Por: Guillermo Cejudo y Damián Lugo
¿Cómo se implementa la política social en México? ¿Cómo se encuentra a las personas en pobreza y se les conecta con la oferta gubernamental? ¿Cómo se despliegan los programas en el territorio? ¿Cómo se da seguimiento a la forma en que las personas tienen garantizados sus derechos sociales? ¿Ante quién pueden acudir las personas para interactuar con los responsables de los programas y para acceder a la oferta gubernamental?
En 2018, tras ganar la presidencia de la República, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) comenzó a perfilar un nuevo enfoque y prioridades para la política social: buscaría una mayor articulación y coordinación sectorial, la creación de intervenciones universales en lugar de focalizadas y privilegiaría la entrega de transferencias monetarias en todo tipo de poblaciones (adultos mayores, estudiantes, jóvenes en busca de trabajo, madres y padres trabajadores, entre otros). Además, empezó a delinear un nuevo estilo de implementación, pues la entonces titular de la Secretaría de Bienestar anunciaba que los programas llegarían “de manera directa y sin intermediarios”, y que su concepción y ejecución se haría bajo una visión “desde el territorio y no desde el escritorio”.
En el arranque del gobierno se crearon nuevos programas, se cambió el nombre a algunos y desaparecieron otros. Pero además de modificaciones en los programas sociales, se anunciaron nuevos instrumentos para operarlos: nuevas delegaciones territoriales a cargo de los denominados “superdelegados”; un Censo del Bienestar; un nuevo cuerpo burocrático desplegado en el territorio y conformado por alrededor de 20 mil personas, denominados como Servidores de la Nación, y miles de Centros Integradores del Desarrollo ubicados a lo largo y ancho del país.
Tras seis años de gobierno, en un artículo reciente (disponible aquí) contrastamos lo que se esperaba en su diseño original y lo que realmente ocurrió.
Toda política pública requiere de capacidades para ser desplegada exitosamente. La política social requiere identificar necesidades y beneficiarios, además de vigilar y monitorear la operación de los programas y hacer llegar cada uno de los apoyos. Al inicio del sexenio de Enrique Peña Nieto, el gobierno federal tenía un déficit de capacidades. En lugar de existir un sistema de información social capaz de guiar la identificación de las personas beneficiarias y darles seguimiento, como sí ocurre en otros países de la región, cada programa tenía su propio padrón que operaba de forma desarticulada. Y contrario a los esfuerzos por coordinar la operación territorial del gobierno federal, cada programa y secretaría tenía su propio cuerpo administrativo desplegado en el territorio sin una estrategia en común.
Frente a esto, el giro anunciado por el nuevo gobierno de López Obrador podría haber parecido pertinente. El Censo del Bienestar permitiría identificar a las personas beneficiarias. Los Servidores de la Nación garantizarían la difusión y entrega de los apoyos. Existirían espacios de contacto y comunicación del gobierno con la población —los Centros Integradores de Desarrollo— para registrar beneficiarios, entregar apoyos, realizar trámites administrativos, brindar información, realizar actividades culturales y recreativas y, en el mejor de los casos, recoger información sobre las necesidades y problemáticas de la población y así retroalimentar el diseño y funcionamiento de los programas sociales. Por último, los nuevos delegados serían los responsables de articular, coordinar y conducir los esfuerzos del nuevo esquema operativo en las entidades federativas, así como de establecer canales de comunicación con las autoridades de los gobiernos locales.
La creación de las Delegaciones para el Desarrollo (DPD) suponía una nueva estructura territorial que permitiría articular los programas sociales en cada entidad federativa. Pero esta figura enfrentó, desde su puesta en marcha, cuestionamientos y desaprobación de mandatarios estatales de oposición, quienes los percibieron como un intento de someter e imponer las prioridades federales por encima de las locales.
Y aunque uno de los objetivos era reducir las múltiples delegaciones y subdelegaciones existentes para generar ahorros, la realidad es que muchas de ellas sólo pasaron a ser denominadas Oficinas de Representación. De acuerdo con un cálculo del gasto en servicios personales de las delegaciones y oficinas de representación, si bien hubo una reducción entre 2018 y 2020, después se estabilizó y para 2024 el monto aprobado se incrementó en 30 % respecto al año anterior, lo que prácticamente anuló los ahorros del resto del sexenio.
