Conocí a Andrés Manuel López Obrador en 1995, cuando encabezó el segundo “éxodo por la democracia” después de las elecciones a la gubernatura de Tabasco. Lo recuerdo en un mitin de trabajadores de la Ruta 100 en el Zócalo de la Ciudad de México, la plaza que -según él mismo ha dicho- llenó 200 veces durante su carrera política.
Dos hechos hicieron que nos encontráramos: las desaseadas elecciones en Tabasco celebradas el 20 de noviembre de 1994, en las que el ganador fue el priista Roberto Madrazo, quien financió su campaña con millones de pesos procedentes de fuentes ilícitas. Y la quiebra de la empresa de transporte público Ruta 100, ordenada por el presidente Ernesto Zedillo y ejecutada por el regente Óscar Espinosa Villarreal el 4 de abril de 1995.
En plena crisis económica -derivada del “error de diciembre”-, Zedillo aplicó el canon neoliberal a raja tabla: subió el IVA del 10 al 15 por ciento, rescató a los bancos con recursos públicos y ordenó desincorporar una empresa pública para privatizar el servicio de transporte, echando a la calle a más de 12 mil trabajadores en la Ciudad de México y Área Metropolitana.
Decidido a “desenmascarar” al Subcomandante Marcos y al EZLN, el gobierno de Zedillo buscaba, también, desarticular al Movimiento Proletario Independiente -brazo político del Sindicato Único de Trabajadores de la Ruta 100 (SUTAUR-100)-, que los reportes de inteligencia vinculaban con la guerrilla en Chiapas y grupos “subversivos” en la capital del país.
Yo cubría el conflicto derivado de la quiebra de Ruta 100, y López Obrador encabezaba a cientos de tabasqueños que instalaron un plantón en el Zócalo por aquellos meses, en donde el excandidato del PRD a la gubernatura exhibió las pruebas del fraude electoral cometido por el PRI de Roberto Madrazo.
Eran años intensos para el país, que se hundía en una severa crisis económica y social; para el PRI, que crujía por el conflicto entre el gobernador Madrazo, el expresidente Carlos Salinas y el presidente Zedillo, quien tuvo que sacrificar a su secretario de Gobernación, Esteban Moctezuma, por el conflicto postelectoral de Tabasco, y para la democracia mexicana, que se encaminaba a una nueva reforma electoral.
En ese contexto, el segundo éxodo por la democracia (en 1991, López Obrador ya había encabezado el mismo recorrido de tabasqueños en contra del fraude electoral, desde Villahermosa hasta el Zócalo) convirtió al perredista en una figura política nacional que, en abril de 1996, se convertiría en dirigente nacional del PRD.
Si una virtud tuvo la izquierda mexicana en la etapa de la transición a la democracia, esta fue saber estar ahí no sólo en las campañas electorales y los comicios, sino en el debate público nacional y en la resistencia a las políticas económicas neoliberales impulsadas por Salinas y Zedillo.
El ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas perdió las elecciones presidenciales de 1988, pero al año siguiente fundó al PRD, se mantuvo vigente como contrapeso al salinismo y en 1994 volvió a postularse como candidato. En 94 volvió a perder, pero en 1997 fue electo jefe de Gobierno de la Ciudad de México, y en 2000 volvió a ser candidato a la presidencia.
Ese año perdió otra vez el ingeniero, pero López Obrador ganó la Ciudad de México y se convirtió en el contrapeso y referente obligado de la oposición a Vicente Fox, quien gobernó decidido a continuar con la política económica de Zedillo y los modos priistas de hacer política.
Como Cárdenas, López Obrador perdió elecciones, pero supo recrearse para mantenerse vigente. En 2006, el PAN y el PRI se coludieron para cerrarle el paso, en una elección fraudulenta e inequitativa, que dio paso al sexenio fallido de Felipe Calderón.
En 2012 AMLO volvió a perder; se fue del PRD, pero nuevamente se quedó en la política, ahora para fundar el partido Morena y recorrer el país para construir el movimiento que le daría la base social para ganar las elecciones de 2018.
Si alguna virtud tuvieron Cárdenas y López Obrador, esta fue demostrar que no sólo querían ganar una elección y gobernar, sino cambiar al país.
