
Si pudiera pedir un único deseo, sería no perder el deseo.
El deseo es una fuente de donde brotan y se multiplican los antojos, los anhelos, el apetito, el hambre, los sueños, las fantasías, los gustos y hasta las obsesiones. Y cuando el agua no emana, el mundo se vacía; y, cuando se derrama, el mundo se incendia. El deseo, además, es parecido a la placenta, que se forma como parte nuestra, pero que también le pertenece al otro.
Pienso en el orgasmo, en el origen de la vida, de donde todo se desprende y sé que es el deseo lo que nos trajo a este mundo y nos dio la bienvenida a este incendio.
Después del embarazo, el parto, la recuperación, la lactancia, el desprendimiento, la incorporación, la transformación del cuerpo, la angustia, la falta de sueño, la responsabilidad de hacer que otro ser humano sobreviva, por fin me reencuentro con la fuente de los deseos; y bebo de ella.
Desde que tengo memoria, mis vínculos son tan estrechos como fugaces. Quizá la fugacidad es mi forma de desear y mi fortuna sea el deseo: el deseo con el que miro y me miro, con el que contradigo y me contradigo, con el que recrimino y me recrimino e incluso con el que me reconcilio.
Me he llevado a lugares asombrosos y a otros muy oscuros: he indagado en la humedad, en el desierto, en las texturas, en la soledad y en el aislamiento; he probado lo dulce, lo amargo, lo ácido y lo podrido. He sabido reparar mi propio daño.
Mi entorno y mis circunstancias me han permitido decir que sí a todo: a los finales, a las despedidas y, especialmente, a las bienvenidas, a caminar donde se me abre paso y a explorar territorios descubiertos, no por mí, pero para mí. He aceptado el amor y he abrazado la derrota. Me he visto ante el dolor, ante el fracaso, la tristeza y el desconsuelo. Aun así, soy absolutamente afortunada.
Si alguien me preguntara qué es lo que me sostiene, respondería que es el deseo: mi deseo, el deseo por el otro y el deseo por ser deseada, ese cordón umbilical que me une al mundo y esa placenta que nos alimenta a ambos. Pero, si acaso el deseo faltara, para eso están la lengua, los dedos, los pensamientos, la saliva y la boca. Y es que, finalmente, ¿no escribimos para saciarnos, para secar el espacio que llena el deseo y volver a mojarlo?
Aviento una moneda a la fuente de donde emana el agua y cierro los ojos; ya sé lo que ocurre después.