Los Servidores de la Nación se anunciaron como un instrumento clave para lograr un modelo de política social de mayor cercanía con la población y de entrega directa, sin intermediarios. Primero incorporados durante el periodo de transición, después contratados por honorarios sin una figura legal que respaldara su creación y, posteriormente, incorporados a las DPD con plazas eventuales, los cerca de 20 mil Servidores de la Nación surgieron, como identifica la Auditoría Superior de la Federación, sin un proceso de planeación adecuado sobre sus perfiles, obligaciones y funciones, y sin criterios sobre sus remuneraciones, además de que se detectó falta de claridad en sus actividades y responsabilidades durante su desempeño. Terminaron por constituirse en un cuerpo burocrático con condiciones laborales precarias y sin perfiles y capacidades idóneas para la ejecución de la mayoría de los programas sociales –que preservaron su propio equipo operativo–, pero sí útil para realizar labores extraordinarias (como el apoyo en brigadas de vacunación durante la pandemia de covid-19 o en desastres naturales) y, de acuerdo con denuncias, de activismo político.
El levantamiento del Censo del Bienestar inició desde antes de que tomara posesión el gobierno de AMLO e, incluso, de que se publicara su estrategia y metodología. Con ese levantamiento se pretendía verificar la información de beneficiarios de los programas sociales vigentes a 2018, identificar a la población potencial de los programas integrales para el desarrollo y diagnosticar los problemas públicos. Si bien la nueva estrategia de levantamiento de información buscaba convertirse en un instrumento para facilitar el acceso de la población a los programas sociales, su proceso de planeación e implementación se caracterizó por la falta de transparencia, excluyó a población que debió ser incluida, presentó deficiencias técnicas y metodológicas, y fue llevado a cabo por personal sin las características adecuadas. Por tanto, no sorprende que el Censo dejara de ser utilizado por los programas sociales, que no hubiera un proceso de actualización de la información y que no volviera a mencionarse en los informes oficiales.
Por su parte, los Centros Integradores de Desarrollo (CID) fueron concebidos como un espacio de contacto y comunicación del gobierno con la población. Sin embargo, a lo largo de su puesta en marcha, la nueva estrategia enfrentó dificultades e incumplió con algunas de sus aspiraciones principales. Por un lado, las medidas sanitarias por la pandemia de Covid-19 implicaron el cierre temporal de los CID y su ubicación, instalación y despliegue enfrentó obstáculos para encontrar las instalaciones apropiadas. Y por otro lado, la operación de los CID terminó por centrarse en cuestiones de dispersión de recursos económicos y en brindar orientación sobre los programas sociales, pero no en captar la demanda ciudadana ni proporcionar servicios y trámites ni ser espacios de encuentro y rendición de cuentas. Así, terminaron por funcionar más como una ventanilla administrativa que acabó sustituida por sucursales del Banco del Bienestar.
El Banco de Bienestar es quizá el instrumento más consolidado con el que arranca la nueva administración, útil sobre todo dada la continuidad en el énfasis en las transferencias monetarias como el instrumento primordial de la política social. Pero, fuera de ello, mantiene los mismos déficits de capacidades con los que inició el sexenio anterior y que han sido el talón de Aquiles de los diversos esfuerzos por generar estrategias de coordinación para la política social. La administración de la presidenta Claudia Sheinbaum recibió una estructura administrativa de delegaciones tan costosa como la existente seis años atrás, y sin capacidad de articular efectivamente los programas en el territorio. Ya nadie habla de los superdelegados ni de los Centros Integradores de Desarrollo. Empieza el gobierno sin un sistema de información útil para el diseño y la operación articulada de los programas sociales: incluso si el Censo del Bienestar hubiera servido en un inicio, tendría ya seis años de desactualización. Además, la nueva administración deberá decidir el destino de un cuerpo de alrededor de 20,000 servidores públicos precarizados y sin capacidades y perfiles para operar programas –aunque ya se anunció un incremento salarial que “no es mucho, pero es significativo”.
Para poder atender las prioridades de abatir la pobreza extrema, atender a la población jornalera agrícola, dispersar las nuevas becas y transferencias a mujeres entre 60 y 64 años, o cumplir con la promesa de llevar los servicios de salud a casa, el gobierno requerirá reconocer y atender los déficit de capacidades administrativas. México sigue sin un sistema de información o registro social integrado que permita identificar beneficiarios para los diversos programas sociales, incorporarlos a sus padrones y darles seguimiento; sin espacios de decisión –en el ámbito federal y en los estados– que articulen no sólo la operación, sino el diseño del conjunto de intervenciones de la política social, y continúa sin tener el personal capacitado y profesional para servir de interlocutor de las personas cuando interactúan con el gobierno, ya sea en visitas a los hogares o en centros de atención desplegados en el territorio.
