Hay que decirlo con todas sus letras, hablar de paz en Medio Oriente sin abordar los derechos de las mujeres es una contradicción profunda. No puede haber paz cuando la mitad de la población está no sólo sometida, sino nulificada, y cuando sus derechos se han borrado a nombre de la religión y de “un bien mayor”.
¿Realmente existe un “bien mayor” que justifique la lapidación, la subordinación, la imposición del silencio o los matrimonios infantiles?
La Hermandad Musulmana, con sus distintas ramas en Palestina, Afganistán, Irán y otros países, y bajo la interpretación radical de la Sharia, tienen en común el sometimiento de las mujeres y la erradicación de los infieles. Los Talibanes, Hamas, Isis justifican -y explican- esta realidad a nombre de la moral islámica y han subordinado la libertad, la justicia, los derechos humanos a una ideología y un mandato teocrático que simplemente, se impone sobre la población. A nombre de la resistencia y el sacrificio, todo se justifica para humillarlas, reprimirlas, someterlas e invisibilizarlas o usarlas para “la causa” cuando sea conveniente.
Y el mundo observa en silencio.
La geopolítica, el petróleo, la energía, las reservas de metales son más importantes que la violencia contra la mitad de la población.
Tal vez es hora de desentrañar la complicidad ante lo que sucede y de decir las verdades incómodas que hacen que gobiernos “progresistas” defiendan a los opresores en aras de una narrativa que nadie ha cuestionado.
La paz y la justicia, en su sentido más profundo, no pueden existir en sistemas que sacrifican a la mitad de su población y que, además, utilizan la represión como herramienta de control; en donde no cabe el diálogo porque cuando se impone el silencio a las mujeres es imposible el intercambio de ideas y de realidades y en donde existen policías de la moral que velan por los intereses de los hombres religiosos y el sometimiento de las niñas y las mujeres en su interés.
Hasta donde tengo entendido, hace mucho tiempo que en el planeta se buscó la separación de la Iglesia y el Estado y los gobiernos progresistas se han caracterizado por ello, señalando que la unión de ellos es parte de la narrativa conservadora. Sin embargo, los líderes de gobiernos “progresistas” en el mundo no tienen reparo en defender y establecer relaciones con gobiernos teocráticos y con líderes que a nombre de su lucha anticolonial construyen un apartheid de género.
La República Islámica de Irán tiene cerca de 85 millones de personas (las cifras varían entre 84 y 100). Se estima que el 49 % son mujeres. Hablamos de que aproximadamente 49 millones de mujeres están sometidas al apartheid cotidiano y cada día tienen menos derechos. Se les castiga por no llevar velo, están bajo supervisión continua y se les imponen castigos como azotes o prisión por incumplir las reglas. El asesinato de Mahsa/Zhina Amini, no hay otra manera de llamarlo, joven de 22 años a manos de la “policía de la moral” desató una ola de protestas en la que por lo menos 500 personas murieron, 22 mil fueron detenidas y al menos 7 fueron ejecutadas con relación a las protestas.
Afganistán ocupa el lugar número 36 en la tabla de población mundial con 42 millones de personas de las cuales el 51 % son hombres. La interpretación de la Sharia por parte de los Talibanes ha llevado a erradicar los derechos de las mujeres y el último año, además de prohibirles reír y hablar en espacios públicos, someterlas al silencio inclusive entre ellas, están en proceso de aprobar una nueva ley que autorice los matrimonios infantiles a partir de los 9 años. Desde el 2021 se han registrado más de 330 casos de feminicidios en el país y la violencia cotidiana contras las mujeres va en aumento. Documentar esto puede costarle la vida a quienes lo hacen, pero aún con los datos que se tienen, se ha denunciado que los funcionarios/oficiales talibanes son responsables de muchos de los casos de violencia sexual, incluyendo matrimonios infantiles, violaciones, esclavitud sexual, entre otras cosas.
