Un dolor real (Estados Unidos, 2024) es una película del director estadounidense Jesse Eisenberg; suyo es el guion y también hace el personaje de David Kaplan, uno de los centrales en la historia que se cuenta.
Dos primos hermanos judíos de Nueva York, de origen polaco, David y Benji (Kieran Culkin) deciden viajar a Polonia para conocer el país de sus ancestros y la casa donde vivió su abuela, que saben, todavía existe.
La personalidad de los primos, que nacieron con semanas de diferencia, es muy distinta. David, que está casado y tiene un hijo, trabaja en publicidad electrónica, y Benji es un soltero que quiere vivir libre de cualquier tipo de ataduras.
El recorrido lo hacen en un grupo de otros cuatro judíos, entre ellos un negro de Ruanda converso, que ha venido a Polonia por razones distintas. El guía es James (Will Sharpe), un británico que no es judío, pero está interesado por esta cultura y su historia.
En el viaje se tensiona la relación entre los primos. Benji, que es muy franco y directo, le dice a David que ha perdido su antigua pasión y espontaneidad, al tiempo que David sufre por la forma de ser de Benji.
Durante una cena del grupo, Benji hace comentarios incómodos y provoca la reacción de los comensales. Él decide abandonar la reunión. David, entonces, expresa de manera pública que, desde niño, ha tenido una gran admiración por su primo, pero al tiempo molestia y envidia.
Los primos se despiden del grupo para visitar la casa de su abuela, que ya ha muerto, y en el lugar la recuerdan. La relación que tuvo con ella Benji fue muy cercana, pero no la de David, a quien incluso una época le inspiró miedo.
Meses atrás, Benji intentó suicidarse, y eso es algo incomprensible para David. No entiende como una persona con la vitalidad de su primo, que a todas y a todos resulta encantador, quiera morir.
En el aeropuerto, ya de regreso en Nueva York, David invita a su primo a cenar a su casa con su esposa e hijo, pero Benji no acepta. Mientras uno va al encuentro con su familia, el otro se queda en el aeropuerto a ver gente.
Eisenberg plantea que a pesar de la personalidad tan distinta de los primos hay algo en común que es cómo cada quien vive el dolor y el horror de lo que sucedió con su familia en el pasado. Es un trauma que está presente y atraviesa las generaciones. Está también el tema de la locura y la salud mental en la sociedad de hoy.
La película está filmada en lugares reales de Polonia. La banda sonora se integra con piezas para piano escritas por el gran músico polaco Frédéric Chopin, que interpreta el pianista israelí-canadiense Tzvi Erez.
Es una buena película muy bien estructurada, con mucha sensibilidad, nunca tiene lugar el sentimentalismo, y al mismo tiempo profunda. Plantea problemas fundamentales de la condición humana.
La crítica especializada ha sido unánime al reconocer el trabajo de Eisenberg, y de manera particular la actuación de Kieran Culkin, quien ganó el Oscar 2025 como mejor actor de reparto y que también obtuvo en otros grandes festivales internacionales. El guion original de Eisenberg ha ganado importantes festivales de cine, entre ellos el BAFTA.
Un dolor real
Título original: A Real Pain
Producción: Estado Unidos – Polonia, 2024
Dirección: Jesse Eisenberg
Guion: Jesse Eisenberg
Fotografía: Michal Dymek
Música: Fréderic Copin
Con: Jesse Eisenberg, Kieran Culkin, Will Sharpe, Jennifer Grey, Kurt Egyiawan, Liza Sadovy y Daniel Oreskes
El Lago Chapala recibe hace más siete décadas migrantes de Estados Unidos. Una “migración a la inversa” que ahora, con la llegada de Trump y su retórica antinmigrantes, permite entender mucho de lo que hay detrás de esta coyuntura histórica. Crónica de BBC Mundo.
En febrero el agua del Lago Chapala parece un espejo, y en él se reflejan lanchas, aves y los domos volcánicos que rodean al embalse natural más grande de México.
En el norte del lago hay una decena de pequeños pueblos, conocidos como la Ribera de Chapala, donde se vive en modo oasis: la calma y el silencio emanados del lago se difunden, y la violencia que da de qué hablar en otras regiones del estado Jalisco, por acá no se siente.
Uno de estos pueblos es Ajijic, que en el idioma ancestral mexicano, el náhuatl, quiere decir “lugar donde brota el agua”. Y en efecto: aquí el agua hace que la brisa llegue fresca, menos seca, y que las temperaturas, incluso en el verano, no sobrepasen los 30°C.
El primer turista estadounidense llegó a Ajijic, a 50km de Guadalajara, una de las tres ciudades más importantes del país, en el siglo XIX.
Hoy son más de 10.000 los estadounidenses que viven en lo que ellos mismos suelen llamar, con orgullo y algo de humor, “el pueblo más gringo de México”.
Y se dedican a caminar por el majestuoso malecón, dar clases de inglés a mexicanos, hacer voluntariado, tomar clases de arte o cerámica o participar de eventos “para gringos”, como las noches de trivia.
“Vivo como un rey”, dice Keith Starling, un estadounidense retirado acá hace 4 años. “Parece que hubo una intervención divina para traerme aquí”, añade, vestido con una guayabera yucateca.