Hay algunos indicios de que se podría incurrir en los mismos problemas del gobierno anterior: se ha planteado contratar a muchas personas para que visiten casa por casa y se levante información para un nuevo Censo de Salud y Bienestar, pero no hay ninguna garantía de que no se repetirán los problemas que plagaron al Censo del Bienestar (cobertura incompleta, información no confiable y pronta desactualización). En cambio, la apuesta por la digitalización y la utilización de tecnologías puede ser un primer paso para que México se ponga al día y cuente, como buena parte de los países de América Latina lo hace ya, con sistema de información social que permita organizar mejor la política social, acercar la oferta de programas a las personas y dar seguimiento a los programas. Cualquier avance en construir más capacidades administrativas contribuiría a garantizar los derechos de las personas, pues esto no se alcanza solo con incorporarlos en la Constitución.
El caricaturista viajó por el mundo en búsqueda de hechos extraños y maravillosos, y creó un imperio compartiéndolos por todos los medios.
¿Cuál fue la carta más corta jamás enviada?
La misiva de un solo carácter que le mandó el escritor francés Victor Hugo a sus editores, preguntando por su manuscrito de Los miserables.
Solamente tenía el carácter: “?“… aunque, para ser precisos, la respuesta fue igual de breve: “!“.
Esta es una de la avalancha de pequeñas historias curiosas que el caricaturista, empresario y antropólogo aficionado estadounidense Robert Ripley recopiló e ilustró para el deleite de su público.
Y ese público era multitudinario.
Sus caricaturas aparecieron en más de 300 periódicos de todo el mundo, en docenas de idiomas, y fueron leídas por muchos millones de personas.
Sus libros, programas de radio y televisión, charlas y museos eran igual de populares.
La receta de su éxito era, aunque laboriosa, sencilla: compartir hechos extraños de todo el mundo.
Pero, ¿cómo llegó Ripley, quien no terminó la escuela secundaria y aprendió a dibujar por sí mismo, a ser globalmente famoso y multimillonario?
Todo comenzó con un problema un día de diciembre de 1918.
Trabajaba como periodista deportivo en el diario New York Globe y no sabía con qué llenar el espacio que tenía asignado.
“La temporada de béisbol había terminado, no había noticias de fútbol americano, o de hockey ni de básquetbol”, le contó a BBC Witness History John Corcoran, director de exhibiciones de Ripley Entertainment.
Para salir de apuros, recurrió a un concepto con el que había experimentado en el invierno de 1916.
Improvisó una caricatura con nueve pequeños bocetos de hombres realizando hazañas deportivas únicas, como la de un hombre que había permanecido bajo el agua durante 6,5 minutos y otro que había cruzado norteamérica caminado hacia atrás.
Tituló la caricatura Champs and Chumps (Campeones y tontos), y la publicaron.
“Fue bien recibida, el editor recibió muy buenos comentarios y le dijeron: ‘Oye, ¿por qué no sigues haciendo formatos así?'”.
Lo hizo. Siguió recopilando curiosidades y un año después creó una caricatura similar, pero esta vez con otro título: Believe It or Not (Créalo o no, literalmente; titulado en español: ¡Aunque usted no lo crea!). Una tercera caricatura le siguió en 1920.
Al tiempo, fue desarrollando una gran pasión por los viajes que, tras el primero que hizo alrededor del mundo, quedó plasmada en una serie de ensayos y dibujos.
Año tras año, su creación siguió entreteniendo, aunque también provocando, a sus cada vez más seguidores.
En 1926, cuando sus caricaturas iban a empezar a publicarse en el Evening Post, Robert Ripley le escribió a sus nuevos lectores, prometiendo que sus Believe It or Not eran “todos ciertos”.
“La verdad, ya saben, es realmente más extraña que la ficción”, afirmó.
“He viajado por todo el mundo buscando cosas extrañas e increíbles. He visto hombres negros blancos, hombres blancos purpúreos, y conozco a un hombre que fue ahorcado pero aún vive.
“Créanme cuando les hablo del hombre que murió de viejo antes de cumplir seis años; del río en África que fluye al revés; de las ostras que crecen en los árboles; de las flores que comen ratones; de los peces que caminan y de las serpientes que vuelan”.
En general, le creían. Solo que a veces…
En 1927, Charles Lindbergh emprendió su peligroso viaje en solitario a través del Atlántico, volando sin escalas en su avión monomotor Spirit of St. Louis desde Nueva York hasta París, como recuerda Neal Thompson en su libro Un Curioso Hombre: La Vida Extraña y Brillante de Robert ‘Aunque Usted No lo Crea’ Ripley.
Se convirtió en un héroe instantáneo por lograr una hazaña que se creía imposible: cruzar un océano en un día y medio, viajando a 60 millas por hora durante más de 3.000 millas, volando solo durante la noche, en medio de tormentas, sin dormir.
Meses después, Robert Ripley lo representó en su popular caricatura pero, en lugar de colmar de elogios al aviador, declaró que Lindbergh no era el primero, sino el 67.º hombre en realizar un vuelo sin escalas a través del Atlántico.
