El diálogo es la mejor herramienta para la construcción de consensos y para la resolución de conflictos. La posible disolución del pacto fiscal se ha convertido en la principal batalla política del país para evidenciar los pesos y contrapesos de nuestro sistema político. Por un lado el presidente presiona a las entidades federativas con el control presupuestal y con la centralización, cada día mayor, de recursos y capacidades del Estado, mientras por otro lado los gobernadores buscan la forma de defender los recursos que reciben, con la amenaza creíble de abandonar el pacto fiscal.
¿Qué es eso del pacto fiscal? No es más que el conjunto de reglas para la recaudación de los diferentes tipos de impuestos que ceden los municipios a las entidades y éstas a la federación, así como las reglas de distribución de esos ingresos que se establecen en la Constitución y en las leyes fiscales.
Hasta ahora, los estados de Jalisco, Nuevo León, Coahuila, Tamaulipas, Durango, Colima, Guanajuato, Chihuahua, Michoacán y Aguascalientes han manifestado abiertamente su inconformidad con el arreglo fiscal y entraron a la disputa política. Ante la provocación de Andrés Manuel López Obrador, publicaron en diversos espacios de comunicación que, de ser un tema de interés, realizarán una consulta pública para definir si su población está de acuerdo con permanecer o no en el arreglo fiscal vigente.
Ahora, más allá de la discusión política, esta discusión y descontento abre la oportunidad —y nos obliga— a repensar un nuevo trato fiscal, pero uno comprometido en combatir la desigualdad de manera efectiva, que fortalezca las instituciones que garantizan derechos y que contribuya a asegurar una verdadera justicia social.
La política fiscal es un instrumento poderoso para fomentar el crecimiento económico y combatir la pobreza y la desigualdad. No debería entenderse como un instrumento de presión política si las reglas estuvieran definidas de manera adecuada y consensuada. La discusión no se debe centrar en una medición de fuerzas para ver quién cede, sino en los montos de aportación y el destino etiquetado -y no discrecional- del gasto.
Coincido en las denuncias de los gobiernos que conforman la #AlianzaFederalista: tienen razón en oponerse a una mayor centralización del poder y de recursos y, más aún, cuando éstos pueden destinarse a las prioridades de gasto de una sola persona: magno obras en momentos de crisis o a programas clientelares que no garantizan derechos, pero que sí son usados para enaltecer la figura presidencial -para los fines que ello resulte-. Si no entendemos el llamado de los gobernadores a un diálogo público que reafirme nuestro sistema de pesos y contrapesos y a una redistribución equitativa y justa para resolver problemas públicos de la federación, la vida pública del país seguirá profundizando su polarización.
No podemos obviar la —histórica— baja capacidad de recaudación de impuestos nacional. A pesar de ser la décimo quinta economía más grande del mundo. La capacidad de recaudación de México es limitada y esto se debe a diversos factores como la aversión política a aumentar o generar más impuestos a los contribuyentes, la captura del Estado por una pequeña élite que obstaculiza la reforma fiscal porque se beneficia de ella; así como “favores” y condonaciones faraónicas que perpetúan privilegios a los grandes empresarios y a los favoritos de los políticos en turno.
Tampoco podemos obviar que esto no sólo depende de la simple voluntad, pues se requiere de formación de capacidades, infraestructura y metodologías de activación ante la condición heterogénea y desigual de los municipios y entidades del país. Insisto, la política fiscal es un instrumento poderoso. Los municipios, la célula viva de la ciudadanía y de la organización federalista, deben ejercer un papel más responsable y más participativo en la recaudación, así como un compromiso de largo alcance para asegurar, aún conscientes del breve periodo en el encargo, la generación de capacidades y la transparencia y calidad en un gasto que favorezca el acceso universal de derechos con servicios de calidad y que priorice una redistribución progresiva desde un nuevo trato fiscal.
El pacto fiscal no se debe prestar a negociaciones ni presiones políticas. La discusión no debe encasillarse en una lógica partidista, mucho menos electoral, sino abrirse y repensar el ejercicio fiscal, la corresponsabilidad local, los mecanismos de evaluación del gasto público y los ejercicios de rendición de cuentas.
El pacto es un arreglo voluntario donde se acepta que una parte de la tributación la realice la federación en favor del bienestar colectivo. Se renuncia a una parte de autonomía para eliminar las brechas de desigualdad. Si omitimos profundizar la discusión por encasillarla bajo una concepción reduccionista y maniquea, perdemos todos.