La Justicia Mexicana no es ciega. Mira de reojo, prioriza, calcula sus movimientos. En su pragmatismo, la Justicia Mexicana parece haber concluido que atender el entendible reclamo de los poderosos tiene más importancia que atender los entendibles reclamos de las multitudes. En México, no todos tienen el poder necesario para susurrar cosas en los justos oídos de la diva. No todos comandan el poder necesario para obligarla a ser expedita. No todos concentran el poder necesario para lograr que ella fije su atención en el asunto que les preocupa. La Justicia en México, cuando aparece, opera de forma inherentemente injusta.
Miles de crímenes quedan impunes; tantos que nuestra sociedad se ha acostumbrado a la indolencia de nuestras autoridades. Aún ante los más desgarradores reclamos, la Justicia Mexicana permanece inmóvil y altiva, luciendo una venda sobre sus ojos. Nos presume su falsa ceguera, esa que le permite ignorar a los miles que lloran. Sin embargo, el teléfono rojo que ha sustituído a su icónica balanza interrumpe ocasionalmente la mentira. Del otro lado del auricular alguien que sí importa le reclama acciones contundentes. Algo le hicieron. Algo le robaron. Algo le quitaron. Y así, de manera excepcional, se activan engranes que en México solo operan a petición de los selectos.
Los funcionarios que antes no se coordinaban ahora sí se ponen de acuerdo. Las corporaciones de distintos niveles de gobierno comparten con prestancia la información que antes guardaban con recelo. Los asuntos que usualmente demoran años en el laberinto de la Procuración de Justicia Mexicana quedan resueltos en pocos minutos. Basta un cruce de llamadas para que las interpretaciones oficiales sobre el debido proceso se flexibilicen, y para que los indicios y las pruebas que antes eran descartados con argumentos procedimentales adquieran la contundencia de verdaderas balas de plata.
Cuando el poderoso sufre, y sobre todo cuando sufre de forma pública, el Estado se desdobla para atenderlo. En dichas ocasiones, el Estado pareciera recordar la urgente necesidad de demostrarnos que aún existen límites a la impunidad que nos rodea. El combate al crimen es siempre positivo, pero el fenómeno no deja de ser curioso. En cuanto alguien con suficiente poder pide apoyo, la Justicia Mexicana despierta de su habitual letargo. De manera mágica, el asunto planteado por el poderoso adquiere el dulce privilegio de la urgencia. Sus reclamos aparecen súbitamente hasta adelante de la fila, y no tardan en materializarse avances importantes en las investigaciones. La respuesta de la Justicia Mexicana al asunto planteado es típicamente tan sumaria, tan conspicua y tan contundente, que hasta la Venganza encontraría motivos para encelarse.
La conclusión es que la Justicia en México parece depender del voluntarismo selectivo de la autoridad, y de las conexiones políticas de las víctimas. La Justicia se reduce así a un favor reservado para quien tiene el poder de solicitarlo. Habrá quien encuentre consuelo en esta lógica trágica, que finalmente demuestra que el Estado Mexicano sí existe. No es que no pueda protegernos, sino que no somos lo suficientemente importantes como para merecer su atención. Al parecer, ni nuestra humanidad, ni nuestra nacionalidad, ni nuestra ciudadanía bastan para lograr la atención de la Justicia Mexicana. Aparentemente, solo quien tiene el poder de comprometer personalmente al alto funcionario puede aspirar a que su dolor no quede impune.
Habrá quien sostenga que priorizar la defensa de las élites representa una política pública razonable. Algunos advierten que “si un golpe a la élite se queda sin castigo, la intemperie para el resto de los ciudadanos lucirá más inclemente”. Sin duda hay mérito en el argumento, pero creo que lo importante no es como luzca la intemperie, sino el ineludible hecho de que el ciudadano común vive sin resguardo. Para quien vive bajo la lluvia, ¿qué beneficio aporta saber que los poderosos tienen acceso a un paraguas?
En cualquier caso, existe un mensaje menos confortante que también se desprende de esta dinámica. Si el poderoso puede movilizar al aparato de Procuración de Justicia, el poderoso también puede pautarlo o detenerlo. Si el actuar de la Justicia Mexicana depende de la voluntad de los funcionarios, tanto sus acciones como sus omisiones deben entenderse con sospecha. Si tener poder garantiza protección especial contra la impunidad, también ofrece licencia especial para actuar impunemente. La navaja corta por los dos lados, pues la variable crítica es el poder y no nuestras leyes. Lo anterior puede ser obvio, pero dice mucho sobre el triunfo de nuestros instintos animales:
Aquí no sobrevive quien tiene razón, sino quien es más fuerte.
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Twitter: @oneflores
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