Mientras los candidatos del PRI y del PAN pierden y se retiran, cargados de dinero y dejando en la orfandad política a quienes votaron por ellos, los dos líderes principales de la izquierda mexicana supieron quedarse en sus partidos después de la derrota, crecerse ante los abusos del poder, encabezar luchas postelectorales, dirigir movimientos, dar esperanza a sus votantes, ser opción frente al PRI y al PAN, que gobernaron igual y terminaron fusionados en su caricatura: el PRIAN.
Sin esa clave de interpretación es imposible entender por qué el lopezobradorismo se convirtió en la corriente política y social más importante en lo que va del siglo XXI mexicano.
Esa es la diferencia entre un partido que ganó casi todos los espacios de disputa política en sólo diez años desde que obtuvo el registro, y los tradicionales y caducos PRI, PAN y PRD, que sólo existen en temporada electoral y en los escándalos de sus legisladores y gobiernos locales.
Guste o no, Andrés Manuel López Obrador fue la figura política más importante en la historia reciente de México. Será recordado, por simpatizantes y detractores, como el referente de la política durante cuatro sexenios: el de Fox, el de Calderón, el de Peña Nieto y desde luego el suyo.
Su presencia fue más relevante y trascendente que la de los expresidentes, y la gran duda es si lo seguirá siendo también en el sexenio de Claudia Sheinbaum.
El viernes pasado, López Obrador dijo en su conferencia de prensa mañanera -la última en la que aceptó preguntas- que no aspira a ser líder moral, caudillo, ni jefe máximo (en clara referencia a Plutarco Elías Calles y el Maximato), mucho menos cacique.
Ha asegurado que va a retirarse a su rancho de Palenque, luego de pasar unos días en la Ciudad de México “para aclimatarse” a la condición de expresidente.
Se va cuando está por cumplir 71 años y, según ha dicho, se retira satisfecho con lo hecho en el sexenio y en más de medio siglo de carrera política, tranquilo por dejarle el poder a Claudia Sheinbaum y “con la conciencia tranquila”.
El balance de su sexenio irá asentándose conforme pasen los años, cuando se valoren las obras y se puedan visualizar objetivamente los probables daños hechos a las instituciones y a la democracia.
Pero lo cierto es que se va con una popularidad medida en un 70 por ciento de aprobación y, a diferencia de sus antecesores, después de refrendar claramente el apoyo del electorado a su proyecto político. Se va con casi 36 millones de votos emitidos en favor de su candidata a la Presidencia, pero dejando tras de sí una innegable polarización.
López Obrador se va a su rancho a escribir, y ha prometido apagar sus redes sociales (11.1 millones de seguidores en Twitter, 10.5 millones en Facebook, 4.5 millones en YouTube y 1.5 millones en Instagram) y no hablar de política.
Dice que quiere dedicar tiempo a disfrutar la naturaleza y a escribir sobre los aportes de las culturas prehispánicas a la humanidad, y ha pedido a la prensa, a sus seguidores y a los dirigentes políticos que no lo visiten ni lo busquen.
Se compró unos binoculares para observar a las guacamayas y otras aves que habitan y visitan su rancho “La Chingada”, de 13 mil metros cuadrados y cientos de árboles. Vivirá solo, “porque merece descansar”, según declaró su esposa, Beatriz Gutiérrez Müller, quién se quedará en la Ciudad de México con su hijo Jesús Ernesto, menor de edad y matriculado en una escuela capitalina.
Sus críticos y detractores aseguran que no se va a retirar y desde ahora apuntan a un nuevo Maximato, en el que López Obrador sigue siendo lo que ha dicho que no será: caudillo y jefe máximo.
Algunos aseguran que mantendrá a raya a Claudia Sheinbaum, con Adán Augusto López como cuña y principal operador de un grupo que mantendrá maniatada a la presidenta. Otros, que la revocación de mandato es un dispositivo que se activaría en caso de que Sheinbaum no gobierne conforme a sus designios.
Y, recientemente, muchos ven en su hijo, Andrés López Beltrán, al futuro heredero con el que su sangre regresará a la Presidencia en 2030.
Eso es “futurismo barato, corriente y vulgar”, ha dicho el presidente.
Lo único cierto, hoy por hoy, es que Andrés Manuel López Obrador dejará el poder a la medianoche de este lunes 30 de septiembre, cuando saldrá de Palacio Nacional rumbo a un domicilio en la Ciudad de México.
