Desde la Europa medieval hasta el Afganistán contemporáneo, el control sobre las mujeres ha sido una constante en sistemas religiosos, comunistas, totalitarios a lo largo de la historia. Aunque cada régimen y sistema ha tenido sus propias premisas e ideología, su enfoque de dominación hacia las mujeres ha resultado inquietantemente similar. ¿Qué han tenido en común? Han instrumentalizado el cuerpo, la voz y la autonomía femeninas para imponer un orden social y moral. Hablemos de tres ejemplos claros: la Inquisición, la Unión Soviética y el régimen talibán, los cuales pese a sus diferencias ideológicas y distancia en el tiempo han coincidido en usar a las mujeres como elementos de legitimación y control.
En la Europa medieval y renacentista, la Iglesia católica estableció la Inquisición, una institución que buscaba combatir la herejía y mantener la pureza de la fe. Sin embargo, entre los perseguidos, las mujeres, especialmente aquellas que vivían fuera de los roles tradicionales o poseían conocimientos de medicina popular, fueron acusadas de brujería. Se estima que entre el 80 % y el 100 % de las personas acusadas y ejecutadas por brujería fueron mujeres, dependiendo del momento y el lugar. Se las consideraba vulnerables a influencias demoníacas y el “peligro” que representaban justificaba la violencia en su contra. En especial, las mujeres con conocimientos de medicina, las comadronas, fueron perseguidas. Se les arrebató el derecho a apoyar a otras mujeres durante el nacimiento de sus bebés y se les sometió al control de los hombres “doctos” en medicina. Este control sobre las mujeres a través de la persecución religiosa y a nombre de la iglesia consolidó el patriarcado en las instituciones, reforzando la idea de que las mujeres debían mantenerse en un rol subordinado, lejos de la vida pública y sin derecho alguno. Usar su voz y conocimientos y ayudar a las personas podía costarles la vida.
Con la Revolución de 1917, el nuevo Estado soviético prometió igualdad de género y legalizó el aborto, promovió la participación laboral de las mujeres y creó servicios como guarderías para liberar a las mujeres del trabajo doméstico. Sin embargo, durante el régimen de Stalin, esta política progresista se revirtió. Aunque la mujer fue valorada como “madre de la patria” y trabajadora, sus derechos individuales fueron limitados en favor de la causa soviética y comunista. Las leyes a favor del aborto se derogaron, las mujeres debían ser las progenitoras de los hijos del sistema. Las demandas feministas que existían se silenciaron para priorizar la “unidad del proletariado”. Se acusó a las mujeres que buscaban la defensa de sus derechos de ser procapitalistas y el discurso predominante establecía que “la defensa de los derechos femeninos” era parte de la propaganda occidental. Las mujeres fueron relegadas a roles que servían al sistema estatal, demostrando que el discurso de igualdad podría ser un instrumento de control cuando la lucha de clases se volvía el objetivo primordial.
Hoy, en pleno 2024, presenciamos un retroceso igual de violento hacia las mujeres. En Afganistán, los talibanes han impuesto una interpretación estricta de la Sharía que niega a las mujeres y las niñas derechos básicos como la educación, el trabajo y la libertad de movimiento. Bajo este régimen, se prohíbe a las mujeres salir sin acompañante masculino y participar en la vida pública. Los talibanes justifican esta represión en nombre de una “pureza” y “moralidad” que aseguran representa los valores islámicos, aunque esta interpretación no es compartida por otras sociedades musulmanas. Se les ha prohibido hablar, cantar, leer, recitar o hablar frente un micrófono a nombre de las leyes sobre el vicio y la virtud, y en los últimos días la represión ha dado un paso más: se les ha prohibido rezar en voz alta y se les exige que cuando recen, sus rezos no sean escuchados por otra mujer, por lo que deben hacerlo en voz baja. Las mujeres han sido reducidas a roles domésticos y cualquier expresión de independencia es vista como una amenaza al orden social que el régimen busca imponer. Este uso de la religión no sólo les permite dominar a las mujeres, sino consolidar su poder en una sociedad ya vulnerada por décadas de conflicto.
Estos ejemplos muestran que el control sobre las mujeres ha sido un recurso común para imponer un sistema de poder, ya sea bajo la justificación de la fe, de la causa comunista o del orden moral. En todos estos casos, las mujeres han sido vistas como figuras a “controlar” para mantener la cohesión social, moral e ideológica, y sus derechos han sido subordinados al “bien mayor” de la época.
Hoy, cuando se observan políticas y estructuras que parecieran atender las demandas de igualdad, es crucial reflexionar sobre los objetivos reales de estos esfuerzos. En muchos casos, la presencia de figuras femeninas en el poder o la creación de instituciones dedicadas a la “protección” de las mujeres pueden ser estrategias para consolidar agendas políticas y controlar la narrativa feminista. Esto recuerda el riesgo de que el discurso de igualdad se convierta en una herramienta de adoctrinamiento que, en vez de empoderar a las mujeres, las silencie bajo nuevas formas de control ideológico.
