido que celebrar la independencia de México en la capital de España, y mentarle la madre a un gachupín completamente rodeado por una multitud ebria de risa, nostalgia y mezcal.

Durante el trayecto en el tren rumbo al festejo, fantaseé con los platillos típicos que podrían venderse en el evento, y fui, claro, con el estómago vacío. Mejor me hubiera preparado una torta de jamón, porque en la plaza de Chamberí el único vendedor que deambulaba entre el público era un señor ofreciendo diminutas bolsitas de dulces mexas (pelón pelo rico, ollitas y mazapanes La Rosa), con la misma actitud que distingue a los vendedores de estupefacientes, mirando a todos lados de reojo antes de ofrecer su producto en total ilegalidad. Y no es para menos.

En España, es indispensable cubrir altas cuotas de impuestos y estar regulado para cualquier tipo de actividad profesional o comercial, ya sea lucrativa o no, bajo pena de pagar multas del tamaño de mi desvergüenza. El ambulantaje tolerado no existe en Madrid. La única excepción son los “manteros”, inmigrantes -principalmente- africanos que venden productos piratas (perfumes, bolsos Louis Vuitton, lentes oscuros, etc.). Podrían encabezar una delegación mundialista de atletismo, ya que corren por sus vidas para no ser atrapados por la policía, porque de llevarlos presos, les impondrían una multa de más de 75 mil a 240 mil pesos mexicanos por realizar un trabajo ilícito. El único recuerdo de Vietnam que tuve durante la verbena fueron los 200 pesos que costaban las cervezas que vendían en un barecito de la plaza. Me sentí igual de estafada que en el Foro Sol.

El rezago educativo, la pobreza y desigualdad han llevado a nuestro país a que el ambulantaje sea la principal fuente de supervivencia de millones de mexicanos, porque la población mejor educada en teoría puede aspirar a condiciones de vida favorables, y obtener empleos estables, con mejores prestaciones y percepciones económicas competitivas; pero nuestra realidad es más compleja que mis teorías pendejas. La fragmentación social exige un diseño efectivo en las políticas públicas a cargo de un estado que sencillamente ha decidido voltear para el otro lado de la ventana, y aquí, en esta chinampa de privilegio desde la que escribo no puedo más que añorar con rabia todo aquello que odié en mi infancia en barrio pobre, pero también las carcajadas de mi primogénito, las sonrisas de mis padres, hermanos y sobrinos, a Guadalupe Esparza y esta canción que canto amigo, la carita de Don Natalio el de la tiendita, mis guajolotas de rajas, y hasta el hambre de un pueblo que no termina de sobrevivir a 214 años de armar borlote, luchar hasta el desmayo por una tierra próspera y que, por una chingada vez, al fin le pertenezca.

Y qué sobreviva México, hijos de su pinche madre.

* América Pacheco (@amerikapa), corresponsal ecatepense en Madrid.

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Imagen BBC
¿Qué son los Cinturones de Van Allen, considerados ‘uno de los mayores riesgos’ para los astronautas en el espacio?
5 minutos de lectura

Este jueves la misión Polaris Dawn atravesó los Cinturones de Van Allen para que su tripulación realizara una caminata en el espacio exterior.

12 de septiembre, 2024
Por: BBC News Mundo
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Dos de los miembros de la tripulación de la nave Resilience hicieron historia este jueves al caminar en el espacio como parte de la misión Polaris Dawn, la primera financiada enteramente con fondos privados.

En ella viajan el multimillonario Jared Isaacman, fundador de la empresa de procesamiento de pagos Shift4, junto con Scott “Kidd” Poteet, un piloto retirado de la Fuerza Aérea, y dos ingenieras de SpaceX, Anna Menon y Sarah Gillis.

La Polaris Dawn forma parte de un plan de SpaceX para llevar misiones tripuladas “hacia la Luna, Marte y más allá”, según la propia empresa.

Para llegar a la estratósfera, donde este jueves Isaacman y Gillis realizaron una caminata espacial, la nave tuvo que atravesar los Cinturones de Van Allen.

Según la Agencia Estadounidense del Aire y el Espacio (NASA, en inglés), son “uno de los mayores peligros” que enfrentan los astronautas.

