Casi a sus ochenta años, Octavio Paz se sentó a escribir un libro que llevaba redactando en la mente desde 1965. En diciembre de 1993 recordó el pendiente que tenía y sintió vergüenza por haber olvidado “ese proyecto”. Se hizo dos preguntas: “¿no es un poco ridículo, al final de mis días, escribir un libro sobre el amor?, ¿es un adiós, un testamento?” Un día se levantó con desesperación, empezó a escribir y tiempo después, listo, La llama doble ya estaba encendida.
En el prólogo de la edición de La llama doble para celebrar los 100 años del nacimiento del único escritor mexicano que ha ganado un premio Nobel de Literatura, el historiador Enrique Krauze remite a la división entre “aristotélicos y platónicos” propuesta por Coleridge para explicar que Octavio Paz, en cuestión de amores, era un platónico.
“En el tema del amor, los aristotélicos, ya sea de la tradición latina o de la árabe, compusieron célebres preceptivas que seguían al amor en su movimiento habitual: del flechazo al encuentro, del abrazo al lecho, de la costumbre al desencuentro, de la separación a la ruptura.
La llama doble no pertenece a esa rama, sino a la contraria. Es el libro de un poeta platónico. Aunque desliza aquí y allá una sutil y variada preceptiva, no mira a la tierra, sino al cielo, al cielo de las esencias”.
En este libro, Paz aborda los conceptos del amor, la sexualidad y el erotismo, y los lazos que guardan entre sí. La sexualidad, como lo más animal y primitivo del ser humano; el erotismo, la expresión humana de la sexualidad que deviene en rituales, ceremonias, conquistas, normas sociales; y el amor, la combinación de ambas y de elementos mágicos que nadie (ni la ciencia) puede entender.
Para Octavio Paz, el ser humano sólo puede amar a otro ser humano. Ni a la religión, ni a la patria, ni al futbol. Y amar amar, tampoco a nuestros padres, hijos y amigos porque en ese tipo de sentimiento falta el “elemento erótico, la atracción hacia un cuerpo”.
Según Paz, faltarían los elementos de la pasión amorosa: el descubrimiento de la persona amada, generalmente una desconocida; la atracción física y espiritual; el obstáculo que se interpone entre los amantes; la búsqueda de la reciprocidad; en fin, el acto de elegir una persona entre todas las que nos rodean.
“El amor está compuesto de contrarios pero que no pueden separarse y que viven sin cesar en lucha y reunión con ellos mismos y con los otros. Estos contrarios, como si fuesen los planetas del extraño sistema solar de las pasiones, giran en torno a un sol único. Este sol también es doble: la pareja. Continua transmutación de cada elemento: la libertad escoge servidumbre, la fatalidad se transforma en elección voluntaria, el alma es cuerpo y el cuerpo es alma. Amamos a un ser mortal como si fuese inmortal. Lope lo dijo mejor: a lo que es temporal llamamos eterno. Sí, somos mortales, somos hijos del tiempo y nadie se salva de la muerte. No sólo sabemos que vamos a morir sino que la persona que amamos también morirá. Somos juguetes del tiempo y sus accidentes: la enfermedad y la vejez, que desfiguran al cuerpo y extravían al alma. Pero el amor es una de las respuestas que el hombre ha inventado para mirar de frente a la muerte. Por el amor le robamos al tiempo que nos mata unas cuantas horas que transformamos a veces en paraíso y otras en infierno. De ambas maneras el tiempo se distiende y deja de ser una medida”, dice Paz en La llama doble.
En este libro, Octavio Paz describió los elementos del amor. Recuerden que Paz habla sobre el “deber ser” del amor, no del ser, no de la realidad práctica, o al menos no siempre.
Aquí van, en sus propias palabras:
*Exclusividad:
El amor es individual o, más exactamente, interpersonal: queremos únicamente a una persona y le pedimos a esa persona que nos quiera con el mismo afecto exclusivo. La exclusividad requiere la reciprocidad, el acuerdo del otro, su voluntad.
El deseo de exclusividad puede ser mero afán de posesión. Ésta fue la pasión analizada con tanta sutileza por Marcel Proust. El verdadero amor consiste precisamente en la transformación del apetito de posesión en entrega. Por esto pide reciprocidad y así trastorna radicalmente la vieja relación entre dominio y servidumbre.
La exigencia de exclusividad es un gran misterio: ¿por qué amamos a esta persona y no a otra? Nadie ha podido esclarecer este enigma, salvo con otros enigmas, como el mito de los andróginos de El Banquete. El amor único es una de las facetas de otro gran misterio: la persona humana.