Los derechos de las mujeres no son secundarios ni “prescindibles” en la construcción de una sociedad justa y democrática. Por el contrario, son un pilar fundamental para medir la justicia y la igualdad de cualquier sistema de gobierno, sobre todo, los que se consideran democráticos.
La desnutrición aguda, que ha causado estragos en Afganistán durante décadas, ha alcanzado un nivel sin precedentes.
“Esto es como el fin del mundo para mí. Siento tanto dolor. ¿Te imaginas por lo que he pasado viendo a mis hijos morir?”, dice Amina.
Ha perdido seis hijos. Ninguno de ellos vivió más allá de los tres años y ahora otra está luchando por sobrevivir.
Bibi Hajira tiene siete meses pero es del tamaño de una recién nacida. Sufre de una severa desnutrición aguda, y ocupa la mitad de una cama en el pabellón del hospital regional en Jalalabad, en la provincia oriental de Nangarhar, Afganistán.
“Mis hijos están muriendo de pobreza. Todo lo que les puedo dar de comer es pan seco y agua que caliento poniéndola al sol”, cuenta Amina, casi gritando de angustia.
Lo que es más devastador es que su historia no es para nada la única, y que muchas más vidas podrían salvarse con un tratamiento oportuno.
Bibi Hajira es una de 3,2 millones de menores que sufren de desnutrición aguda, que está causando estragos en el país. Es una condición que ha asolado Afganistán durante décadas, instigada por 40 años de guerra, pobreza extrema y una multitud de factores en estos años que el Talibán tomó control.
Pero la situación ha llegado a un abismo sin precedentes.
Es difícil imaginar lo que 3,2 millones significan, así que las historias de apenas un pequeño cuarto de hospital pueden servir para entender este desastre en desarrollo.
Hay 18 menores en siete camas. No es un aumento temporal, es como es todos los días. No hay llantos ni balbuceos, el silencio enervante en el cuarto solo se rompe con el agudo pitido del monitor de pulso cardíaco.
La mayoría de los niños no están sedados ni tienen máscaras de oxígeno. Están despiertos pero demasiado débiles para moverse o emitir un sonido.
Sana, de tres años, que viste una túnica púrpura y se cubre la cara con su pequeñísimo brazo, comparte la cama con Bibi Hajira. Su madre murió dando a luz a su hermanita hace unos meses, así que su tía Laila cuida de ella. Laila me toca el brazo y levanta siete dedos; uno por cada hijo que ha perdido.
En la cama vecina está Ilham, de tres años, diminuto para su edad, con la piel descascarándose de sus brazos, piernas y cara. Hace tres años, su hermana murió a la edad de dos.
Es demasiado penoso el solo echarle una mirada a Asma, que tiene un año. Tiene unos hermosos ojos castaños y largas pestañas, pero están abiertos de par en par, casi sin parpadear, respirando con dificultad en una máscara de oxígeno que cubre casi toda su pequeña cara.
El doctor Sikandar Ghani, que la observa, sacude la cabeza. “No creo que vaya a sobrevivir”, vaticina. El cuerpito de Asma ha entrado en shock séptico.
A pesar de las circunstancias, hasta ese momento, había estoicismo en el cuarto; las enfermeras y las madres haciendo su trabajo, alimentando a los niños, consolándolos. Todo se detiene, una mirada descompuesta se fija en muchas caras.
Nasiba, la madre de Asma, está llorando. Levanta su velo y se agacha para besar a su hija.
“Siento como si la carne se me estuviera derritiendo. No puedo soportar verla sufrir así”, gime. Nasiba ya ha perdido tres hijos. “Mi esposo es un jornalero. Cuando le dan trabajo, comemos”.
El doctor Ghani nos cuenta que Asma podría sufrir un ataque cardíaco en cualquier momento. Salimos del cuarto. Menos de una hora más tarde, ha muerto.
700 niños han muerto en los últimos seis meses en este hospital, más de tres por día, nos informó el departamento de Salud Pública del Talibán en Nangarhar. Una cifra abrumadora, pero habría muchas más muertes si esta instalación no se mantuviera funcionando con el financiamiento del Banco Mundial y UNICEF.
Hasta agosto de 2021, los fondos internacionales que se entregaban directamente al gobierno anterior financiaban casi todo el cuidado de salud pública en Afganistán.
Cuando el Talibán retomó el control, el dinero dejó de entrar debido a las sanciones internacionales que les impusieron. Eso desató el colapso del sistema sanitario. Las agencias de socorro actuaron para proveer lo que se suponía que era una respuesta temporal de emergencia.
Siempre ha sido una solución insostenible y, ahora, en un mundo distraído por tantas otras cosas, los fondos para Afganistán se han encogido. De la misma manera, las políticas del gobierno del Talibán, específicamente sus restricciones contra las mujeres, significan que los donantes están renuentes de dar financiación.
“Heredamos un problema de pobreza y desnutrición, que se ha vuelto peor por los desastres naturales como las inundaciones y el cambio climático. La comunidad internacional debería incrementar la ayuda humanitaria, no deberían vincularla a los asuntos políticos e internos”, nos comentó Hamdullah Fitrat, el vocero encargado del gobierno talibán.
