De manera casi imperceptible, la educación cívica actúa como un espejo y como una semilla. Es espejo porque refleja lo que somos y hemos permitido ser como sociedad; es semilla porque, si se cultiva con cuidado, puede dar frutos que transformen nuestra realidad. Sin embargo, este instrumento tan poderoso ha sido, a lo largo de la historia, un arma de doble filo: puede construir sociedades pluralistas, libres y justas, o puede erigir regímenes autoritarios que uniforman conciencias y ahogan diferencias.
Para Derek Heater, experto en historia y ciudadanía, la educación cívica no es un conjunto de normas abstractas, sino un proceso vivo, enraizado en la experiencia. Aprendemos civismo no solo en las aulas, sino también en las sobremesas familiares —cuando estas aún existen—, en las noticias de camino al trabajo, en las redes sociales que colonizan nuestras horas y en las conversaciones cotidianas. Sin embargo, si los estímulos que recibimos están impregnados de odio, mentira y autoritarismo, ¿qué tipo de ciudadanía estamos formando?
La ciudadanía joven y la del mañana se forman observando, asimilando y replicando lo que ven en el espacio público. Hoy, las lecciones que ofrecen nuestros líderes globales y nacionales son, en demasiados casos, lecciones de antidemocracia.
El racismo descarado del presidente electo de los Estados Unidos enseña que discriminar está bien, si sirve a tus intereses. El autoritarismo de Nicolás Maduro muestra que las derrotas no se aceptan; se niegan y se combaten sin importar los costos. El abuso de Putin deja claro que la fuerza justifica el deseo. Y más cerca de casa, la soberbia de figuras como Gerardo Fernández Noroña enseña que la voz de las minorías es prescindible si no encaja en tu narrativa.
Peor aún, en México, las conferencias mañaneras desde Palacio Nacional han normalizado la descalificación, las mentiras y el estigma como herramientas políticas. Lo que debería ser un ejercicio de transparencia y rendición de cuentas, se ha convertido en un espacio donde las diferencias son castigadas y la crítica es deslegitimada.
¿Qué están aprendiendo las nuevas generaciones? Quizá que conformarse con lo mínimo es una virtud, que las libertades individuales pueden intercambiarse por migajas de seguridad económica y que aspirar a una vida mejor es casi un pecado o simplemente un privilegio para quienes viven y despachan desde un palacio. Este aprendizaje implícito es un veneno silencioso que atrofia la imaginación y sofoca los sueños.
Pero si el espacio público enseña actitudes antidemocráticas, el civismo también puede convertirse en una herramienta de resistencia. Debemos recordar que, en México, la transición democrática no solo nos dio instituciones, sino también valores. En las décadas de lucha por un sistema más plural y participativo, aprendimos que la democracia es más que un conjunto de reglas: es un compromiso colectivo con el respeto, la verdad y la justicia.
Es hora de recuperar esa memoria. Debemos enseñar que el pluralismo enriquece, que la diversidad no debilita, sino fortalece. Que quien piensa diferente no es un enemigo, sino un aliado en el diálogo. Debemos mostrar que el poder no es un botín para repartir entre amigos, sino una herramienta para servir a la comunidad. Sobre todo, debemos recordar que la verdad importa, incluso cuando es incómoda.
Esta recuperación no puede limitarse a las escuelas. Necesitamos una cultura cívica que impregne todos los espacios: en las familias, en los medios, en las conversaciones digitales. Cada acto de diálogo respetuoso, cada decisión informada, cada esfuerzo por construir puentes donde otros erigen muros, es un paso hacia un México más democrático.
Un dicho popular mexicano reza: “Diosito, no quiero que me des, sino que me pongas donde hay”. Esta frase encierra una verdad profunda: a las y los mexicanos nos gusta trabajar, ganarnos las cosas con esfuerzo. Lo que necesitamos no son dádivas que nos mantengan al borde de la supervivencia, sino un entorno que nos permita aspirar, crecer y construir un futuro digno.
La educación cívica es el terreno donde sembramos esas aspiraciones. Es el lugar donde aprendemos que no debemos conformarnos con lo mínimo, sino luchar por lo suficiente; que merecemos no solo sobrevivir, sino prosperar. Es el espacio donde se forja una ciudadanía que exige derechos y también cumple con sus deberes, que participa activamente en la vida pública y que no se deja amedrentar por el poder.
La educación cívica no es un lujo ni una abstracción. Es la base sobre la que construimos nuestra convivencia y nuestra democracia. En tiempos de polarización y retroceso, recuperar su esencia no es solo un acto pedagógico, sino un acto político, una declaración de que creemos en un México donde todas las voces cuentan, donde las diferencias se respetan y donde el futuro se construye con justicia.
En este esfuerzo, todos tenemos un papel que jugar. Desde las aulas hasta los hogares, desde los medios hasta las redes sociales, cada espacio es una oportunidad para enseñar y aprender los valores que queremos ver reflejados en nuestra sociedad. Porque, al final, la democracia no es un regalo: es una conquista diaria. Y si queremos un México donde nuestras hijas e hijos vivan con dignidad, debemos asegurarnos que en su civismo encuentren no solo un espejo, sino también una semilla.
El primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, no resistió más la presión desde dentro de su partido y anunció su adiós al cargo que ocupa desde 2015.
Hacía ya meses que al primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, le hacían la misma pregunta: “¿Renunciará?”.
Aunque se declara como un “luchador” y prometió permanecer como líder del Partido Liberal pese a la frustración cada vez más profunda entre los votantes y la subida en las encuestas de su principal rival político, Trudeau no pudo resistir el creciente coro de miembros de su propia formación política que le pedían que abandonara el cargo.