En su último día de gobierno aparecerá en su conferencia mañanera número mil 438 del sexenio, pero no responderá preguntas. Leerá un mensaje, convivirá con la prensa, rifará un reloj, develará su retrato en el pasillo de los presidentes en Palacio Nacional, comerá con algunos presidentes que asisten al cambio de poderes y en la noche entregará el control de las Fuerzas Armadas a la presidenta electa. Ya no dormirá en Palacio.
Al día siguiente acudirá a la Cámara de Diputados a entregar la banda presidencial a su aprendiz y heredera política, y desaparecerá de la escena pública.
Corresponderá a Claudia Sheinbaum, al grupo gobernante y a la nueva dirigencia de Morena construir un gobierno, un partido y una corriente política que no dependa de un líder moral o jefe máximo. Un nuevo lopezobradorismo, el lopezobradorismo sin López Obrador.
La BBC visita la frontera entre China y Myanmar, donde una guerra hace estragos a las puertas de la potencia asiática.
“Un pueblo, dos países” solía ser el lema de Yinjing en el extremo suroeste de China.
Un viejo cartel turístico presume de una frontera con Myanmar formada únicamente por “vallas de bambú, zanjas y surcos de tierra”, una señal de la fluida relación económica que Pekín había tratado de construir con su vecino.
Ahora, la frontera que visitó la BBC está marcada por una alta valla metálica que atraviesa el condado de Ruili, en la provincia de Yunnan. En algunos puntos, está rematada por alambre de púas y cámaras de vigilancia, atraviesa campos de arroz y divide calles que antes estaban unidas.
Las duras medidas de confinamiento impuestas por China durante la pandemia obligaron inicialmente a la separación, pero desde entonces ésta se ha consolidado debido a la guerra civil en Myanmar, desencadenada por un sangriento golpe de Estado en 2021.
El régimen militar ahora está luchando por el control de amplias zonas del país, incluido el estado de Shan, a lo largo de la frontera con China, donde ha sufrido algunas de sus mayores pérdidas.
Esta crisis a las puertas de China –comparten una frontera de casi 2.000 kilómetros– está resultando costosa para el país asiático, que ha invertido millones de dólares en Myanmar para construir un crucial corredor comercial.
El ambicioso plan pretende conectar el suroeste de China, que no tiene salida al mar, con el océano Índico a través de Myanmar, pero el corredor se ha convertido en un campo de batalla entre los rebeldes de Myanmar y el ejército de ese país.
Pekín tiene influencia sobre ambas partes, pero el alto al fuego que negoció en enero se vino abajo.
Ahora ha recurrido a ejercicios militares a lo largo de la frontera y a palabras severas. El ministro de Asuntos Exteriores, Wang Yi, ha sido el último diplomático en visitar la capital de Myanmar, Nay Pyi Taw, y se cree que ha lanzado una advertencia al gobernante del país, Min Aung Hlaing.
Los conflictos no son nuevos en el empobrecido Shan. El estado más grande de Myanmar es una de las principales fuentes de opio y metanfetaminas del mundo. A su vez, ha sido hogar de ejércitos étnicos opuestos al gobierno centralizado desde hace tiempo.
Pero las vibrantes zonas económicas creadas por la inversión china lograron prosperar… hasta que se desató la guerra civil.
Un altavoz advierte ahora a los habitantes de Ruili de que no se acerquen demasiado a la valla metálica, pero eso no impide que un turista chino meta el brazo entre los barrotes para hacerse una selfie.
Dos niñas con camisetas de Disney gritan a través de los barrotes: “¡Eh abuelo, hola, mira para acá!”, mientras lamen unas bolas de helado rosa. El anciano que arrastra los pies descalzos al otro lado apenas levanta la vista antes de darse la vuelta.
“Los birmanos viven como perros”, dice Li Mianzhen. Su puesto de la esquina vende alimentos y bebidas de Myanmar -como té con leche- en un pequeño mercado a pocos pasos del puesto de control fronterizo de la ciudad de Ruili.
Li, quien luce como de unos 60 años, solía vender ropa china a lo largo de la frontera en Muse, una gran fuente de comercio con China. Pero dice que ya casi nadie en su pueblo tiene suficiente dinero.
La junta militar de Myanmar sigue controlando la ciudad, uno de sus últimos reductos en el estado de Shan. Pero las fuerzas rebeldes han tomado otros pasos fronterizos y una zona comercial clave en el camino a Muse.