La población en el Estado de Palestina es de 5.5 millones de personas y las estimaciones indican que la población femenina es ligeramente mayor a la masculina (50.12 %). Hablaré aquí específicamente de la Franja de Gaza, que es gobernada desde 2006 por Hamás e independientemente de que algunos países los consideren terroristas (Reino Unido, Estados Unidos, Japón, Unión Europea, Israel, entre otros) y otros lo consideren una organización de resistencia (Rusia, Turquía, Brasil, China, por mencionar algunos), nadie cuestiona su actuar al interior de las fronteras y la permanente violación a los derechos humanos, el sometimiento de las mujeres, la “educación” (adoctrinamiento) a sus jóvenes con recursos internacionales, incluyendo los de Naciones Unidas, de Irán y Qatar.
Para Hamás, la mujer palestina es una “madre del mártir”, destinada a criar a los hijos para la resistencia. Es claro que esta “idealización” es una excusa para imponer restricciones a sus libertades y reducirlas a roles de cuidado y obediencia. De sobra está decir que en su estructura de gobierno no hay mujeres.
Pocos se atreven a hablar de la incursión del brazo armado de Hamás a Israel el 7 de octubre, la matanza que cometió contra jóvenes que irónicamente, estaban en un festival por la paz, el asesinato de por lo menos 1400 civiles, entre ellos niños y niñas, y la violación de jovencitas. Hasta hace poco -un año después- Pramila Patten, la representante especial de ONU sobre violencia sexual en los conflictos reveló que hay “argumentos razonables para creer que ocurrió violencia sexual en varios lugares en los ataques de Hamás del 7 de octubre” y que adicionalmente existe “información clara y convincente” de violencia sexual contra las mujeres israelíes que siguen secuestradas en Gaza. Nadie habla de la violencia de Hamás contras las mujeres en esta guerra, la que viven las palestinas y las que viven las israelíes secuestradas.
En todos los casos (y sólo me limité a tres), la violencia de género está al servicio del terror. No hay otra manera de describirlo.
En Gaza, en Irán y en Afganistán, quienes gobiernan comparten un enfoque común: la represión hacia las mujeres a nombre de una “causa mayor”. En Gaza, la “resistencia” justifica la represión de las mujeres y su exclusión de la vida pública. En Irán, la moral islámica impuesta por el régimen reprime toda forma de libertad femenina. Y en Afganistán, los talibanes emplean un sistema de castigo extremo para asegurar que las mujeres no desafíen su autoridad.
Son variaciones de un mismo tema.
La comunidad internacional enfrenta esta realidad con una gran dosis de hipocresía: mientras que muchos países progresistas defienden la separación entre religión y Estado, en estos contextos parece que aceptan o ignoran la represión hacia las mujeres a nombre de una estructura teocrática que se disfraza bajo el escudo de la resistencia. ¿A qué dominio se “resisten” cuando ellos imponen con violencia y sin escrúpulos su poder absoluto sobre las mujeres?
No se puede buscar la paz cuando se somete a la mitad de la población.
Es imposible construir la paz desde la violencia.
La opresión y el control son incompatibles con la justicia y la igualdad.
La paz, la justicia y la igualdad no pueden ser selectivas.
O se busca la paz para todas las personas o simplemente se está institucionalizando una mentira.
Ya está en Netflix la última adaptación al cine de la famosa novela mexicana. Una obra que supo identificar elementos centrales de la vida y la idiosincrasia de los mexicanos. Acá te explicamos por qué Pedro Páramo terminó siendo tan ilustrativa de este país inabordable.
Y está luego porque, si bien es una de las tres o cuatro novelas insignes mexicanas, Pedro Páramo no entra en los moldes y códigos usuales de la literatura: es compleja, ambiciosa, enigmática, intensa. Y por eso, muy mexicana.
Ahora la novela, precursora del llamado “boom latinoamericano” y descrita por Jorge Luis Borges como “una de las mejores de las literaturas de lengua hispánica, y aun de la literatura”, llegó al cine.