El empresario Jared Isaacman durante su caminata.
EPA
El multimillonario Jared Isaacman y la ingeniera Sarah Gillis realizaron este jueves la primera caminata espacial comercial de la historia.

La misión Polaris Dawn logró transitar con éxito esos cinturones, gracias a la protección de la nave Resilience y de los trajes espaciales que utilizaron, que fueron recientemente rediseñados por SpaceX para ser mucho menos voluminosos que los que utiliza la NASA.

Pero ¿qué son los Cinturones de Van Allen y por qué son una preocupación para los viajes espaciales?

Un escudo protector para el planeta

La Tierra está protegida por la magnetosfera, una capa magnética que se origina del núcleo de hierro del planeta y que atrapa partículas de radiación de alta energía.

Tiene la función de prevenir los efectos dañinos que las tormentas y el viento solar pueden provocar en la tecnología y los seres humanos.

Las partículas de radiación atraídas por la magnetosfera forman dos cinturones, conocidos como los Cinturones de Van Allen, que rodean nuestro planeta en forma de donas.

De acuerdo con la NASA, un primer cinturón exterior “está formado por miles de millones de partículas de alta energía que se originan en el Sol y un segundo cinturón interior resulta de las interacciones de los rayos cósmicos con la atmósfera de la Tierra”.

Para llegar al espacio exterior, los astronautas deben atravesar los cinturones, pero lo hacen con rapidez para limitar su exposición a la radiación.

cápsula resilience despega en cabo cañaveral
Getty Images
La tripulación de Polaris Dawn viajó en la cápsula Resilience, que despegó desde Cabo Cañaveral, en Florida.

El riesgo

Pier Jiggens, un investigador de la Agencia Espacial Europea (ESA, en inglés) que es especialista en radiación espacial y diseño de naves, comentó en un blog publicado por esa misma organización que existen dos riesgos para los astronautas al cruzar los Cinturones de Van Allen.

Según el científico, los astronautas podrían sufrir lo que llamó “efectos deterministas”, que se dan por una exposición de bajo nivel a la radiación por un largo periodo de tiempo o por una radiación de alto nivel en un corto plazo.

“Provocan trastornos en el sistema nervioso central, supresión de la hematopoyesis en la médula ósea, cataratas y otros problemas de visión, y enfermedad aguda por radiación, que sería un riesgo significativo en las actividades extravehiculares (EVAs, o paseos espaciales)”, comentó.

En segundo lugar, habló sobre los llamados “efectos estocásticos” o enfermedades que podrían o no padecer los astronautas en un futuro, como el cáncer.

Jiggens dice que como los científicos conocen los Cinturones de de Van Allen, pueden proporcionar material de protección para las tripulaciones, y si alguien se ve afectado “es porque es una misión muy mal planificada”.

Según el científico, los expertos emplean distintos materiales para proteger a los astronautas, que van desde el propio aluminio del que están hechas las naves, hasta plásticos, polietileno, agua y, más recientemente, litio.

ilustración de los cinturones de van allen
NASA
Una de las primeras ilustraciones de los Cinturones de Van Allen, descubiertos en 1958.

El hito de Van Allen

Los anillos llevan el apellido de James Van Allen, el científico que los descubrió.

Van Allen, quien era profesor de física de la Universidad de Iowa, elaboró junto a varios estudiantes una serie de instrumentos para detectar micrometeoritos y rayos cósmicos que fueron lanzados al espacio en los satélites Explorer 1 y Explorer 3 en enero de 1958.

El Explorer 1 fue el primer satélite artificial lanzado al espacio, algo que fue posible gracias a un programa de investigación internacional impulsado por el científico.

Con los datos de estos instrumentos descubrieron el cinturón interno. Luego, en julio de ese año lanzaron el Explorer IV y en diciembre La Pioneer 3, que dieron paso al descubrimiento del anillo externo.

james van allen
Getty Images
James Van Allen fue un profesor de física en la Universidad de Iowa.

Según una publicación de la NASA, los cálculos de Van Allen establecieron que era posible viajar a través de las regiones de menor radiación de los cinturones para alcanzar el espacio exterior.

En 1968, la misión Apolo 8 de la NASA fue la primera nave espacial tripulada en volar más allá de los cinturones.

En 2012, la agencia estadounidense descubrió un tercer cinturón, pero que aparece de forma transitoria en función de la actividad solar.

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BBC

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