Cuenta Thompson que miles de lectores furiosos enviaron cartas y telegramas incrédulos, reprendiendo a Ripley por insultar a un icono estadounidense, llamándolo mentiroso (y otras cosas).
La verdad era que…
Efectivamente, 66 personas habían cruzado el Atlántico sin escalas antes de Lindbergh, lo que no le restaba mérito al héroe, pero sí precisaba, instruía y entretenía.
No fue la única vez que, a pesar de la garantía de certeza ofrecida por Ripley, muchos se negaban a creerle, y se lo hacían saber escribiéndole cartas, a veces miles cada día.
Eso le daba la oportunidad de hacer algo que le encantaba: demostrar la veracidad de afirmaciones impactantes.
Para hacerlo, Robert Ripley dependía en gran medida de un socio silencioso, Norbert Pearlroth, un exbanquero y consumado lingüista con una memoria casi fotográfica, al que había contratado en 1923.
Para 1929, Ripley ya era una celebridad, pero su popularidad estaba a punto de estallar.
Cuando el magnate de la prensa y los medios estadounidenses William Randolph Hearst leyó su recién publicado libro Believe It or Not, le envió un telegrama a uno de sus editores en Nueva York.
Contenía dos palabras: “Hire Ripley” (“Contrata a Ripley”)
De la noche a la mañana apareció en cientos y cientos de periódicos, y entró en las grandes ligas.
“Fue interesante porque ciertamente era una persona muy tímida”, comentó Corcoran.
“No era especialmente guapo, tenía los dientes salidos y era regordete. Pero realmente se sumergió en la vida social: le encantaba pasar el rato con las celebridades y organizar fiestas”.
En el apogeo de su popularidad en la década de 1930, su columna sindicada le reportaba U$7.000 a la semana y era leída por más de 60 millones de personas al día.
Su salario anual rivalizaba con el de las estrellas de Hollywood James Cagney y Gary Cooper.
Es más: los ingresos por su columna, sus libros y sus conferencias alcanzaron el medio millón de dólares, todo esto en medio de la Gran Depresión.
Además de un apartamento lujoso con vistas al Central Park de Manhattan y una hacienda en Florida, compró una pequeña isla que llamó BIOM, que es un acrónimo de Believe It or Not.
Ahí tenía una mansión repleta de curiosidades coleccionadas de todo el mundo, con un ejército de sirvientes y un puñado de novias que lo adoraban.
Además era un trotamundos
A pesar de que le tenía miedo a volar, fue una de las personas que más viajó en su época, visitando 201 de los 235 países reconocidos en su momento.
Por ello, por su afición por recolectar historias de maravillas (y por idea de los publicistas de Hearst), se le comparaba con el explorador del siglo XIII Marco Polo.
Y expandió su imperio a la radio con programas en varios formatos en NBC, CBS y MBS.
“A Ripley se le ocurrían estas ideas locas, como transmitir debajo del agua o desde un paracaídas. Pero contaba con un productor de radio llamado Doug Storer, que era un verdadero emprendedor”, señaló Corcoran.
Una de las hazañas fue transmitir en 1934 un programa de radio en vivo para “todo el mundo”.
Para lograrlo, reunió a 10 traductores en los estudios WINS de Nueva York para traducir su programa a varios idiomas. Las diferentes traducciones se conectaron simultáneamente a redes y transmisores de todo el mundo.
Su popularidad se vio reflejada en unas encuestas realizadas en EE.UU. en 1936 en la que le preguntaron a los niños quiénes querían ser cuando grandes.
Ripley obtuvo la mayoría de votos, superando al presidente Franklin Roosevelt, al boxeador Jack Dempsey y al magnate del automóvil Henry Ford.
En 1949, incursionó en el único medio de comunicación que aún no había conquistado: la televisión.
El programa, basado en su caricatura, fue un éxito inmediato.
Pero solo logró hacer 12 episodios.
El 24 de mayo, Robert Ripley estaba en el estudio para grabar el decimotercero y, en medio del programa, se desplomó sobre su escritorio, inconsciente.
Murió a los pocos días.
Su legado sigue vivo hoy en día en forma de museos en varios lugares del mundo y un libro con historias e imágenes inusuales publicado anualmente.
“Creo que a todos nos gusta saber lo que es posible o lo que es imposible. Algunas cosas parecen tan inverosímiles que te preguntas: ¿podría suceder eso realmente? Y esa fue la base de Believe it or not”, opina Corcoran.
“Aunque todo es real, no hay absolutamente nada falso, Robert Ripley se acercó tanto los límites de lo factible que te costaba creer que fuera real“.
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