Y en este apartado, Octavio Paz toca el tema de la infidelidad y el “amar a dos personas al mismo tiempo”.
¿Pero la infidelidad no es el pan de cada día de las parejas? Sí lo es y esto prueba que Ibn Hazm, Guinezelli, Shakespeare y el mismo Stendhal no se equivocaron: el amor es una pasión que todos o casi todos veneran pero que pocos, muy pocos, viven realmente. Admito, claro, que en esto como en todo hay grados y matices. La infidelidad puede ser consentida o no, frecuente u ocasional. La primera, la consentida, si es practicada solamente por una de las partes, ocasiona a la otra graves sufrimientos y penosas humillaciones: su amor no tiene reciprocidad.
El infiel es insensible o cruel y en ambos casos incapaz de amar realmente. Si la infidelidad es por mutuo acuerdo y practicada por las dos partes -costumbre más y más frecuente- hay una baja de tensión pasional; la pareja no se siente con fuerza para cumplir con lo que la pasión pide y decide relativizar su relación. ¿Es amor? Más bien es complicidad erótica. Muchos dicen que en estos casos la pasión se transforma en amistad amorosa. Montaigne habría protestado inmediatamente: la amistad es un afecto tan exclusivo o más que el amor. El permiso para cometer infidelidades es un arreglo, o más bien, una resignación. El amor es riguroso y, como el libertinaje, aunque en dirección opuesta, es un ascetismo. Sade vio con clarividencia que el libertino aspira a la insensibilidad y de ahí que vea al otro como un objeto: el enamorado busca la fusión y de ahí que transforme al objeto en sujeto. En cuanto a la infidelidad ocasional: también es una falta, una debilidad. Puede y debe perdonarse porque somos seres imperfectos y todo lo que hacemos está marcado por el estigma de nuestra imperfección original.
¿Y si amamos a dos personas al mismo tiempo? Se trata siempre de un conflicto pasajero; con frecuencia se presenta en el momento de tránsito de un amor a otro. La elección, que es la prueba del amor, resuelve invariablemente, a veces con crueldad, el conflicto.
*El obstáculo y la transgresión:
El diálogo entre el obstáculo y el deseo se presenta en todos los amores y asume siempre la forma de un combate. Desde la dama de los trovadores, encarnación de la lejanía -geográfica, social o espiritual- el amor ha sido continua y simultáneamente interdicción e infracción, impedimento y contravención. Todas las parejas, lo mismo las de los poemas y novelas que las del teatro y del cine, se enfrentan a esta o aquella con suerte desigual, a menudo trágica, la violan.
En este apartado, Octavio Paz revisa los orígenes del amor y los obstáculos de las parejas, que eran, sobretodo, sociales. El escritor mexicano pasa por el feudalismo, la dama y el trovador enamorado, y el amor cortesano entre jovencitas nobles y miembros de la corte que ya estaban casados (conocido como “galanteos de palacio”).
Además también escribe sobre otras prohibiciones “no menos rígidas y crueles” que todavía imperan hoy en día: las fundadas en la raza, las cuales siguen vigentes tal vez no en la legislación, pero sí en las costumbres y en la mentalidad popular.
“Los obstáculos fundados en la clase social y en el dinero determinan aún las relaciones sexuales”, dice Paz.
Otra prohibición que todavía no ha desaparecido del todo es la relativa a las pasiones homosexuales, sean masculinas o femeninas. Esta clase de relación fue condenada por las Iglesias y durante mucho tiempo se la llamó el ‘pecado nefando’. Hoy nuestras sociedades -hablo de las grandes ciudades- son bastante más tolerantes que hace algunos años; sin embargo, el anatema aún persiste en muchos medios.
Y aunque con el tiempo la Iglesia perdió parte de su poder, los Estados totalitarios no sólo sustituyeron a las inquisiciones eclesiásticas, sino que sus tribunales fueron más despiadados y obtusos.
Los totalitarios dieron un paso atrás y se atrevieron a legislar sobre el amor. Los nazis prohibieron a los germanos las relaciones sexuales con gente que no fuese aria. Además, concibieron proyectos eugenésicos destinados a perfeccionar y purificar la ‘raza alemana’, como si se tratase de caballos o de perros. Por fortuna no tuvieron tiempo para llevarlos a cabo [yo lo dudo seriamente].
Los comunistas no fueron menos intolerantes; su obsesión no fue la pureza racial sino la ideológica. Todavía vive en la memoria pública el recuerdo de las humillaciones y bajezas que debían soportar los ciudadanos de esas naciones para casarse con personas del ‘mundo libre’. (Nada más echen ojo a El doctor Zhivago, de Boris Pasternak).