La mayoría de estos estadounidenses —sumados a unos cuantos canadienses— son jubilados que aquí le sacan más provecho a su pensión. Tras la pandemia, sin embargo, el promedio de edad ha ido bajando a punta de migrantes jóvenes que trabajan remotamente o quieren un estilo de vida distinto.
“La gente en EE.UU. me pregunta todo el tiempo si estoy seguro aquí”, dice James Burns, un historiador de unos 50 años que llegó hace 5 años. “Y la verdad es que me siento mucho más seguro en México que en Estados Unidos”.
Según datos oficiales, unos seis millones de estadounidenses viven fuera del país. Y casi el 20% de ellos están en México.
Muchos mexicanos que migraron al norte hace décadas tuvieron hijos allá y volvieron, por lo que gran parte del millón de estadounidenses en México tiene, en realidad, raíces mexicanas.
Pero también hay estadounidenses que han migrado hacia el sur, en lo que cierta jerga del sector ha denominado “migración a la inversa”; es decir, flujos contrarios a la migración más frecuente.
Muchas localidades mexicanas están, entonces, “llenas de gringos”: en Tulum y Cancún, dos paraísos del Caribe, viven 15.000; en San Miguel de Allende, una ciudad colonial en las montañas, hay 10.000; y en Baja California, una península en el mar Pacífico en plena frontera norte, las cifras oficiales registran 130.000 estadounidenses.
Pero Ajijic es el único lugar donde los vecinos del norte —la mayoría blancos, retirados, que saben poco castellano— son tantos como los mexicanos.
“El 60% de mis clientes son estadounidenses”, dice Noé López, un agente de bienes raíces en la zona. “Y están los que vienen a rentar y los que vienen a arrendar, pero todos acá viven como si fueran ricos: van a restaurantes, tienen servicio de limpieza”.
Son clase media o baja al norte de la frontera, y alta en el sur.
“Sabemos que somos privilegiados”, dice Craig Purcell-Beard, originario de St Louis, en referencia al poder adquisitivo. “En parte por eso es que hay tanta gente involucrada en voluntariado, no por culpa, sino por deseo de involucrarse”.
Algunos mexicanos temen el impacto de esta migración en los precios y la cultura locales. Los grafitis de “fuera gringos” en barrios como La Condesa y La Roma en Ciudad de México han generado la idea de que hay un sentimiento antiinmigración.
Pero en Ajijic, donde la migración estadounidense tiene al menos siete décadas, no se siente esa queja por la llamada gentrificación.
“No me siento como un extraño, sino como un huésped bienvenido”, dice Burns.
En todas las conversaciones que tuve con estadounidenses en Ajijic encontré más una crítica a su propio país —una crítica profunda, que con las noticias recientes parece confirmase— que una búsqueda por hacer de México un lugar “más gringo”.
El mismo Burns dice que la decisión de irse —que “no fue fácil”, porque perdió un 85% de sus ingresos— fue “por razones de salud mental”.
“Empecé a sentir que cada vez disfrutaba menos salir de casa, incluso para actividades cotidianas como pasear al perro o ir al supermercado, por la manera en que la gente se trataba”, asegura.
K.J. Purcell-Beard, quien migró con su novio Craig y pusieron un canal de YouTube para refutar las “mentiras” que se dicen de México, explica que “en EE.UU. nos enseñan desde niños a trabajar duro, a esforzarnos al máximo y nos dicen que con eso conseguirás todo lo que quieras”.
Craig, su pareja, añade: “La cultura, la economía, el sistema en general se volvió cada vez más tóxico y me terminó expulsando; quedarme dejó de ser una opción; de haberme quedado ahora estaría sin casa”.
Y entonces México, asegura K.J., surgió como alternativa: “Los mexicanos, por cultura, tienen una predisposición natural a no caer en el materialismo; la familia es lo primero, pasan tiempo con sus vecinos; y encontrarán la manera de pagar sus cuentas, sí, pero no veo esta constante necesidad de comprar el último iPhone”.
A mi pregunta de por qué se vinieron, muchos mencionaron el clima, los precios, la cercanía, pero todos, sin excepción, coincidieron, afligidos, en una reflexión más de fondo: los valores.
“La cultura blanca que está ahora en el poder en EE.UU. tiene la mentalidad de que todo lo que hace es lo correcto y de que todos los demás lo tienen que asimilar”, me dijo Susan Brewer, una californiana que supera los 60 años.
“Ir a mi país ya no se siente tan bien como se sentía antes”.
La llegada de Donald Trump al poder ha significado, entre tantas cosas pero quizá más que cualquier otra, una revolución cultural sobre los valores de comunidad, solidaridad y respeto que estos migrantes parecen encontrar más en México que en casa.
“Los mexicanos valoran lo que hay en el interior antes que lo que hay en el exterior de la gente”, dice KJ.
Y Burns añade: “La gente en México vive su vida con maestría; ojalá los estadounidenses pudieran hacer lo mismo”.
En el espejo del Lago Chapala se ve una nueva vida, una llegada, pero también una partida, el éxodo de un país que, dice Burns, “está retrocediendo, mientras que México está progresando”.
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