Taquicardia, manos sudorosas, preocupación excesiva… Hoy, más que nunca, todo el mundo habla sobre qué es la ansiedad, cuáles son sus síntomas y por qué la sienten ahora si antes todo estaba bien.
Vamos paso por paso.
La doctora en Psicología y especialista en Neurociencias de la Conducta Frine Torres explica que la ansiedad es una reacción normal ante situaciones desafiantes o peligrosas. “Mientras la ansiedad pueda disminuir o controlarse en minutos, no hay por qué considerarla un problema”.
Es decir, “la ansiedad por sí misma no se considera una enfermedad“, pues forma parte de la amplia gama de respuestas emocionales que presentamos todas las personas, de acuerdo con el artículo Los trastornos de ansiedad, publicado por la UNAM.
Obviamente la pregunta del millón tiene que ver con cuándo la ansiedad SÍ se considera un problema, pero para allá vamos.
En este texto, el psicólogo y sexólogo César Galicia explica a detalle de dónde viene la ansiedad.
A grandes rasgos es un mecanismo evolutivo que nuestro cuerpo acciona para sobrevivir al peligro: se conoce como “flight or fight” o “reacción de lucha o huida” o “respuesta de estrés agudo”.
La sangre se concentra en las extremidades para que podamos huir o luchar contra el peligro; nuestro cerebro produce y libera grandes cantidades de cortisol y adrenalina; se suprime el sistema inmunológico, entre otros procesos.
O sea, toda una fiesta de reacciones que se consideran normales y hasta deseadas para poder sobrevivir al peligro.
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César Galicia explica que al acto de luchar o huir se le conoce como “conducta consumatoria”. Cuando sobrevivimos a ese peligro, nuestro cuerpo regresa a la tranquilidad.
Pero, ¿y si no hay peligro?, ¿por qué se activa ese mecanismo?, ¿por qué nos sentimos tan mal?, ¿qué es la ansiedad y cómo se presenta, maldita sea?
Para que ese mecanismo se active solo se necesita que tu cuerpo reconozca un estresor, es decir, cualquier cosa o situación -real o imaginaria- que perciba como una amenaza.
Oh, sí, tu cuerpo y mente pueden percibir peligro donde no lo hay.
“Cuando el mecanismo se activa en situaciones que no son necesariamente peligrosas o desafiantes y, además, produce síntomas muy intensos y de mayor duración entonces ya puede ser un problema”, dice Frine Torres.
Como no hay amenaza y no haces nada para huir o luchar no se produce la “conducta consumatoria”, por lo que tu cuerpo permanece estresado -se queda lleno de cortisol y adrenalina- y por eso te sientes tan mal.
Ya dijimos que la ansiedad es una reacción normal, pero resulta un problema cuando se presenta de manera inesperada, recurrente y con síntomas físicos, de tal manera que tu vida cotidiana ya no es la misma que antes.
Mi vida antes de la ansiedad: mi vida después de la ansiedad. Esto podría ser un meme.
Entre los síntomas de la ansiedad está la inquietud o sensación de excitación, nerviosismo, fatiga, dificultad de concentración, irritabilidad, tensión muscular (amix, todo ese cortisol que el cuerpo no usa se va a los grupos musculares más grandes, por eso te contracturas) y alteraciones del sueño.
Dentro de la clasificación internacional de Enfermedades Mentales de la Organización Mundial de la Salud (OMS) se contemplan los trastornos de ansiedad.
Así, en plural, porque ¡hay varios!: el trastorno de ansiedad generalizada y agorafobia, crisis de pánico, fobia social, fobia específica, trastorno obsesivo compulsivo y trastorno de estrés postraumático.
Lo que estamos viendo en estos tiempos, principalmente, es el trastorno de ansiedad generalizada, que “se diagnostica cuando predomina una ansiedad o preocupación excesiva, persistente y relacionada con situaciones que se viven cotidianamente”, según el texto Los trastornos de ansiedad.
Si sientes una ansiedad intensa con síntomas muy desagradables como dolor en alguna parte del cuerpo, dificultad para respirar, taquicardia o respiración rápida es probable que ya se trate de una crisis de pánico.
Estos aparecen sin motivo aparente y duran relativamente poco tiempo (generalmente menos de una hora).
Si te sientes mal, no lo dudes, pide ayuda psicológica.
Aquí te compartimos algunos recursos que te ayudarán:
El llamado “dolor de helado” es una expresión de procesos neurológicos complejos. Lejos de ser banal, podría ayudar a entender mejor los umbrales de dolor y la predisposición a trastornos neurosensoriales más amplios.
Según la Clasificación Internacional de Trastornos de Cefalea, se trata de una “cefalea por estímulo frío”, también conocida con el nombre de dolor de cabeza por helado (en inglés brain freeze). Y aunque parezca trivial, revela una sorprendente complejidad neurológica y médica.
En los últimos años, varias investigaciones han revelado que este pequeño “dolor de verano” podría enseñarnos sobre el tratamiento de las migrañas, las reacciones cerebrales al frío e, increíblemente, cómo proteger al cerebro en situaciones críticas.
El brain freeze es el dolor frontal o temporal de corta duración, que puede ser intenso, inducido en personas susceptibles por el paso de material frío (sólido, líquido o gaseoso) sobre el paladar y/o la pared faríngea posterior.