*Dominio y sumisión:
Al copiar la relación entre el señor y el vasallo, el enamorado transforma la fatalidad de la sangre y el suelo en libre elección: el enamorado escoge voluntariamente a su señora y, al escogerla, elige también su servidumbre.
El amor ha sido y es la gran subversión de Occidente. Como en el erotismo, el agente de la transformación es la imaginación. Sólo que, en el caso del amor, el cambio se despliega en relación contraria: no niega al otro ni lo reduce a la sombra sino que es negación de la propia soberanía. Esta autonegación tiene una contrapartida: la aceptación del otro. Al revés de lo que ocurre en el dominio del libertinaje, las imágenes encarnan: el otro, la otra, no es una sombra sino una realidad carnal y espiritual. Puedo tocarla pero también hablar con ella. y puedo oírla -y más: beberme sus palabras. Otra vez la transubstanciación: el cuerpo se vuelve voz, sentido; el alma es corporal. Todo amor es eucaristía.
El afán constante de todos los enamorados y el tema de nuestros grandes poetas y novelistas ha sido siempre el mismo: la búsqueda del reconocimiento de la persona querida. Reconocimiento en el sentido de confesar, como dice el diccionario, la dependencia, subordinación o vasallaje en que se está respecto de otro. La paradoja reside en que ese reconocimiento es voluntario: es un acto libre. Reconocimiento, asimismo, en el sentido de confesar que estamos ante un misterio palpable y carnal: una persona. El reconocimiento aspira a la reciprocidad pero es independiente de ella. Es una apuesta que nadie está seguro de ganar porque es una apuesta que depende de la libertad del otro. El origen de la relación de vasallaje es la obligación natural y recíproca del señor y del feudatario; el del amor es la búsqueda de la reciprocidad libremente otorgada. La paradoja del amor único reside en el misterio de la persona que, sin saber nunca exactamente la razón, se siente invenciblemente atraída por otra persona, con exclusión de las demás.
El amor es atracción involuntaria hacia una persona y voluntaria aceptación de esa atracción.
La atracción es un compuesto de naturaleza sutil y, en cada caso, distinta. Está hecha de humores animales y arquetipos espirituales, de experiencias infantiles y de los fantasmas que pueblan nuestros sueños. El amor no es deseo de hermosura: es ansia de ‘completud’.
*Unión indisoluble de dos contrarios, el cuerpo y el alma:
Sin la creencia en un alma inmortal inseparable de un cuerpo mortal, no habría podido nacer el amor único ni su consecuencia: la transformación del objeto deseado en sujeto deseante. En suma, el amor exige como condición previa la noción de persona y ésta la de un alma encarnada en un cuerpo.
La palabra persona es de origen etrusco y designaba en Roma a la máscara del actor teatral. ¿Qué hay detrás de la máscara, qué es aquello que anima al personaje? El espíritu humano, el alma o anima. La persona es un ser compuesto de un alma y un cuerpo. Aquí aparece otra y gran paradoja del amor; tal vez la central, su nudo trágico: amamos simultáneamente un cuerpo mortal, sujeto al tiempo y sus accidentes y un alma inmortal. El amante ama por igual al cuerpo y al alma. Incluso puede decirse que, si no fuera por la atracción hacia el cuerpo, el enamorado no podría amar al alma que lo anima. Para el amante el cuerpo deseado es alma; por esto le habla con un lenguaje más allá del lenguaje pero que es perfectamente comprensible, no con la razón, sino con el cuerpo, con la piel. A su vez el alma es palpable: la podemos tocar y su soplo refresca nuestros párpados o caienta nuestra nuca. Todos los enamorados han sentido esta transposición de lo corporal a lo espiritual y viceversa. Todos lo saben con un saber rebelde a la razón y al lenguaje.
El amor es una transgresión tanto de la tradición platónica como de la cristiana. Traslada al cuerpo los atributos del alma y éste deja de ser una prisión. El amante ama al cuerpo como si fuese alma y al alma como si fuese cuerpo. El amor mezcla la tierra con el cielo: es la gran subversión. Cada que el amante dice: te amo para siempre, confiere a una criatura efímera y cambiante dos atributos divinos: la inmortalidad y la inmutabilidad. La contradicción es en verdad trágica: la carne se corrompe, nuestros días están contados. No obstante, amamos. Y amamos con el cuerpo y con el alma, en cuerpo y alma.