Es la cuarta vez que se intenta una adaptación cinematográfica de la novela. Se hizo en 1966, 1978, 1981. Y la nueva es, probablemente, la más ambiciosa.
La produjo Netflix. La dirigió Rodrigo Prieto, un reputado cinematógrafo mexicano. La escribió Mateo Gil, un laureado guionista español. Y ha generado, como era de esperarse, críticas y elogios enérgicos, porque el reto es mayúsculo, casi inabordable.
Este es un libro colosal de solo 132 páginas. Propone un abordaje profundo, amplio y trascendental de México. Lo hace con innovaciones conceptuales, narrativas y visuales.
Y es tan emblemático porque expuso facetas de la mexicanidad que quizá hoy parecen obvias, pero que en los años 50 se estaban empezando a identificar, y hoy siguen vigentes.
Rulfo, en parte por su condición de huérfano, de víctima de guerras civiles, de curioso viajero, supo no solo identificar, sino mágicamente exponer cinco de las facetas de México que acá recogemos de manera breve.
Como le muestran al mundo cada 1 y 2 de noviembre, los mexicanos tienen una íntima relación con la muerte: la acogen, la honran, la tienen en cuenta.
Y Pedro Páramo es, sobre todo, una novela de fantasmas.
La premisa de la novela es más o menos esta: el joven Juan Preciado viaja al pueblo de Comala tras la muerte de su madre en busca de su padre, Pedro Páramo, un cacique y patriarca en tiempos de guerra civil que sufre una pena de amor.
Preciado, alucinado y confundido, se encuentra con personajes que, como el pueblo, parecen estar en tránsito hacia la muerte.
Juan Villoro, un escritor mexicano, explicó en una conferencia de 2016 sobre el tema en el Colegio Nacional mexicano: “Los fantasmas de Rulfo no son para dar miedo, sino fantasmas en pena, ánimas que están tratando de llegar al más allá, y no llegan (…) Los fantasmas de Rulfo, al ser pobres, son fantasmas de verdad”.
Preciado busca a su padre, pero en el camino se da cuenta que está en el mismo tránsito que los personajes que se topa.
“Ha atravesado —elabora Villoro— el río de la inmoralidad y pasa la historia buscando un segundo río que le conceda la muerte, la muerte como bendición (…) Los personajes esperan no solo una muerte física, sino también una muerte que los redima moralmente”.
Una muerte, pues, entendida a la mexicana.
Pedro Páramo es, también, una novela sobre la realidad social de un país.
Julia Santibáñez, escritora y gestora cultural, explica: “Rulfo sufrió las consecuencias de la guerra y fue víctima de la economía que surgió de las guerras (…) La pobreza, la exclusión y la violencia no son solo temas que le importan, sino que vivió y que están en la novela de manera tentacular, en cada página”.
Los padres del escritor murieron cuando él tenía menos de 10 años en plena Guerra Cristera por las reformas liberales de una revolución que recién terminaba. Rulfo se crio en orfanatos, no fue a la universidad y trabajó en la burocracia del Estado y fundaciones, cargos que le permitieron viajar y ver el país de primer mano.
Volvemos con Villoro: “Rulfo plantea una historia de aquellos que han sido expulsados de la historia de los hechos. Son tan pobres, están tan desposeídos, que ni siquiera tienen derecho a que nada les suceda: no tienen propiedad, destino propio ni historia”.
Esta es una novela sobre los excluidos. Una obra sobre un país de pobres. Una realidad social que en 70 años ha cambiado, pero que en muchos sentidos sigue igual: hoy, uno de cada tres mexicanos es pobre y la desigualdad está entre las cinco más agudas del mundo.
La novela, según Villoro, “nos hace preguntarnos cuántos mexicanos están en la condición de expulsados de la historia”.
Hay expresiones de los personajes de Pedro Páramo que, aunque sea inventadas por Rulfo, parecen sacadas de la calle en cualquier rincón de México.