La situación ha desesperado a la gente, dice Li. Sabe de algunos que han cruzado la frontera con el objetivo de ganar tan sólo 10 yuanes -no mucho más de un dólar- para poder regresar a Myanmar y “alimentar a sus familias”.
La guerra ha restringido gravemente los viajes dentro y fuera de Myanmar, y la mayoría de los relatos proceden ahora de quienes han huido o han encontrado la forma de cruzar las fronteras, como Li.
Imposibilitados de conseguir los permisos de trabajo que les permitirían entrar en China, la familia de Li está atrapada en Mandalay, mientras las fuerzas rebeldes se acercan a la segunda ciudad más grande de Myanmar.
“Siento que me muero de ansiedad”, dice Li. “Esta guerra nos ha traído tantas desgracias. ¿En qué momento acabará todo esto?”.
Zin Aung (nombre que ha sido cambiado), de 31 años, está entre los que lograron salir. Él trabaja en un parque industrial a las afueras de Ruili, que produce ropa, electrónica y piezas de vehículos que se envían a todo el mundo.
Trabajadores como él son reclutados en grandes cantidades desde Myanmar y son trasladados por firmas respaldadas por el gobierno chino que están ávidas de mano de obra barata. Se calcula que ganan unos 2.400 yuanes (US$450 dólares) al mes, lo que es menos que sus colegas chinos.
“No tenemos nada que hacer en Myanmar a causa de la guerra”, dice Zin Aung. “Todo es caro. El arroz, el aceite de cocina. Se combate intensamente en todas partes. Todo el mundo tiene que huir”.
Sus padres son demasiado mayores para huir, así que él lo hizo. Envía dinero a casa siempre que puede.
Los hombres viven y trabajan en los pocos kilómetros cuadrados del complejo gestionado por el gobierno en Ruili. Zin Aung dice que es un santuario, comparado con lo que dejaron atrás: “La situación en Myanmar no es buena, por eso nos refugiamos aquí”.
Aung también escapó al reclutamiento obligatorio, que el ejército de Myanmar ha estado haciendo cumplir para compensar las deserciones y las pérdidas en el campo de batalla.
Una tarde, cuando el cielo se teñía de escarlata, Zin Aung corría descalzo por el barro hasta un campo empapado por la temporada de lluvias, preparado para otro tipo de batalla: un feroz partido de fútbol.
Birmanos, chinos y el dialecto local de Yunnan se mezclaban mientras los espectadores reaccionaban a cada pase, patada y tiro. Esto es algo cotidiano en su nuevo hogar temporal, una liberación tras un turno de 12 horas en la cadena de montaje.
Muchos de los trabajadores proceden de Lashio, la ciudad más grande del estado de Shan, y de Laukkaing, hogar de familias criminales apoyadas por la junta. Laukkaing cayó en manos de las fuerzas rebeldes en enero y Lashio fue cercada, en una campaña que ha cambiado el curso de la guerra y la participación de China en ella.
Ambas ciudades se encuentran a lo largo del preciado corredor comercial chino y el alto el fuego negociado por Pekín dejó Lashio en manos de la junta. Pero en las últimas semanas, las fuerzas rebeldes han penetrado en la ciudad, convirtiéndose en su mayor victoria hasta la fecha. El ejército ha respondido con bombardeos y ataques de aviones no tripulados, restringiendo las redes de internet y de telefonía móvil.
“La caída de Lashio es una de las derrotas más humillantes en la historia del ejército”, afirma Richard Horsey, asesor en Myanmar del International Crisis Group.
“La única razón por la que los grupos rebeldes no presionaron en Muse es que probablemente temían que eso molestara a China”, afirma Horsey. “Luchar allí habría afectado a las inversiones que China espera reiniciar desde hace meses. El régimen ha perdido el control de casi todo el norte del estado de Shan, con la excepción de la región de Muse, que está justo al lado de Ruili”.
Ruili y Muse, ambas designadas zonas especiales de comercio, son cruciales para la ruta comercial de 1.700 km financiada por Pekín, conocida como el Corredor Económico China-Myanmar. La ruta también apoya las inversiones chinas en energía, infraestructuras y minería de tierras raras, que son cruciales para la fabricación de vehículos eléctricos.
Pero su núcleo es una línea ferroviaria que conectará Kunming -capital de la provincia de Yunnan- con Kyaukphyu, un puerto de aguas profundas que los chinos están construyendo en la costa occidental de Myanmar.