Este cambio de temperatura tan brusco provoca una vasoconstricción, seguida de vasodilatación en los vasos sanguíneos de la zona. El nervio trigémino, que conecta el rostro con el cerebro, interpreta este cambio como una amenaza térmica, y lanza una señal de “dolor” al cerebro.
Lo curioso del caso es que ese dolor no lo sentimos en la boca, sino en la frente o las sienes. Es lo que se llama dolor referido: el cerebro malinterpreta la fuente del estímulo, algo muy común en otros tipos de dolor visceral.
Un artículo publicado en Critical Care Medicine en 2010 –con el provocador título “Can an Ice Cream Headache Save Your Life?” (¿Puede un dolor de cabeza por helado salvarle la vida?)– sugirió que los mecanismos detrás del brain freeze podrían inspirar estrategias clínicas para proteger el cerebro después de un paro cardíaco, usando hipotermia terapéutica.
Este tipo de reacciones neurovasculares rápidas ayudarían a regular la presión intracraneal, el flujo sanguíneo cerebral y los reflejos autonómicos.
En otras palabras, un helado puede activar rutas que los médicos intentan replicar de forma controlada en cuidados intensivos.
Un artículo de revisión publicado en 2023 examinó la involucración en este fenómeno de estructuras profundas del cráneo como el nervio trigémino y el ganglio esfenopalatino, ambos conocidos por estar implicados en migrañas, cefaleas en racimo y neuralgias faciales.
Además, múltiples trabajos han mostrado que la respuesta dolorosa al frío podría revelar una hipersensibilidad del sistema trigémino, especialmente en personas predispuestas.
La prevalencia de este fenómeno varía en un rango del 15 al 37 % en la población general, pero es significativamente mayor en niños y adolescentes, alcanzando cifras entre el 40,6 % y el 79 %, según datos recopilados en la literatura científica.
Un estudio clave alemán realizado con estudiantes de 10 a 14 años, padres y profesores, mostró una prevalencia del 62 % en los menores y del 31 % en los adultos. Esta diferencia podría deberse a una combinación de factores: el aprendizaje conductual para evitar desencadenantes dolorosos, una mayor estabilidad neuronal frente al frío con la edad y diferencias anatómicas que hacen que los niños sean más susceptibles a una rápida estimulación de los receptores del frío.
Por otro lado, el dolor por estímulo frío tiene una fuerte relación con antecedentes de migraña. Las personas aquejadas por este tipo de dolor presentan prevalencias de entre el 55,2 % y el 73,7 %, muy por encima de quienes sufren cefaleas tensionales (23-45,5 %).
Un estudio incluso reveló una sorprendente prevalencia del 94 % en personas con antecedentes de cefalea punzante. Esto sugiere que el brain freeze podría servir como marcador clínico indirecto de una sensibilidad trigeminal aumentada, compartida con otras cefaleas más incapacitantes.
Otros factores de riesgo identificados incluyen antecedentes de traumatismo craneal y, especialmente, historia familiar: los hijos de padres con cefalea por estímulo de frío tienen un riesgo significativamente mayor de desarrollarla. Si la madre la ha sufrido, el riesgo se multiplica por 10,7 y si es el padre, por 8,4.
Todos estos datos revelan que lo que muchas veces se percibe como un simple “dolor de helado” es, en realidad, una expresión de procesos neurológicos complejos.
Lejos de ser banal, podría ayudar a entender mejor los umbrales de dolor y la predisposición a trastornos neurosensoriales más amplios.
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En general, no. Se trata de un fenómeno benigno, autolimitado y sin consecuencias médicas. Sin embargo, existe un caso clínico extraordinario, publicado en 1999 en el American Journal of Forensic Medicine and Pathology, donde un hombre joven colapsó tras beber agua muy fría.
Los forenses sospecharon un reflejo vagal extremo como causa de muerte, no un brain freeze clásico, sino una respuesta autonómica descontrolada en un contexto de calor extremo y predisposición fisiológica.
Este suceso aislado sirve más para mostrar la capacidad del cuerpo para reaccionar drásticamente ante estímulos extremos que para generar alarma sobre los helados o las bebidas frías.
La buena noticia es que esta peculiar cefalea se puede evitar con algunas estrategias simples.
La más eficaz es comer o beber lentamente. Cuando ingerimos alimentos fríos a gran velocidad, el estímulo térmico en el paladar es demasiado brusco para que el cuerpo lo compense a tiempo, activando la respuesta dolorosa.
También es importante evitar que la materia a baja temperatura toque directamente el paladar superior, ya que esta zona está altamente vascularizada y cercana al trayecto del nervio trigémino. Usar una pajita, mantener el líquido en la lengua antes de tragar o no dejar que el helado se derrita demasiado rápido en la boca pueden ayudar.
Y si el dolor ya comenzó, hay un truco sencillo: presiona la lengua contra el techo de la boca. Este contacto ayuda a restaurar la temperatura y aliviar la molestia en segundos.
Así que la próxima vez que una cucharada de helado te congele la frente, recuerda: no estás exagerando. Tu sistema nervioso está ensayando una respuesta que los científicos aún están tratando de descifrar… y quizás de aprovechar.
*José Miguel Soriano del Castillo es catedrático de Nutrición y Bromatología del Departamento de Medicina Preventiva y Salud Pública, Universidad de Valencia, España.
*Este artículo fue publicado en The Conversation y reproducido aquí bajo la licencia Creative Commons. Haz clic aquí para leer la versión original.
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