Este lunes anunció su dimisión como primer ministro, aunque permanecerá en el cargo hasta que su partido elija a un nuevo líder.
“Este país merece una elección real en las próximas elecciones, y me ha quedado claro que, si tengo que librar batallas internas, no puedo ser la mejor opción en esas elecciones”, dijo Trudeau en la rueda de prensa convocada frente a Rideau Cottage, su residencia oficial durante la mayor parte de la última década.
Trudeau llegó al poder en 2015 como una cara nueva y refrescante de la política progresista.
Atraídos por su carisma juvenil y un mensaje político esperanzador, los votantes apostaron ese año a los liberales, un partido que hasta entonces ocupaba el tercer lugar y que pasó a tener una mayoría de escaños en el Parlamento sin precedentes en la historia política canadiense.
Nueve años después, Trudeau sigue siendo el único líder en pie de los que gobernaban en la época en la que asumió el cargo. Barack Obama, Angela Merkel, Shinzo Abe o David Cameron hace tiempo que pasaron a una segunda línea, pero el, a sus 53 años, es actualmente el líder con más años de servicio en el G7.
Pero en el tiempo transcurrido desde su ascenso al escenario mundial y durante dos elecciones generales, Trudeau y su marca se han convertido en un lastre para la suerte del partido.
Paul Wells, periodista político canadiense y autor de un libro centrado en su figura dijo recientemente a la BBC que cree que Trudeau será recordado “como un primer ministro importante”, sobre todo por haber ofrecido un liderazgo genuino en temas como la reconciliación indígena y, hasta cierto punto, la política climática.
Pero Wells cree que Trudeau es alguien “que se percibía cada vez más desconectado de la opinión pública y cada vez más incapaz de adaptarse a los nuevos tiempos”.
Trudeau destacó en el anuncio de su adiós los aspectos de su gestión de los que está más orgulloso, incluida la gestión del caos de la pandemia de covid, la renegociación de un acuerdo de libre comercio con el anterior gobierno de Donald Trump en Estados Unidos y la implementación de un subsidio infantil ampliamente considerado como una ayuda para aliviar la pobreza.
Pero una serie de escándalos comenzaron a quitarle brillo a su gobierno: se descubrió que había violado las reglas federales sobre conflictos de intereses en el manejo de una investigación de corrupción (el asunto SNC-Lavalin) y en viajes de lujo a las Bahamas.
En 2020 recibió críticas por elegir a una organización benéfica vinculada a su familia para gestionar un importante programa gubernamental.
En las elecciones generales del año anterior, su partido quedó reducido a una minoría, por lo que los liberales empezaron s depender del apoyo de otros partidos para mantenerse en el poder.
Las elecciones anticipadas de 2021 no mejoraron su suerte.
Más recientemente, Trudeau y su popularidad se vieron golpeados por el aumento del costo de vida y la inflación, que han contribuido a reveses electorales sufridos por gobiernos en todo el mundo.
Su promoción de una agenda demasiado cargada de grandes promesas contribuyó a engordar la insatisfacción.
Su manejo de la inmigración también generó descontento. El año pasado los liberales abandonaron su política tradicional de puertas abiertas y recortaron significativamente el número de extranjeros que recibieron autorización para instalarse en Canadá.
En ocasiones Trudeau les dio munición fácil a sus rivales, como cuando trascendió que se había pintado el rostro de negro para disfrazarse de personajes afro cuando era un veinteañero, una práctica hoy vista por muchos como racista y que resultaba particularmente embarazosa para un gobernante que se presentaba como ejemplo de tolerancia y progresismo.
Más recientemente, una serie de reveses políticos habían dejado claro que Trudeau había agotado su crédito.
El pasado verano los votantes rechazaron a candidatos liberales en un puñado de elecciones especiales en circunscripciones que hasta entonces habían sido bastiones del partido de Trudeau.
El primer ministro se había convertido en una figura cada vez más polarizante para el electorado: Trudeau dijo el lunes que “es hora de reiniciar” y de que “baje la temperatura” en la política canadiense.
Las encuestas mostraron la caída de su popularidad, sin que los intentos de enderezar el rumbo con cambios de gabinete y exenciones fiscales lograran levantarla. Los votantes parecían responsabilizarlo del aumento en el coste de la vida en general y de la vivienda en particular.
Una encuesta realizada durante las vacaciones por el Instituto Angus Reid arrojó el nivel más bajo en el apoyo al Partido Liberal desde que hay registros y, según los sondeos más recientes, los conservadores, liderados por Pierre Poilievre, un político de carrera de 45 años con habilidad para lanzar agudos eslóganes de campaña, ganarían cómodamente una elección si se celebrara hoy.
La inestabilidad política y el adiós de Trudeau se producen cuando Canadá enfrenta una serie de desafíos, entre ellos la promesa del presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, que asumirá el cargo el 20 de enero, de imponer aranceles del 25 % a los productos canadienses.
Sin embargo, hasta el final, Trudeau parecía decidido a aguantar, y citaba a menudo su deseo de enfrentarse a Poilievre, un político ideológicamente opuesto a él.
Pero la impactante renuncia de la viceministra clave de Trudeau, la exministra de Finanzas Chrystia Freeland, a mediados de diciembre resultó ser la gota que colmó el vaso.
Freeland era una figura clave del gobierno y renunció en medio de diferencias con Trudeau, al que reprochaba intentar seguir adelante con costosos programas sociales pese a las amenazas de Trump de imponer fuertes aranceles a las exportaciones canadienses hacia Estados Unidos.
Los miembros de su propio partido comenzaron a dejar claro públicamente que ya no apoyaban su liderazgo.
Y con eso, cayó la última ficha de dominó.
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