En los últimos tres años hemos ido a más de una decena de centros de salud en el país y hemos visto un rápido deterioro de la situación. Durante cada una de nuestras recientes visitas a hospitales, hemos visto niños muriendo.
Pero también hemos visto evidencia de que el tratamiento adecuado puede salvarlos. Bibi Hajira, que estaba en un estado frágil cuando llegó al hospital, se encuentra mucho mejor ahora y ha sido dada de alta, nos confirmó el doctor Ghani por teléfono.
“Si tuviéramos más medicamentos, instalaciones y personal, podríamos salvar a más niños. Nuestro personal está fuertemente comprometido. Trabajamos incansablemente y estamos listos a dar más”, aseguró.
“Yo también tengo hijos. Cuando un niño muere, también sufrimos. Entiendo lo que debe estar pasando en los corazones de los padres”.
La desnutrición no es la única causa del auge en la mortalidad. Otras enfermedades prevenibles y curables también están matando a los niños.
En la unidad de cuidados intensivos, al lado del pabellón de desnutrición, Umrah, de seis meses, está luchando contra una pulmonía severa. Llora intensamente a medida que una enfermera le inyecta un suero intravenoso en el cuerpo. Nasreen, la madre de Umrah, está sentada a su lado, con lágrimas rodándole por la cara.
“Cómo quisiera morir en lugar de ella. Tengo tanto miedo”, dice. Dos días después de que visitamos el hospital, Umrah murió.
Estas son las historias de aquellos que pudieron llegar a un hospital. Innumerables otros no pueden. Sólo uno de cada cinco niños que requieren tratamiento hospitalario pueden recibirlo en el hospital de Jalalabad.
La presión sobre el centro es tan intensa que casi inmediatamente después de que Asma muriera, una pequeñita bebé de tres meses, Aaliya, fue trasladada a la mitad de la cama que Asma había dejado vacía.
Nadie en el cuarto tuvo tiempo de procesar lo que había pasado. Había otra menor seriamente enferma que había que tratar.
El hospital de Jalalabad sirve a la población de cinco provincias, que el gobierno del Talibán estima en unos cinco millones de personas. Y ahora la presión ha aumentado. La mayoría de los más de 700.000 refugiados afganos que fueron forzosamente deportados por Pakistán desde finales del año pasado permanecen en Nangarhar.
En las comunidades que rodean el hospital, encontramos evidencia de otra estadística alarmante divulgada esta año por la ONU: que 45% de los niños menores de 5 años en Afganistán tienen retraso en el crecimiento; son más pequeños de lo que deberían ser.
Mohammed, el hijo de Robina de 2 años, no puede pararse solo todavía y mide mucho menos de los que le corresponde.
“El doctor me dice que si recibe tratamiento durante los próximos tres a seis meses, estará bien. Pero ni siquiera podemos comprar comida. ¿Cómo vamos a pagar el tratamiento?”, se pregunta Robina.
Ella y su familia tuvieron que irse de Pakistán el años pasado y ahora viven en un asentamiento seco y polvoriento en el área de Sheikh Misri, a poca distancia en auto de Jalalabad por enlodados caminos.
“Temo que se vuelva discapacitado y nunca sea capaz de caminar”, indica Robina.
“En Pakistán, también tuvimos una vida difícil. Pero había trabajo. Aquí mi esposo, un jornalero, escasamente consigue empleo. Lo hubiéramos podido llevar a tratamiento si todavía siguiéramos en Pakistán”.
UNICEF afirma que el retraso en el crecimiento puede causar severos daños físicos y cognitivos irreversibles, cuyos efectos pueden durar toda la vida y hasta afectar la siguiente generación.
“Afganistán ya está enfrentando problemas económicos. Si amplias secciones de nuestra futura generación está física o mentalmente discapacitada, ¿cómo podrá ayudarles nuestra sociedad?, cuestiona el doctor Ghani.
Mohammad puede ser salvado de sufrir daños permanentes si recibe tratamiento antes de que sea demasiado tarde.
Pero los programas comunitarios de nutrición administrados por las agencias de socorro en Afganistán han sufrido los recortes más dramáticos, muchos de ellos han recibido apenas una cuarta parte de la asistencia necesaria.
En cada calle de Sheikh Misri nos encontramos con familias con niños desnutridos o con retraso de crecimiento.
Sardar Gul tiene dos hijos desnutridos: Umar de 3 años y Mujib de 8 meses, un niño pequeños con ojos brillantes que carga en su regazo.
“Hace un mes, el peso de Mujib se redujo a menos de tres kilos. Una vez que pudimos registrarlo con una agencia de socorro, empezamos a recibir paquetes de comida. Eso verdaderamente lo ha ayudado”, afirma Sardar Gul.
Mujib ahora pesa seis kilos, todavía un par de kilos por debajo del peso normal, pero significativamente mejor.
Es evidencia que la intervención oportuna puede salvar a los niños de la muerte y la discapacidad.
*Con información adicional de Imogen Anderson y Sanjay Ganguly
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