Santibáñez explica que Rulfo “puso el centro de gravedad en el lenguaje y creó un lenguaje que se parece al del campo, pero que no es estrictamente igual y podríamos morir pensando que es el lenguaje del campo”.
Y esa, según Villoro, fue la clave de la gran innovación lingüística de la novela, porque “toma elementos del habla popular, pero lo recrea de tal manera que el habla popular se convierte en algo más auténtico que lo que dicen los campesinos (…) Es algo incluso más auténtico que el mundo de los hechos”.
Qué puede parecer más mexicano, así no lo sean del todo, que adjetivos como “desconchinflado”, o arcaísmos como “si consintiera en mí”, o frases involuntariamente poéticas como “tú que tienes los oídos muchachos”, o enunciados redundantes como “esto prueba lo que te demuestra”.
Los mexicanos tienen expresiones, dialectos, formas que revelan parte de su idiosincrasia: van desde expresiones simples como “a poco” y “qué crees” hasta construcciones complejas como “de tocho morocho” y “nos cayó el chahuistle”.
Y Rulfo, más que hacer el ejercicio periodístico de reportar las expresiones más mexicanas, creó otras tan originales, tan mundanas, tan cercanas, que parecen sacadas de la boca de cualquier habitante de este país.
La vida de Rulfo estuvo, no precisamente por razones felices, en constante movimiento: cuando joven vivió en varias partes del diverso estado de Jalisco, pasó tiempo en Guadalajara y Ciudad de México y, ya adulto, recorrió el país como parte de sus labores como burócrata, investigador y fotógrafo aficionado.
Gracias al movimiento conoció las regiones de México, un país que tiene todo tipo de ecosistemas, pero que en su mayoría se conoce como un espacio seco, árido, caliente e inhóspito.
Dice Villoro que Comala, el pueblo donde trascurre la novela, remite el comal, esa plancha de barro sobre la cual los mexicanos han cocinado sus alimentos durante siglos, porque se trata de un lugar caliente y seco.
Famosa es esta frase de uno de los personajes: “Dicen que en Comala los que se mueren y se van al infierno regresan a Comala por su cobija”.
“Es un paisaje filtrado, indeciso, intermedio, inseguro; lo que ves está tamizado; hay nieblas, polvo, tolvaneras, humo, oscuridad, sombras que tienen eco”, explica Villoro.
Pero además de esta recreación precisa del espacio mexicano, Rulfo también hizo un análisis político sobre la tierra, que tras la revolución habría de ser distribuida equitativamente, pero la promesa se rompió.
“El reparto que hubo a consecuencia de la revolución fue terrible, porque se supone que se repartió para responder a las exigencias revolucionarias, pero luego se supo que eran arenales, tierras no cultivables como son las tierras de Comala”, señala Santibáñez.
Pedro Páramo es, también, un perfil crítico del hombre mexicano.
Un quinto elemento del retrato que hace Rulfo de México tiene que ver con la figura del patriarca en una sociedad machista: Pedro Páramo, el cacique en Comala, es padre de niños que no reconoce, revolucionario que traiciona la revolución y tirano que asesina a sus adversarios impunemente.
“No es que Rulfo tuviera una preocupación por el machismo o una mentalidad feminista, sino que identificó algo central de la personalidad del mexicano”, dice Santibáñez.
Alrededor del 40% de las familias mexicanas, según datos oficiales, carecen de una figura paterna. Eso ocurre hoy, pero viene de décadas atrás.
“Pedro Páramo es la figura del padre tiránico de la familia mexicana”, dice Villoro.
Y lo es por varias razones: porque abandona a sus hijos, porque administra el poder de manera arbitraria y traicionera y porque lleva el desamor de Susana San Juan de manera arrogante y arbitraria.
Una faceta que, en general, sigue vigente en la cultura mexicana, según Santibáñez: “Pedro Páramo bien le podría cantar a Susana una canción de Luis Miguel diciendo ‘tengo todo excepto a ti’”.
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