Este puerto, situado en el golfo de Bengala, permitirá a las industrias de Ruili y sus alrededores acceder al océano Índico y, por ende, a los mercados mundiales. El puerto es también el punto de partida de oleoductos y gasoductos que transportarán energía a través de Myanmar hasta Yunnan.
Pero estos planes están ahora en peligro.
El Presidente Xi Jinping llevaba años cultivando los lazos con su vecino rico en recursos, cuando la líder electa del país, Aung San Suu Kyi, fue obligada a abandonar el poder.
Xi se negó a condenar el golpe y siguió vendiendo armas al ejército. Sin embargo, tampoco reconoció a Min Aung Hlaing como Jefe de Estado, ni le ha invitado a China.
Tres años después, la guerra ha matado a miles y desplazado a millones de personas, pero no se vislumbra el final.
Obligado a luchar en nuevos frentes, el ejército ha perdido desde entonces entre la mitad y dos tercios de Myanmar en favor de una oposición dividida.
Pekín se encuentra en un punto muerto. “No le gusta esta situación” y considera “incompetente” al jefe militar de Myanmar, Min Aung Hlaing, afirma Horsey. “Están presionando para que se celebren elecciones, no porque necesariamente quieran volver a un régimen democrático, sino más bien porque piensan que es una forma de volver a cómo eran las cosas”.
El régimen de Myanmar sospecha que Pekín juega a dos bandas: mantiene la apariencia de apoyar a la junta mientras sigue manteniendo una relación con los ejércitos étnicos del estado de Shan.
Los analistas señalan que muchos de los grupos rebeldes están utilizando armas chinas. Las últimas batallas son también un resurgimiento de la campaña lanzada el año pasado por tres grupos étnicos que se autodenominaron Alianza de la Hermandad. Se cree que la alianza no habría hecho su jugada sin la aprobación tácita de Pekín.
Sus logros en el campo de batalla supusieron el fin de conocidas familias mafiosas cuyos centros de estafa habían atrapado a miles de trabajadores chinos. Pekín, frustrada desde hace tiempo por el aumento de la ilegalidad en su frontera, valoró su caída, así como de las decenas de miles de sospechosos entregados por las fuerzas rebeldes.
Para Pekín, el peor escenario posible es que la guerra civil se prolongue durante años. Pero también temería un colapso del régimen militar, que podría presagiar un mayor caos.
Aún no está claro cómo reaccionará China ante uno u otro escenario; lo que tampoco está claro es qué más puede hacer Pekín, más allá de presionar a ambas partes para que acepten entablar conversaciones de paz.
Esta compleja situación es evidente en Ruili, con kilómetros de tiendas cerradas. Una ciudad que antes se benefició de su situación fronteriza sufre ahora las consecuencias de su proximidad a Myanmar.
Golpeados por algunos de los confinamientos más estrictos de China durante la pandemia, los comercios de la zona sufrieron un nuevo golpe al no reactivarse el tráfico y el comercio transfronterizos.
También dependen de la mano de obra del otro lado, que según varios agentes que ayudan a los trabajadores birmanos a encontrar empleo, se ha detenido. Dicen que China ha endurecido sus restricciones a la contratación de trabajadores del otro lado de la frontera y que también ha deportado a cientos de personas acusadas de estar trabajando ilegalmente.
El propietario de una pequeña fábrica, que no quiso ser identificado, dijo a la BBC que las deportaciones significaban que su “negocio no va a ninguna parte… y no hay nada que yo pueda cambiar”.
La plaza junto al puesto de control está llena de jóvenes trabajadores, entre ellos madres con sus bebés, que esperan a la sombra. Muestran su documentación para asegurarse de que tienen lo necesario para conseguir un empleo. Los que lo consiguen reciben un pase que les permite trabajar hasta una semana o ir y venir entre los dos países, como Li.
“Espero que algunas buenas personas puedan decir a todas las partes que dejen de pelearse”, dice Li. “Si no hay nadie en el mundo que nos defienda, es realmente trágico”.
Li sostiene que a menudo su entorno le asegura que los combates no estallarán demasiado cerca de China. Pero no está convencida: “Nadie puede predecir el futuro”.
Por ahora, Ruili es una opción más segura para ella y Zin Aung. Entienden que su futuro está en manos chinas, al igual que los chinos.
“Tu país está en guerra”, le dice un turista chino a un vendedor de jade de Myanmar con el que regatea precios en el mercado. “Tú sólo toma lo que yo te doy”.