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Pequeños placeres perversos navideños
La sartén por el mango
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Mala Madre es egresada de Periodismo por la UNAM con 34 años de experiencia, en... Continuar Leyendo
3 minutos de lectura

Pequeños placeres perversos navideños

Voy a aprovechar que andan ocupados con el pavo y los regalos para hacer una confesión, que si repiten negaré.
22 de diciembre, 2015
Por: Mala Madre

Voy a aprovechar que andan distraídos y enfiestados con las posadas, e incluso que algunos ya vienen encarrerados con el maratón Guadalupe-Reyes, para quitarme el sombrero, soltarme el pelo y hacerles una confesión que si repiten, negaré: tengo un pequeño placer perverso con el cual me regocijo de vez en vez, pero sobre todo en temporada navideña.

Este placer tiene su origen en esa espectacular teoría de que la naturaleza hizo encantadores a los bebés para que no nos los comamos al primer berrinche. Dependen tanto de uno todo el tiempo, el trabajo es tan arduo, que su encanto los protege. Así que en vez de abandonarlos, aventarlos al precipicio o regalarlos al ropavejero, nuestro instinto general es aguantar vara con los ojos nublados de amor.

[contextly_sidebar id=”rUUhpF479DCHfmlRh5uQQDpB8tHgib5c”]Lo que pocos admiten es que el nivel de encanto depende en gran medida del temperamento del bodoque. Esto hace que eventualmente nos topemos con criaturas maravillosas no sólo para los padres (todos los hijos son espectaculares a nuestros ojos) sino para el consenso general. Y estos personajitos destacables hacen creer a algunos padres y madres que ello ha dependido sobre todo de lo que han hecho como progenitores, no de lo que los niños ya traen.

No necesita uno rascarle mucho para encontrar a quien cree a pie juntillas que su creación es una monada gracias a que ha sido estupenda madre o padre. Y para algun@s eso es suficiente credencial para ir por la vida sugiriendo al resto de la humanidad lo que deben hacer o dejar de hacer, y suficiente autorización para alzar la ceja ante lo que otros deciden pergeñar en su trato muy personal con sus hijos.

Y aquí es donde viene mi confesión, que he guardado celosamente todo este tiempo: disfruto desde ya el momento en que estas madres y padres se topen con la adolescencia de sus increíbles hijos.

Porque así como la naturaleza derrocha sabiduría al proveer de suficiente encanto a los chilpayates cuando son pequeños, para que los padres disfrutemos el cansancio físico y mental que la crianza implica, la naturaleza también es muy sensata en equilibrar las cosas. Y para preparar la sana separación nos dejó la adolescencia. Ahí como cosa suya.

Los padres con hijos veinteañeros y más no me dejarán mentir: no hay criatura que por más encantadora que sea no se transforme en un verdadero demonio al llegar a los temidos 13. O 12. O en algunos casos incluso desde los 11.

Confieso que disfruto cantidad sólo de imaginarme el proceso, sobre todo en estas fechas en que algunos se empeñan en comparar lo mejor que crecen, estudian, embellecen y destacan por bien portados sus hijos sobre los escuincles de los demás. En su opinión, claro está. Y mi perversión es tal que ya saboreo el ver a la progenitora de la perfección hecha hija gracias al certero toque materno la primera vez que le tuerza la boca. O que la deje hablando sola. O que le conteste con el rezadero entre dientes. Dior, qué mala persona soy.

Por suerte para la salud de mi alma y tranquilidad de todos, la naturaleza aprieta pero no ahorca. La demonización de nuestras criaturas suele ser temporal y el encanto personal no tarda en regresar, aunque ahora como un primer paso para volar solos. En algunos el proceso es tan terrorífico, que se agradece que la criatura que queda se vaya lo antes posible de casa. Con todo y su encanto.

Bueno, ya, creo que mi perversidad ha sido suficiente sacrilegio por esta navidad. En la mayoría de los casos lo que queda tras la adolescencia de los hijos es bastante satisfactorio, pero el trauma ha sido suficiente para entender que la criatura transformada ya no es ese encantador infante sino un ser maduro con ideas propias que necesita alejarse para ir independiente por la vida.

Y uno, con todo el amor, pero también con todo el agotamiento mental que este proceso implica, lo agradece. Porque a todos, sin excepción, la adolescencia de los hijos siempre acaba por ponernos en nuestro amoroso, combativo, autoexigente, deprimido, entusiasta, comprometido, sincero, honesto, pero más que nada, pequeño lugar.

Mafalda

 

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Imagen BBC

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